Eran cinco, tres hombres y dos mujeres. En cierto sentido esperaban agrupados fuera de la puerta, pero no cerca de ella, a unos doce pasos de distancia. Mientras esperaban, conversaban entre sí, hablando dos o tres a la vez, casi gritando, riendo, agitando los brazos, dándose con los codos.
Durante un tiempo los observé desde las sombras. Envuelto como estaba en mi capa fulígena, no podían verme, y me era posible pretender que no sabía quiénes eran; algo ebrios como estaban, podrían haber participado en una fiesta.
Ansiosos y vacilantes a la vez, se veía que temían ser rechazados, y sin embargo estaban decididos a avanzar. Uno de los hombres, seguramente el hijo ilegítimo de algún exultante, era más alto que yo, de cincuenta años o más, y casi tan gordo como el dueño de la Taberna de los Amores Perdidos. Junto a él se encontraba una mujer de unos veinte años; tenía la mirada más anhelante que yo hubiera visto nunca. Cuando el hombre gordo se puso delante bloqueándome el camino, ella se acercó tanto a mí que parecía casi mágico que no nos tocáramos; las manos de largos dedos se le movían junto a la abertura de mi capa como si deseara acariciarme el pecho, pero sin hacerlo nunca del todo, y al fin sentí que estaba a punto de ser víctima de un fantasma, un súcubo o una lamia que me succionaría la sangre. Los demás se apiñaron alrededor de mí, apretándome contra el edificio.
—Es mañana, ¿no es cierto? ¿Cómo se siente usted ahora? —¿Cómo se llama realmente? —Es malvado ¿verdad? ¿Un monstruo? —Ninguno de ellos esperaba respuesta a estas preguntas, y me pareció que ni siquiera lo deseaban. Buscaban mi proximidad y la experiencia de haber hablado conmigo.— ¿Le quebrará los huesos primero? —¿Lo marcará a fuego? —¿Ha matado alguna vez a una mujer?
—Sí —dije—. Sí, una vez maté a una.
Uno de los hombres, bajo y delgado, con la alta frente combada de un intelectual, me estaba deslizando un asimi en la mano.
—Sé que ustedes no cobran mucho, y he oído decir que él es un pobretón y no podrá darle propina.
Una mujer de cabellos canosos intentó darme un pañuelo de encaje.
—Empapelo de sangre, aunque sea sólo un poco. Le pagaré después.
Aunque me repugnaban, sentía lástima por todos ellos, en especial por uno de los hombres. Era aún más pequeño que el que me había dado el dinero, más canoso que la mujer canosa; y había locura en sus ojos opacos, la sombra de alguna preocupación apenas reprimida que se le había desgastado en la prisión de la mente hasta que perdió toda ansiedad, y sólo le quedó energía. Parecía esperar a que los otros cuatro terminaran de hablar y como era evidente que ese momento no llegaría nunca, los silencié con un ademán y le pregunté qué quería.
—M… m… maestro, cuando estuve en el Quasar, tuve una paracoita, una muñeca, ya sabe, una genicona, tan hermosa, con grandes pupilas oscuras como pozos, e iris purpúreos como los pensamientos que florecen en el verano, Maestro, ramos enteros de ellos se reunieron para hacer esos ojos, esa carne que parecía siempre calentada por el sol. ¿D… d… dónde está ella ahora, mi propia escopolagna, mi muñequita? ¡Que hundan clavos en la manos de aquellos que se la llevaron! Aplástelos, con piedras, maestro. ¿A dónde se ha ido desde la caja de madera de limonero que yo le había hecho, donde no dormía nunca, porque yacía a mi lado toda la noche, no en la caja, la caja de madera de limonero donde esperaba todo el día, guardia tras guardia, Maestro, sonriendo cuando la guardaba dentro para poder sonreír cuando la sacaba? Qué suaves tenía las manos, las manilas. Como p… p… palomas. Podría haberse ido volando, si no hubiera preferido yacer conmigo. R… r… retuérzales las tripas alrededor de la cabria, tápeles la boca con los ojos. Cástrelos, aféitelos por debajo para que las mujerzuelas no los reconozcan, que las queridas los repudien, líbrelos a la descarada risa de las descaradas bocas de las rameras. Ejerza su voluntad sobre los culpables. ¿Acaso tuvieron piedad de la inocente? ¿Acaso temblaron, acaso lloraron? ¿Qué clase de hombre pudo hacer lo que ellos hicieron…? Ladrones, falsos amigos, traidores, malos camaradas de a bordo, ni siquiera camaradas de a bordo, asesinos y secuestradores. S… s… sin usted ¿dónde están las pesadillas, dónde las restituciones prometidas desde hace tanto? ¿Dónde están las cadenas, las esposas, los grilletes, las cangas? ¿Dónde están las abacinaciones que los enceguezcan? ¿Dónde las defenestraciones que les quiebren los huesos, los potros que les separen las articulaciones? ¿Dónde está la amada que he perdido?
