Atiq Shaukat no se encuentra bien. La necesidad de salir a tomar el aire, de tenderse encima de un murete, de cara al sol, lo trae a mal traer. No puede quedarse ni un minuto más en ese agujero de ratas, hablando solo o intentando descifrar los arabescos que se trenzan inextricablemente en las paredes de las celdas. En la exigua casa prisión hace un fresco que le resucita las antiguas heridas; a veces, el frío le traba la rodilla, y le cuesta doblarla. Y, simultáneamente, tiene la impresión de que le está entrando claustrofobia; no aguanta ya la penumbra, ni la estrechez de la alcoba que le hace las veces de despacho, atestada de telarañas y de cadáveres de cucarachas. Recoge el farol, la cantimplora de piel de cabra y el cofrecillo forrado de terciopelo en el que reposa un voluminoso ejemplar del Corán; enrolla la alfombrilla de oración, la cuelga de un clavo y decide irse. En cualquier caso, si lo necesitasen para algo, los milicianos saben dónde encontrarlo. El mundo carcelario se le hace muy cuesta arriba. Desde hace unas cuantas semanas, cuanto más piensa en su condición de carcelero menos mérito le encuentra; y de grandeza para qué vamos a hablar. Esta comprobación lo pone continuamente de mal humor. Cada vez que cierra el portal al entrar, alejándose así de las calles y los ruidos, le parece que se está enterrando vivo. Un miedo quimérico le perturba los pensamientos. Y entonces se encoge en un rincón y se niega a reaccionar: tirar la toalla le aporta algo así como una paz interior. ¿Será que los veinte años de guerra le están pasando factura? A los cuarenta y dos años ya está mermado y no ve ni el final del túnel ni lo que hay más allá de sus narices. Va claudicando poco a poco, está empezando a dudar de las promesas de los mulás y, a veces, se da cuenta de que no teme las iras del cielo sino muy remotamente.
Ha adelgazado mucho. La cara se le desmorona a retazos sobre la barba de integrista; ha perdido la agudeza de la mirada aunque lleve los ojos pintados con kohol. Las paredes sombrías han dado buena cuenta de su lucidez y la falta de claridad de su cometido la lleva clavada en el alma. Cuando uno se pasa las noches velando a condenados a muerte y los días poniéndolos en manos del verdugo, ya no espera gran cosa de los ratos de ocio. Ahora, como no sabe ya bien a qué atender, Atiq es incapaz de decir si es el silencio de las dos celdas vacías o el fantasma de la prostituta ejecutada lo que confiere a los rincones un tufo de ultratumba.
Sale a la calle. Una bandada de pillastres acosa a un perro vagabundo con disonante coro. A Atiq lo irritan los alaridos y el trajín; coge una piedra y se la tira al chiquillo que le pilla más cerca. Éste esquiva el proyectil impasible y sigue desgañitándose para aturrullar al perro, que está ya claramente sin fuerzas. El grupo de diablillos no se separará hasta linchar al cuadrúpedo, iniciándose así precozmente en el linchamiento de seres humanos.
Atiq se aleja, con el manojo de llaves metido debajo del chaleco, en dirección al mercado infestado de mendigos y descargadores. Como de costumbre, una frenética muchedumbre a la que no desalienta la canícula bulle entre los tenderetes provisionales, revolviendo en la ropa de segunda mano, poniendo manga por hombro las antiguallas, buscando no se sabe qué, dañando con los descarnados dedos la fruta pasada.
Atiq llama a un muchacho, vecino suyo, y le entrega el melón que acaba de comprar.
– Llévamelo a casa. Y a ver si no andas callejeando -lo amenaza, enarbolando la fusta.
El chico asiente con la cabeza y, de mala gana, coloca el melón debajo del brazo y se encamina hacia un extravagante amasijo de casuchas.
Atiq piensa, de entrada, en ir a casa de su tío, zapatero de profesión, cuya madriguera se halla precisamente detrás de aquel montón de ruinas de allá; pero cambia de opinión: su tío es uno de los charlatanes mayores nacido en la tribu y no lo dejará marcharse hasta las tantas, repitiéndole inacabablemente las mismas historias acerca de las botas que les hacía a los oficiales del rey y a los dignatarios del régimen anterior. Con setenta años, medio ciego y casi sordo, el anciano Ashraf desbarra cuanto le apetece y más. Cuando sus clientes, hartos de oírlo, lo dejan plantado, no se da cuenta de que se han largado y sigue hablándole a la pared hasta quedarse sin resuello. Ahora que ya nadie se hace calzado a medida y los pocos zapatos de mala muerte que le llevan están en tal estado que no sabe por dónde meterles mano, se aburre y aburre a los demás mortalmente.
