4

El sol se dispone a irse. Sus rayos no rebotan ya con la misma furia en la ladera de las colinas. No obstante, los ancianos entumecidos en los portales, aunque acechan la caída de la tarde con impaciencia, saben que la noche será tan tórrida como el día.

Enclaustrada en la estufa de sus rocosas montañas, Kabul se asfixia. Diríase que en el cielo se ha entreabierto un tragaluz del infierno. Los escasos espasmos del viento, en vez de refrescar o limpiar el enrarecido ambiente, se recrean dejando la polvareda en suspenso en el vacío, para que corroa los ojos y seque las gargantas.

Atiq Shaukat se da cuenta de que su sombra se alarga por el suelo de forma desmedida; el almuédano no tardará en llamar a los fieles para que acudan a la oración del magreb. Introduce la fusta en el cinturón y se encamina, con paso hastiado, a la mezquita del arrabal, una amplia sala candorosamente enjalbegada con un techo enteco y un alminar mutilado por un bombardeo.

Una jauría de talibanes gravita en torno al santuario para parar a cuantos pasen por allí y obligarlos manu militari a unirse a los fieles.

El interior del santuario zumba, sumido en un calor de boca de horno. Los que han llegado primero se han apoderado de las alfombras ajadas que cubren el suelo, lo más cerca posible del minbar, en el que un mulá lee doctamente un libro piadoso. A los menos afortunados no les queda más remedio que pugnar por unos cuantos jirones de esteras que algunos toman por edredones. Los demás, tan satisfechos por poder resguardarse del sol y de la fusta de los milicianos, se conforman con un suelo áspero que deja en el trasero cortantes huellas.

Atiq aparta con la rodilla a un racimo de ancianos, le lanza un gruñido al de mayor edad para que se arrime más a la pared y se sienta contra una columna. Vuelve a amenazar con los enfurruñados ojos al anciano del fondo, que se esfuerza a trancas y barrancas por encogerse cuanto le sea posible.

Atiq Shaukat abomina de los hombres mayores, sobre todo de los del barrio, que son casi todos unos intocables en estado de putrefacción que se mueren de mendicidad e insignificancia y se pasan el día entero salmodiando funestas letanías y desflecando con manos de espectro los faldones de los transeúntes. Son como aves rapaces que acechan el encarne, se agolpan por las tardes en esos lugares en que las almas caritativas dejan algunos tazones de arroz para las viudas y los huérfanos y no vacilan en dar un espectáculo en público con tal de conseguir unos cuantos bocados. Atiq los aborrece sobre todo por eso. Cada vez que coincide con ellos en la misma fila, reza con asco. Le desagradan sus lamentos cuando se prosternan y su enfermizo amodorramiento durante los sermones. Para él son sólo despojos que se ha dejado olvidados el sepulturero, repulsivos y trémulos, con esos ojos legañosos, esas bocas desbaratadas y esa peste a animal moribundo…

¡Astagfiru La! -se dice-. Resulta, mi infeliz Atiq, que ahora el corazón te rebosa de hiel incluso en la casa de Dios. Vamos, haz un esfuerzo. Deja tus antipatías en la calle y no permitas que el Maligno te corrompa las ideas.

Se sujeta las sienes con las manos, intenta no pensar en nada e hinca, luego, la barbilla en el hueco del cuello, clavando obstinadamente la mirada en el suelo por temor a que, si ve a los ancianos, se tuerza su recogimiento.

El almuédano se dirige a su oratorio para llamar a la oración. Los fieles se incorporan a un tiempo, pero de forma anárquica, y empiezan a colocarse en filas. Un individuo de corta estatura, con orejas puntiagudas y pinta de duende, le tira a Atiq del chaleco para que no se salga de la hilera. Al carcelero lo irrita ese gesto; le coge la muñeca y se la retuerce discretamente, arrimándosela a un costado. El hombrecillo, sorprendido al principio, intenta liberar la mano de esa prensa que la magulla; luego, al no conseguirlo, se encorva y el cruel dolor está a punto de dar con él en tierra. Atiq sigue apretando durante unos segundos; cuando tiene ya la seguridad de que su víctima está a punto de empezar a desgañitarse, la suelta. El enano, ya dueño de la dolorida muñeca, se la mete debajo de la axila e, incapaz de admitir que un creyente pueda comportarse así en una mezquita, se hace un hueco en la fila de delante y no vuelve a mirar hacia atrás.

