El Campo Sanguinario, del cual habrán oído todos mis lectores, aunque algunos, espero, no lo habrán visitado, se encuentra al noroeste de las secciones edificadas de nuestra capital de Nessus, entre un enclave residencial de armígeros de la ciudad y las barracas y establos de la Xenargía de los Dimarchi Azules. Está lo bastante cerca del Muro como para que a alguien como yo, que nunca había estado cerca de él, le pareciera muy cerca; sin embargo eran necesarias muchas leguas de duro andar por avenidas retorcidas para llegar hasta él desde el centro de la ciudad. A cuántos combates podía dar cabida, no lo sé. Es posible que las balaustradas que delimitan los distintos campos, y sobre las que los espectadores se apoyan o se sientan según lo prefieran, sean móviles y se ajusten de acuerdo con las necesidades de la noche. Sólo visité el lugar una vez, pero me pareció, con la hierba pisoteada y todos aquellos espectadores silenciosos y lánguidos, extraño y melancólico.
Durante el breve tiempo que vengo ocupando el trono, se me han planteado muchos problemas cuya importancia es más inmediata que la monomaquia. Sea buena o mala (como me inclino a pensar) es sin duda imposible de erradicar en una sociedad como la nuestra, que para su propia subsistencia ha de mantener las virtudes militares por encima de las demás, y en la que el estado puede destinar tan pocos servidores armados a la vigilancia policial del populacho.
Sin embargo ¿es mala en realidad?
En aquellos períodos en que la pusieron fuera de la ley (y según mis lecturas eso sucedió cientos de veces) fue reemplazada en gran medida por el asesinato; y por asesinatos en general del tipo que la monomaquia parece destinada a prevenir: asesinatos que son el resultado de disputas entre familias, amigos y conocidos. En estos casos mueren dos en lugar de uno, porque la ley rastrea al asesino (una persona que no es por inclinación, sino por ocasión, un criminal) y le da muerte, como si con esto devolviera la vida a la víctima. Así pues, si por ejemplo se libraran mil combates legales entre individuos que tuvieran por resultado otras tantas muertes (lo cual es muy improbable, pues la mayoría de los combates no terminan en muerte) e impidiera quinientos asesinatos, el Estado no se encontraría peor.
Además, el sobreviviente de uno de estos combates es, probablemente, el individuo más adecuado para la defensa del Estado, y también el más idóneo para engendrar hijos saludables; mientras que en la mayor parte de los asesinatos no hay sobrevivientes, y el asesino, si sobreviviera, no sería por ello más fuerte, rápido o inteligente, sino sólo malvado.
Y, sin embargo, con qué prontitud esta práctica se presta a la intriga.
Oímos cómo voceaban los nombres cuando nos encontrábamos todavía a un centenar de pasos de distancia, fuerte y solemnemente anunciados por sobre el croar de las ranas arbóreas.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
—¡Sabas del Prado Partido!
—¡Laurentia de la Casa del Arpa! (Esto clamado por una voz de mujer.) —¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
Le pregunté a Agia a quién llamaban de ese modo.
—Son los que han desafiado a alguien, o han sido desafiados. Vociferando así —o haciendo que un sirviente vocifere por ellos— hacen saber que han venido, pero no el oponente.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
El sol se ponía, y su disco ya casi oculto tras la negrura impenetrable del Muro, había teñido el cielo de cereza, bermellón y un violeta fantasmal. Estos colores, al dar sobre el tropel de monomaquistas y espectadores (del mismo modo que los rayos áureos del favor divino tocan a los jerarcas del arte), les confería un aspecto insustancial y taumatúrgico, como si hubieran aparecido un instante antes por el floreo de una tela y fueran a desvanecerse en el aire otra vez a la señal de un silbido.
—¡Laurentia de la Casa del Arpa!
—Agia —dije, y de algún lugar en las cercanías nos llegó el estertor de la muerte en la garganta de un hombre—. Agia has de anunciar: «Severian de la Torre Matachina».
