9

El conductor gira bruscamente el volante para evitar un enorme pedrusco de la carretera y va a parar de mala manera al arcén. Los frenos en mal estado no consiguen reducir la marcha del voluminoso 4x4 que, con un ensordecedor chasquido de los amortiguadores, rebota en una zanja antes de detenerse milagrosamente al borde del barranco.

Imperturbable, Qasim Abdul Jabar se limita a mover la cabeza.

– ¿Tú es que quieres que nos matemos o qué?

El conductor traga saliva al darse cuenta de que una de las ruedas está a menos de diez centímetros del precipicio. Se seca el sudor con una punta del turbante, masculla un encantamiento, mete la marcha atrás y hace retroceder el coche.

– ¿De dónde ha caído esa jodida roca?

– A lo mejor es un meteorito -dice Qasim con tono irónico.

El conductor busca a su alrededor un lugar que pueda proporcionarle una explicación de cómo el pedrusco ha podido llegar hasta la carretera. Al alzar los ojos hacia la cresta más cercana, divisa a un anciano que trepa por la ladera de la colina. Frunce las cejas:

– ¿No es Nazish ese de ahí arriba?

– Me extrañaría.

El conductor guiña los ojos para concentrarse en el despojo humano que escala arriesgadamente la colina.

– Si no es Nazish, debe de ser su hermano gemelo.

– Déjalo en paz e intenta llevarme entero a casa.

El conductor asiente con la cabeza e, incorregible, lanza a toda velocidad al 4x4 por la accidentada pista. Antes de desaparecer tras un cerro, lanza una última ojeada al retrovisor, convencido de que el anciano de antes no puede ser otro que ese bobo que de vez en cuando ronda la casa prisión en la que suele estar Atiq Shaukat.

Agotado, con la garganta abrasada y las pantorrillas taladradas, Nazish se desploma en la cumbre de la colina. A cuatro patas, intenta recobrar el aliento; luego, se tiende de espaldas y deja que lo invada el vértigo. El cielo, al alcance de la mano, le procura una sensación peculiar de ingravidez; le parece que se está abriendo como una crisálida y se va escurriendo, voluta a voluta, entre las mallas fláccidas de su cuerpo. Así se queda, tendido en el suelo, con el pecho palpitante y los brazos en cruz. Cuando se le va disciplinando el ritmo de la respiración, se sienta y se lleva la cantimplora a la boca. Ahora que ha conquistado la montaña, nada le impediría enfrentarse al horizonte. Se siente capaz de caminar hasta el fin del mundo. Orgulloso de su hazaña, impensable en un hombre de su edad, alza el puño al cielo y deja volar una mirada de revancha por encima de Kabul, esa vieja nigromántica obstinadamente encerrada en sus tormentos que yace a sus pies dislocada e hirsuta, boca abajo, con las mandíbulas quebradas a fuerza de morder el polvo. Hubo un tiempo en que su leyenda rivalizaba con la de Samarcanda o con la de Bagdad, en que los reyes recién subidos al trono soñaban en el acto con imperios más amplios que el firmamento… Esos tiempos se acabaron, piensa Nazish despechado; es la última vez que le da vueltas al recuerdo. Porque a Kabul le horrorizan los recuerdos. Ha mandado ajusticiar su historia en la plaza pública; ha inmolado el nombre de sus calles en terroríficos autos de fe; ha hecho añicos sus monumentos con dinamita y rescindido los juramentos que sus fundadores firmaron con sangre enemiga. Hoy, los enemigos de Kabul son sus propios retoños. Han renegado de sus antepasados y se han desfigurado para no parecerse a nadie, y, menos que a nadie, a esos seres sometidos que vagan como espectros entre el desprecio de los talibanes y el anatema de los gurúes.

A un tiro de piedra, un varano está entronizado en una roca; junto a él, su larga cola, semejante a un sable. Está visto que, entre predadores, la tregua no está nada clara. En tierra de afganos, da lo mismo pertenecer a las tribus o a la fauna, da igual ser nómada que guardián de un templo, sólo se siente uno vivo cuando se tiene un arma cerca. El varano rey está, pues, de centinela; olfatea el aire, atento a las asechanzas. Pero ocurre que Nazish no quiere ya oír hablar ni de batallas, ni de asedios, ni de sables o de fusiles; no quiere ya fiarse de la mirada vindicativa de los chiquillos. Ha decidido darle la espalda al clamor de las metrallas, irse a meditar a las playas salvajes y ver el océano más de cerca. Quiere ir a esa comarca que ha sacado de lo más hondo de sus utopías y construido con los suspiros y las oraciones y los votos que le son más caros; un lugar en que los árboles no se mueran de hastío, en que los senderos viajen como viajan las aves, en que nadie ponga en entredicho su determinación de recorrer las comarcas inmutables de las que nunca regresará. Recoge siete piedras. Desafía con la mirada durante un buen rato esa ciudad en donde no hay punto de referencia alguno que le interese. De pronto, se le dispara el brazo y lanza muy lejos los proyectiles para conjurar la suerte y lapidar al Maligno si se interpone en su camino.

