XXXI — La sombra del torturador

Es parte de nuestro oficio permanecer de pie, sin capa, enmascarado, con la espada desnuda sobre el cadalso mucho tiempo antes de que el cliente sea conducido hasta él. Algunos dicen que esto simboliza la omnipresencia siempre despierta de la justicia, pero yo creo que la verdadera razón es procurarle a la multitud un punto central de concentración y el sentimiento de que algo está por ocurrir.

Una multitud no es la suma de los individuos que la componen. Es sobre todo una especie de animal sin lengua ni verdadera conciencia, que nace cuando los individuos se reúnen, y muere cuando se separan. Ante la Sala de Justicia un círculo de dimarchis rodeaba el cadalso esgrimiendo lanzas, y la pistola que llevaba el oficial podría, supongo, haber matado a cincuenta o sesenta antes de que nadie se la arrebatara y lo arrojara sobre el empedrado para darle muerte. Sin embargo, es preferible tener un punto central de referencia y algún símbolo visible de poder.

Los que habían venido a ver la ejecución no eran de ningún modo todos pobres, ni siquiera la mayoría. El Campo Sanguinario se encuentra entre los mejores barrios de la ciudad, y en él pueden verse sedas en abundancia, y caras que han sido lavadas por la mañana con jabón perfumado. (Dorcas y yo nos habíamos salpicado en la fuente del patio central.) Esta gente es mucho más lenta para la violencia que los pobres, pero una vez soliviantados son mucho más peligrosos porque no están acostumbrados a someterse a la fuerza, y a pesar de los demagogos, tienen mucho más coraje.

De este modo, yo permanecía erguido con las manos apoyadas sobre el arrial de Términus Est, y me volvía de un lado y del otro, y ajustaba el tajo para que mi sombra diera sobre él. El chiliarca no estaba visible, aunque más tarde lo descubrí mirando desde una ventana. Busqué a Agia entre la multitud, pero no pude verla; Dorcas estaba en la escalinata de la Sala de Justicia; una posición que le fue reservada por habérselo solicitado yo al alguacil.

El hombre gordo que me había abordado el día anterior, estaba tan cerca del cadalso como pudo conseguirlo. La mujer de los ojos anhelantes estaba a su derecha, y la canosa a su izquierda; tenía su pañuelo atado a mi bota. El hombre pequeño que me había dado el asimi y el tartamudo de ojos opacos que me había hablado de modo tan extraño, no se veían por ninguna parte. Los busqué por los tejados, desde donde hubieran tenido una buena perspectiva a pesar de su pequeña estatura y, aunque no los encontré, quizás estuvieran allí.

Cuatro sargentos con altos yelmos de gala condujeron a Agilus. Como el agua tras el bote de Hildegrin, vi que la multitud se abría para darles paso antes de que yo pudiera verlos. Luego divisé las plumas de color escarlata, después el resplandor de las armaduras, y por último el pelo castaño de Agilus y la ancha cara infantil mantenida en alto porque las cadenas que le sujetaban los brazos lo obligaban a juntar los omóplatos. Recordé lo elegante que había lucido en la armadura de oficial de la guardia, con la quimera sobre el pecho. Parecía trágico que no lo acompañaran ahora hombres de la unidad que en cierto modo había sido la suya, en lugar de estos regulares cubiertos de cicatrices con armaduras de acero pulido. Había sido despojado de su uniforme de hiparca, y yo lo esperaba con el rostro cubierto por la máscara fulígena con la que había luchado contra él. Sin embargo, las viejas creen que el Panjuzgador nos castiga con la derrota y nos recompensa con la victoria: sentí que se me había recompensado más de lo que yo deseaba.

Unos instantes después, Agilus se encontraba en el cadalso y la breve ceremonia comenzó. Cuando hubo terminado, los soldados lo obligaron a hincarse de rodillas, y levanté mi espada que le borró el sol para siempre.

Cuando la hoja está tan afilada como tiene que estarlo, y el golpe es dado de la manera correcta, sólo se siente una ligera vacilación cuando la espina dorsal se parte; luego la sólida mordida del filo en el tajo. Juraría que olí su sangre en el aire limpio de después de la lluvia, antes de que su cabeza cayera en el cesto. La multitud retrocedió y luego avanzó otra vez sobre las lanzas que la apuntaban. Oí los jadeos del hombre gordo; parecía que estuviese alcanzando un clímax sudoroso sobre una mujer alquilada. Desde lejos llegó un grito, era la voz de Agia, tan inconfundible como un rostro entrevisto a la luz de un relámpago. Algo en su timbre me indicó que, aunque no había estado mirando, conoció al instante el momento en que su hermano moría.

