6

Mohsen Ramat siente alivio. Al parecer, la noche ha suavizado el humor alterado de Zunaira. Esta mañana se ha levantado temprano, con la serenidad recobrada y los ojos más cautivadores que nunca. Mohsen pensó que, a lo mejor, se le había olvidado el malentendido de la víspera, pero que se iba a volver a acordar de él e iba a volver a enfurruñarse. A Zunaira no se le ha olvidado; pero se ha dado cuenta del desvalimiento de su marido y de que la necesita. Guardarle rencor por ese gesto primario, antediluviano, repulsivo e insensato, un gesto absurdo pero representativo del estado del país afgano, un gesto atroz del que se arrepiente y que le está haciendo padecer como un caso de conciencia, sólo serviría para incrementar su fragilidad. En Kabul las cosas van de mal en peor, y arrastran desordenadamente consigo en su deriva a hombres y costumbres. Es el caos dentro del caos, el naufragio dentro del naufragio; y que se anden con mucho ojo los imprudentes. Un ser aislado es un ser irremediablemente perdido. Hace unos días, un loco gritaba a voz en cuello en el arrabal que Dios había fallado. Estaba claro que aquel pobre diablo no sabía por dónde se andaba ni qué había sido de su claridad mental. Inclementes, los talibanes no hallaron circunstancias atenuantes para su locura y lo azotaron hasta la muerte en la plaza con los ojos vendados y la boca amordazada.

Zunaira no es un talibán y su marido no está loco; si ha tenido un extravío momentáneo en el transcurso de una histeria colectiva ha sido porque los horrores cotidianos pueden más que la conciencia y el deterioro humano es más hondo que las fosas marinas. Mohsen se está poniendo a la altura de los demás, se está identificando con esa vuelta atrás. Ese gesto suyo demuestra que todo puede venirse abajo sin previo aviso.

La noche ha sido larga para ambos. Mohsen se quedó sentado en el peldaño de piedra hasta que sonó la voz del almuédano, petrificado en su desamparo. Zunaira tampoco cerró los ojos ni un segundo. Hecha un ovillo en la estera, buscó refugio en lejanos recuerdos, los de aquel tiempo en que, en vez de las horcas que afean ahora las explanadas polvorientas, imperaba el canto de los niños. No todos los días iba todo viento en popa, pero ningún energúmeno clamaba que aquello era un sacrilegio cuando las cometas revoloteaban en el aire. Cierto es que la mano de Mohsen tomaba ciertas precauciones antes de rozar la de su egeria, sin que eso menguase en absoluto su mutua pasión. Así eran las tradiciones y con ellas había que vivir. En vez de disgustarlos, la discreción protegía su idilio del mal de ojo y daba mayor intensidad a los escalofríos que se les desencadenaban en el pecho cada vez que sus dedos conseguían burlar las prohibiciones y llegar a un contacto mágico, extático. Se habían conocido en la universidad. Él era hijo de burgueses; ella, de un notable. Él estudiaba ciencias políticas para intentar hacer carrera en la diplomacia; ella ambicionaba un cargo en la magistratura. Él era un joven sin complicaciones, piadoso sin exageración; ella era una musulmana ilustrada; llevaba vestidos decentes y, a veces, zaragüelles; y pañuelo. Militaba activamente en la liberación de la mujer. Su diligencia era tanta como los elogios que se le hacían. Era una muchacha brillante cuya belleza enardecía los ánimos. Los jóvenes siempre se la estaban comiendo con los ojos. Todos soñaban con casarse con ella. Pero ella eligió a Mohsen; se enamoró de él a primera vista. Era educado y se ruborizaba más que una doncella cuando Zunaira le sonreía. Se casaron enseguida, muy jóvenes, como si hubieran intuido que lo peor estaba ya a las puertas de la ciudad.

Mohsen no disimula su alivio. Intenta incluso mostrárselo a las claras a su mujer para que se dé cuenta de hasta qué punto la echa de menos en cuanto ella da media vuelta. No soporta que esté enfadada con él; es el último lazo que lo mantiene aún unido a algo en este mundo.