El 4x4 cabecea como un loco por la imprevisible pista. El patinazo de antes no ha infundido sensatez al conductor. Qasim Abdul Jabar se aferra a la puerta y asume el contratiempo con paciencia. Desde que salieron de la aldea tribal, el joven chófer sólo ha hecho lo que le ha dado la gana. Aprendió a conducir una vez alistado, como la mayoría de los combatientes, y no se percata de los daños que causa al vehículo. Lo trata hasta cierto punto como a un caballejo: la docilidad del vehículo se mide por la velocidad que se le puede sacar de las tripas. Qasim se agarra con fuerza al asiento e intenta no preocuparse demasiado, pues tiene la seguridad de que ningún argumento haría mella en la obcecación del muchacho. Piensa en la tribu, menguada por la guerra; en las viudas y los huérfanos, cuyo número ha rebasado los límites de lo tolerable; en el ganado, diezmado por la inclemencia de las estaciones; en la aldea destartalada, en la que no le ha parecido necesario pasar más tiempo. Si por él fuera, no volvería a pisarla en la vida. Pero su madre acaba de morirse. La han enterrado la víspera. Ha llegado demasiado tarde para las honras fúnebres y se ha contentado con orar sobre su tumba. Unos pocos minutos de silencio y una azora han bastado. Le ha metido luego discretamente a su padre un fajo de billetes de banco debajo del chaleco y ha ordenado al conductor que le volviera a llevar a Kabul.

– Nos podíamos haber quedado hasta mañana -dice el chófer, como si le leyese el pensamiento.

– ¿Por qué?

– Toma, pues para descansar. Ni siquiera hemos comido.

– No se nos había perdido nada allí.

– Estabas con los tuyos.

– ¿Y qué?

– Pues no sé… Yo que tú me lo habría tomado con más calma. ¿Cuántas semanas hacía que no volvías a la aldea? Meses y meses, o incluso años.

– No me siento a gusto en la aldea.

El conductor asiente, no muy convencido. Vigila al pasajero con el rabillo del ojo y juzga su comportamiento extraño en alguien que acaba de perder a su madre. Antes de seguir con el tema, espera a tomar una curva.

– Un primo tuyo me ha contado que tu madre era una santa.

– Era una mujer como es debido.

– ¿La echarás de menos?

– Seguramente, aunque no veo cómo. Era sordomuda. La verdad es que me quedará de ella poca cosa. Además, me marché muy joven. A los doce años ya me andaba buscando el cuenco de arroz de una frontera a otra y volvía pocas veces al redil. Un ramadán de cada tres. Así que no conocía a la difunta como debería haberla conocido. Para mí, era la mujer que me había echado al mundo. Y punto. Yo fui el sexto de sus catorce críos, y el menos interesante de todos. Hosco, intratable, más dado al puño que al grito; me parecía que en el cuchitril aquel había demasiada gente. Y demasiada poca ambición. Además, la difunta era de una discreción desconcertante. Al viejo le gustaba decir que se había casado con ella para que no le discutiese las órdenes. Y se reía a carcajadas. La mar de chistoso, el viejo. Poco espabilado, pero ni pizca de exigente o de mala persona. No tenía motivos. Las pocas broncas conyugales transcurrían en silencio y más que sacarlo de sus casillas le hacían gracia…

Los recuerdos inundan su mirada de un remoto espejeo. Hace un mohín y calla. No está triste; más bien decepcionado, como si los recuerdos lo molestasen. Tras un prolongado silencio, carraspea y añade, volviéndose de golpe hacia la derecha:

– A lo mejor era una santa. Bien pensado, ¿por qué no? Ni oía ni decía nada malo.

– Una bienaventurada, vamos.