Atiq se para en medio del camino y piensa qué va a hacer durante la velada. Ni se plantea la posibilidad de volver a casa y encontrarse con la cama deshecha, los platos olvidados en el agua pestilente de los barreños y a su mujer hecha un ovillo en un rincón del cuarto, con un pañuelo mugriento ciñéndole la frente y la cara amoratada. Por su culpa ha llegado tarde por la mañana y casi pone en peligro la ejecución pública de la mujer adúltera. Sin embargo, en el dispensario los enfermeros ya no se molestan en atenderla desde que el médico abrió los brazos con ademán de impotencia. A lo mejor también es por culpa de ella por lo que Atiq ha dejado de creer en las promesas de los mulás y de temer las iras del cielo más de lo que manda la sensatez. Todas las noches, su mujer lo mantiene en vela, gimiendo y casi trastornada; y la extenuación fruto del sufrimiento y las contorsiones no la amodorran hasta que amanece. Todos los días tiene Atiq que pasar revista al antro pestilente de los charlatanes buscando elixires que puedan aliviarle los dolores. Ni las virtudes de los talismanes ni las más fervientes plegarias han conseguido auxiliar a la paciente. E incluso la hermana de Atiq, que había accedido a vivir con ellos para echarles una mano, ha buscado refugio en la provincia de Baluchistán y no han vuelto a saber nada de ella. Atiq ya sólo cuenta con sus propios medios y no sabe cómo sacar adelante una situación que se complica más y más. Si el médico ha tirado la toalla, ¿qué queda ya, a no ser un milagro? ¿Pero aún se producen milagros en Kabul? A veces, con los nervios a punto de estallar, une las trémulas manos en una fatiha y ruega al cielo que se lleve a su mujer. En fin de cuentas, ¿qué sentido tiene seguir viviendo cuando cada bocanada de aire que respiras te desfigura y horroriza a tus deudos?
– ¡Cuidado! -vocifera alguien-. ¡Apartaos, apartaos!
A Atiq le da el tiempo justo de saltar de lado para que no lo atropelle una carreta cuyo caballo va desbocado. El enloquecido animal se abalanza dentro del mercado, provocando el inicio de una reacción aterrada, y se desvía de pronto hacia un grupo de tiendas de campaña. El conductor sale despedido y, en vuelo rasante, cae sobre una de las tiendas. El caballo prosigue su frenética carrera entre los gritos agudos de los niños y los alaridos de las mujeres y desaparece tras los escombros de un santuario.
Atiq se levanta los faldones del largo chaleco y se sacude a golpes el polvo del trasero.
– Estaba convencido de que no lo contabas -afirma un hombre sentado en la terraza de una tiendecilla.
Atiq reconoce a Mirza Shah, que le indica una silla.
– ¿Me aceptas un té, guardia?
– Encantado -dice Atiq desplomándose en el asiento.
– Has cerrado el negocio antes de la hora.
– Cuesta mucho ser tu propio carcelero.
Mirza Shah alza una ceja.
– No vas a decirme que ya no te quedan inquilinos en las celdas.
– Pues es la verdad. A la última la lapidaron esta mañana.
– ¿A la puta? No asistí a la ceremonia, pero me la han contado…
Atiq se adosa a la pared, junta los dedos sobre el vientre y contempla los escombros de lo que fue, en la generación anterior, una de las avenidas más bulliciosas de Kabul.
– Te encuentro muy triste, Atiq.
– ¿De veras?
– Pues sí, es lo primero que salta a la vista. Nada más ponerte el ojo encima, me he dicho: Puf, el pobre Atiq no está normal.
