7

Atiq Shaukat hace visera con la mano. A la canícula le quedan aún muchos días por delante. Todavía no son las nueve y el sol implacable martillea como un herrero en todo cuando se mueve. Las carretas y los furgones se encaminan hacia el mercado central de la ciudad; aquéllas van cargadas con cajones medio vacíos u hortalizas ajadas; los segundos, con pasajeros apretados como sardinas en lata. La gente va cojeando por los callejones, arrastrando las sandalias por el suelo polvoriento. Raquíticos rebaños de mujeres de velos opacos y paso sonámbulo caminan pegadas a las paredes bajo la estrecha vigilancia de unos cuantos varones apurados. Y, por todas partes, en la plaza, en las calzadas, entre los coches o en torno a los cafetines, hay chiquillos, cientos de chiquillos con las ventanas de la nariz verdosas y las pupilas incisivas, de quienes nadie se ocupa, alarmantes desde que aprenden a andar; trenzan en silencio esa cuerda de cáñamo con la que, un día no muy lejano, ahorcarán bien ahorcada la última esperanza de salvación del país. Atiq nota siempre un hondo malestar cuando ve cómo se apoderan inexorablemente de la ciudad, semejantes a esas hordas de perros que acuden de no se sabe dónde y, yendo de los cubos de la basura a los vertederos, acaban por colonizar la ciudad y mantener a raya a sus moradores. Las incontables madrasas que crecen como hongos en todas las esquinas no bastan ya para sujetarlos. Cada día son más, y mayor es su amenaza; y a nadie parece preocuparle Kabul. Atiq se ha pasado la vida lamentándose de que el cielo no le hubiera dado hijos, pero, desde que las calles andan atestadas de niños, se alegra de no haberlos tenido. ¿Por qué cargarse de prole para ver cómo se pudre poco a poco o cómo acaba siendo carne de cañón de un sistema que se recrea en una guerra interminable con la que se identifica?

Convencido de que esa esterilidad suya es una bendición, Atiq restalla la fusta contra la pierna y se encamina a los barrios del centro.

Nazish dormita bajo la sombrilla con el cuello torcido. Es posible que haya pasado la noche allí, en el umbral de su puerta, sentado en el suelo como un faquir. Al ver llegar a Atiq finge que está profundamente dormido. Atiq pasa por delante de él sin decir palabra. Tras dar unas treinta zancadas, se detiene, sopesa los pros y los contras y da media vuelta. Nazish, que lo espiaba con el rabillo del ojo, aprieta los puños y se hunde más en su rincón. Atiq se le planta delante, con los brazos cruzados sobre el pecho; se sienta luego a lo sastre y, con la yema del dedo, se pone a dibujar formas geométricas en el polvo.

– Anoche fui muy malo -admite.

Nazish aprieta los labios y dice con su expresión de perro apaleado:

– Pues yo no te había hecho nada.

– Perdona.

– ¡Bah!

– Sí, en serio. Me porté muy mal contigo, Nazish. Fui malvado, injusto y estúpido.

– No, hombre. Sólo fuiste un poco desagradable.

– Me lo reprocho.

– No hace falta.

– ¿Me perdonas?

– Pues claro. Y, además, sinceramente, me lo merecía. Tendría que haber pensado las cosas un poco antes de ir a molestarte. Te habías ido a una cárcel vacía para estar un poco en paz y pensar en tus problemas con la cabeza despejada. Y me presento yo sin avisar y te cuento cosas que no te importan. Fue culpa mía. No tenía que haberte molestado.

– Es verdad que necesitaba estar solo.

– Pues entonces eres tú quien debe perdonarme.

Atiq alarga la mano. Nazish se apresura a cogerla y la estrecha durante mucho rato. Sin soltarla, lanza una ojeada circular para asegurarse de que nadie puede oírlo, carraspea y dice con voz temblona y tan emocionada que casi es inaudible:

– ¿Tú crees que algún día podrá oírse música en Kabul?

– ¡Quién sabe!

El anciano aprieta más la mano y su descarnado cuerpo se tensa para prolongar la queja:

– Tengo ganas de oír una canción. No te puedes ni imaginar qué ganas tengo. Una canción con música y con una voz que me conmueva de arriba abajo. ¿Tú crees que podremos algún día encender la radio y oír una orquesta tras otra hasta que nos dé un patatús?

– Sólo Dios lo sabe todo.

Los ojos del anciano, turbios durante unos momentos, empiezan a centellear con un resplandor doliente que parece subirle de lo más hondo. Y dice:

– La música es el verdadero aliento de la ciudad. Comemos para no morirnos de hambre. Cantamos para darnos cuenta de que estamos vivos. ¿Te das cuenta, Atiq?