– No diría yo tanto. Era una mujer tranquila, sin jaleos y sin enemistades. Para mí, era la encarnación de su sonrisa, siempre igual, amplia cuando estaba contenta, pequeña cuando la contrariaban. Seguramente por eso me fui tan joven. Con ella, me parecía que estaba tratando con una pared.

El conductor saca la cabeza para escupir. Su saliva piruetea en el polvo antes de caerle en la barba. Se la limpia con el revés de la mano y dice, con tono curiosamente dicharachero:

– No conocí a mi madre. Se murió al traerme al mundo. Tenía catorce años. El viejo había llevado el rebaño a pastar a dos pasos. Apenas si estaba en la pubertad. Cuando mi madre empezó a quejarse, no se amedrentó. En vez de ir a buscar a los vecinos, quiso apañárselas solo, como un hombrecito. Las cosas se pusieron feas enseguida. Él se empecinó. Y pasó lo que pasó. No sabe cómo pude sobrevivir; y, lo que es peor, no entiende por qué mi madre se le quedó entre las manos. Todavía le sigue dando vueltas, después de tantos años y de cuatro matrimonios. Mi madre sufrió mucho antes de entregar el alma. No la conocí, pero siempre la llevo a mi lado. Te aseguro que hay veces en que noto su aliento en la cara. Me he casado tres veces en menos de un año.

– ¿Por culpa de tu madre?

– No, mis dos primeras mujeres eran levantiscas. No eran hacendosas y hacían demasiadas preguntas.

Qasim no ve la relación. Recuesta la nuca en el respaldo y clava la mirada en la luz del techo. Al salir de una curva ¡Kabul!… acurrucada entre sus bulevares hechos jirones, como una trágica farsa; y, algo retirada, como un ave rapaz a la espera del encarne, la tétrica cárcel de Pul-e Charki. A Qasim le enciende los ojos un fulgor singular. Si no pierde ocasión alguna de acompañar a los desdichados hasta el pie del cadalso es, precisamente, para que los mulás se fijen en él. Fue un combatiente magnífico. Su reputación como miliciano es encomiable. Algún día, a fuerza de perseverancia y entrega, acabará por conseguir que los que mandan lo nombren director de esa fortaleza, es decir, de la mayor penitenciaría del país. Podrá así integrarse en las filas de los notables, entablar relaciones y lanzarse al mundo de los negocios. Sólo entonces disfrutará del reposo del guerrero.

– A estas horas debe de estar ya en el paraíso.

– ¿Quién? -pregunta Qasim, dando un respingo.

– Tu madre.

Qasim mira de hito en hito al conductor, que no parece estar muy bien de la cabeza. Éste le sonríe mientras maniobra desmañadamente entre una red de zanjas. En ese preciso instante, la curva vuelve la espalda a la ciudad y la fortaleza de Pul-e Charki desaparece tras una cantera de arenisca.

Más abajo, mucho más abajo, donde naufraga la línea del valle en las falaces aguas del espejismo, un tropel de camellos sube la cuesta. Aún más abajo, de pie en el centro de un cementerio, Mohsen Ramat mira la montaña por la que avanza el centellero de un 4x4 de gran tamaño. Todas las mañanas viene aquí, a contemplar las cimas taciturnas, aunque sin atreverse a escalarlas. Desde que Zunaira se ha refugiado tras un agobiante mutismo, ya no soporta la promiscuidad. En cuanto sale de casa, se apresura hacia el viejo cementerio y se aísla así durante horas, al abrigo de los bazares plagados de pregones y celosos milicianos. Sabe, no obstante, que nada de provecho saldrá de esa ascesis. No hay nada que ver, salvo el desamparo, ni nada que esperar. A su alrededor, la aridez se supera a sí misma. Diríase que no se desnuda sino para aumentar el desesperado desconcierto de los hombres atrapados entre las rocas y la canícula. Las escasas franjas de vegetación que se dignan crecer en algunas zonas no son promesa de eclosiones; sus achicharradas yerbas se desmenuzan al mínimo estremecimiento. Los ríos, como gigantescas hidras deshidratadas, languidecen en sus desordenados lechos y no pueden brindar a los dioses de la insolación sino la ofrenda de sus vísceras petrificadas. ¿Qué viene a buscar Mohsen entre estas grotescas tumbas, al pie de estas montañas taciturnas?…

El pesado 4x4 entra en el cementerio arrastrando tras sí una impresionante polvareda. Qasim lanza una ojeada al abatido joven que deambula entre los muertos. Es el mismo individuo que atisbó por la mañana, cuando iba a su aldea natal. Lo mira de arriba abajo durante un rato, preguntándose por qué se pasará todo el día en un cementerio desierto y bajo un sol de justicia.

