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Atiq Shaukat golpea cuanto le rodea con la fusta para abrirse paso entre la andrajosa muchedumbre que revolotea como un torbellino de hojas secas en bandada en torno a los puestos del mercado. Va con retraso, pero no consigue andar más deprisa. Es como estar metido en una colmena; a nadie parecen afectarle los golpes rotundos que pega. Es día de zoco y la gente está como en trance. A Atiq le dan mareos. Los mendigos acuden desde todos los puntos de la ciudad, en oleadas cada vez más nutridas, rivalizando por los hipotéticos lugares libres con los carreteros y los mirones ociosos. El olor de los descargadores y las emanaciones de los productos en mal estado colman el aire de un espantoso tufo mientras un implacable calor inunda la explanada. Algunas mujeres fantasmales, refrenadas tras la burka pringosa, se aferran a los transeúntes, tendiendo una mano suplicante, recibiendo, al pasar, a veces una moneda, a veces un reniego. Con frecuencia, si se empecinan, una correa exasperada las hace retroceder. Tras una breve retirada, vuelven al ataque, salmodiando insufribles súplicas. Otras, cargadas con tropeles de chiquillos cuyas narices son una efervescencia de moscas, se apiñan desesperadamente en torno a los vendedores de fruta, al acecho, entre dos letanías, de una cebolla o un tomate podridos que un cliente avispado podría haber localizado en lo hondo de su cesta de la compra.

– Largo de ahí -dice a voces un vendedor blandiendo con vehemencia una larga pértiga por encima de las cabezas-, que me traéis al puesto la mala suerte y un montón de bichos.

Atiq Shaukat mira el reloj. Se le crispan de ira las mandíbulas. El verdugo debe de haber llegado hace ya más de diez minutos y él todavía aquí, en la calle. Sulfurado, sigue repartiendo golpes para dispersar la marea humana, se encarniza inútilmente con un grupo de ancianos tan insensibles a los fustazos como a los sollozos de una niña perdida entre el barullo; luego, aprovechándose de la brecha que abre un camión al pasar, consigue escurrirse hasta un callejón menos concurrido; cojeando, apresura el paso hacia un edificio que, curiosamente, permanece en pie entre los escombros que lo rodean. Es un antiguo dispensario fuera de uso, que saquearon hace mucho unos espíritus burlones y que los talibanes utilizan a veces como calabozos provisionales cuando está prevista en el barrio una ejecución pública.

– Pero, ¿dónde te habías metido? -ruge un barbudo barrigón mientras soba el kalashnikov-. Hace una hora que mandé a alguien a buscarte…

– Lo siento, Qasim Abdul Jabar -dice Atiq sin detenerse-, no estaba en casa.

Y añade luego con tono irritado:

– Estaba en el hospital. He tenido que llevar a mi mujer a urgencias.

Qasim Abdul Jabar rezonga, muy poco convencido, y, con el dedo puesto en la esfera del reloj de pulsera, le deja claro que, por su culpa, todo el mundo está a punto de perder la paciencia. Atiq encoge el cuello entre los hombros y se encamina hacia el edificio en que unos hombres armados lo esperan, sentados en el suelo a ambos lados del portal. Uno se levanta, se sacude el polvo del trasero y se dirige hacia una camioneta sin toldo aparcada a unos veinte metros; se introduce de un brinco en la cabina, hace rugir el motor y se coloca, en marcha atrás, delante de la entrada de la cárcel.

Atiq Shaukat saca un manojo de llaves de debajo del largo chaleco y entra en la celda; le van pisando los talones dos milicianas embozadas en sus burkas. En un rincón de la celda, en el sitio exacto en que, desde un ventanuco, cae un charco de luz, una mujer velada está acabando de rezar. Las dos milicianas indican al guardia que se retire. Cuando se quedan solas, esperan a que la detenida se incorpore para acercársele y, sin miramientos, le ordenan que se ponga derecha y empiezan a atarle apretadamente brazos y muslos; luego, tras haber comprobado que los cabos de cordel están bien tensos, la envuelven en un amplio saco de lienzo y la obligan a caminar delante de ellas por el corredor. Atiq, que estaba esperando en el vano del portal, indica a Qasim Abdul Jabar que ya vienen las milicianas. Éste pide a los hombres que hay en el patio que se aparten. Intrigados, algunos transeúntes se agrupan en silencio frente al edificio. Las dos milicianas salen a la calle, cogen a la detenida por las axilas, la meten de mala manera en el asiento de atrás de la camioneta y se sientan a su lado, muy pegadas a ella.