Astagfiru La-vuelve a decirse Atiq-. Pero, ¿qué me pasa? No aguanto ni la penumbra ni la luz del día; ni estar sentado ni estar de pie; ni a los viejos ni a los niños; ni que nadie me mire ni que me pongan la mano encima. Casi ni me aguanto a mí mismo. ¿Me estaré volviendo loco de atar?

Acabada la oración, decide esperar en la mezquita la siguiente llamada del almuédano. De todas formas, no piensa volver de momento a su casa y encontrarse con la cama deshecha, los platos olvidados en el agua pestilente de los barreños y a su mujer hecha un ovillo en un rincón del cuarto, con un pañuelo mugriento ciñéndole la frente y con la cara amoratada. Los fieles se dispersan; unos se marchan a sus casas; otros se reúnen en el patio para charlar. Los ancianos y los mendigos se agolpan a la entrada del santuario, tendiendo ya la mano. Atiq se acerca a un grupo de mutilados de guerra, que se refieren los mutuos hechos de armas. El más alto, algo así como un Goliath enredado en su barba, dibuja curvas en el polvo con un dedo tumefacto. Los demás, sentados alrededor de él como faquires, lo contemplan en silencio. A todos les han amputado un brazo o una pierna. A uno de ellos, que está un poco retirado, le faltan las dos piernas. Va desmoronado en un carretón de confección casera que le hace las veces de silla de ruedas. El Goliath es tuerto y tiene desfigurada la mitad del rostro. Acaba el dibujo y, luego, asentándose con fuerza en el suelo, cuenta, con voz fina que contrasta descaradamente con su hercúlea corpulencia:

– La disposición del terreno era más o menos así. Por aquí había una montaña, por allí un barranco, y aquí mismo estas dos colinas. Más allá corría un río que rodeaba la montaña por el norte. Los rusos estaban en las crestas, a más altura que nosotros en toda la línea. Llevaban dos días conteniéndonos con fuerza. La montaña no nos dejaba batirnos en retirada. Estaba pelada y los helicópteros nos habrían hecho pedazos de todas todas. Por ahí, el barranco acababa en precipicio. De este lado, el río, hondo y ancho, nos cerraba el paso. Nos quedaba sólo este paso obligado, a la altura de un vado, y los rusos nos lo dejaban libre a propósito. En realidad, era como una nasa. En cuanto nos metiéramos en ella, íbamos listos. Pero no podíamos quedarnos mucho tiempo en nuestra posición. Estábamos sin municiones y no teníamos casi nada para comer. Además, el enemigo había pedido refuerzos. Su artillería, reforzada, nos acosaba día y noche. No había forma de pegar ojo. Daba pena vernos. No podíamos ni enterrar a nuestros muertos, que ya estaban empezando a soltar un hedor espantoso…

– Nuestros muertos nunca han olido mal -intervino, indignado, el hombre al que le faltaban las dos piernas-. Me acuerdo de que un proyectil de obús nos cayó encima por sorpresa, matando de golpe a catorce muyahidines. Así fue como me quedé sin piernas. Nosotros también estábamos rodeados. Nos quedamos en aquel agujero ocho días. Y nuestros muertos ni se descompusieron. Estaban tendidos en el sitio al que los lanzó la explosión. Ni tampoco olían mal. Tenían el rostro sereno. A pesar de las heridas y de los charcos de sangre en que yacían, parecían simplemente dormidos.

– Sería invierno -supuso el Goliath.

– No era invierno. Era pleno verano y hacía tanto calor que se podían freír huevos encima de las piedras.

– Pues serían unos santos esos que dices -dijo el Goliath, mosqueado.

– Todos los muyahidin son seres a quien el Señor ha bendecido -le recordó el hombre sin piernas; y los demás asintieron vigorosamente con la cabeza-. No hieden y su carne no se descompone.

– Y entonces, ¿de dónde procedía el hedor que apestaba nuestra posición?

– De los cadáveres de las mulas.

– No teníamos mulas.