El conductor se relaja y levanta el pie del acelerador al entrar por las primeras callejas de la ciudad. Se anima al ver los racimos de ancianos apiñados a la sombra de las empalizadas y las cuadrillas de chiquillos. Se alegra de volver a casa.

– Menudo paseíto que nos hemos dado -comenta mientras saluda con la mano a un conocido, entre el gentío-. Las horas muertas destrozándonos las vértebras en los baches y tragando montones de guarrerías.

– Deja de quejarte -refunfuña Qasim.

– No hasta que pare el motor -se empecina el chófer, haciendo cómicas muecas-. ¿Qué hacemos? ¿Te dejo en tu casa?

– Dentro de un rato. Necesito pensar en otra cosa. Ya que no paras de dar la lata con tu ayuno forzado, ¿qué te parece si vamos a donde Jorsan a tomarnos unas brochetas?

– Te aviso de que como por cuatro.

– Mira cómo tiemblo.

– Eres muy legal, jefe. Gracias a ti, me voy a poner las botas.

El cafetucho de Jorsan está en la esquina de una glorieta destrozada, enfrente de una parada de autocares. Los humos de la barbacoa pugnan con los tornados que, al pasar, levantan los coches por la posesión de las escasas bocanadas de aire de la exigua plaza. Algunos clientes, entre ellos Atiq el carcelero, ocupan las toscas mesas pegadas unas a otras bajo una cúpula de cáñamo, indiferentes al sol y a las escuadrillas de moscas; sólo reaccionan para ahuyentar a la hambrienta chiquillería enardecida por el olor de la carne a la parrilla. Con la panza cayéndole hasta las rodillas, y la barba hasta el ombligo, Jorsan aviva las brasas con un soplillo. Con la otra mano, da la vuelta a los trozos de carne y se relame cuando comprueba que ya están bien hechos. No se distrae cuando se le para delante el 4x4. Se limita a abanicar con el soplillo la polvareda que acaba de envolverlo, sin apartar la vista de sus chisporroteantes chuletas. Qasim levanta cuatro dedos mientras se sienta en un banco carcomido; Jorsan asiente con la cabeza para tomar nota del pedido y sigue aplicadamente con su ritual.

Atiq mira el reloj. Su impaciencia es evidente, pero lo que le ha puesto más nervioso ha sido la llegada de Qasim Abdul Jabar. ¿Qué va a pensar al sorprenderlo aquí, en un cafetucho, sabiendo que vive a dos pasos? Hunde el cuello entre los hombros y se embosca tras una mano hasta que un mozo le trae un bocadillo enorme envuelto en papel de estraza. Atiq lo mete en una bolsa de plástico, deja unos billetes encima de la mesa e inicia la retirada sin esperar el cambio. Cuando cree que ya ha salido del paso, la mano de Qasim lo alcanza:

– ¿Es a mí a quien quieres dar esquinazo, Atiq?

El carcelero se finge sorprendido.

– ¿Ya has vuelto?

– ¿Por qué te largas así? ¿Tienes algo que reprocharme?

– No sé qué me quieres decir.

Qasim mueve la cabeza, desengañado:

– ¿Quieres que te diga una cosa, Atiq? No está bien lo que haces. No, por favor, no vale la pena que te pongas gallito. De verdad que no hace falta. No te estoy echando un sermón. Pero, claro, es que te noto muy cambiado últimamente y no me gusta. La verdad es que no es cosa mía y debería importarme un pijo, pero no lo consigo. Debe de ser por todos esos años que hemos pasado juntos, a veces muy bien, y casi siempre mal. No quiero meterme en camisa de once varas, pero nada me impide comentarte que, a fuerza de encerrarte con llave en tus preocupaciones, acabarás por no poder ya salir de ellas.

– No pasa nada grave. Es que a ratos las ideas negras me nublan la perspectiva. Y nada más…

Qasim no se lo cree, y no lo disimula. Se arrima a él.

– ¿Necesitas dinero?

– No sé gastarlo.