Abdul Jabar levanta los adrales del vehículo y echa los pestillos. Tras una última mirada a las milicianas y a la detenida para asegurarse de que todo está en orden, sube al lado del conductor y pega un culatazo en el suelo para dar la orden de marcha. En el acto, la camioneta arranca; la escolta un voluminoso 4x4 con una luz giratoria en el techo, repleto de milicianos andrajosos.

Mohsen Ramat titubea largo rato antes de decidirse a meterse entre la muchedumbre que se agolpa en la plaza. Han anunciado la ejecución pública de una prostituta. La van a lapidar. Pocas horas antes, unos obreros descargaron unas carretillas de piedras en el lugar de la ejecución y cavaron una zanja pequeña, de unos cincuenta centímetros de profundidad.

Mohsen ya ha asistido a varios linchamientos como éste. Ayer, sin ir más lejos, ahorcaron a dos hombres, uno de los cuales apenas si había entrado en la adolescencia, de lo alto de un camión grúa y no los descolgaron hasta que cayó la tarde. Mohsen aborrece las ejecuciones públicas. Le obligan a percatarse de su propia fragilidad, empeoran las perspectivas de su finitud; cae de pronto en la cuenta de la futilidad de las cosas y los seres, y nada queda ya que lo reconcilie con aquellas certidumbres de antaño, cuando no alzaba la vista hacia el horizonte sino para exigirlo. La primera vez que presenció una ejecución -un asesino al que degolló un pariente de la víctima-, se puso enfermo. Durante varias noches, visiones de pesadilla relampagueaban en sus sueños. Se despertaba con frecuencia gritando como un poseso. Luego, a medida que el paso de los días afianza los cadalsos e incrementa el ganado expiatorio hasta el punto de que los moradores de Kabul se angustian cuando piensan que una ejecución va a aplazarse, Mohsen dejó de soñar. Se le extinguió la conciencia. Se queda dormido nada más cerrar los ojos y no resucita hasta por la mañana, con la cabeza tan vacía como un jarro. La muerte no es, para él y para los demás, sino una trivialidad. Por lo demás, todo es una trivialidad. Exceptuando las ejecuciones, que reconfortan a los supervivientes cada vez que los mulás van a lo suyo, nada existe. Kabul se ha convertido en la antesala del más allá. Una antesala oscura en donde los puntos de referencia están falseados; un calvario pacato; una insoportable latencia cultivada en la más estricta intimidad.

Mohsen no sabe adónde ir ni qué hacer con su tiempo libre. Desde por la mañana, se limita a errar ocioso por los arrabales desmantelados, con mente indecisa y cara inexpresiva. Antes, es decir, hace varios años luz, le gustaba pasear, al caer la tarde, por los bulevares de Kabul. Por aquel entonces, los escaparates de los comercios no tenían gran cosa que exhibir, pero nadie le cruzaba a uno la cara con la fusta. La gente iba a lo suyo, lo suficientemente animada para inventar, en sus delirios, proyectos fastuosos. Las tiendecillas estaban a rebosar; su barullo manaba hacia las aceras igual que un flujo de tolerante humor. Apiñados en sillas de enea, los ancianos mamaban sus pipas de agua, guiñando los ojos por culpa de un rayo de sol y con el abanico descuidadamente colocado encima del vientre. Y las mujeres, pese a los velos de rejilla, pirueteaban entre la nube de sus perfumes igual que bocanadas de calor. Los caravaneros de antaño daban fe de que en parte alguna, durante sus peregrinaciones, se habían topado con huríes tan fascinadoras. Vestales impenetrables, cuyas risas eran una canción, cuyo grácil encanto era una obsesiva fantasía. Por eso tienen que llevar la burka, más para librarse del mal de ojo que para guardar a los hombres de desmedidos sortilegios… Qué lejos queda aquel tiempo. ¿No será acaso sino pura fabulación? Ahora, los bulevares de Kabul ya no le resultan entretenidos a nadie. Las fachadas descarnadas que aún quedan en pie por no se sabe qué prodigio son la prueba de que los cafetines, los figones, las casas y los edificios se han convertido en humo. La calzada, que fue de asfalto, no es ya sino caminos pisoteados que las sandalias y los zuecos rascan de sol a sol. Se han volatilizado los fumadores de chelam. Los hombres se han parapetado tras las sombras chinescas y las mujeres, momificadas dentro de unos sudarios del color del miedo o de la fiebre, se han vuelto totalmente anónimas.