– Pues entonces sólo podía ser el olor de los churavis [1]. Esos puercos apestan incluso recién bañados. Me acuerdo de que cuando cogíamos prisioneros a unos cuantos, todas las moscas de la comarca venían a verlos de cerca…

– ¿Vas a dejarme acabar lo que estaba contando, Tamreez? -dijo el Goliath, ya harto.

– Quería dejar claro que nuestros muertos no hieden. Y, además, por la noche, un aroma a almizcle los embalsama hasta que amanece.

El Goliath borra con mano rabiosa los dibujos del polvo y se pone de pie. Tras lanzar una mirada torva al hombre sin piernas, pasa de una zancada por encima del murete y se dirige hacia un campamento. Los demás se quedan callados hasta que está ya lejos y, luego, se acercan febrilmente al hombre del carretón.

– De todas formas, ya nos sabemos de memoria eso que cuenta. Cuántos rodeos para llegar a su accidente -dice un manco famélico.

– Fue un gran combatiente -le indica el que tiene al lado.

– Es cierto, pero el ojo lo perdió en un accidente, no en una batalla. Y, además, la verdad es que, si sus muertos hedían, me pregunto de qué lado estaba. Tamreez tiene razón. Somos veteranos de guerra. Hemos perdido a cientos de amigos. Murieron en nuestros brazos o delante de nosotros: ninguno hedía…

Tamreez bulle dentro de su cajón, se coloca bien el almohadón que lleva debajo de las rodillas ceñidas con tiras de goma y mira hacia el campamento como si temiera el regreso del Goliath.

– Me quedé sin piernas, sin la mitad de los dientes, sin pelo, pero la memoria salió indemne. Me acuerdo de todos los detalles como si fuera ayer. Estábamos en pleno verano y hacía tanto calor aquel año que los cuervos se suicidaban. Los veíamos volar muy alto antes de dejarse caer como yunques con las alas pegadas a los costados y el pico por delante. Por el Libro Santo, es la verdad verdadera. En la ropa extendida encima de las rocas recalentadas oíamos reventar los piojos. Era el peor verano de todos los que he conocido. Habíamos aflojado la vigilancia porque estábamos seguros de que ningún culo blanco iba a arriesgarse a salir de su acantonamiento con semejante sol de justicia. Pero los malditos rusos nos habían localizado con un satélite o algo por el estilo. Si un helicóptero o un avión hubiera pasado por encima de nuestro escondrijo nos habríamos largado enseguida. Pero no había nada en el horizonte. Calma chicha por todas partes. Estábamos comiendo en nuestro agujero cuando cayó el proyectil de obús. Acertó en todo el blanco. En el momento oportuno y en el sitio oportuno. ¡Bum! Vi que se me tragaba un géiser de fuego y de tierra, y nada más. Cuando me desperté, estaba descoyuntado debajo de una roca, con las manos ensangrentadas y la ropa hecha jirones y negra de humo. Tardé en darme cuenta. Luego, vi que a mi lado había una pierna. Ni por un momento pensé que fuera mía. No sentía nada, no me dolía nada. Sólo estaba un poco atontado. (De repente, se le desorbitan los ojos, mientras vuelve la cara hacia el remate del alminar. Le tiemblan los labios y le invaden unos desenfrenados espasmos en los pómulos. Junta las manos como para recoger el agua de una fuente y sigue narrando con trémolos en la voz…) Así fue como lo vi. Como os estoy viendo a vosotros Por el Libro Santo que es la verdad… Revoloteaba en el cielo azul. Con unas alas tan blancas que sus reflejos iluminaban el interior de la cueva. Daba vueltas y más vueltas. En aquel silencio absoluto, no oía ni los gritos de los heridos ni las explosiones de alrededor; sólo el roce sedoso de sus alas, que batían el aire majestuosamente… Era una visión mágica…

– ¿Bajó hasta ti? -pregunta el manco, febrilmente.

– Sí -dice Tamreez-. Bajó hasta mí. Lloraba y el rostro púrpura le brillaba como una estrella.

– Era el ángel de la muerte -afirma su vecino-. Sólo podía ser él. Siempre se aparece así a los valientes. ¿Te dijo algo?

