13

La detenida aparta la bandeja y se limpia delicadamente la boca con el jirón de un trapo. La forma de pasárselo por la comisura de los labios denota una categoría social ya desaparecida; tiene clase y, seguramente, instrucción. Atiq la mira detenidamente mientras hace como que se examina las rayas de la mano. No quiere perderse ni uno de sus ademanes, de sus expresiones, de su forma de comer, de beber, de coger y volver a dejar los objetos que la rodean. No le cabe duda de que esta mujer ha sido rica y distinguida, ha lucido sedas y joyas, se ha rodeado del incienso de perfumes fabulosos y ha maltratado el corazón de incontables pretendientes; su rostro ha resplandecido en idilios fulminantes y su sonrisa ha aplacado muchos infortunios. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué viento miserable la ha llevado a empellones hasta este calabozo, precisamente a ella que parece someter con sus pupilas las luces del mundo entero?

Alza los ojos hacia él. Y él desvía en el acto la mirada, mientras le asedian el pecho opresiones insondables. Cuando vuelve a fijarla en ella, la sorprende examinándolo con una sonrisita enigmática en los labios. Para sobreponerse al apuro que lo invade, le pregunta si se ha quedado con hambre. Ella dice que no con la cabeza. Atiq se acuerda de las bayas que hay en su despacho y no se atreve a ir a buscarlas. La verdad es que no quiere alejarse ni un segundo. Se encuentra bien donde está, del otro lado de los barrotes y, al tiempo, tan cerca de ella que le parece escuchar los latidos de su pulso.

La sonrisa de la mujer no ceja. Flota ante su rostro como el esbozo de un sueño. ¿Está sonriendo de verdad o es que él divaga? No ha pronunciado ni una palabra desde que la encerraron. Se recluye en su destierro, silenciosa y digna, y no da muestras ni de angustia ni de aflicción. Es como si estuviera esperando que se alzara el día para irse con él, sin ruido. El fatal vencimiento del plazo, que planea sobre sus oraciones con la perseverancia de una cuchilla de guillotina, no alarga su sombra perniciosa hasta sus pensamientos. Dentro de su martirio, parece inexpugnable.

– La comida te la ha preparado mi mujer -dice Atiq.

– Tienes mucha suerte.

¡Qué voz! Atiq traga saliva al oírla. Tiene la esperanza de que la mujer se extienda sobre ese tema, que cuente algo del drama que la consume por dentro. En vano.

Tras un prolongado silencio, Atiq se oye refunfuñar a sí mismo:

– Ese hombre merecía la muerte.

Luego, con mayor devoción:

– Pondría la mano en el fuego. A alguien que no se da cuenta de la suerte que tiene no se le puede tener ninguna simpatía.

La nuez le raspa la garganta cuando añade:

– Estoy seguro de que era un salvaje. De los peores. Un fatuo. No podía ser de otra forma. Cuando uno no se da cuenta de la suerte que tiene, es que no se la merece, seguro.

A la mujer se le crispan los hombros.

Atiq va subiendo el tono a medida que encadena las frases.

– Te maltrataba, ¿verdad que sí? A la primera de cambio, se remangaba y te zurraba.

Ella alza la cabeza. Tiene unos ojos como joyas; se le ha acentuado la sonrisa, triste y sublime a la vez.

– No pudiste más, ¿a que no? Se había vuelto insoportable…

– Era maravilloso -dice ella con voz serena-. Yo era quien no me daba cuenta de la suerte que tenía.

Atiq está nerviosísimo. No se puede estar quieto. Ha vuelto a casa antes de lo normal y no deja de dar paseos por el patio, de alzar la vista al cielo y de hablar solo.

Sentada en el jergón, Musarat lo contempla sin decir nada. Esta historia empieza a preocuparle. Atiq no es ya el de siempre desde que tiene bajo su custodia a esa detenida.

– ¿Qué pasa? -le vocifera él-. ¿Por qué me miras así?

Musarat no juzga prudente contestar; y, menos aún, intentar tranquilizarlo. Parece como si Atiq lo estuviera esperando para echársele encima. Tiene la mirada centelleante, y las articulaciones de los puños, blancas.

Se acerca a ella con una secreción lechosa en las comisuras de la boca.

– ¿Has dicho algo?

Musarat niega con la cabeza.

Él se pone en jarras y, luego, mira hacia el patio con muecas rabiosas, pega un puñetazo en la pared y dice en un rugido:

– Fue un accidente estúpido. Puede ocurrirle a cualquiera. Es algo imprevisible, que pilla de improvisto. Su marido tropezó con un jarro y se dio en la cabeza un golpe mortal contra el suelo. Así de sencillo. Es verdad que es dramático, pero fue un accidente. La pobre no tuvo la culpa. Los qazi tienen que darse cuenta de que se han equivocado y han condenado a una víctima. No se puede despachar a un inocente sólo porque ha tenido un percance. Esa mujer no ha matado a su marido. No ha matado a nadie.