Mohsen tenía diez años antes de la invasión soviética; una edad en la que no se entiende por qué de pronto ya no va nadie a los parques ni por qué los días son tan peligrosos como las noches; una edad, sobre todo, en la que no se sabe que las desgracias ocurren sin avisar. Su padre era un próspero negociante. Vivían en una casa grande, en pleno centro de la ciudad, y solían recibir a parientes y amigos. Mohsen se acuerda poco de aquellos tiempos, pero tiene la seguridad de que era completamente feliz, de que nada contrariaba sus carcajadas o censuraba sus caprichos de niño mimado. Y luego vino aquel despliegue ruso, con sus huestes de fin del mundo y su desmesura conquistadora. El cielo afgano, en donde se tejían los más hermosos idilios de la tierra, se cubrió de pronto de rapaces blindadas: rastros de pólvora rayaron su limpio azul y las golondrinas, espantadas, se dispersaron entre el ballet de los misiles. Había llegado la guerra y acababa de encontrar una patria en la que instalarse…

Una bocina lo arroja hacia un lado. Se lleva instintivamente el chèche a la cara para protegerse del polvo. La camioneta de Abdul Jabar pasa rozándolo, está a punto de atropellar a un mulero y entra a toda velocidad en la plaza; la sigue de cerca el veloz 4x4. Al ver llegar el cortejo, un clamor indecoroso encrespa la aglomeración en que unos adultos hirsutos pelean por los mejores puestos con unos chiquillos faunescos. A los milicianos no les queda más remedio que repartir golpes a diestro y siniestro para calmar los ánimos.

El vehículo se detiene ante la zanja recién cavada. Meten dentro a la pecadora mientras la increpan por todas partes. Vuelven los remolinos a castigar las filas y propulsan hacia atrás a los que están menos atentos.

Insensible a los empellones que intentan apartarlo, Mohsen aprovecha los huecos que la confusión abre en el gentío para colocarse en primera fila. Se pone de puntillas y ve cómo un energúmeno colosal «planta» a la mujer impura en la zanja y la entierra hasta los muslos para que se quede tiesa y no pueda moverse.

Un mulá se echa los faldones de la chilaba por encima de los hombros, mira una vez más de arriba abajo el amasijo de velos bajo el que se dispone a morir un ser humano y dice con voz tonante:

– Hay seres que escogen revolcarse en el lodo como los cerdos. Y, no obstante, conocieron el Mensaje y supieron las calamidades de la tentación, pero no prosperó en ellos fe suficiente para resistirlas. Hay seres míseros, ciegos y frívolos que prefirieron un momento de desenfreno, tan efímero como despreciable, a los jardines eternos. Apartaron los dedos del agua lustral de las abluciones para hundirlos en las escurriduras, se taparon los oídos cuando llamaba el almuédano para no escuchar más que las indecencias de Satán, se avinieron a padecer la ira de Dios antes que abstenerse de caer en esas indecencias. ¿Qué decirles, sino que nos apena y nos indigna?… (Tiende un brazo, como si fuera una espada, hacia la momia.) Esta mujer sabía muy bien lo que estaba haciendo. La embriaguez de la fornicación la apartó de los caminos del Señor. Hoy es el Señor quien le vuelve la espalda. No se merece ni su misericordia ni la compasión de los creyentes. Va a morir en la deshonra, igual que ha vivido.

Calla, para aclararse la garganta, y desdobla una hoja de papel en medio de un ensordecedor silencio.

¡Allahu akbar!-exclama alguien en el denso grupo que se halla en segunda fila.

El mulá alza una mano majestuosa para calmar al vociferador. Recita primero una azora y lee, después, algo que parece una sentencia; vuelve a meterse la hoja de papel en uno de los bolsillos interiores del chaleco y, tras una breve meditación, insta a la muchedumbre a proveerse de piedras. Es la señal. Con indescriptible precipitación, la gente se abalanza hacia los montones de pedruscos que, a tal efecto, habían colocado en la plaza unas horas antes. En el acto, un diluvio de proyectiles cae sobre la condenada, quien, por estar amordazada, se tambalea bajo la saña de los golpes sin un solo grito. Mohsen coge tres piedras y las lanza contra el blanco. El frenesí circundante desvía las dos primeras; pero, al tercer intento, alcanza a la víctima en la mismísima cabeza y ve, con insondable júbilo, que una mancha roja aparece en el sitio en que ha impactado la piedra. Al cabo de un minuto, ensangrentada y descoyuntada, la condenada se desploma y deja de moverse. Esa rigidez galvaniza a los lapidadores, que, con los ojos en blanco y echando espuma por la boca, se tornan más y más feroces, como si pretendieran resucitarla para prolongar el suplicio. Presas de su histeria colectiva, convencidos de que por mediación del súcubo exorcizan a sus propios demonios, algunos no se dan cuenta de que el cuerpo, acribillado por todas partes, no reacciona ya ante las agresiones, que la mujer inmolada yace sin vida, medio enterrada, como un saco de espanto arrojado a los buitres.

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