Atiq se encoge de hombros. Mirza Shah y él fueron amigos de pequeños. Crecieron en un barrio humilde, trataron con las mismas personas y estuvieron en los mismos sitios. Sus respectivos padres trabajaban en una fábrica modesta de objetos de vidrio. Tenían demasiadas preocupaciones para estar pendientes de ellos. Así que Mirza se alistó en el ejército con toda naturalidad a los dieciocho años mientras que Atiq trabajó de sustituto de un camionero antes de probar una increíble cantidad de trabajos de poca monta que le aportaban de día lo que se le llevaba la noche. Se perdieron de vista hasta que los rusos invadieron el país. Mirza Shah fue uno de los primeros militares que desertaron de su unidad para unirse a los muyahidines. Por su valor y su implicación no tardó en ascender a tej. Atiq se lo encontró en el frente y sirvió a sus órdenes durante una temporada, hasta que un proyectil de obús cortó en seco el brío de su yihad. Lo evacuaron a Peshawar. Mirza siguió combatiendo con extraordinaria entrega. Tras la retirada de las fuerzas soviéticas, le ofrecieron puestos de responsabilidad en la administración y no los aceptó. La política y el poder no lo entusiasmaban. Merced a sus relaciones, puso en marcha empresas pequeñas que sirvieron de tapadera a sus inversiones paralelas, centradas sobre todo en el contrabando y el tráfico de drogas. La llegada al poder de los talibanes moderó sus afanes pero no desmanteló sus circuitos. Renunció de buen grado a algunos autocares y a algunas chapuzas en provecho de la causa, contribuyó a su manera al esfuerzo bélico de los gamberros mesiánicos que luchaban contra sus ex compañeros de armas y consiguió salvaguardar sus privilegios. Mirza sabe que a la fe de un menesteroso le cuesta resistirse a las ganancias fáciles; en consecuencia, unta a los nuevos amos del país y, de esa forma, vive tan ricamente en medio de la tormenta. Varias veces le ha propuesto a su amigo de toda la vida que trabaje para él. Atiq rehúsa sistemáticamente la oferta; prefiere pasarlo mal en una vida efímera antes que tener que padecer toda la eternidad.
Mirza hace girar el rosario con el dedo sin quitarle ojo a su amigo. Y éste, violento, hace como que se mira las uñas.
– ¿Qué es lo que va mal, guardia?
– Eso me gustaría saber a mí.
– ¿Por eso hablabas solo hace un rato?
– A lo mejor.
– ¿No encuentras a nadie para charlar?
– ¿Hace falta?
– Tal y como van las cosas, ¿por qué no? Estabas tan metido en tus preocupaciones que no oíste acercarse la carreta. Enseguida me he dicho: o Atiq se está volviendo chiflado o está tramando un golpe de estado inminente…
– Ten cuidado con lo que dices -lo interrumpe Atiq, incómodo-. Alguien podría creérselo de verdad.
– Si es para hacerte rabiar.
– En Kabul no se puede andar con bromas; lo sabes muy bien.
Mirza le da unas palmaditas en el dorso de la mano para calmarlo.
– De pequeños éramos muy amigos. ¿Ya se te ha olvidado?
– Las malas cabezas no tienen memoria.
– Nos lo contábamos todo.
– Hoy ya no es posible.
A Mirza se le crispa la mano.
– ¿Qué ha cambiado hoy, Atiq? Nada, nada en absoluto. Circulan las mismas armas, se ven las mismas jetas, ladran los mismos perros y pasan las mismas caravanas. Siempre hemos vivido así. Se fue el rey y otra divinidad ocupó su sitio. Es verdad que los escudos heráldicos han cambiado de logotipo, pero siguen pretendiendo los mismos abusos. No nos engañemos. La forma de pensar sigue siendo la misma de hace siglos. Los que esperan que surja una nueva era en el horizonte pierden el tiempo. Desde que el mundo es mundo, están los que viven con lo que hay y los que se niegan a aceptarlo. Y está claro que el sabio es quien acepta las cosas como vienen. Ése lo entiende como es debido. Y tú también tienes que entenderlo. No estás bien porque no sabes lo que quieres, y punto. Y los amigos están para ayudarte a que veas claras las cosas. Si crees que todavía soy amigo tuyo, cuéntame algo de lo que te desespera.
Atiq suspira. Aparta la muñeca de la mano de Mirza, busca en sus ojos alguna ayuda; tras titubear brevemente, se rinde:
– Mi mujer está mala. El médico dice que se le descompone la sangre muy deprisa, que no hay medicinas para su enfermedad.
Mirza se queda perplejo un instante al ver que un hombre puede hablar de su mujer en plena calle; luego, alisándose la barba teñida con alheña, cabecea y dice:
– ¿No es acaso la voluntad de Dios?
– ¿Quién se atrevería a rebelarse contra ella, Mirza? Yo no, desde luego. La acepto por completo, con infinita devoción. Pero es que estoy solo y desvalido. No tengo a nadie que me ayude.
– Pues es muy sencillo: repúdiala.
– No tiene familia -contesta ingenuamente Atiq, sin percatarse del creciente desprecio que le va cambiando la cara a su amigo, visiblemente espantado de tener que demorarse en un tema tan denigrante-. Sus padres murieron, sus hermanos se fueron cada cual por su lado. Y, además, no puedo hacerle eso.