Dorcas se había adornado el pelo con una margarita; pero mientras paseábamos fuera de los muros (yo envuelto en mi capa, de modo que quien se encontrara a más de unos pocos pasos de distancia habría pensado que se paseaba sola) los pétalos se le plegaron como en un sueño. Entonces ella recogió uno de esos capullos blancos acampanados que se llaman flores de la luna porque parecen verdes a la luz verde de la luna. Ninguno de los dos tenía mucho que decir, salvo que ambos nos encontraríamos irremediablemente solos si nos separábamos. Mientras caminábamos, nuestras manos entrelazadas hablaban por nosotros.
Los abastecedores iban y venían, pues los soldados se aprontaban a partir. Al norte y al este el Muro nos rodeaba, de modo que las murallas de los cuarteles y los edificios administrativos no parecían más que una construcción de niños, una pared de arena que un pie distraído podría derribar. Hacia el sur y hacia el oeste se extendía el Campo Sanguinario. Oímos el resonar de la trompeta y los gritos de los monomaquistas invocando a sus enemigos. Por un instante me pareció que los dos teníamos miedo de que el otro sugiriera ir a mirar los combates. Ninguno lo hizo.
Cuando el último toque de queda resonó desde el Muro, volvimos a nuestro cuarto sin ventanas ni lumbre, con un candil que nos habían prestado. La puerta no tenía cerrojo, pero pusimos una mesa contra ella sobre la que colocamos el candelabro. Le había dicho a Dorcas que era libre de marcharse y que de ahí en adelante se diría que era la mujer de un torturador, que se entregaba bajo el cadalso a cambio de un dinero teñido de sangre.
—Ese dinero me ha vestido y alimentado —dijo. Luego se quitó el manto pardo (que cayó a mis pies y arrastró descuidada por el polvo) y se alisó la zamarra de tosco lino amarillo.
Le pregunté si tenía miedo.
—Sí —dijo, y aclaró en seguida—: Oh, no de ti.
—¿De qué entonces? —Yo me estaba quitando la ropa. Si me lo hubiera pedido, no la habría tocado en toda la noche. Pero quería que me lo pidiera… en realidad, quería que me lo rogara; y el placer de la abstinencia hubiera sido más intenso que el de la posesión, a lo que se hubiera agregado la certeza de que a la noche siguiente ella se habría sentido obligada a complacerme.
—De mí misma. De los pensamientos que puedan asaltarme al yacer de nuevo con un hombre.
—¿De nuevo? ¿Recuerdas alguna otra vez?
Dorcas sacudió la cabeza.
—Pero estoy segura de no ser virgen. Te he deseado a menudo, ayer y hoy. ¿Para quién crees que me he lavado? Ayer te sostuve la mano mientras dormías, y soñé que nos saciábamos y dormíamos uno en brazos del otro. Pero conozco la saciedad tanto como el deseo… de modo que al menos he conocido a un hombre. ¿Quieres que me quite esto antes de apagar la candela?
Era esbelta, de pechos altos y caderas estrechas, extrañamente infantil, aunque toda una mujer.
—Pareces tan pequeña —dije, y la atraje hacia mí.
—Y tú eres tan grande.
Yo sabía que la lastimaría esa noche y las siguientes, por más que me esforzara. Sabía también que era incapaz de ser clemente con ella. Un momento antes me hubiera refrenado, si ella me lo hubiera pedido. Ahora ya no; y así como me habría arrojado sobre ella aunque una pica se hubiera hundido en mi cuerpo, así intentaría más tarde hundir mi cuerpo en el suyo.
Habíamos permanecido de pie mientras yo le acariciaba y besaba los pechos, que eran como frutos redondos partidos por la mitad. Luego la alcé, y juntos caímos en una de las camas. Ella dejó escapar un gemido en el que se mezclaban el placer y el dolor, y trató de apartarme antes de aferrarse a mí.
—Soy feliz —dijo—. Soy tan feliz —y me mordió el hombro. El cuerpo se le curvó hacia atrás como un arco.
Luego juntamos las camas para poder estar cerca. Todo fue más lento la segunda vez; ella rechazó una tercera.
—Necesitarás de tus fuerzas mañana —dijo.
—Entonces no te importa.
—Si pudiéramos hacerlo a nuestro modo, ningún hombre tendría que robar ni derramar sangre. Pero las mujeres no hicimos el mundo. Todos vosotros sois torturadores, de un modo u otro.
Esa noche llovió, y pudimos oír el tamborileo del agua sobre el tejado por encima de nuestras cabezas; un sonido limpio, alegre, interminable. Me dormí y soñé que el mundo había sido vuelto del revés. El Gyoll estaba arriba ahora, y vertía sobre nosotros todo un caudal de peces, inmundicias y flores. Vi el gran rostro que viera cuando estuve a punto de ahogarme: un portento de coral y blancura sobre el cielo, mostrando al sonreír unos dientes como agujas.