– No me acuerdo. Extendió las alas alrededor de mi cuerpo, pero lo espanté.

– Desdichado -le dicen todos, a voces-, tenías que haber dejado que las extendiera. El ángel te habría llevado directamente al Paraíso y ahora no estarías pudriéndote en ese carretón.

Atiq opina que ya ha oído bastante y decide irse a otra parte a que se le aclaren las ideas. A fuerza de repeticiones y de exageraciones, cada cual según sus tendencias, los relatos de los supervivientes de la guerra se están convirtiendo en auténticas fantasías. Atiq piensa sinceramente que los mulás deberían poner coto a esa costumbre. Y, ante todo, se percata de que no puede andar dando vueltas por la calle indefinidamente. Desde hace un buen rato, está intentando eludir su realidad, la suya propia, esa que no puede ni hinchar ni contar, ni siquiera a Mirza Shah, insensible y romo, siempre dispuesto a echarles en cara a los demás la poca conciencia que les queda. Por lo demás, se avergüenza de haberle hecho confidencias. Por un vaso de té que ni se ha tomado. Le da vergüenza eludir sus responsabilidades, haber sido lo bastante necio para pensar que la mejor manera de solucionar un problema es darle la espalda. Su mujer está enferma; ¿acaso tiene ella la culpa? ¿Es que ya no se acuerda de cómo bregó por él cuando su pelotón, tras derrotarlo las tropas comunistas, lo dejó abandonado en una aldea perdida? ¿Cómo lo escondió y lo cuidó durante semanas? ¿Cómo consiguió trasladarlo, a lomos de mula, cruzando durante días y noches un territorio enemigo, entre tormentas de nieve, hasta llegar a Peshawar? Ahora que lo necesita, la rehúye descaradamente y anda de un lado para otro en pos de todo cuanto puede hacerle olvidarse de ella.

Pero todo termina, y el día también; la gente regresa a su casa, las personas sin techo vuelven a sus madrigueras y los esbirros suelen disparar sin previo aviso sobre las sombras sospechosas. No le queda más remedio que irse a casa él también y volver a encontrarse con su mujer en el estado en que la dejó, es decir, enferma y desvalida. Se interna por una calle llena de montones de escombros, se detiene junto a unas ruinas, apoya el brazo en el único muro que se sostiene de pie y así se queda, con la barbilla en el hombro, descargando un poco el peso en las pantorrillas. Aquí y allá, en la oscuridad entre la que se contonean con pocos bríos algunas luces, oye llorar a niños de pecho. Sus vagidos se le clavan en la cabeza como floretes. Una mujer se rebela contra el escándalo que arman sus retoños y la ensordecedora voz de un hombre no tarda en mandarla callar. Atiq endereza la nuca y, luego, la espalda; contempla los miles de constelaciones que titilan alegremente en el cielo. Algo parecido a un sollozo le oprime la garganta. No le queda más remedio que apretar los dedos hasta hacerlos sangrar para no venirse abajo. Está cansado, cansado de dar vueltas sin rumbo fijo, de perseguir volutas de humo; cansado de esos días insípidos que lo pisotean desde por la mañana hasta bien entrada la noche. No consigue comprender por qué ha sobrevivido dos décadas seguidas a las emboscadas, a los ataques aéreos, a los artefactos explosivos que destrozaban decenas de cuerpos a su alrededor y de los que no se libraban ni las mujeres, ni los niños, ni los rebaños ni las aldeas, para, en fin de cuentas, seguir vegetando en un mundo tan oscuro e ingrato, en una ciudad totalmente desfasada, cubierta de cadalsos y por la que deambulan ruinas humanas caquécticas: una ciudad que lo maltrata y lo destroza inexorablemente día tras día, noche tras noche, unas veces en compañía de una muerta aplazada que espera en lo más hondo de una celda apestosa y otras velando a una esposa agonizante aún más mísera que si fuera carne de horca.

¡La hawla!-suspira-. Si ésa es la prueba a la que vas a someterme, Señor, dame fuerzas para soportarla.

Pega una palmada, musita una azora y da media vuelta para regresar a su casa.