– Ahora mismo no tengo muy claras mis ideas.

– Cuando era pequeño, muchas veces no tenía qué llevarme a la boca. No me importaba. Me bastaba con sentarme en una rama y soplar mi flauta para no oír el ruido de las tripas. Y cuando cantaba, no te lo creas si no quieres, estaba a gusto.

Los dos hombres se miran. Tienen la cara tensa como un calambre. Por fin, Atiq aparta la mano para ponerse de pie.

– Adiós, Nazish.

El anciano asiente con la cabeza. Cuando el carcelero está a punto de echar a andar, lo sujeta por el faldón de la camisa.

– ¿Ayer eras sincero, Atiq? ¿Crees que no me iré, que me quedaré plantado como un árbol y nunca veré el mar ni las comarcas lejanas ni el pie del horizonte?

– Me preguntas demasiado.

– Quiero que me lo digas a la cara. No eres hipócrita y no te importa la susceptibilidad de la gente cuando les dices claramente las verdades. No tengo miedo y no te guardaré rencor. Tengo que saberlo de una vez: ¿crees que alguna vez me iré de esta ciudad?

– Sí… con los pies por delante lo más seguro.

Dicho lo cual, se aleja, restallando la fusta contra un costado.

Habría podido ahorrarle el disgusto al viejo, se dice. Dejarle creer que, aunque sea algo imposible, la esperanza no está prohibida. No entiende qué le ha pasado; por qué, de pronto, la malévola satisfacción de atizar el desesperado desaliento del pobre infeliz ha prevalecido sobre todo lo demás. Sin embargo, esa irresistible necesidad de frustrar con dos palabras lo que el otro implora en ciento lo preocupa, como una comezón; aunque se rascase hasta hacerse sangre, no querría librarse de ella… La víspera, al regresar a su casa, encontró a Musarat traspuesta. Sin saber por qué, dejó caer a propósito un taburete, cerró de golpe las contraventanas y no se metió en la cama hasta que hubo recitado en voz alta largas azoras. Por la mañana, cayó en la cuenta de que se había comportado como una mala persona. Y, sin embargo, piensa que si esta noche vuelve a encontrarse a su mujer dormida volverá a hacer lo mismo.

Atiq no era así antes. Cierto es que no tenía fama de afable, pero tampoco era malo. Demasiado pobre para ser generoso, se abstenía con discreción de dar algo con la manifiesta intención de no esperar contrapartida alguna. Así, al no pedirle nada a nadie, no se sentía ni en deuda ni con obligaciones. En un país en que el tamaño de los cementerios hace la competencia al de los solares, en que los cortejos fúnebres van pisándoles los talones a los convoyes militares, la guerra le ha enseñado a no apegarse demasiado a los seres que un simple cambio de humor podría arrebatarle. Atiq se había encerrado deliberadamente en su concha, para resguardarse de penas inútiles. Consideraba que bastantes tenía ya él para compadecerse de la suerte del prójimo, desconfiaba de su sensiblería como de la peste y reducía el dolor del mundo a su propio sufrimiento. Sin embargo, en los últimos tiempos, no se limita a no hacer caso a quienes lo rodean. Se había jurado meterse nada más en sus cosas, pero ahora aprovecha los infortunios de los demás para amoldarse a los suyos. Sin darse cuenta, ha desarrollado una extraña agresividad, tan imperiosa como insondable, que parece encajar perfectamente con sus estados de ánimo. Ya no quiere enfrentarse solo a la adversidad; es más, intenta demostrarse que si maltrata a los otros, el peso de los propios infortunios se le hará más llevadero. Es plenamente consciente del daño que le hace a Nazish; pero, lejos de sentirlo, lo saborea como si fuese una hazaña. ¿Será eso lo que llaman «malicia»? Qué más da; le sienta bien e, incluso aunque no le vaya exactamente como anillo al dedo, tiene la sensación de que alguna ventaja saca. Es como si se tomase la revancha de algo que nunca consigue concretar. Desde que Musarat cayó enferma, tiene el íntimo convencimiento de que lo han estafado, de que sus sacrificios, sus renuncias, sus plegarias no han valido para nada, de que su destino nunca, nunca, nunca será más clemente.

– Deberías consultar a un conjurador -le dice una voz sonora.

Atiq se da la vuelta. Mirza Shah está sentado en la misma mesa que la víspera, en la terraza de la tiendecilla, pasando las cuentas del rosario. Se echa hacia atrás el turbante y frunce las cejas.