La secuela es a menudo más perturbadora que el acto mismo. No bien la cabeza es exhibida ante la multitud, puede dejársela caer otra vez en el cesto. Pero el cuerpo descabezado (que puede perder no pocas cantidades de sangre antes de que el corazón deje de bombear) ha de retirarse de manera digna, aunque deshonrosa. Además, no sólo ha de ser «retirado», sino llevado a algún lugar específico donde nadie pueda vejarlo. Por tradición es posible colocar a un exultante sobre la montura de su propio caballo de guerra y sus restos se devuelven a la familia sin dilación. Pero a las personas de menor rango hay que procurarles un sitio de descanso, apartado de los devoradores de muertos; y, por lo menos hasta que estén fuera del alcance de la vista, es preciso arrastrarlos. El verdugo no puede desempeñar esta tarea porque tiene que hacerse cargo de la cabeza y del arma, y es raro que algún otro de los involucrados —soldados, oficiales de la corte, etc.— esté dispuesto a llevarla a cabo. (En la Ciudadela la desempeñaban dos oficiales, de modo que no había dificultades.) El chiliarca, un caballero por formación, y sin duda, por inclinación, solucionó el problema ordenando que el cuerpo fuera arrastrado por una bestia de carga. Al animal no se lo había consultado, y como pertenecía a una familia trabajadora más que a una guerrera, se asustó de la sangre e intentó desbocarse. Hubo un momento de gran interés antes de que pudiéramos poner al pobre Agilus en un sitio alejado del público.

Me estaba limpiando las botas, cuando apareció el alguacil. Al verlo, supuse que había venido a pagarme, pero me indicó que lo haría el chiliarca en persona. Le dije que era un honor inesperado.

—Lo vio todo —dijo el alguacil—. Y quedó muy complacido. Me indicó que le dijera que usted y la mujer que lo acompaña son bienvenidos a pasar aquí la noche, si lo desea.

—Nos iremos al atardecer —le dije—. Me parece más seguro.

Pensó un momento y luego asintió con la cabeza, mostrando una inteligencia que me sorprendió.

—El bribón tendrá familia, se me ocurre, y amigos… aunque supongo que los conoce tan poco como yo. Sin embargo, es una dificultad que sin duda enfrenta usted con frecuencia.

—Los miembros más experimentados de mi gremio ya me lo habían advertido —dije.


Había dicho que partiríamos al atardecer, pero esperamos hasta que oscureció por completo, en parte por seguridad, pero también porque me pareció atinado que cenáramos antes de partir.

Por supuesto, no podíamos ir directamente al Muro y luego a Thrax. Los portalones, de cuya situación yo sólo tenía una vaga idea, estarían cerrados, y todos me habían dicho que no había tabernas entre los cuarteles y el Muro. Por lo tanto, lo primero que teníamos que hacer era perdernos, y luego encontrar un lugar donde pasar la noche y desde el que pudiéramos llegar sin dificultades hasta el portalón al día siguiente. El alguacil me había dado direcciones precisas, y aunque nos perdimos, pasó cierto tiempo antes de que nos diéramos cuenta, e iniciamos nuestra caminata muy animados. El chiliarca había intentado darme mis honorarios en la mano en lugar de arrojarlos a mis pies como es la costumbre, y tuve que disuadirlo en nombre de su propia reputación. Le conté a Dorcas este incidente, que me había divertido casi tanto como me había halagado. Cuando concluí mi historia, me preguntó demostrando sentido práctico: —¿Te pagó bien, supongo?

—Más del doble de lo que tenía que haber pagado por los servicios de un solo oficial. Los honorarios de un maestro. Y por supuesto, recibí algunas propinas relacionadas con la ceremonia. ¿Sabes?, a pesar de todo lo que gasté mientras Agia estaba conmigo, tengo más dinero ahora que el que tenía cuando dejé la torre. Estoy empezando a pensar que mientras viajamos, podré ganar nuestro sustento practicando los misterios del gremio.

Dorcas se cerró aún más el manto.

—Esperaba que no tuvieras que volver a ejercerlo. Cuando menos, no por un largo rato. Te sentiste tan indispuesto después… y no te culpo.

—Sólo estaba un poco nervioso… temía que algo no saliera bien.

—Tuviste piedad de él. Lo sé.

—Supongo que sí. Era el hermano de Agia, y ella me gusta, aunque no la desee.

—Echas de menos a Agia, ¿verdad? ¿Tanto te gustaba?

—Sólo estuve con ella un día… mucho menos de lo que hace que te conozco… Si se hubiera salido con la suya, yo ahora estaría muerto. Uno de esos dos avernos habría acabado conmigo.

—Pero no lo hizo.