—No soy tu sirvienta. Grita tú mismo si quieres.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
—No me mires así, Severian, ¡Ojalá no hubiéramos venido! ¡Severian! ¡Severian de los Torturadores! ¡Severian de la Ciudadela! ¡De la Torre del Dolor! ¡La Muerte! ¡La Muerte ha llegado! —La golpeé debajo de la oreja y cayó tendida con el averno junto a ella.
Dorcas me tomó del brazo.
—No tendrías que haberlo hecho, Severian.
—Sólo le di con el dorso de la mano. Se recuperará.
—Te odiará todavía más.
—Entonces ¿crees que no me odia ahora?
Dorcas no respondió y un instante más tarde yo mismo ya había olvidado mi pregunta: a cierta distancia, entre la multitud, había avistado un averno.
El terreno era un círculo de unos quince pasos de diámetro, rodeado por una baranda con dos entradas. El éforo anunció: —La adjudicación del averno ha sido ofrecida y aceptada. Éste es el sitio. Ésta es la hora. Sólo queda por decidir si emprenderéis la contienda como estáis, desnudos o de algún otro modo. ¿Qué decís?
Antes que yo pudiera hablar, Dorcas gritó: —Desnudos. Ese hombre tiene una armadura.
El grotesco yelmo del septentrión se movió de lado a lado, negando. Como la mayor parte de los yelmos de la caballería, dejaba las orejas al descubierto para oír mejor las órdenes gritadas por los superiores. En la sombra tras las placas de metal que le cubrían las mejillas, me pareció ver una estrecha banda negra, y traté de recordar dónde había visto antes algo semejante.
El éforo preguntó: —¿Se niega usted, hiparca?
—Los hombres de mi país sólo se desnudan delante de una mujer.
—Lleva armadura —volvió a protestar Dorcas—. Este hombre ni siquiera tiene una camisa. —La voz de la muchacha, siempre tan dulce, resonaba ahora en el crepúsculo como una campana.
—Me la quitaré. —El septentrión se echó hacia atrás la capa y se llevó una mano al hombro. La coraza resbaló, cayendo a sus pies. Había esperado un pecho tan macizo como el del maestro Gurloes, pero el que vi era más estrecho que el mío.
—El yelmo también.
Una vez más el septentrión negó con la cabeza, y el éforo preguntó: —¿Su negativa es absoluta?
—Lo es. —Hubo una vacilación apenas perceptible.— Sólo puedo decir que he recibido instrucciones de no quitármelo.
El éforo se volvió hacia mí.
—Ninguno de nosotros, creo, desearía turbar al hiparca y menos todavía, al personaje, no digo quién pueda ser, al que sirve. Creo que lo más atinado sería, sieur, permitirle alguna ventaja compensatoria. ¿Puede sugerir alguna?
Agia, que había guardado silencio desde que yo le pegara, dijo entonces: —Rehúsate a combatir, Severian. O reserva tu ventaja para cuando la necesites.
Dorcas, que estaba aflojando las tiras de trapo que sostenían el averno, dijo también: —Rehúsate a combatir.
—He recorrido un camino demasiado largo como para volverme atrás.
El éforo preguntó con cierto tono mordaz: —¿Ha decidido usted, sieur?
—Creo que sí. —Recordé que llevaba mi máscara. Como todas las del gremio, era de cuero blando reforzado con tiras de hueso. No tenía modo de saber si serviría contra las afiladas hojas del averno… pero fue una satisfacción oír que los espectadores retenían el aliento cuando la saqué de golpe.
—¿Están prontos ahora? ¿Hiparca? ¿Sieur? Sieur, debo dar esa espada a alguien para que se la tenga. No se puede portar más arma que el averno.
Miré alrededor en busca de Agia, pero había desaparecido entre la multitud. Dorcas me dio el capullo mortal y yo le entregué Términus Est.
—¡Comiencen!
Una hoja silbó cerca de mi oreja. El septentrión avanzaba con un movimiento irregular; la mano izquierda aferraba el averno debajo de las hojas, y la mano derecha estaba tendida hacia mí como si intentara quitarme la planta. Recordé que Agia me había prevenido acerca de este riesgo, y la sostuve tan cerca de mí como me atreví a hacerlo.
