Como Agia había dicho, en el lejano norte las verdaderas junglas están enfermas. Nunca las había visto; sin embargo, el Jardín de la Jungla me daba la impresión de que no siempre había sido así. Aun ahora, mientras estoy sentado ante mi escritorio en la Casa Absoluta, algún ruido lejano me recuerda los chillidos del loro de pecho magenta y alas doradas que revoloteaba de árbol en árbol, vigilándonos con ojos desconfiados ribeteados de blanco… aunque esto sin duda se debía a que mi mente se volvía hacia ese sitio encantado. A través de su chillido, un sonido nuevo —una voz nueva— llegaba de algún mundo rojo no conquistado aún por el pensamiento.
—¿Qué es? —Toqué el brazo de Agia.
—Un tigre dientes de sable. Pero está lejos, y sólo quiere asustar a los ciervos para confundirlos y que caigan en sus fauces. Huiría de ti y tu espada mucho más de prisa de lo que tú podrías huir de él. —Una rama le había desgarrado el vestido dejándole un pecho al descubierto. El incidente la había puesto de mal humor.
—¿A dónde conduce el sendero? ¿Y cómo puede ese animal estar tan lejos cuando esto es sólo un cuarto del edificio que vimos desde lo alto de los Peldaños de Adamnian?
—Nunca me he adentrado tanto en este jardín. Hemos venido porque tú quisiste.
—Contesta lo que te pregunto —dije y la tomé por el hombro.
—Si este sendero es como los otros, quiero decir los de los demás jardines, ha de trazar un amplio círculo que nos llevará de nuevo a la puerta por donde entramos. No hay nada que temer.
—La puerta se desvaneció al cerrarse.
—Es sólo un truco. ¿No has visto esos cuadros en los que aparece un devoto con expresión meditativa cuando estás en un extremo del cuarto, y que te mira fijamente cuando estás en el otro? Veremos la puerta cuando nos acerquemos desde la dirección opuesta.
Una serpiente venenosa con ojos de cornalina se deslizaba por el sendero; levantó la cabeza para mirarnos y luego desapareció entre las plantas. Oí que Agia retenía el aliento y dije: —¿Quién es ahora el que tiene miedo? ¿Huirá esa serpiente de ti tan de prisa como tú de ella? Ahora respóndeme a lo que te he preguntado acerca del tigre dientes de sable. ¿Cómo es posible que esté tan lejos?
—No lo sé. ¿Crees que hay respuestas para todo aquí? ¿Acaso las hay en el lugar de donde vienes?
Pensé en la Ciudadela y las costumbres antiquísimas de los gremios.
—No —dije—. Hay oficios y costumbres inexplicables en mi patria, aunque en estos tiempos de decadencia están cayendo en desuso. Hay torres en las que nunca nadie ha entrado, y cuartos perdidos, y túneles cuyas entradas jamás se han visto.
—¿No puedes entender entonces que lo mismo sucede aquí? Cuando estábamos en lo alto de la escalinata y miraste hacia abajo y descubriste estos jardines ¿pudiste ver todo el edificio?
—No —admití—. Se interponían pilones y chapiteles y la esquina del malecón.
—Y aun así ¿pudiste delimitar lo que viste?
Me encogí de hombros.
—El cristal hacía difícil distinguir los bordes del edificio.
—Entonces ¿cómo puedes hacer las preguntas que haces? Y si es tan necesario para ti hacerlas, ¿puedes entender que yo no tengo por qué conocer las respuestas? Por el sonido del rugido supe que el dientes de sable se encontraba lejos. Pero tal vez no se encuentre aquí en absoluto, y no se trate más que de una lejanía en el tiempo.
—Cuando miré este edificio desde lo alto, vi una bóveda facetada. Ahora al mirar hacia arriba, entre las hojas y las lianas sólo veo el cielo.
—Las superficies de las facetas son grandes. Puede que los bordes queden ocultos por las ramas —dijo Agia.
Seguimos andando, y vadeamos una delgada corriente en la que se bañaba un reptil de dientes afilados y una gran cresta a lo largo del lomo. Desenvainé Términus Est temiendo que se lanzara sobre nuestros pies.
—Admito —le dije— que la vegetación es demasiado densa aquí como para que pueda ver a mucha distancia. Pero mira a través de la abertura por donde corre este arroyuelo. Corriente arriba no se ve más que jungla. Corriente abajo resplandece el agua, como si desembocara en un lago.