Todavía recuerdo el tono con que me lo dijo, y si cierro los ojos, puedo revivir la impresión que sentí al darme cuenta que, desde que viera a Agilus todavía con la planta en la mano, había evitado pensar en el asunto. La hoja no me había matado, pero yo había apartado de mi mente el hecho de que aún continuaba vivo, como un hombre que padece una enfermedad mortal y evita, mediante un millón de engaños, mirar la muerte de frente; o, más bien, como una mujer sola en una gran casa, que se abstiene de mirarse en los espejos, y en cambio se ocupa de tareas triviales, para no vislumbrar esa cosa cuyos pasos oye a veces en las escaleras.

Había sobrevivido y tendría que haber muerto. Estaba obsesionado con mi propia vida. Metí una mano por debajo de la capa y me acaricié la carne, al principio con escrúpulos. Había algo semejante a una cicatriz, y un poco de sangre coagulada todavía adherida a la piel; pero no me sangraba ni sentía dolor.

—No son mortales —dije—. Eso es todo.

—Ella dijo que sí lo son.

—Ella decía muchas mentiras. —Ascendíamos la ladera de una colina bañada por la pálida luz verde de la luna. Delante de nosotros, se levantaba la línea del Muro, negra como el alquitrán, y que parecía estar muy cerca, como suele suceder con las montañas. Detrás de nosotros, las luces de Nessus creaban un falso amanecer que iba muriendo poco a poco a medida que avanzaba la noche. Me detuve en la cima de la colina para admirarlas, y Dorcas me tomó del brazo.— Tantas casas… ¿Cuánta gente hay en la ciudad?

—Nadie lo sabe.

—Y los dejaremos a todos atrás. ¿Está muy lejos Thrax, Severian?

—Hay un buen trecho por delante, como ya te dije. Al pie de la primera catarata. No te obligo a que me acompañes. Lo sabes.

—Quiero hacerlo. Pero supón… Severian, supón que quisiera regresar más adelante. ¿Tratarías de impedírmelo?

—Sería peligroso que intentaras hacer sola ese viaje —dije—, de modo que quizá trataría de persuadirte de que no lo emprendieras. Pero no te ataría ni te encerraría, si a eso te refieres.

—Me dijiste que hiciste una copia de la nota que alguien me dejó en la taberna. ¿Lo recuerdas? Pero nunca me la mostraste. Querría verla ahora.

—Te dije exactamente lo que estaba escrito, y no es la nota original, lo sabes. Agia la tiró. Estoy seguro de que pensó que alguien, Hildegrin tal vez, trataba de hacerme una advertencia. —Yo ya había abierto el bolsillo de mi cinturón; cuando tomé la nota, mis dedos tocaron algo más, algo frío y de forma extraña.

—¿Qué es? —preguntó Dorcas al ver mi expresión.

Lo saqué. No era mucho mayor que una oriceta, y sólo un poco más grueso. El frío material de que estaba hecho, emitía destellos celestes a la helada luz de la luna. Me di cuenta de que sostenía un fanal que podía verse desde toda la ciudad; lo guardé otra vez y cerré el bolsillo.

Dorcas me apretaba tanto el brazo que podría haber sido un brazalete de marfil y oro que hubiera cobrado el tamaño de una mujer.

—¿Qué era eso? —preguntó en un susurro.

Yo sacudí la cabeza para aclarar mis pensamientos.

—No es mío. Ni siquiera sabía que lo tenía. Una gema, una piedra preciosa…

—No puede ser. ¿No sentiste el calor? Mira tu espada… eso de allí es una gema. Pero ¿qué era lo que acabas de sacar?

Miré el ópalo oscuro en la empuñadura de Términus Est. Brillaba a la luz de la luna, pero comparado con el objeto que había sacado de mi bolsillo era como un mero espejo, comparado con el sol.

—La Garra del Conciliador —dije—. Agia la puso allí. Lo hizo sin duda cuando destruimos el altar, para que no se la encontraran encima si la registraban. Agilus la hubiera recobrado al reclamar su derecho como vencedor, y como no pudo matarme, ella trató de robármela en la celda.

Dorcas ya no me miraba. Tenía la cara levantada y vuelta hacia la ciudad, contemplando el brillo de las lámparas reflejado en el cielo —Severian —dijo—, no puede ser.

Colgando sobre la ciudad como una montaña voladora en un sueño, había un enorme edificio, con torres y arbotantes y un techado arqueado. Las ventanas emanaban una luz carmesí. Traté de hablar, de negar el milagro aun cuando lo estaba viendo; pero antes que pudiera articular una sílaba, el edificio se había desvanecido como una burbuja en una fuente, dejando sólo una cascada de chispas.

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