El miliciano se rasca la cabeza para pensar. Propone:

– ¿Por qué no te vienes con nosotros esta noche donde Haji Palwan? Sólo entre amigos. Tomamos té, charlamos, hablamos de las tropas y de las escaramuzas y nos reímos de las desgracias de hace tiempo. Te sentará bien, de verdad. Estaremos entre compañeros, muy a gusto. Si tienes proyectos, hablaremos de ellos para buscar socios y poner manos a la obra enseguida. Montar un negocio no es nada del otro mundo. Un poco de imaginación, un asomo de motivación y ya está la locomotora en marcha. Si no tienes ni cinco, te adelantamos el dinero y, luego, nos lo devuelves.

– No se trata de dinero -dice Atiq con hastío-. Ése es un resplandor que no me ciega.

– Ni tampoco te ilumina, por lo que veo.

– La oscuridad no me molesta.

– Eso habría que verlo. Yo, por mi parte, lo que te quiero decir es que no hay por qué avergonzarse de ir a buscar, de vez en cuando, a un amigo cuando no se encuentra uno demasiado a gusto consigo mismo.

– ;Te ha mandado Mirza Shah?

– ¿Ves? Te equivocas de medio a medio. No necesito para nada a Mirza Shah para echarle una mano a un colega al que tengo aprecio.

Atiq mira su bolsa; se le marcan los huesos de la nuca. Con la punta del pie desentierra un guijarro y empieza a hacer un agujero en el polvo.

– ¿Puedo irme? -pregunta con voz tensa.

– ¡Pues claro! ¡Vaya pregunta!

Atiq da las gracias con la cabeza y se retira.

– Había un erudito en Jalalabad -empieza a contarle de repente Qasim, yéndole a la zaga-, un sabio fenomenal que tenía respuesta para todo. No le fallaba ni una referencia literaria. Se sabía de memoria los hadices y los acontecimientos importantes que fueron decisivos para la historia del Islam, desde Oriente hasta lo más remoto de Occidente. Era un hombre alucinante. Si hubiera llegado a nuestros tiempos, creo que habría acabado colgando de una cuerda y decapitado, porque su sabiduría iba más allá del entendimiento. Y un día, cuando estaba con sus discípulos, alguien se acercó a cuchichearle algo. El ilustre erudito se puso gris de pronto. Se le cayó el rosario de los dedos. Se levantó, sin una palabra, y salió de la estancia. Nunca más se lo volvió a ver.

Atiq alza una ceja:

– ¿Y qué fue eso que le dijeron al oído? -pregunta, en guardia.

– La historia no lo cuenta.

– ¿Y cuál es la moraleja de la historia?

– Que se puede saber todo acerca de la vida y de los hombres, pero que en realidad no sabemos nada de nosotros. Atiq, muchacho, no intentes complicarte demasiado la existencia. Nunca podrás adivinar qué te tiene reservado. Deja de atiborrarte la cabeza de ideas falsas, de preguntas irresolubles y de razonamientos inútiles. El hecho de tener respuesta para todo no te libra de lo que oculta el mañana. El erudito sabía muchas cosas, pero ignoraba lo esencial. Vivir es, ante todo, estar preparado para que a uno se le desplome el mundo encima. Si partes del principio de que la existencia no es sino una prueba, estás bien preparado para administrar sus penas y sus sorpresas. Si te empeñas en esperar de ella lo que no puede darte, eso demuestra que no has entendido nada. Acepta las cosas como vienen, no las conviertas en un drama ni te las tomes por la tremenda; tu barca no la gobiernas tú, sino el flujo de tu destino. Ayer perdí a mi madre. Hoy he ido a orar sobre su tumba. Ahora estoy en el café de Jorsan para tomar un tentempié. Esta noche, pienso ir a donde Haji Palwan, para ver cómo les va a los amigos. Si entretanto ha pasado algo malo, tampoco se va a acabar el mundo por eso. No hay peor amor que las miradas que se cruzan en una estación cuando dos trenes salen en dirección contraria.

Atiq se detiene, sin enderezar la nuca. Medita un momento y, luego, alzando la barbilla, pregunta:

– ¿Tanto se nota que no estoy nada bien?

– Si quieres saber mi opinión, es algo que salta a la vista.

Atiq cabecea antes de alejarse.

Qasim, apenado, lo mira irse; luego se rasca la cabeza por debajo del turbante y vuelve al cafetucho a reunirse con su chófer.