—Ya te advertí que los cuartos se ensanchaban y que tal vez esto te resultara perturbador. Se dice también que las paredes de estos sitios son espejos, cuya capacidad reflexiva crea la apariencia de vastos espacios.
—Conocí a una mujer una vez que había estado con el padre Inire. Me contó una historia acerca de él. ¿Quieres escucharla?
—Como quieras.
En realidad era yo el que quería oír la historia, y la verdad es que me gustaba: me la había contado a mí mismo muchas veces, y ahora la oía con no menos que cuando la escuchara por vez primera estrechando las manos de Thecla, blancas y frías como lirios arrancados de una tumba llena de agua de lluvia.
—Tenía trece años, Severian, y tenía una amiga llamada Domnina. Era una chica bonita que parecía varios años más joven de lo que en realidad era. Quizá por eso me gustó.
»Sé que no sabes nada de la Casa Absoluta. Debes creerme cuando te digo que en un lugar llamado la Sala del Significado, hay dos espejos. Cada uno de ellos tiene de tres a cuatro anas de ancho, y ambos llegan hasta el cielo raso. No hay nada entre los dos excepto unas pocas docenas de pasos de suelo de mármol. En otras palabras, cualquiera que entre en la Sala del Significado, verá su propia imagen multiplicada hasta el infinito.
«Imagínate lo atractivo que es ese lugar para una niña que se cree bonita. Domnina y yo estábamos jugando allí una noche, dando vueltas y vueltas, pavoneándonos en nuestras túnicas nuevas. Habíamos transportado hasta allí un par de grandes candelabros; uno estaba a la izquierda de un espejo y el otro a la izquierda del de enfrente… en las esquinas opuestas, si entiendes lo que quiero decir.
«Estábamos tan ocupadas en mirarnos, que no advertimos la presencia del padre Inire hasta que estuvo sólo a un paso de distancia. Por lo general, cuando lo veíamos venir huíamos y nos escondíamos de él, aunque apenas era algo más alto que nosotras. Usaba unos trajes iridiscentes, que parecían volverse grises cuando uno los miraba, como si los tiñera una niebla. “Tener mucho cuidado cuando os miráis en esos espejos”, dijo. “Detrás de ellos, un duende espera el momento adecuado para meterse en los ojos de aquel que lo descubra.”
«Entendí a qué se estaba refiriendo, y me ruboricé. Pero Domnina dijo: “Creo que lo he visto. ¿Tiene la forma de una lágrima y resplandece?”.
»El padre Inire no vaciló antes de responder, ni siquiera parpadeó… Sin embargo, supe que estaba sorprendido. Dijo: “No, ése es otro, dulcinea. ¿Puedes verlo con claridad? ¿No? Entonces preséntate mañana en mi cámara algo después que el sol se ponga, y te lo mostraré”.
»Cuando se marchó, nos quedamos atemorizadas. Domnina juró un centenar de veces que no iría. Yo aplaudí esa decisión y la animé a que no se marchara. Así es que decidimos que se quedaría conmigo esa noche y todo el día siguiente.
»No sirvió de nada. Un poco antes del tiempo convenido, llegó un sirviente en busca de la pobre Domnina. Llevaba una librea que ninguna de las dos había visto jamás.
»Unos pocos días antes me habían regalado una colección de figuras de papel. Eran doncellas, colombinas, cónicas, arlequines, y otras por el estilo… lo corriente. Recuerdo que durante toda la tarde esperé en el asiento junto a la ventana a que Domnina regresara, jugando con aquellas figuras, coloreando sus vestidos con lápices de cera, disponiéndolas de distintas maneras e inventando juegos a los que las dos jugaríamos cuando volviese.
»Por fin mi niñera me llamó a cenar. Para entonces yo ya creía que el padre Inire había matado a Domnina o que la había enviado de vuelta a su madre con la orden de que nunca volviera a visitarnos. Cuando estaba terminando de cenar, alguien golpeó la puerta. Oí que la sirvienta de mi madre iba a abrirla, y Domnina entró corriendo. Nunca olvidaré su rostro… estaba tan blanco como las caras de las muñecas. Lloraba y mi niñera la consolaba; finalmente pudimos sacarle la historia.