Zunaira no dice nada. Pero tiene una sonrisa elocuente. No es esa amplia sonrisa que su marido está acostumbrado a verle, pero, no obstante, lo hace sentirse más que feliz.

Le sirve el desayuno y se sienta en el puf, con las manos cruzadas en las rodillas. Sus ojos de hurí siguen fijamente el recorrido de una voluta de humo antes de optar por clavarse en los de su marido.

– Has madrugado mucho -le dice.

Él se sobresalta; lo sorprende que le hable como si no hubiera pasado nada. Tiene la voz dulce, casi maternal; Mohsen llega a la conclusión de que ha pasado la página.

Se traga deprisa y corriendo el trozo de pan, casi se atraganta. Se limpia la boca con un pañuelo y explica:

– Había ido a la mezquita.

Ella frunce las hermosas cejas:

– ¿A las tres de la mañana?

Mohsen vuelve a tragar, para aclararse la voz; busca un argumento plausible y hace un intento:

– No tenía sueño, así que salí a la puerta para tomar el fresco.

– Ha hecho mucho calor esta noche, es verdad.

Los dos coinciden en declarar que en estos últimos días el bochorno y los mosquitos son especialmente molestos. Mohsen añade que la mayoría de los vecinos había salido a la calle huyendo del calor de horno de sus chamizos y que algunos no se metieron en casa hasta las claras del alba. La conversación gira en torno a los rigores de la estación, la sequía pertinaz que padece desde hace años Afganistán y las enfermedades que se abaten sobre las familias como halcones rabiosos. Hablan de todo y de nada, sin aludir en ningún momento al altercado de la víspera ni a las ejecuciones públicas que se van volviendo habituales.

– ¿Y si fuéramos a dar una vuelta al mercado? -propone Mohsen.

– No tenemos ni una perra.

– No hay por qué comprar nada. Nos contentaremos con echarles una ojeada al montón de antiguallas que pretenden hacer pasar por antigüedades.

– ¿Y qué adelantamos con eso?

– Pues no gran cosa; pero así hacemos ejercicio.

Zunaira se ríe bajito, divertida ante el patético sentido del humor de su marido.

– ¿No estás bien aquí?

Mohsen se huele la trampa. Se rasca con mano embarazada los pelillos alborotados de las mejillas y esboza un puchero.

– Eso no tiene nada que ver. Tengo ganas de salir contigo. Como en los buenos tiempos.

– Los tiempos han cambiado.

– Nosotros no.

– ¿Y quiénes somos nosotros?

Mohsen apoya la espalda en la pared y cruza los brazos sobre el pecho. Intenta pensar detenidamente en la pregunta de su mujer y le parece excesiva:

– ¿Por qué dices bobadas?

– Porque es la verdad. Ya no somos nada. No supimos proteger lo que habíamos conseguido. Y los aprendices de mulá nos lo quitaron. Claro que me gustaría salir contigo todos los días, todas las noches, cogerme de tu brazo y caminar a tu paso. Sería maravilloso, tú y yo, de pie, juntos, delante de un escaparate o sentados a una mesa, charlando y edificando proyectos fantásticos. Pero ahora ya no es posible. Siempre se presentará un espantapájaros apestoso y armado hasta los dientes para llamarnos al orden y prohibirnos que hablemos en plena calle. Antes que soportar esa afrenta, prefiero emparedarme en casa. Aquí, por lo menos, cuando el espejo me devuelve mi reflejo, no tengo que cubrirme con los brazos.

Mohsen no está de acuerdo. Acentúa el mohín, insiste en la pobreza de la habitación, las cortinas raídas que tapan las contraventanas en estado de putrefacción, las paredes con desconchones y las vigas ruinosas encima de sus cabezas.