Lo primero que le llamó la atención a Atiq cuando abrió la puerta de su casa fue que el farol estaba encendido. Normalmente, a esas horas, Musarat está acostada y las habitaciones a oscuras. Se fija en el camastro vacío, en las mantas primorosamente estiradas encima del jergón, de los almohadones apoyados en la pared, como a él le gusta; aguza el oído: ninguna queja, ningún ruido. Vuelve sobre sus pasos, ve que los barreños están boca abajo en el suelo, que los platos relucen en su rincón. Se queda intrigado, porque desde hace meses Musarat no se ocupa apenas de la casa. La enfermedad la corroe y se pasa casi todo el tiempo quejándose y ovillándose alrededor de los dolores que le atenazan el vientre. Atiq carraspea contra el puño cerrado para hacer notar que está de vuelta. Una cortina se descorre y, al fin, aparece Musarat, con la cara marchita pero a pie firme. Sin embargo, no puede evitar apoyarse con la mano en el marco de la puerta; se nota que lucha con toda la energía que le queda para mantenerse de pie, como si le fuera en ello la dignidad. Atiq se lleva dos dedos a la barbilla y enarca mucho una ceja, sin intentar disimular la sorpresa.

– Pensé que había vuelto mi hermana de Baluchistán -dice.

Musarat da un respingo.

– Todavía no soy una inútil -comenta.

– No quería decir eso. Es que te dejé tan mal esta mañana. Cuando he visto que todo estaba en su sitio y en orden y el suelo barrido, enseguida pensé que había vuelto mi hermana. Sólo la tenemos a ella. Tus vecinas saben cómo andas de salud, pero en ningún momento ha venido ninguna a ver si podía echarte una mano.

– No las necesito.

– Pero qué susceptible estás, Musarat. ¿Por qué hay que darles la vuelta a todas las palabras para mirar lo que hay debajo?

Musarat se da cuenta de que no está mejorando la situación entre ella y su marido. Quita el farol de encima de la mesa y lo cuelga de una vigueta para que el cuarto esté más iluminado; luego, va a buscar una bandeja repleta de vituallas.

– He cortado el melón que me mandaste y lo he puesto al fresco en la ventana -dice conciliadora-. Debes de tener hambre. Te he preparado un arroz de los que te gustan.

Atiq se descalza, cuelga el tocado y la fusta de la falleba de una contraventana y se sienta junto a la bandeja de hierro abollado. Como no sabe qué decir y no se atreve a mirar a su mujer por temor a reanimar su susceptibilidad, coge un jarro y se lo lleva a los labios. El agua le chorrea de la boca y le salpica la barba; se seca con el dorso de la mano y finge concentrarse en una torta de cebada.

– La he hecho yo -le dice Musarat, que no le quita ojo-. Para ti.

– ¿Por qué te tomas tanto trabajo? -se le escapa por fin a Atiq.

– Quiero cumplir con mis obligaciones de esposa hasta el último momento.

– No te he exigido nada.

– No es necesario.

Se desploma casi en la estera que está enfrente de él, busca sus ojos y añade:

– Me niego a abdicar, Atiq.

– No es ésa la cuestión, mujer.

– Ya sabes cuánto aborrezco la humillación.

Atiq clava en ella una mirada penetrante:

– ¿He hecho algo que te haya ofendido, Musarat?

– La humillación no está forzosamente en el comportamiento de los demás; a veces consiste en el hecho de no asumirse uno mismo.

– ¿De dónde has sacado eso, mujer? Estás enferma, y nada más. Necesitas descansar, hacer acopio de fuerzas. No estoy ciego. Llevamos años viviendo juntos; nunca has hecho trampa. Ni conmigo ni con nadie. No es necesario que te pongas peor sólo para demostrarme no sé qué.

– Llevamos años viviendo juntos, Atiq, y es la primera vez que tengo la impresión de que estoy faltando a mis obligaciones de esposa: mi marido ya no me dirige la palabra.

– Es verdad que no te dirijo la palabra, pero no estoy enfadado contigo. Lo único que pasa es que me tiene aplanado esta guerra que se eterniza y la miseria que daña cuanto nos rodea. No soy más que un carcelero interino que no entiende por qué ha aceptado vigilar a pobres infelices en vez de ocuparse de su propia desdicha.