– ¿Y por qué no?
– Acuérdate de que me salvó la vida.
Mirza echa el torso hacia atrás, como si los argumentos del carcelero lo cogieran por sorpresa. Adelanta los labios, inclina la cara hacia un hombro para poder vigilar al bies a su interlocutor.
– ¡Sandeces! -exclama-. Sólo Dios dispone de la vida y la muerte. Te hirieron cuando combatías a mayor gloria suya. Como no podía enviar a Gabriel a socorrerte, puso a esa mujer en tu camino. Te cuidó por la voluntad de Dios. Se limitó a cumplir con Su voluntad. Tú hiciste cien veces más: te casaste con ella. ¿Qué más podía esperar una mujer que te lleva tres años y era, por entonces, una solterona sin ilusiones y sin atractivos? ¿Puede haber generosidad mayor con una mujer que brindarle techo, amparo, honra y un apellido? No le debes nada. Ella es quien tiene que reverenciar ese gesto que tuviste, Atiq, y besarte uno a uno los dedos de los pies cada vez que te descalces. No está de más si no tenemos en cuenta lo que tú representas para ella. Sólo es una subalterna. Y, además, ningún hombre le debe nunca nada a una mujer. Las desdichas del mundo vienen precisamente de esa mala interpretación.
De repente, frunce el entrecejo.
– ¿No estarás tan loco como para quererla?
– Llevamos viviendo juntos alrededor de veinte años. No es ninguna tontería.
Mirza está escandalizado; pero se contiene e intenta no tratar con brusquedad a su amigo de la infancia.
– Vivo con cuatro mujeres, mi buen Atiq. Con la primera me casé hace veinticinco años; con la última, hace nueve meses. No me inspiran todas sino desconfianza porque en ningún momento he sido capaz de entender cómo les funciona la cabeza. Estoy convencido de que nunca me enteraré del todo de cómo piensan las mujeres. Será cosa de creer que las ideas les dan vueltas en sentido contrario a las agujas de un reloj. Da lo mismo que vivas un año o un siglo con una concubina, con tu madre o con tu propia hija; siempre tendrás la sensación de un vacío, algo así como una zanja traidora que te va aislando poco a poco para dejarte más expuesto a los imprevistos de tus descuidos. Cuanto más crees que has domesticado a esas criaturas visceralmente hipócritas e imprevisibles, menos oportunidades tienes de no caer en sus maleficios. Aunque calentases a una víbora pegada al pecho, eso no te inmunizaría contra su veneno. Y, en eso que dices de los años, su paso sólo puede apaciguar un hogar en que el amor de las mujeres traiciona la inconsistencia de los hombres.
– No se trata de amor.
– Entonces, ¿qué estás esperando para ponerla de patitas en la calle? Repúdiala y date el gusto de una virgen sana y robusta, que sepa callarse y servir a su amo sin hacer ruido. No quiero volver a verte hablando solo por la calle como un tonto. Y menos por culpa de una hembra. Es una ofensa a Dios y a su profeta.
Mirza se calla de pronto. Un joven acaba de pararse en la puerta de la tiendecilla con la vista perdida y los labios exangües. Es alto, con un rostro imberbe y agraciado que adorna la guirlanda de un delgado collar de pelillos alborotados. La melena larga y tiesa le cae por los hombros, estrechos y delicados como los de una muchacha.
– ¿Qué quieres? -le pregunta Mirza con malos modos.
El hombre se lleva un dedo a la sien para recobrarse y ese ademán irrita aún más a Mirza.
– Decídete, entra o vete. ¿No ves que estamos hablando?
Mohsen Ramat se da cuenta de que los dos individuos han cogido sus fustas y están a punto de cruzarle la cara. Andando de espaldas, se deshace en disculpas y se aleja, rumbo al campamento.
– ¿Has visto? -se indigna Mirza-. ¡La gente tiene un descaro!
Atiq asiente con la cabeza, refunfuñando. Lo ha inquietado la intrusión. Cae en la cuenta de lo indecentes que han sido sus confidencias y se arrepiente de no haber sabido resistir a la necesidad morbosa de sacar a relucir sus trapos sucios en la terraza de un cafetucho. Entre él y su amigo de la infancia se instala un silencio abochornado. Ni siquiera se atreven ya a mirarse; uno se atrinchera tras la contemplación de las rayas de las palmas de sus manos y el otro finge buscar al dueño del figón.