Musarat asiente con la cabeza. Medrosamente. Sumido en sus resentimientos, Atiq ni se entera.

– Tengo que decirle dos palabras de esto a Qasim -dice, tras un largo monólogo-. Tiene buenos contactos y amigos influyentes. Le harán caso. No es cosa de poner a una inocente en manos del verdugo por un malentendido.

– Pero, ¿qué me estás contando? -se indigna Qasim Abul Jabar, a quien no le ha gustado nada que venga alguien a molestarlo a su casa por una simpleza así-. A esa perra rabiosa la han juzgado y la han condenado. La ejecutarán dentro de tres días, en el estadio, delante de invitados de categoría. Es la única mujer programada para la ceremonia. Nadie puede hacer nada por ella, ni aunque fuera inocente. Y, encima, es culpable.

– Es inocente…

– ¿Y tú qué sabes?

– Me lo ha dicho ella.

– Y te lo has creído.

– ¿Por qué no?

– Porque te ha mentido. No es más que una redomada embustera, Atiq. Se aprovecha de tu afabilidad. No andes defendiendo a una asesina de la que no sabes casi nada. Ya tienes bastantes preocupaciones.

– No ha matado a nadie…

– Sus vecinos han declarado en contra de ella. Han sido tajantes. Esa furcia le daba una vida horrible a su marido. Se pasaba la vida echándolo de casa. Los qazi no tuvieron ni que deliberar… (Lo agarra por los hombros y lo mira fijamente a los ojos.) Atiq, muchacho, si no haces un esfuerzo cuanto antes acabarás por no saber ya ni volver a casa. Olvídate de esa bruja. Dentro de tres días, irá a reunirse con las que pasaron por ese calabozo antes que ella; y otra ocupará su lugar. No sé cómo se las ha apañado para liarte, pero yo, en tu lugar, intentaría no equivocarme de persona. A ti es a quien hay que atender, y no a ella. Ya te avisé el otro día. Te encierras demasiado en tus acritudes, Atiq, te lo dije: ándate con ojo porque luego ya no vas a poder dar marcha atrás. Y no me hiciste caso. Total, que cada vez estás más flojo y ha bastado con que una perra apestosa se lamentase para que se te partiera el corazón. Te aseguro que está donde tiene que estar. Bien pensado, no es más que una mujer.

Atiq está fuera de sí. Ha caído en un torbellino y no sabe a qué atender ni qué hacer con las manos cuando se sorprende a sí mismo renegando en contra del mundo entero. No entiende nada de nada. Es otra persona, alguien que lo tiene desbordado, que lo rebasa y lo mortifica y sin quien se sentiría inválido. ¿Qué decir de las tiriteras que le entran en horas de canícula y de los sudores que lo refrescan al minuto siguiente? ¿Qué decir de la audacia que se adueña de él cada vez que se atreve a rehusar el hecho consumado, él que antes no movía un dedo ante un drama que habría podido eliminarse con una simple toba? ¿Qué decir de esa resaca impetuosa que lo saca de quicio cuando se topa su mirada con la de la detenida? Nunca se creyó capaz de compartir el desvalimiento de otra persona. Toda su vida estaba centrada en la siguiente ambición: pasar ante un ejecutado sin darle importancia, volver de un cementerio sin renegar de sus decisiones. Y de pronto hace suya la suerte de una detenida de quien nadie puede apartar la sombra del patíbulo. Atiq no entiende por qué late por otro ser su corazón; cómo, de la noche a la mañana, ha admitido que ya nada iba a ser como antes. Tenía la esperanza de hallar en Qasim Abdul Jabar algún síntoma de indulgencia que pudiera servirle de ayuda para ir a ver a los qazi y convencerlos de que revisasen la sentencia. Qasim lo ha decepcionado. Imperdonable. Atiq lo aborrece de pies a cabeza. Han terminado para siempre. No hay sermón ni gurú que pueda reconciliarlos. Qasim es un animal. Tiene tanto corazón como una cachiporra y tanta compasión como una serpiente. Peor para él. Ya las pagará todas juntas. Las pagarán todos, sin excepción. Los qazi agazapados en su venerable monstruosidad. Los energúmenos vociferantes de obscenas calenturas que ya se están preparando para tomar por asalto el estadio el viernes. Los invitados de categoría que van a relamerse con las ejecuciones públicas, saludando la aplicación de la charia con la misma mano con que espantan las moscas y apartando de sí los cadáveres con el mismo ademán que bendice el grotesco celo de los verdugos. Todos. Y también la maldita Kabul, que aprende a diario a matar y a desvivir, porque en esta tierra las fiestas son ahora tan atroces como los linchamientos.

