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– Qasim Abdul Jabar quiere que hoy no dejes tu puesto -dice el miliciano-. Va a haber un ingreso.

Atiq, sentado en un taburete a la entrada de la casa prisión, se encoge de hombros sin apartar la vista de los camiones cargados de guerreros que salen de la ciudad con indescriptible frenesí. Las voces destempladas de los conductores y sus bocinazos hienden la muchedumbre como un rompehielos, mientras unos pilluelos, a los que divierte el barullo que provoca el convoy, corren de un lado para otro desgañitándose. Ha llegado la noticia esta mañana: las tropas del comandante Masud han caído en una emboscada y Kabul envía refuerzos para aniquilarlas.

También el miliciano mira cómo los vehículos militares cruzan el barrio como una tromba; una tormenta de polvo los sigue. Tritura instintivamente con la mano negruzca de cicatrices la culata del fusil. Escupe de lado y refunfuña:

– Esta vez las cosas se van a poner serias. Por lo visto, hemos perdido muchos hombres; pero ese renegado de Masud va listo. No volverá a ver su maldito Panj Shir.

Atiq coge un vaso de té que andaba por el suelo, a sus pies, y se lo lleva a la boca. El sol le hace guiñar un ojo; mira fijamente al miliciano antes de rezongar:

– Espero que Qasim no me tenga todo el día aquí de plantón. Tengo mucho que hacer.

– No me ha dicho ninguna hora. Yo en tu lugar no me movería. Ya sabes cómo es.

– Ni sé cómo es ni quiero saberlo.

El miliciano frunce la frente, ancha y abombada. Mira al carcelero con expresión de contrariedad:

– No andas muy bien esta mañana.

Atiq Shaukat deja el vaso, con los labios colgantes. La presencia del miliciano lo exaspera. No entiende por qué no se marcha ahora que ya ha dado el recado. Se queda unos momentos mirándolo; y le parece que tiene un perfil repulsivo, con esa barba revuelta, esa nariz chata y esos ojos pitañosos de mirada inexpresiva.

– Si quieres, me marcho -dice el miliciano, como si leyese los pensamientos del guardia-. No me gusta molestar.

Atiq contiene un suspiro y desvía el rostro. Ya han pasado los últimos vehículos militares. Durante unos cuantos minutos, se los oye roncar detrás de las ruinas; luego, el silencio se hace más denso y atenúa la bulla de la chiquillería. La polvareda sigue flotando en el aire, velando un trozo del cielo en que se ha afincado un rebaño de nubes desalentadoramente blancas. A lo lejos, tras las montañas, parece que se oyen unas cuantas deflagraciones que el eco falsifica a placer. Desde hace dos días, esporádicos disparos eructan entre la indiferencia general. En Kabul, sobre todo en el mercado y en los bazares, el bullicio de las especulaciones podría ahogar el coro de las más cruentas batallas. Se subastan los fajos de billetes de banco, se hacen y deshacen fortunas al albur de un cambio de humor, la gente sólo tiene ojos para la ganancia y la inversión; en cuanto a las noticias del frente, se tienen en cuenta en sordina, como para meterles marcha a los negocios. A Atiq esas cosas lo ponen enfermo. Ahora le toca a él empezar a preguntarse muy en serio si no va a seguir los pasos de Zanish. El pobre infeliz acabó por decidirse: una buena mañana se lió la manta a la cabeza y desapareció sin avisar ni por lo más remoto a sus hijos, que lo estuvieron buscando una semana. Unos pastores aseguraron que habían visto al anciano en las montañas, pero nadie los tomó en serio. Zanish, con la edad que tiene, sería incapaz de habérselas con la menos elevada de las colinas de los alrededores, sobre todo con semejante calor. No obstante, Atiq está convencido de que el anciano mulá se ha aventurado, efectivamente, por las montañas sólo para demostrarle a él, el carcelero cruel y sardónico, que estaba en un error cuando pretendía enterrarlo ya.

El miliciano se sienta de pronto en el suelo para coger el vaso del guardia.

– Eres un tipo simpático -dice-. No sé qué te pasa últimamente, pero da igual. Si me echas, no te lo tendré en cuenta.

– No te echo -suspira Atiq, mirando con asco cómo bebe de su vaso-. Eres tú el que dice que se va.

El miliciano asiente. Apoya la espalda en la pared, en cuclillas, y vuelve a sobar el kalashnikov.