»El hombre que había sido enviado a buscarla la llevó por salas de cuya existencia ella nada sabía. Comprenderás, Severian, que eso sólo ya era de por sí aterrador. Las dos creíamos conocer perfectamente el ala que ocupábamos en la Casa Absoluta. Finalmente llegaron a lo que debía de ser la cámara del padre Inire. Era un cuarto amplio con cortinados de un subido color rojo y casi desprovisto de muebles, salvo algunos vasos más altos que un hombre y tan anchos que los brazos de ella no conseguían abarcarlos.
»En el centro había lo que Domnina tomó al principio por un cuarto dentro del cuarto. Las paredes eran octogonales y tenía laberintos pintados. Sobre él, visible desde la entrada de la cámara, ardía la lámpara más resplandeciente que jamás hubiese visto. Era blancoazulada, y tan brillante, dijo, que un águila no hubiera podido mirarla fijamente.
»De pronto, oyó como cerraban con llave la puerta por la que había entrado. No veía ninguna otra salida. Corrió hacia las cortinas, con la esperanza de encontrar otra puerta, pero no bien hubo corrido una a un lado, una de las ocho paredes con laberintos pintados se abrió, y por ella salió el padre Inire. Detrás de él vio un agujero sin fondo lleno de luz.
»“Estás aquí” dijo. “Has llegado justo a tiempo. Niña, el pez está casi atrapado. Puedes observar la preparación del anzuelo y aprender por qué medios esas escasas doradas caen prisioneras en nuestras redes.” La tomó por el brazo y la condujo al recinto octogonal.
A esta altura tuve que interrumpir el relato para ayudar a Agia a transitar una sección del sendero casi por completo cubierta de malezas.
—Estás hablando para ti mismo —dijo—. Puedo oír como murmuras por lo bajo.
—Me estoy contando a mí mismo la historia que te mencioné. No parecías tener el menor interés en escucharla, y yo quería oírla de nuevo… además, se relaciona con los espejos del padre Inire, y puede sugerirnos algo que quizá nos sea útil.
—Domnina se alejó. En el centro del recinto, justo debajo de la lámpara, había una niebla de luz amarilla. Nunca se estaba quieta, dijo. Se movía de arriba abajo y de lado a lado con rápidos centelleos, no dejando nunca un espacio mayor de cuatro palmos de altura y otros cuatro de largo. Le recordaba por cierto un pez. Mucho más que el ligero fulgor del que había tenido un atisbo en los espejos de la Sala del Significado… un pez que nadaba en el aire, confinado en un cuenco invisible. El padre Inire cerró tras ellos la pared del octaedro. Era un espejo en el que ella podía verle reflejadas la cara y la mano y los vestidos brillantes e indefinidos. Su propia figura también, y la del pez. Pero detrás de ella parecía haber otra niña con su mismo rostro observándola por encima del hombro; y luego otra y otra y otra, cada cual con un rostro más pequeño detrás. Y así hasta el infinito, una interminable cadena de rostros de Domnina cada vez más débiles.
»Se dio cuenta cuando vio que enfrente de la pared del recinto octogonal por la que había entrado, había otro espejo. De hecho, todas las paredes eran espejos que atrapaban la luz de la lámpara blancoazulada. Esta vez se movía de uno a otro como niños que se pasaran balones de plata, entrelazándose y entretejiéndose en una danza interminable. En el centro, el pez, una criatura nacida de la convergencia de la luz, se agitaba de un lado a otro.
»“Aquí lo tienes” dijo el padre Inire. “Los antiguos, que conocían este proceso tan bien como nosotros, si no mejor, consideraban al pez el habitante menos importante y más común de los espejos. No es preciso que nos detengamos en la falsa creencia de que las criaturas convocadas estaban siempre presentes en las profundidades del espejo. Con el tiempo, se centraron en una cuestión más grave: ¿por qué medios viajar cuando el punto de partida se encuentra a una distancia astronómica del punto de llegada?”
»“¿Puedo atravesarlo con la mano?”
»“En esta etapa puedes hacerlo, niña. Más adelante, no te lo aconsejaría.”
»Ella adelantó la mano y sintió un cálido estremecimiento. “¿Es así cómo vienen los cacógenos?”
»“¿Te ha llevado alguna vez tu madre en su nave voladora?”
»“Por supuesto.”