– No consentiré que la asesinen -se encrespa mientras vuelve a casa.

– ¿Por qué te pones así? -lo amonesta Musarat-. No es ni la primera ni la última. Tu actitud es totalmente insensata. Debes reaccionar.

– No quiero reaccionar.

– Te estás haciendo un daño inútil. Mírate. Parece que te vas a volver loco.

Atiq la amenaza con el dedo:

– Te prohíbo que me llames loco.

– Pues reacciona ahora mismo -protesta Musarat-. Te portas como si ya no supieras por dónde andas. Y lo peor es que cuando alguien intenta hacerte entrar en razón te pones todavía más agresivo.

Atiq la agarra por el pescuezo y la estruja contra la pared.

– Deja de cotorrear, harpía vieja. Ya no soporto el sonido de tu voz ni cómo te huele el cuerpo…

La suelta.

Sorprendida por la violencia de su marido y anonadada por sus palabras, Musarat se desmorona en el suelo, llevándose las manos al cuello dolorido y con los ojos desorbitados de incredulidad.

Atiq esboza un gesto de hastío, coge el turbante y la fusta y se va.

En la mezquita hay muchísima gente; los mendigos y los mutilados de guerra se disputan agriamente los rincones del santuario. A Atiq le da tanto asco el espectáculo que escupe por encima del hombro y decide cumplir con sus devociones en otro sitio. Algo más allá, se encuentra con Mirza Shah, que camina deprisa para sumarse a los fieles antes de la llamada del almuédano. Pasa por delante de él sin hacerle caso. Mirza Shah se detiene, se vuelve para seguir con la vista a su antiguo amigo y se rasca mucho rato la cabeza, bajo el turbante, antes de seguir andando. Atiq va en línea recta, con los ojos guiñados y el paso agresivo. Cruza las calles sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiferente a las bocinas y a los gritos de los carreteros. Alguien lo llama desde un cafetín; no lo oye. Atiq no oiría ni una tormenta que le tronase encima de la cabeza. Sólo atiende a la sangre que le golpea las sienes, sólo ve los meandros de su furia y las tenebrosas secreciones que ésta vierte en su pensamiento: Qasim, a quien no le importa su desasosiego; Musarat, que no adivina su aflicción; el cielo, que se vela el rostro; las ruinas, que le dan la espalada; los mirones ociosos, que se preparan a asaltar el estadio; los talibanes, que se dan pisto por las vías públicas; los mulás, que arengan a las multitudes con dedo tan mortífero como un sable…

Al cerrar tras sí, de golpe, la puerta de la cárcel, los rumores que lo persiguen se aplacan. De repente, ahí está el abismo; y el silencio, tan hondo como una caída. ¿Qué le sucede? ¿Por qué no vuelve a abrir la puerta para dejar que lo alcancen los ruidos, las luces crepusculares, los olores, el polvo? Encorvado y jadeante, recorre arriba y abajo el pasillo. Se le cae la fusta; no la recoge. Anda y anda, con la barba metida entre el cuello y el pecho y las manos a la espalda. De pronto, se abalanza hacia la puerta de la celda y la abre con saña.

Zunaira se ampara tras los brazos, temerosa de la violencia del carcelero.

– Vete -le dice éste-. Dentro de poco será de noche. Aprovecha para salir corriendo y alejarte cuanto puedas de esta ciudad de chiflados. Corre cuanto puedas y, sobre todo, no mires atrás pase lo que pase, porque, en caso contrario, te pasará lo mismo que a la mujer de Lot.

Zunaira no ve adónde quiere ir a parar el guardia. Se acurruca bajo la manta, creyendo que ya ha llegado su hora.

– Vete -le suplica Atiq-. Venga, no te quedes ahí. Les diré que la culpa es mía, que seguramente cerré mal el candado. Soy pashtun, como ellos. Me pondrán verde, pero no me harán nada malo.

– ¿Qué sucede?

– No me mires así. Coge la burka y vete…

– ¿Y adónde voy a ir?

– A cualquier parte, pero no te quedes ahí.

La mujer mueve la cabeza. Las manos buscan, muy dentro, bajo la manta, algo que no han de revelar.

– No -dice-. Ya he malogrado un hogar. No pienso estropear otros.

– Lo peor que podría pasarme sería que me quitasen este trabajo. Y es lo que menos me importa en la vida. Márchate ya.

– No tengo adónde ir. Los míos han muerto o desaparecido. El último lazo que me quedaba lo he perdido por mi culpa. Era un rescoldo. Lo avivé con demasiada fuerza para convertirlo en hachón y lo apagué. Ya nada me retiene. Estoy deseando irme, pero no como me propones.

– No dejaré que te maten.

– Nos han matado a todos. Hace tanto tiempo que ya se nos ha olvidado.

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