– ¿Qué ha sido de Qaab? -le pregunta Atiq, tras un prolongado silencio-. Hace siglos que no lo veo.

– ¿Qué Qaab? ¿El de los blindados?

– Qaab no hay más que uno.

El miliciano se vuelve hacia el guardia, enarcando las cejas.

– ¿No vas a decirme que no estás enterado?

– ¿Enterado de qué?

– Pues de que Qaab se murió hace más de dos años.

– ¿Se murió?

– Ya está bien, Atiq. Estuvimos todos en el entierro.

El guardia esboza una mueca, se rasca una sien y, luego, como sigue en las mismas, sacude la barba en señal de apuro.

– ¿Y cómo es que se me ha olvidado?

El miliciano lo vigila con el rabillo del ojo, cada vez más intrigado.

– ¿No lo recuerdas?

– No.

– Qué curioso.

Atiq rescata su vaso y se da cuenta de que está vacío. Lo mira con expresión pensativa y lo deja bajo el taburete.

– ¿Cómo murió?

– ¿No me estarás tomando el pelo, Atiq Shaukat?

– De verdad que te lo pregunto en serio.

– Explotó el carro de combate en que iba durante unas prácticas de tiro. El proyectil estaba en mal estado. En vez de cumplir con las medidas de seguridad y esperar el minuto de observación reglamentario, lanzó el proyectil inmediatamente y estalló dentro de la torreta. Los trozos del carro salieron disparados hasta un radio de cincuenta metros.

– ¿Encontraron el cuerpo de Qaab?

El miliciano da un culatazo en el suelo y se pone de pie, convencido de que el guardia se está riendo de él.

– Tú no estás bien hoy. No estás pero nada bien, francamente.

Dicho lo cual, escupe en el suelo y se aleja mascullando imprecaciones.

Ya bien entrada la tarde, llega Qasim Abdul Jabar en un furgón destartalado. Las dos milicianas que lo acompañan agarran a la prisionera y la meten a empellones en el edificio. Atiq encierra con dos vueltas de llave a su nueva huésped en una celda pequeña y maloliente, en el extremo del pasillo. Con la cabeza en otra parte y ademanes automáticos, no parece darse cuenta de lo que sucede a su alrededor. Qasim lo observa en silencio, cruzado de brazos, con intensa mirada, desde su elevada estatura de luchador. Cuando las dos milicianas regresan al furgón, le espeta:

– Así, al menos, estarás acompañado.

– ¡Pues qué bien!

– ¿No quieres saber qué ha hecho?

– ¿Y qué adelanto con saberlo?

– Ha matado a su marido.

– Son cosas que pasan.

Qasim nota el creciente asco del guardia. Lo exaspera al máximo, pero no cae en la tentación de ponerlo en el lugar que le corresponde. Se atusa la barba con cara absorta y, volviéndose hacia el fondo del pasillo, añade:

– Se va a quedar algo más de tiempo que las otras.

– ¿Por qué? -pregunta Atiq, irritado.

– Porque el viernes va a haber un mitin muy importante en el estadio. Se espera a convidados de campanillas. Las autoridades han decidido realizar unas diez ejecuciones públicas para crear ambiente. Tu huésped forma parte del lote. De entrada, los qazi querían pasarla por las armas inmediatamente. Luego, como no había ninguna mujer programada para el viernes, han aplazado la ejecución cinco días.

Atiq asiente con la cabeza, sin convicción.

Qasim le pone la mano en el hombro.

– Te estuvimos esperando la otra noche en el local de Haji Palwan.

– Me surgió un imprevisto.

– Y las noches siguientes también.

Atiq opta por la retirada. Se va al cuchitril que le hace las veces de despacho. Qasim titubea un instante antes de seguirlo de cerca.

– ¿Has pensado en lo que te propuse?

Atiq lanza una risilla breve y nerviosa.

– Necesitaría tener la cabeza en condiciones de pensar en algo.

– Eres tú quien se niega a llevarla bien alta. Las cosas están claras. Basta con mirarlas de frente.

– Por favor, Qasim, no me apetece volver sobre el tema.

– Está bien -se disculpa Abdul Jabar, alzando ambas manos a la altura del pecho-, retiro lo que acabo de decir. Pero, por el amor del cielo, nos gustaría dejar de verte pronto esa cara de pocos amigos que se te ha puesto.

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