12

Atiq Shaukat ha tardado en caer en la cuenta. Algo así como un resorte le azuza por dentro; y le atraviesa el cuerpo, de pies a cabeza, una bocanada de aire paralizadora, como si le hubiera caído encima una ducha helada. Suelta la cazuela que tiene en las manos, que se estampa en el suelo, esparciendo las albóndigas de arroz por el polvo. Durante tres o cuatro segundos, piensa que es presa de una alucinación. Aturdido por la aparición que acaba de azotarlo de plano, se retira al cuchitril para intentar recobrar los sentidos. La luz de la ventana lo hiere, el vocerío de los niños, que juegan, fuera, a la guerra, le hacen perder el rumbo; se deja caer en el catre y, con los dedos en las sienes, maldice varias veces al Maligno para alejar las influencias maléficas.

¡La hawla!

Tras haber recuperado en parte la lucidez, vuelve al pasillo para coger la cazuela, buscar la tapa, que ha rodado más lejos, y recoger los racimos de arroz dispersos por el suelo. Mientras limpia el suelo, alza con precaución la vista hacia los barrotes, cerrados con candado, hacia el tragaluz que anida en lo alto del alvéolo como un pájaro de mal agüero, la detiene en la bombilla anémica que languidece en el techo; luego, sacando fuerzas de flaqueza, vuelve a mirar dentro de la celda; ¡y allí, en el centro de la jaula, está la visión encantada!… La prisionera se ha quitado la burka. Reza, sentada con las piernas cruzadas, con los codos en las rodillas y las manos juntas bajo la barbilla. Atiq está pasmado. Nunca había visto antes tamaño esplendor. La prisionera es de inaudita belleza; tiene un perfil de diosa, la larga cabellera le cae por la espalda, y sus ojos enormes parecen dos horizontes. Diríase que amanece una aurora en el centro de ese calabozo infecto, sórdido, aciago.

Dejando de lado el de su mujer, Atiq lleva años sin ver un rostro femenino. Ha aprendido incluso a prescindir de ello. Para él, salvo Musarat, no existen sino fantasmas sin voz ni encantos, que cruzan por las calles sin rozar la imaginación; bandadas de golondrinas decrépitas, azules o amarillentas, descoloridas muchas veces, que llevan varias estaciones de retraso y emiten un taciturno sonido cuando pasan cerca de los hombres.

Y, de pronto, cae un velo y surge de él una maravilla. Atiq no sale de su asombro. ¿Tiene ante sí a una mujer completa, consistente; un rostro de mujer auténtico, tangible, completo también? Increíble. Hace tanto que se divorció de una realidad así que la creía proscrita de las mentes. Cuando era más joven, al salir de la adolescencia, a veces profanaba el refugio de algunas primas para mirarlas de lejos, a escondidas, pendiente de sus risas, de su venustez y de la flexibilidad de sus movimientos. Estuvo, incluso, enamorado de una maestra uzbeca, que le llevaba diez años y tenía, merced a sus interminables trenzas, unos andares tan hipnotizadores como una danza mística. Estaba convencido, en aquellos años de disponibilidad en que las leyendas oponen una resistencia patética a los fundamentos de los prejuicios y las tradiciones, de que le bastaba con soñar con una muchacha para columbrar una de las alas del paraíso. No era, desde luego, el camino más seguro para llegar a él, pero sí el menos inhumano… Y, luego, nada. El mundo de las audacias exquisitas se disloca y se desintegra. Los sueños velan sus rostros. Un capuchón de rejilla cae y lo confisca todo, las risas, las sonrisas, las miradas, el hoyuelo de las mejillas, el sedoso roce de las pestañas…

Al día siguiente, Atiq cae en la cuenta de que ha estado en vela toda la noche, sentado en el pasillo, frente a la prisionera, de que no ha apartado la vista de ella ni un momento. Se siente muy raro, con la cabeza liviana y la garganta dolorida. Le parece que se acaba de despertar dentro del pellejo de otro. Algo se ha adueñado de él, como en una fulminante posesión, hasta en los más íntimos recovecos; le obsesiona el pensamiento, le martillea el pulso, le pone cadencia al aliento, da vida al menor de sus estremecimientos, ora junco rígido y firme, ora yedra reptil que se le enreda por todo el ser. Atiq ni siquiera intenta entenderlo. Soporta, sin padecerla, una sensación vertiginosa e implacable, una embriaguez extática que vulnera sus defensas hasta tal punto que se le olvidan las abluciones. Parece un sortilegio, pero no lo es. Atiq es consciente de la gravedad de su impudicia, pero no le importa. Cede, en alguna zona de su ser, muy remota y tan próxima; se queda escuchando sus más imperceptibles pulsaciones, sordo a las más perentorias llamadas al orden.

