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Mohsen Ramat empuja la puerta de su casa con mano insegura. No ha comido nada desde por la mañana y su deambular errático lo ha dejado exhausto. En las tiendecillas, en el mercado, en la plaza, en todos los lugares por donde se ha aventurado se apodera en el acto de él ese inmenso cansancio que arrastra aquí y allá como una bola de presidiario. Su único amigo y confidente murió de disentería el año pasado. No ha hecho más amistades. A la gente le cuesta convivir con su propia sombra. El miedo se ha convertido en la vigilancia más eficaz. Las susceptibilidades están más despiertas que nunca; cualquiera, sin más, puede interpretar torcidamente una confidencia; y los talibanes no saben perdonar a las lenguas imprudentes. Nadie puede compartir nada que no sea la desdicha y prefiere rumiar las contrariedades en su rincón para no tener que cargar con las ajenas. Como en Kabul las alegrías figuran ahora en la lista de los pecados capitales, es inútil buscar en el prójimo cualquier consuelo. ¿Qué consuelo podría aún perdurar en un mundo caótico, compuesto de brutalidad e irracionalidad y que un encadenamiento de guerras violentísimas ha dejado exangüe? ¿Un mundo que han abandonado sus santos patronos, que ha caído en manos de verdugos y cuervos y al que las más fervientes plegarias parecen incapaces de devolver la sensatez?

En la habitación, salvo una gran estera, que hace las veces de alfombra, dos pufs viejos y despanzurrados y un caballete carcomido en el que descansa el libro de las Lecturas, no queda ya nada. Mohsen ha vendido todos los muebles, uno tras otro, para sobrevivir a la penuria. Ahora no tiene ni para cambiar los cristales rotos. Las ventanas, de inestables postigos, están cegadas. Cada vez que un miliciano pasaba por la calle, le ordenaba que mandase poner otros nuevos sin más demora: a algún transeúnte ocioso podría escandalizarle el rostro sin velo de una mujer. Mohsen forró de tela las ventanas: desde entonces, el sol ha dejado de visitarlo a domicilio.

Se descalza en la exigua escalera y se desploma.

– ¿Te llevo algo de comer? -inquiere una voz femenina tras una cortina que hay al fondo de la sala.

– No tengo hambre.

– ¿Un poco de agua?

– Si está fresca, sí que me gustaría.

Repiquetean unos tintineos en la habitación de al lado; luego, se aparta la cortina para dejar paso a una mujer hermosa como la luz del día. Coloca un jarro ante Mohsen y se sienta en el puf que éste tiene delante. Mohsen sonríe. Siempre sonríe cuando su mujer aparece ante él. Es sublime, de inalterable lozanía. Pese a las inclemencias cotidianas y el luto de una ciudad presa de las obsesiones y la locura de los hombres, Zunaira no tiene ni una arruga. Cierto es que sus mejillas no muestran ya el resplandor de antaño, que no retumba ya su risa en ningún sitio, pero conserva intacta la magia de sus ojos inmensos, relucientes como las esmeraldas.

Mohsen se lleva el jarro a la boca.

Su mujer espera a que haya acabado de beber para quitárselo de las manos.

– Pareces rendido.

– Hoy he andado mucho. Me arden los pies.

La mujer roza con la yema de los dedos los pies de su marido antes de empezar a darles un suave masaje. Mohsen se echa hacia atrás, apoyado en los codos, entregado en las manos de su mujer.

– Estuve esperándote para comer.

– Se me olvidó.

– ¿Se te olvidó?

– No sé qué me ha pasado hoy. Nunca había tenido antes esa sensación, ni siquiera cuando perdimos nuestra casa. Estaba como ido e iba vagabundeando a ciegas, incapaz de reconocer las calles que recorría de punta a cabo sin conseguir cruzarlas. Algo muy raro, de verdad. Estaba como dentro de una niebla y no podía ni acordarme de por dónde debía ir ni adónde quería llegar.

– Has debido de quedarte mucho rato al sol.

– No es una insolación.

Mohsen tiende de pronto la mano hacia su mujer y la obliga a interrumpir el masaje. Zunaira alza los radiantes ojos, intrigada ante la desesperada fuerza que le aprieta la muñeca.

Mohsen titubea un momento y pregunta con voz átona:

– ¿He cambiado?

– ¿Por qué me haces esa pregunta?

– Quiero saber si he cambiado.

Zunaira frunce las admirables cejas para pensar.

– No sé a qué te refieres.

– Pues a mí, claro. ¿Sigo siendo el mismo hombre, ese que preferías a todos los demás? ¿Sigo con las mismas costumbres, con el mismo comportamiento? ¿Te parece que reacciono normalmente, que te trato con la misma ternura?

– Es verdad que a nuestro alrededor han cambiado muchas cosas. Nos bombardearon la casa. Ya no tenemos cerca ni a la familia ni a los amigos; algunos no están ya en este mundo. Te has quedado sin tu negocio. Me han quitado mi trabajo. Pasamos hambre y ya no hacemos proyectos. Pero estamos juntos, Mohsen. Eso es lo que debe importarnos. Estamos juntos para apoyarnos. Sólo nos tenemos a nosotros para mantener la esperanza. Algún día, Dios se acordará de nosotros. Se dará cuenta de que los horrores que padecemos a diario no han conseguido mermar nuestra fe, que no hemos flaqueado, que merecemos su misericordia.

