Yasmina Khadra
Las Golondrinas De Kabul

Traducido del francés por María Teresa Gallego Urrutia

Título original: Les hirondelles de Kaboul


Allá por el quinto infierno, un tornado abre los volantes de su vestido en la estrambótica danza de una bruja en trance; tanta histeria ni siquiera consigue sacudirle el polvo a las dos palmeras calcificadas que se alzan hacia el cielo como los brazos de un martirizado. Un bochorno canicular se ha tragado las hipotéticas bocanadas de aire que la noche había descuidado llevarse consigo en el desorden de su retirada. Desde las últimas horas de la mañana, ni un ave rapaz había tenido suficiente interés para volar por encima de sus presas. Los pastores que solían conducir sus raquíticos rebaños hasta el pie de las colinas han desaparecido. Ni un alma en varias leguas a la redonda, con la excepción de los pocos centinelas agazapados en sus rudimentarios puestos de observación. Hasta donde alcanza la vista, van juntos el desamparo y un silencio mortal.

Las tierras afganas no son sino campos de batalla, arenales y cementerios. Las oraciones se desmigajan entre la furia de la metralla; los lobos aúllan a la muerte todas las noches; y el viento, cuando se alza, traspasa la salmodia de los mendigos al graznido de los cuervos.

Todo tiene un aspecto abrasado, fosilizado; es como si un indecible sortilegio lo hubiera fulminado. La cuchilla de la erosión araña, desincrusta, purga, pavimenta el suelo necrótico, levantando con total impunidad las estelas de su tranquila fuerza. Luego, sin previo aviso, al pie de las montañas que el aliento de la incandescencia depila rabiosamente, aparece Kabul… o lo que de ella queda; una ciudad en estado de descomposición avanzada.

Ya nada volverá a ser como antes parecen decir las carreteras llenas de baches, las colinas tiñosas, el horizonte al rojo blanco y el entrechocar de las culatas. Los escombros de las fortificaciones han alcanzado a las almas. El polvo ha cubierto de tierra los huertos, ha cegado las miradas y puesto cemento a las ideas. De trecho en trecho, el zumbido de las moscas y el hedor de los animales muertos añaden a la desolación un toque irreversible. Diríase que el mundo se está pudriendo, que su gangrena ha optado por extenderse a partir de aquí, en territorio pashtun, en tanto que la desertificación sigue reptando implacablemente por la conciencia de los hombres y sus formas de pensar.

Nadie cree en el milagro de las lluvias, en la magia de las primaveras, y menos aún en las auroras de un mañana clemente. Los hombres se han vuelto locos; se han puesto de espaldas a la luz para darle la cara a la oscuridad. Han depuesto a los santos patronos. Los profetas han muerto y sus fantasmas están crucificados en la frente de los niños…

Y, no obstante, es también aquí, entre el mutismo de los pedregales y el silencio de las tumbas, entre la sequedad del suelo y la aridez de los corazones, donde ha nacido nuestra historia, de la misma forma que florece el nenúfar en las aguas putrefactas de los pantanos.

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