– Ésta no es nuestra casa, Zunaira. Nuestra casa, en la que habíamos creado nuestro mundo, se la llevó por delante un proyectil de obús. Esto no es más que un refugio. Y lo que deseo es que no se convierta en nuestra tumba. Hemos perdido nuestra fortuna; no perdamos nuestros buenos modales. La única forma de lucha que nos queda para rechazar la arbitrariedad y la barbarie es no renunciar a nuestra educación. Nos educaron como a seres humanos, dando a Dios lo que era de Dios sin renunciar a lo que corresponde a los mortales como nosotros; hemos visto suficientes arañas en las casas y faroles en las calles para no creernos que no existe más luz que la de las velas, hemos disfrutado de los placeres de la vida y nos parecieron tan buenos como los placeres de la eternidad. No podemos aceptar que nos traten como ganado.

– ¿No es en eso en lo que nos hemos convertido?

– No estoy seguro. Los talibanes aprovecharon un momento de desconcierto para asestar un golpe terrible a los vencidos. Pero no un tiro de gracia. Nuestro deber es estar convencidos de ello.

– ¿Y cómo?

– Desafiando sus imposiciones. Vamos a salir. Tú y yo. Claro que no iremos cogidos de la mano, pero no hay nada que nos impida caminar juntos.

Zunaira niega con la cabeza:

– No quiero volver con el corazón apesadumbrado, Mohsen. Las cosas de la calle me amargarían el día inútilmente. Soy incapaz de pasar delante de algo espantoso y de hacer como si no hubiera visto nada. Y, además, me niego a ponerme la burka. De todas las albardas que nos imponen, ésa es la más envilecedora. La túnica de Neso no dañaría más mi dignidad que ese atuendo nefasto que me convierte en un objeto, dejándome sin cara y robándome la identidad. Aquí, por lo menos, soy yo, Zunaira, la mujer de Mohsen Ramat, de treinta y dos años, magistrada a la que el oscurantismo despidió sin juicio ni indemnización, pero con suficiente presencia de ánimo para peinarme todos los días y cuidar de lo que me pongo como de las niñas de mis ojos. Con ese velo maldito no soy ni un ser humano ni un animal; sólo soy una afrenta o un oprobio que hay que ocultar como una tara. Cuesta demasiado asumirlo. Sobre todo a una ex abogada militante de la causa femenina. Por favor, no pienses que me ando con melindres. Bien que me gustaría, pero, por desgracia, ya no me quedan ánimos. No me pidas que renuncie a mi nombre, a mis rasgos, al color de mis ojos ni a la forma de mis labios por un paseo entre la miseria y la desolación; no me pidas que sea menos que una sombra, un roce de tela anónimo suelto por una galería hostil. Ya sabes lo susceptible que soy, Mohsen; no me perdonaría el no perdonarte cuando lo único que intentas es hacer algo que me agrade.

Mohsen alza las manos. A Zunaira le da de pronto pena ese hombre que no consigue ya hallar un lugar en una sociedad manga por hombro. Ya antes de los talibanes andaba corto de inspiración y prefería ver mermar su fortuna en vez de entregarse en cuerpo y alma a algún proyecto exigente. No era perezoso; aborrecía las dificultades y no se complicaba gran cosa la vida. Era un rentista que no cometía excesos, un marido excelente, cariñoso y atento. No la privaba de nada, no le negaba nada y cedía con tal facilidad a sus peticiones que a veces a ella le parecía que abusaba de su gentileza. Así era Mohsen; llevaba el corazón en la mano y se le daba mejor decir que sí que hacerse preguntas. La conmoción total que trajeron consigo los talibanes lo desestabilizó por completo. Se quedó sin puntos de referencia y sin fuerzas para inventarse otros. Perdió sus bienes, sus privilegios, a sus parientes y a sus amigos. Lo han rebajado a la categoría de intocable y vegeta día y noche dejando siempre para el día siguiente la promesa de hacer un esfuerzo para volver a su ser.

– Bueno -accede Zunaira-; de acuerdo. Saldremos. Prefiero correr mil peligros antes que verte tan aplanado.

– No estoy aplanado, Zunaira. Si quieres quedarte en casa, estupendo. Te aseguro que no te guardo rencor. Tienes razón. Las calles de Kabul son odiosas. Nunca se sabe qué nos espera.

Zunaira sonríe al oírle a su marido esas palabras que contrastan tan claramente con su aspecto de consternación.

– Voy a buscar la burka -dice.

Загрузка...