– Si tienes fe en Dios, debes considerar esta desdicha en que me he convertido para ti como una prueba piadosa.

– No eres mi desdicha, Musarat. Son imaginaciones tuyas. Tengo fe en Dios y acepto las calamidades que me envía para poner a prueba mi paciencia.

Musarat parte la torta y le alarga un trozo a su marido.

– Para una vez que tenemos oportunidad de charlar, vamos a intentar no pelearnos -susurra.

– De acuerdo -asiente Atiq-. Para una vez que tenemos oportunidad de charlar, vamos a evitar las palabras ofensivas y las indirectas. Soy tu marido, Musarat. Yo también intento cumplir con mis obligaciones conyugales. El problema es que estoy un poco desbordado. No tengo ningún resentimiento contra ti. Es menester que lo sepas. Si estoy callado, no es que te rechace; es la expresión de mi impotencia. ¿Me comprendes, mujer?

Musarat asiente con la cabeza sin convicción.

Atiq moja un trozo de pan en una fuente. Le tiembla la mano; tanto le cuesta refrenar esa ira que nota que le brota por dentro que le silba la respiración. Hunde el cuello entre los hombros, intenta disciplinar el aliento y, luego, cada vez más irritado por tener que dar explicaciones, dice:

– No me gusta justificarme. Me da la impresión de que he hecho algo malo, y no es cierto. Todo lo que quiero es disfrutar de un poco de paz en mi casa. ¿Es mucho pedir? Son imaginaciones tuyas, mujer. Te hostigas y me hostigas. Parece que quisieras provocarme.

– No te provoco.

– Quizá. Pero ésa es la sensación que tengo. En cuanto te pones un poco mejor, te cansas tontamente para demostrarme que puedes tenerte de pie, que la enfermedad no va a poder contigo todavía. Dos días después, te hundes y tengo que recogerte con cucharilla. ¿Cuánto tiempo va a durar la broma?

– Perdóname.

Atiq suspira, unta el trozo de pan en la salsa fría y se lo lleva a la boca sin alzar la cabeza.

Musarat se tapa los brazos con la falda y mira comer a su marido, que hace un chapoteo desagradable al tragar. Como no consigue interceptarle la mirada, se contenta con mirarle la calva, que se ensancha en la parte de arriba de la cabeza y le deja al aire la nuca, hundida y fea.

– La otra noche en que había luna llena -cuenta con tono tristón-, abrí las contraventanas para verte dormir. Tenías ese sueño apacible de quienes no tienen cargos de conciencia. A través de la barba se vislumbraba una sonrisita. Tu cara parecía parte de una escampada, como si todas las penalidades por las que has pasado se hubiesen volatilizado y el dolor no se hubiera atrevido nunca a rozarte ni una arruga. Era una visión tan hermosa y apacible que deseé que nunca más amaneciera. El sueño te amparaba de todo cuanto podía contrariarte. Me senté a la cabecera de tu cama. Estaba deseando cogerte la mano, pero me dio miedo despertarte. Así que, para no caer en la tentación, me puse a pensar en los años que hemos compartido, para lo malo casi siempre, y me pregunté si, en los momentos en que tuvimos compromisos más fuertes, nos habíamos amado…

Atiq deja de comer de repente. Le tiembla la muñeca cuando se limpia la boca en ella. Masculla un la hawla y mira a su mujer a la cara, con las ventanas de la nariz latiéndole espasmódicamente.

Con fingida calma en la voz, pregunta:

– ¿Qué es lo que va mal, Musarat? Te encuentro muy locuaz esta noche.

– A lo mejor es porque desde hace tiempo ya casi ni nos hablamos.

– ¿Y por qué estás tan charlatana hoy?

– Porque estoy enferma. La enfermedad es una circunstancia seria, un momento de gran sinceridad. Ya no es posible ocultar nada.

– Ya has estado mala otras veces…

– Esta vez noto que la enfermedad que me habita no se irá sin llevarme consigo.

Atiq aparta el plato y retrocede hasta la pared.

– Por un lado, me preparas la cena; por otro, no dejas que me la coma. ¿Te parece justo?

– Perdóname.

– Vas más allá de lo tolerable y, luego, pides perdón. Como si no tuviera nada más que hacer.