»“Y supongo que habrás visto las naves de juguete que los niños mayores hacen volar de noche en el parque, con armazones de papel y linternas de pergamino. La relación de lo que ves aquí con los medios utilizados para viajar entre los soles, se parece a la relación que hay entre esas naves de juguete y las verdaderas. Sin embargo, puedes convocar al Pez, y quizás a otras criaturas. Y así como las naves de los niños chocan a veces contra algún pabellón, incendiándolo, nuestros espejos, aunque su concentración no es poderosa, no dejan de ser peligrosos.”
»“Yo creía que para viajar a las estrellas, uno tenía que sentarse en el espejo.”
»El padre Inire sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír, y aunque sabía que sólo lo hacía porque ella lo había divertido y complacido, no le gustó. “No, no. Permite que haga un esbozo del problema. Cuando algo se mueve muy, muy rápido —tan rápido como los objetos familiares de tu cuarto de juegos cuando tu gobernanta enciende la candela— se vuelve pesado. No más grande, ¿comprendes?, sino sólo más pesado. Es atraído hacia Urth o hacia cualquier otro mundo con mayor intensidad. Si se moviera con la velocidad suficiente, se convertiría en un mundo, atrayendo otros objetos hacia él. Por supuesto, no existe ninguna cosa capaz de hacer eso, pero si lo hiciera, eso es lo que ocurriría. Sin embargo, aun la luz de tu lámpara se mueve lo bastante de prisa como para viajar entre soles.”
»El pez ascendía y descendía, avanzaba y retrocedía.
»“¿No se podría fabricar un candil más grande?”, preguntó Domnina pensando sin duda en el candil pascual que veía cada primavera, más grueso que el muslo de un hombre.
»“Es posible, pero no por eso tendría la luz mayor velocidad. Sin embargo, aunque es tan liviana, la luz presiona aquello sobre lo que cae, como el viento, que aunque no lo podamos ver, empuja las aspas del molino. Ahora observa lo que ocurre cuando damos luz a los espejos enfrentados: la imagen reflejada se traslada de uno a otro y vuelve. Supón que se encuentra consigo misma al volver… ¿qué crees que sucede entonces?”
»Domnina rió a pesar del miedo que sentía y respondió que no podía adivinarlo.
»“Pues se neutraliza a sí misma. Piensa en dos niñitas que corren en un prado sin mirar por dónde van. Cuando se encuentran ya no hay niñitas que corren. Pero si lo espejos están bien hechos y las distancias entre ellos son correctas, las imágenes no se encuentran. En cambio, una sucede a la otra. No ocurre así cuando la luz proviene de un candil o de una estrella común, pues tanto la luz anterior como la posterior, que de otro modo la harían avanzar, no son más que una azarosa luz blanca, como las ondas que produciría una niñita al arrojar un puñado de pedruscos al agua de un estanque. Pero si la luz proviene de una fuente coherente y forma la imagen reflejada de un espejo de óptica correcta, la orientación del frente de la onda es la misma porque la imagen es la misma. Como en nuestro universo no hay nada que pueda superar la velocidad de la luz, la luz acelerada lo abandona y penetra en otro. Cuando vuelve a reducir la velocidad, retorna nuestro universo… naturalmente, en otro sitio.”
»“¿No es más que un reflejo?”, preguntó Domnina, mientras miraba al pez.
»“Acabará siendo real si no oscurecemos la lámpara o quitamos los espejos. Pues que una imagen reflejada exista sin un objeto que la origine, viola las leyes de nuestro universo y, por tanto, algún objeto ha de cobrar existencia.”
—Mira —dijo Agia—, nos acercamos a algo.
La sombra de los árboles tropicales era tan profunda, que los rayos de sol resplandecían en el sendero como oro fundido. Yo entorné los ojos para atisbar más allá de las quemantes columnas de luz.
—Una casa sobre pilotes de madera amarilla. El techo es de hojas de palma. ¿No la ves?
Algo se movió, y la casa pareció saltar ante mis ojos como si emergiera de entre una maraña de verdes, amarillos y negros. Una hendidura en sombras se convirtió en una puerta; dos líneas oblicuas, en el ángulo del techo. Un hombre vestido de color claro estaba de pie en una minúscula galería, mirándonos.
Yo me alisé el manto.
—No es necesario —dijo Agia—. Aquí no tiene importancia. Si tienes calor, quítatelo.
Me quité el manto y lo doblé sobre mi brazo izquierdo. El hombre de la galería se volvió con una inconfundible expresión de terror y entró en la cabaña.