– ¿Algo no va bien? -le pregunta Musarat-. Te has puesto cinco veces sal en el arroz y no lo has probado; y no dejas de llevarte la taza de agua a los labios, pero no bebes ni un trago.

Atiq mira a su mujer con expresión ausente. Es como si no entendiera el sentido de las palabras. Le tiemblan las manos, se le desboca el pecho y, a ratos, le falta el aliento, igual que si se ahogase. No se acuerda de cómo ha recorrido el barrio, con las pantorrillas flojas y la cabeza vacía; no se acuerda de si se ha cruzado con alguien por las calles en que, normalmente, no puede aventurarse sin que lo llame o lo salude algún conocido. Nunca en la vida había sabido cómo era este estado que lo tiene mermado desde la víspera. No tiene hambre, no tiene sed, el mundo que lo rodea ni siquiera lo roza; está viviendo algo prodigioso y aterrador a la vez, pero por todo el oro del mundo no querría prescindir de ello: se siente bien.

– ¿Qué te pasa, Atiq?

– ¿Decías algo?

– Alabado sea Dios; oyes cuando se te dirige la palabra. Creía que te habías vuelto sordomudo.

– Pero, ¿se puede saber de qué estás hablando?

– De nada -se resigna Musarat.

Atiq deja la taza en el suelo, coge un pellizco de sal de una diminuta terrina y vuelve a espolvorear mecánicamente su ración de arroz. Musarat se lleva la mano a la boca para ocultar una sonrisa. Admite que el estado de distracción de su marido la divierte y la preocupa; el resplandor que tiene en la cara es un descanso. Pocas veces lo ha visto tan enternecedoramente torpe. Parece un niño que vuelve de un espectáculo de títeres. Le chispea en los ojos un deslumbramiento interior; y tanta febrilidad apenas si parece posible en un hombre que sólo se estremecía de indignación, a menos que estuviera amenazando con aniquilar cuanto se hallase al alcance de su ira.

– Come -le indica.

Atiq se pone en tensión. Frunce la frente hasta que no se le ven las cejas. Se pone en pie de un brinco, dándose una palmada en los muslos.

– ¡Dios mío! -exclama, corriendo hacia el manojo de llaves, que cuelga de un clavo-. No tengo perdón.

Musarat intenta incorporarse. Se le doblan los descarnados brazos y vuelve a caer sobre el camastro. Exhausta tras el esfuerzo, apoya la espalda en la pared y mira fijamente a su marido.

– ¿Qué has hecho ahora?

Y Atiq, contrariadísimo, responde:

– Se me ha olvidado dar de comer a la prisionera.

Da media vuelta y desaparece.

Musarat se queda pensativa. Su marido se ha ido dejándose olvidados el turbante, el chaleco y la fusta. Pocas veces le ha pasado algo así. Se queda esperando a que vuelva a buscarlos. Atiq no vuelve. Musarat llega a la conclusión de que su marido, el carcelero provisional, empieza a estar mal de la cabeza.