Musarat se levanta y se dispone a volver tras la cortina.

– Por eso es por lo que intento no dirigirte la palabra, Musarat. Siempre estás a la defensiva, como una loba en peligro. Y, cuando intento razonar contigo, te sienta mal y te marchas.

– Es verdad -admite ella-, pero sólo te tengo a ti. Cuando me guardas rencor, el mundo entero me da la espalda. Daría por ti cuanto tengo. Si cometo tantas torpezas es porque intento merecerte a toda costa. Hoy, me he prohibido disgustarte o decepcionarte. Y, sin embargo, es lo que hago sin parar.

– En tal caso, ¿por qué persistes en el error?

– Tengo miedo…

– ¿De qué?

– De los días que se avecinan. Me aterran. Si por lo menos pudieras hacerme más llevaderas las cosas.

– ¿Cómo?

– Contándome lo que te ha dicho el médico de mi enfermedad.

– ¡Otra vez! -exclama Atiq fuera de sí.

Vuelca la mesa de una patada, se pone de pie de un brinco y, recogiendo al pasar los zapatos, la fusta y el turbante, se va a la calle.

Musarat se queda sola; se sujeta la cabeza con ambas manos. Poco a poco, los hombros menudos empiezan a estremecérsele.

Unas manzanas de casas más allá, Mohsen Ramat tampoco duerme. Tendido en el jergón con las manos debajo de la nuca, mira fijamente la vela, que suda en un recipiente de barro y proyecta en las paredes sombras temblonas. Sobre su cabeza, el techo descarnado le informa de que una viga combada está a punto de romperse. La semana anterior, se cayó un trozo de techo en la habitación de al lado y poco faltó para que aplastase a Zunaira…

A Zunaira, que se ha refugiado en la cocina y tarda en venir a reunirse con él.

Han cenado en silencio; él, postrado; ella, ausente. No han comido nada, han mordisqueado distraídamente un trozo de pan que han tardado una hora en tragarse. Mohsen sentía un gran apuro. Al contar la muerte de la prostituta ha trastornado su casa. Creyó que, si se confesaba con Zunaira, podría aliviar la conciencia y recuperar el control de sí mismo. En ningún momento sospechó que iba a escandalizar tanto a su mujer. Ha intentado varias veces alargar la mano hacia ella, hacerle ver lo consternado que está; el brazo se negaba a obedecerle, se le quedaba pegado al costado, como anquilosado. Zunaira no lo ayudaba. Clavaba los ojos en el suelo, con la nuca inclinada; los dedos apenas si le rozaban el filo de la mesa baja. Tardaba más en llevarse un trozo de pan a los labios que en morderlo. Distante, con ademanes automáticos, se negaba a volver a la superficie, a despertarse. Como en realidad ninguno de los dos estaba comiendo, recogió la bandeja y se retiró tras la cortina. Mohsen la estuvo esperando mucho rato y, luego, fue a tenderse en el jergón, en donde siguió esperándola. Pero Zunaira no volvió. Lleva esperándola dos horas, un poco más quizá, y Zunaira sigue sin venir. Desde la cocina no llega ningún ruido que indique que está allí. En lavar dos platos y vaciar un cestito de pan se tarda un santiamén. Mohsen se sienta y aguarda unos instantes más antes de decidirse a ir a ver qué pasa. Al apartar la cortina, ve a Zunaira tendida en una estera, con las rodillas pegadas al vientre y de cara a la pared. Está seguro de que no duerme, pero no se atreve a molestarla. Retrocede sin ruido, se pone una túnica y unas sandalias, apaga la vela de un soplido y sale a la calle. Un calor húmedo invade el arrabal. De trecho en trecho, hay hombres que charlan en las puertas cocheras o al pie las paredes. A Moshen no le parece necesario alejarse de su casa. Se sienta en el escalón, cruza los brazos sobre el pecho y busca en el cielo una estrella. En ese preciso instante, un hombre pasa como una fiera ante él y se aleja, calle abajo, con paso airado. Un rayo de luna rebota y le ilumina la cara crispada; Mohsen reconoce al carcelero que estuvo a punto de cruzarle la cara con la fusta, hace un rato, en el umbral de la tiendecilla.

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