Mohsen le suelta la muñeca a su mujer para acariciarle el pómulo. Es un gesto afectuoso y ella lo recibe con entrega.

– Eres el único sol que me queda, Zunaira. Sin ti, mi noche sería más honda que las tinieblas, más fría que las tumbas. Pero, por el amor de Dios, si te parece que me porto contigo de forma diferente, que me vuelvo injusto o malo, dímelo. Tengo la impresión de que las cosas se me van de las manos, de que ya no me controlo. Si me estoy volviendo loco, ayúdame a darme cuenta. Aceptaría decepcionar al mundo entero, pero no me permitiría hacerte daño, incluso por descuido.

Zunaira percibe claramente el desamparo de su marido. Para demostrarle que no tiene nada que reprocharse, le desliza la mejilla por la medrosa palma de la mano.

– Estamos viviendo momentos penosos, cariño. A fuerza de lamentarnos, se nos ha olvidado qué es el sosiego. Las treguas nos espantan y desconfiamos de todo lo que supone una amenaza.

Moshen retira con suavidad los dedos de la mejilla de su mujer. Se le nublan los ojos; tiene que clavarlos en el techo y luchar en su fuero interno para contener la emoción. La nuez enloquece dentro del cuello flaco. Es tanta la pena que siente que empieza a notar temblores en los pómulos que le llegan hasta la barbilla y ascienden hasta los labios, que se estremecen.

– He hecho algo increíble esta mañana -confiesa.

Zunaira se queda quieta; lo que lee en esa mirada perdida la trastorna. Intenta volver a coger las manos de Moshen, pero éste las recoge a la altura del pecho, como para repeler un ataque.

– No consigo creérmelo -farfulla-. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cómo he podido hacerlo?

Zunaira endereza la nuca, cada vez más intrigada.

Moshen jadea. El pecho le sube y le baja a un ritmo inquietante. Refiere, aterrado por lo que está diciendo:

– Han lapidado a una prostituta en la plaza. No sé cómo me metí entre la horda de degenerados que pedían sangre. Fue como si un torbellino me tragase. Yo también quería estar en primera fila y ver de cerca cómo moría la bestia inmunda. Y cuando el diluvio de piedras empezó a cubrir al súcubo, me di cuenta de que yo también estaba cogiendo piedras y ametrallándolo con ellas. Me había vuelto loco, Zunaira. ¿Cómo he sido capaz? Toda la vida he pensado que era objetor de conciencia. Ni las amenazas de unos ni las promesas de otros me convencieron nunca para empuñar las armas y matar. Aceptaba que tenía enemigos, pero no admitía que yo fuese el enemigo de nadie. Y esta mañana, Zunaira, sólo porque el gentío vociferaba, vociferé con él; sólo porque pedía sangre, yo también la pedí. Desde entonces, no he dejado de contemplar estas manos que ya no reconozco. He andado por las calles para perder mi sombra, para dejar atrás mi gesto, y, en todas las esquinas, al rodear todos los montones de escombros, me he vuelto a dar de frente con ese momento de extravío. Tengo miedo de mí mismo, Zunaira, ya no me fío del hombre en que me he convertido.

El relato de su marido había paralizado a Zunaira. Moshen no es de los que lo cuentan todo. Pocas veces habla de las cosas que lo afligen y casi nunca deja que le afloren las emociones. Por eso, al percibir en lo hondo de sus pupilas esa pena tan grande, se dio cuenta de que no iba a poder guardársela para él solo. Y previó un infortunio de ese estilo, pero no tan tremendo.

Se pone lívida y, por primera vez, se le desorbitan los ojos, privados de lo esencial de su espléndida belleza.

– ¿Has lapidado a una mujer?

– Creo incluso que le di una pedrada en la cabeza.

– No puedes haber hecho eso, Moshen. Pero si tú no eres así; tú eres un hombre culto.

– No sé qué me pasó. Sucedió todo tan deprisa. Como si la masa me hubiera embrujado. No me acuerdo de cómo recogí las piedras. Sólo me acuerdo de que no podía quitármelas de encima y me entró en el brazo una rabia incontenible… Lo que me espanta y me acongoja a un tiempo es que ni siquiera intenté resistir.

Zunaira se pone de pie. Como si se alzase tras haber sido derribada por alguien. Sin fuerzas. Incrédula, pero sin ira. Tiene secos los labios, antes jugosos. Busca algo para apoyarse; no halla sino una vigueta que asoma de la pared y se aferra a ella. Intenta recobrarse durante un buen rato, pero en vano. Mohsen intenta volver a cogerle la mano; lo rehúye y se va con paso inseguro a la cocina entre el irreal susurro del vestido. Mohsen se da cuenta de que no habría debido contarle a su mujer algo que él mismo se niega a admitir.

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