Thrax es llamada la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. Tal vez, nuestro cuarto sin ventanas fuera un camino para entrar en Thrax. Thrax será así, pensé. Quién sabe si Dorcas y yo ya nos encontramos allí, quizá no esté tan hacia el norte como había creído, ni como se me había dado a entender.
Dorcas se levantó para salir, y yo la acompañé sabiendo que era peligroso que anduviese sola de noche en un lugar donde había tantos soldados. El pasillo al que daba nuestro cuarto corría a lo largo de una pared exterior traspasada por troneras; la lluvia penetraba por ellas en un fino rocío. Quería mantener a Términus Est guardada en la vaina, pero una espada tan larga es lenta de sacar. Cuando estuvimos de vuelta en nuestro cuarto, con la mesa contra la puerta, tomé la piedra de afilar y comencé a alisar la parte del filo que utilizaría, dos tercios a partir de la empuñadura, hasta que fue capaz de cortar un pelo arrojado al aire. Luego limpié y aceité toda la hoja y coloqué la espada contra la pared, cerca de mi cabeza.
Mañana sería mi primera aparición sobre el cadalso, a no ser que el chiliarca decidiera a último momento mostrarse clemente. Eso era siempre una posibilidad, siempre un riesgo. La historia nos muestra que en todas las épocas hay un período de neurosis, y el maestro Palaemon me había enseñado que nuestra neurosis es la clemencia, un modo de decir que uno menos uno es más que nada, que como la ley humana no tiene por qué ser coherente consigo misma, tampoco es preciso que la justicia lo sea. Hay en cierto pasaje del libro marrón, un diálogo entre dos mistes, en el que uno de ellos sostiene que la cultura es una excrecencia de la visión del Increado en tanto lógica y justa, destinada, de acuerdo con una coherencia interior a cumplir promesas y amenazas. Si es así, pensé, sin duda pereceremos ahora, y la invasión desde el norte, por la que han muerto tantos que se resistieron, no es más que un viento que derriba un árbol ya podrido.
La justicia es algo elevado, y esa noche, mientras.yacía junto a Dorcas escuchando llover, yo era joven, de modo que sólo deseaba cosas elevadas. Ésa era la razón por la que tanto ansiaba que nuestro gremio recuperara la posición y la consideración que una vez había tenido. (Y lo ansiaba aun entonces, cuando me habían expulsado.) Quizá fue por esa misma razón que el amor a las criaturas vivientes, que con tanta intensidad experimentara de niño, declinó hasta ser apenas un mero recuerdo cuando encontré al pobre Triskele sangrando fuera de la Torre del Oso. La vida, después de todo, no es una cosa elevada, y desde muchos puntos de vista, es lo contrario de la pureza. Soy juicioso ahora, si no mucho mayor, y sé que es mejor tener todas las cosas, las elevadas y las bajas, que sólo las elevadas.
A no ser que el chiliarca decidiera tener clemencia, mañana yo le quitaría la vida a Agilus. Nadie puede saber qué significa eso. El cuerpo es una colonia de células (solía pensar en nuestra mazmorra, cuando el maestro Palaemon lo dijo). Dividido en dos grandes partes, perece. Pero no hay razón para lamentar la destrucción de una colonia de células: sucede cada vez que una hogaza de pan entra en un horno. Si el hombre no es más que una colonia semejante, entonces no es nada; pero nuestro instinto nos dice que el hombre es algo más. ¿Qué le sucede entonces a esa parte que es más?
Puede que también perezca, aunque más lentamente. Hay muchos edificios, túneles y puentes encantados; no obstante he oído decir que un espíritu humano, no elemental, aparece y reaparece cada vez con menos frecuencia, hasta que, por último, no se lo ve más. Los historiógrafos dicen que en el remoto pasado, los hombres sólo conocían este mundo de Urth, y que no temían a las bestias que por entonces habitaban en él, y que viajaban libremente desde este continente hacia el norte; pero nadie ha visto jamás los fantasmas de esos hombres.
Puede que perezca de inmediato… o que me encuentre errando entre las constelaciones. Urth, sin duda, es menos que una aldea en la inmensidad del universo. Y si un hombre vive en una aldea y sus vecinos le queman la casa, abandonará el lugar si no ha muerto en el incendio. Claro que entonces tenemos que preguntarnos cómo ha llegado a donde ha llegado.
El maestro Gurloes, que ha ejecutado a muchos hombres, solía decir que sólo a un necio le preocupaba que el ritual fuera un fracaso: resbalarse en la sangre o no darse cuenta de que el cliente lleva peluca e intentar tomarlo por los cabellos. Los peores peligros eran una pérdida del aplomo que haría temblar el brazo y asestar un golpe torpe, y un sentimiento de vindicación que transformaría el acto de justicia en una mera venganza. Antes de volver a dormirme, traté de fortalecerme contra ambos.