La vida no es más que un desgaste inexorable, piensa Musarat. Da igual cuidarse que descuidarse. Lo propio de todo nacimiento es estar abocado a un final; es la norma. Si el cuerpo pudiera hacer lo que quisiera, los hombres vivirían mil años. Pero la voluntad no siempre tiene recursos para cumplir con sus propósitos y la lucidez del anciano no puede controlarle las rodillas. La tragedia básica de los hombres consiste en que nadie puede sobrevivir a sus votos más fervorosos, que son, además, el motivo esencial de su infortunio. ¿No es el mundo el fracaso de los mortales, la prueba monstruosa de su inestabilidad? Musarat ha decidido no eludir lo evidente. De nada sirve taparse los ojos. Ha luchado contra la enfermedad que la consume, se ha negado a rendirse. Ahora ha llegado el momento de no abusar de sus fuerzas, de someterse a la fatalidad, puesto que, de cuanto ha intentado, es todo lo que le queda. Lo único que siente es tener que resignarse aunque tenga esa edad en que aún pueden domesticarse las quimeras. A los cuarenta y cinco años, todavía se tiene la vida por delante, más matizada, más templada; los sueños son menos engañosos; los impulsos son serenos, y el cuerpo, cuando las garras del deseo lo arrancan a su indolencia, se turba con discernimiento tal que lo que pierden sus juegos en juvenil espontaneidad lo ganan en intensidad. La década de los cuarenta es la edad de la razón, una baza de primer orden para enfrentarse a los desafíos. La certidumbre es demasiado recia para dudar ni por un segundo de su consumación. Musarat no duda. Pero su certidumbre no se consumará. No habrá milagro alguno. Y eso la entristece. Aunque no en demasía: sería inútil; casi grotesco; en cualquier caso, blasfemo. Claro que le habría gustado arreglarse, ponerse rímel en las pestañas y abrir de par en par los ojos para no perderse ni un destello de los de Atiq. Pero eso se acabó ya para ella. A los cuarenta y cinco años, cuesta hacerse a la idea. Desgraciadamente, esforzarse no le ahorra a una las penas. El reflejo que ve en el espejito desportillado no tiene vuelta de hoja: Musarat se está descomponiendo a más velocidad que sus plegarias. El rostro no es ya sino una calavera descarnada, de mejillas consumidas y labios fruncidos. La mirada tiene ya un fulgor de ultratumba, vidrioso, glacial, como si le hubiera incrustado un trozo roto de vidrio en lo hondo de las pupilas. Y las manos, ¡Dios mío, qué manos!: huesudas, cubiertas de una piel fina y opaca, arrugadas como el papel, torpes para reconocer las cosas al tacto. Esta mañana, cuando estaba acabando de peinarse, se le quedó un puñado de pelos entre los dedos. ¿Cómo puede caerse tanto pelo en tan poco tiempo? Lo enroscó en una astilla y lo metió en una grieta de la pared; luego, se dejó caer al suelo, con la cabeza entre las manos, y esperó a que una lágrima la despabilase. Al ver que no ocurría nada, se arrastró hasta el jergón a gatas. Y, sentada como un faquir en una manta, se quedó una hora de cara a la pared. Habría seguido de espaldas al patio todo el día si no le hubieran fallado las fuerzas. Agotada por su empecinamiento, se tendió en el suelo y se quedó dormida en el acto, con la boca abierta en un prolongado gemido.

Al encontrarla así tirada, Atiq supone en el acto lo peor. Curiosamente, no deja caer la bolsa ni se le altera el aliento. Permanece en pie en el vano de la puerta, arqueando una ceja, y se cuida de no hacer ruido. Vigila largo rato ese cuerpo que tiene las manos vueltas hacia el techo, los dedos doblados, la boca abierta y el pecho yerto, acechando un indicio de vida. No percibe en Musarat ni un mínimo estremecimiento. Parece muerta y bien muerta. Atiq deja la bolsa encima de una mesa baja; luego, tragando saliva, se acerca al cuerpo inerte de su mujer. Se arrodilla con precaución; cuando se inclina hacia la lívida muñeca para tomarle el pulso, un suspiro lo echa hacia atrás. Se le mueve la nuez rabiosamente. Aguza el oído, por si se tratase de un mero temblor, acerca la oreja al rostro sellado. Un tenue soplo vuelve a rozarle la mejilla. Aprieta los labios para ahogar la ira, endereza el busto y, con los puños cerrados, retrocede hasta la pared y se sienta. Con las mandíbulas apretadas y los brazos cruzados con fuerza contra el vientre, clava la vista en el cuerpo tendido a sus pies como si quisiera atravesarlo de parte a parte con la mirada.

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