– No eres normal, Atiq. Te tengo dicho que no quiero verte hablando solo por la calle. La gente no está ciega. Te van a tomar por un chiflado y azuzarán contra ti a su prole.

– Todavía no he empezado a rasgarme las vestiduras -refunfuña Atiq.

– A este paso, ya debe de faltarte poco.

Atiq se encoge de hombros y sigue su camino.

Mirza Shah se sujeta la barbilla con los dedos y mueve la cabeza. Mira al carcelero mientras éste se aleja; está seguro de que antes de llegar al final de la calle ya habrá reanudado sus pantomimas.

Atiq está rabioso. Tiene la impresión de que los ojos de la ciudad lo espían, que Mirza Shah lo persigue. Alarga el paso para alejarse lo más deprisa posible, convencido de que el hombre sentado en la terraza que ha dejado atrás lo está vigilando, dispuesto a soltarle comentarios ofensivos. Está tan airado que, al llegar a la esquina, se topa con una pareja; choca primero con la mujer y, luego, tropieza con su acompañante que tiene que agarrarse a la pared para no caerse de espaldas.

Atiq recoge la fusta, da un empujón al hombre que intenta levantarse y se aleja.

– Vaya grosero -masculla Mohsen Ramat sacudiéndose el polvo.

Zunaira se da palmadas en la parte de abajo de la burka.

– Ni siquiera se ha disculpado -dice, divertida por la cara que pone su marido.

– ¿Te ha hecho daño?

– No, sólo me ha dado un susto sin importancia.

– Pues menos mal.

Se ajustan la ropa, él con ademán irritado, ella riendo tras la máscara. Mohsen oye la risa ahogada de su mujer. Refunfuña un poco más y, luego, lo calma el buen humor de Zunaira y suelta la carcajada a su vez. En el acto un garrote le golpea el hombro.

– ¿Es que os creéis que estáis en el circo? -le grita un talibán, desorbitando los ojos blanquecinos en la cara curtida por las canículas.

Mohsen intenta protestar. El garrote voltea en el aire y lo golpea en el rostro.

– No se ríe uno por la calle -insiste el esbirro-. Si os queda un mínimo de decoro, marchaos a casa y encerraos con llave.

Mohsen tiembla de ira, con una mano en la mejilla.

– ¿Qué pasa? -le provoca el talibán-. ¿Me quieres sacar los ojos? ¡Venga, a ver de qué eres capaz, cara de chica!

– Vámonos -suplica Zunaira tirando del brazo de su marido.

– Tú no lo toques; pórtate como es debido -vocifera el esbirro, fustigándole la cadera-. Y no hables delante de un extraño.

Al oír el altercado, un grupo de esbirros se acerca enarbolando las fustas. El más alto se atusa la barba con expresión socarrona y pregunta a su colega:

– ¿Algún problema?

– Éstos, que se creen que están en el circo.

El alto mira de hito en hito a Mohsen.

– ¿Quién es ésa?

– Mi mujer.

– Pues pórtate como un hombre. Enséñale a quedarse aparte cuando hablas con otra persona. ¿Se puede saber adónde vas?

– Llevo a mi mujer a casa de sus padres -miente Mohsen.

El esbirro lo mira fijamente. Zunaira siente que se le doblan las piernas. Le invade un miedo atroz. En su fuero interno, suplica a su marido que no pierda la sangre fría.

– Ya la llevarás luego -decide el esbirro-. De momento, vas a ir con los fieles que están en esa mezquita de allí. Falta menos de un cuarto de hora para que eche un sermón el mulá Bashir.

– Os digo que tengo que acompañarla…

Dos fustas lo interrumpen. Le golpean el hombro, las dos a un tiempo.

– Y yo te digo que el mulá Bashir va a echar un sermón dentro de diez minutos… y me hablas de acompañar a tu mujer a casa de sus padres. Pero, ¿tú qué tienes en la cabeza? ¿Debo entender que le das más importancia a una visita a la familia que al sermón de uno de nuestros eruditos más eminentes?

Con el mango del látigo le alza la barbilla para obligarlo a que lo mire a los ojos y lo empuja hacia atrás con desdén.

– Tu mujer te esperará aquí, bien arrimada a esta pared. Ya la acompañarás más tarde.

Mohsen alza las manos en señal de capitulación y, tras lanzarle a su mujer una ojeada furtiva, se encamina al edificio pintado de verde y blanco en cuyas inmediaciones otros milicianos paran a los transeúntes para obligarlos a asistir a la intervención del mulá Bashir.

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