Durante el tiempo que lleva respirar cinco veces, giramos en círculo. Entonces le golpeé la mano extendida. El septentrión detuvo el golpe con la planta. Levanté la mía por sobre su cabeza como una espada, y me di cuenta entonces de que la posición era ideal: mi tallo quedaba fuera del alcance del septentrión, me permitía golpear a voluntad con toda la planta, y al mismo tiempo podía arrancar las hojas con la mano derecha.
Sin demora, puse a prueba este último descubrimiento: arranqué una hoja y se la arrojé a la cara.
A pesar de la protección que le brindaba el yelmo, el hombre la esquivó, y la multitud que se agolpaba detrás de él se apartó para evitar el proyectil. Tras la primera arrojé otra. Y otra más, que dio en el aire contra una suya.
El resultado me sorprendió. En lugar de absorber la fuerza del impulso y caer al suelo, como hubiera ocurrido con cualquier otro tipo de hojas, éstas se retorcieron y enroscaron, tajeando y golpeando con las puntas tan rápidamente que antes de caer apenas un codo, no eran más que tiras desgarradas de un verde negruzco que se transformaba en un centenar de colores mientras giraban como el trompo de un niño…
Algo, o alguien, presionaba contra mi espalda. Era como si un desconocido estuviera detrás de mí, ejerciendo una ligera presión con la espina dorsal. Tenía frío y agradecí el calor de ese cuerpo.
—¡Severian! —Era la voz de Dorcas, pero parecía haberse alejado.
—¡Severian! ¿Nadie va a ayudarlo? ¡Saltadme!
Un toque de canillón. Los colores, que había tomado por los de las hojas en combate, estaban en cambio en el cielo, donde un arco iris se abría bajo la aurora. El mundo era un gran huevo de pascua multicolor. Cerca de mi cabeza una voz preguntó: —¿Está muerto? —y alguien contestó, dándolo por cierto—: Así es. Esas cosas siempre matan.
La voz del septentrión (extrañamente familiar) dijo: —Como vencedor, reclamo el derecho a quedarme con sus ropas y armas. Dadme esa espada.
Me senté. A unos pasos de mis botas, las hojas, débilmente, luchaban todavía. El septentrión estaba de pie un poco más allá. Yo tomé aliento para preguntar qué había sucedido, y algo cayó desde mi pecho a mi regazo; era una hoja con la punta teñida de sangre.
Al verme, el septentrión giró y levantó el averno. El éforo se interpuso entre nosotros con los brazos extendidos. Desde más allá de las barandas algún espectador gritó.
—¡Derecho de cortesía! ¡Derecho de cortesía, soldado! Que se ponga de pie y recoja el arma.
Las piernas apenas me sostenían. Aturdido, miré alrededor buscando mi propio averno, y lo encontré por fin cerca de los pies de Dorcas, que estaba luchando con Agia. El septentrión gritó: —¡Tendría que estar muerto! —El éforo le dijo:— Pues no lo está, hiparca. Cuando recupere el arma, podrá proseguir el combate.
Toqué el tallo de mi averno y por un instante sentí que había cogido por la cola a algún animal de sangre fría, pero todavía vivo. Pareció estremecerse en mi mano, y las hojas se agitaron como la cola de una serpiente. Agia gritaba: —¡Sacrilegio! —y yo hice una pausa para mirarla; luego tomé el averno y me volví para enfrentar al septentrión.
El yelmo le ocultaba los ojos, pero había terror en cada músculo de su cuerpo. Por un momento pareció mirarme, y después miró a Agia. Luego se volvió y comenzó a correr hacia la abertura en el extremo de la arena. Los espectadores le bloquearon el camino, y él comenzó a golpear con el averno a derecha e izquierda, como si fuese un látigo. Mi averno me tiraba hacia atrás o, mejor dicho, había desaparecido, y alguien me tenía cogido por la mano. Era Dorcas. En algún lugar a lo lejos Agia chilló: —¡Agilus! —Y otra mujer llamó:— ¡Laurentia de la Casa del Arpa!