Dormida bajo una manta raída, Zunaira parece una ofrenda. A su alrededor, la celda tiembla con la luz del farol; aceradas salpicaduras asaetean los rincones. Se oye el zumbido de la oscuridad, densa y pringosa, sin hondura real. Atiq deja en el suelo una bandeja repleta de brochetas que ha pagado de su bolsillo; hay también una torta y unas cuantas bayas. En cuclillas, alarga la mano hacia la prisionera para despertarla. Se le quedan los dedos en el aire sobre el hombro redondo. Tiene que recobrar fuerzas, se dice. Las palabras no consiguen apurar el gesto; la mano sigue en el vacío, aturdida. Retrocede de espaldas, hasta adosarse a la pared; y cruza los brazos en torno a las piernas, hinca el mentón entre ambas rodillas y no vuelve a moverse, con los ojos clavados en el cuerpo de la mujer, cuya sombra, que la blancura cegadora del farol esculpe, traza un paisaje de ensueño en la pared que le hace las veces de lienzo. A Atiq lo fascina la serenidad de la detenida; piensa que en ningún lugar puede evidenciarse mejor la quietud que en este rostro límpido y hermoso como agua de manantial. Y en esos cabellos negros, lisos y elásticos, que el más tímido de los soplos alzaría por el aire con tanta facilidad como una cometa. Y en esas manos de hurí, transparentes y finas, que se intuyen suaves como una caricia. Y en esa boca pequeña y redonda… La hawla, se recobra Atiq. No tengo derecho a abusar de su sueño. Tengo que volver a mi casa y dejarla en paz. Atiq piensa, pero no actúa en consecuencia. Sigue acurrucado en su rincón, apresando las piernas con los brazos y con los ojos más abiertos que la conciencia.

– Es muy sencillo -confiesa Atiq-; no hay palabras para describirla.

– ¿Tan guapa es? -pregunta Musarat, dubitativa.

– ¿Guapa? La palabra me parece vulgar, casi trivial. Esa mujer que se está pudriendo en mi calabozo es mucho más que guapa. Todavía estoy temblando. Me he pasado la noche velándole el sueño, tan deslumbrado por su esplendor que no he visto llegar el alba.

– Espero que no se te haya olvidado rezar.

Atiq baja la cabeza.

– Pues eso mismo es lo que me ha pasado.

– ¿Se te ha olvidado cumplir con el salat?

– Sí.

Musarat suelta una risa cuyos cascabeles prolonga en el acto una letanía de toses. Atiq frunce el entrecejo. No entiende por qué se burla de él su mujer, pero no se lo toma en cuenta. Pocas veces la oye reír; y ese alborozo inusual torna casi acogedora la penumbra del tugurio. Musarat se seca los ojos, sin aliento, pero encantada; se coloca bien el almohadón tras la espalda y se apoya en él.

– ¿Te hace gracia?

– Muchísima.

– Te parezco ridículo.

– Me pareces fabuloso, Atiq. ¿Cómo has podido ocultarme palabras tan generosas? Más de veinte años de matrimonio, y hasta ahora has estado ocultando a ese poeta que llevabas agazapado dentro. No puedes darte cuenta de lo feliz que me hace saber que eres capaz de decir las cosas con el corazón, en vez de limitarte a apartarlas como si fueran vómitos. ¿Atiq, el eterno huraño que pasaba junto a una moneda de oro sin verla, tiene buenos sentimientos? No es que me divierta, es que me resucita. Me dan ganas de ir a besarle los pies a esa mujer que, en una sola noche, ha despertado en ti tanta sensibilidad. Debe de ser una santa. O un hada.

– Eso fue lo que me dije la primera vez que la vi.

– Entonces, ¿por qué la han condenado a muerte?

Atiq se sobresalta. Está claro que no se lo había preguntado. Cabecea y masculla:

– Me niego a creer que sea capaz de actos reprensibles. No tiene aspecto de eso. Debe de haber un error.

– ¿Y ella qué dice?

– No le he dirigido la palabra.

– ¿Por qué?

– Porque eso no se hace. He hospedado a bastantes condenadas. Y algunas se quedaron unos cuantos días. No cruzamos ni una mala palabra. Era como si cada cual estuviera solo y a lo suyo; hacíamos caso omiso del otro. Ellas en su celda y yo en mi agujero. Ni siquiera las lágrimas valen para algo cuando ya está decidida una pena capital. En esos casos, no hay nada mejor que la cárcel para meditar y rezar. Así que nadie dice nada. Sobre todo la víspera de una ejecución.

Musarat le coge una mano a su marido y se la aprieta contra el pecho. Curiosamente, el carcelero se lo permite. Quizá no se da cuenta. Tiene la mirada perdida y la respiración intensa.

– Hoy estoy en forma -dice, mejorada al verle esos colores en la cara a su marido-. Si quieres, puedo prepararle algo de comer.

– ¿Harías eso por ella?

– Haría lo que fuera por ti.

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