15

El 4x4 de Qasim Abdul Jabar frena con un rugido ante la casa prisión; lo sigue de cerca un microbús atestado de mujeres y niños, que prefiere aparcar junto a la acera de enfrente, como para salvaguardarse de los sortilegios que gravitan en torno del maléfico edificio. Atiq Shaukat se desliza por el pasillo y pega la espalda a la pared, oprimiendo con las nalgas las temblorosas manos y clavando la vista en el suelo para no revelar la intensidad de sus emociones. Siente miedo y frío. Tiene los intestinos hechos un nudo tenso, y le suenan sin parar; y unos calambres lacerantes, voraces a veces, le martirizan las piernas. Le palpitan sordamente en las sienes los latidos de la sangre, que parecen mazazos en galerías subterráneas. Aprieta las mandíbulas y contiene el aliento, cada vez más caótico, para no sucumbir al pánico.

Qasim se aclara la garganta en la calle. Es su forma de anunciarse. Esta mañana, su carraspera tiene un toque monstruoso. Se oyen ruidos de chatarra y, luego, de personas que descienden de un vehículo. Se mueven sombras por el suelo, en el que rebota una luz violenta. Dos milicianas entran en el edificio sumido en una oscuridad malsana, helada y húmeda pese a la naciente y achicharradora bocanada del día. Pasan por delante del carcelero, sin decir palabra, con aspecto marcial, y se dirigen a la celda del fondo. Aparece a continuación Qasim. El vano de la puerta enmarca sus anchuras de coloso, aumentando la penumbra. Mueve la cabeza de derecha a izquierda, con los brazos en jarras; se acerca con exageradas contorsiones, haciendo como que inspecciona una grieta del techo.

– Levanta la cabeza, guerrero. Se te va a atascar la nuca y, luego, no podrás ya nunca mirarte al espejo como es debido.

Atiq asiente, pero no obedece.

Vuelven las milicianas, caminando tras la prisionera. Los dos hombres se apartan para dejarlas pasar. Qasim, que vigila a su amigo con el rabillo del ojo, tose discretamente tapándose la boca con el puño.

– Ya pasó todo -insinúa.

Atiq hunde un poco más el cuello entre los hombros; mil escalofríos le recorren el cuerpo.

– Tienes que venirte conmigo -insiste Qasim-. Tenemos asuntos que arreglar.

– No puedo.

– ¿Por qué no puedes?

Como el carcelero prefiere callarse, Qasim echa una ojeada en torno y le parece vislumbrar una silueta agazapada en una esquina de la garita.

– Hay alguien en tu despacho.

Atiq nota que se le encoge el pecho, dejándolo sin respiración.

– Mi mujer.

– Apuesto a que quiere ir al estadio.

– Sí, eso mismo… eso es lo que pasa.

– Mis mujeres y mis hermanas también. Me han obligado a requisar el microbús que está fuera. Bueno, pues muy bien. Dile que vaya con ellas. Luego os encontráis a la salida del estadio. Y ahora te vienes conmigo. Tengo que explicarte enseguida un proyecto que me interesa mucho.

Atiq se aturulla. Intenta pensar deprisa, pero el vozarrón de Qasim le impide concentrarse.

– ¿Qué pasa? ¿Estás molesto conmigo?

– No estoy molesto.

– ¿Pues entonces?

Pillado de improvisto, Atiq se dirige de mala gana a su despacho, con los ojos guiñados para intentar ordenar las ideas. Los acontecimientos se precipitan, lo superan, lo atropellan. Había previsto otro giro y nada ha salido como pensaba. Nunca le había parecido la mirada de Qasim tan certera y avispada. Le entran sudores por todo el cuerpo. Un incipiente mareo le acorta el resuello y le atenaza las pantorrillas. Se detiene en el hueco de la puerta, reflexiona un momento y cierra la puerta al entrar. La mujer sentada en el catre lo mira. No puede verle los ojos, pero crece su apuro al verla tan tiesa.

– ¿Lo ves? -dice-. El cielo nos ha escuchado: estás libre. El hombre que espera fuera acaba de confirmarlo. No ha prosperado ningún cargo contra ti. Puedes volver a tu casa hoy mismo.

– ¿Quiénes son esas mujeres que he visto pasar?

– Ésta es una cárcel de mujeres. Van y vienen muchas por aquí.

– ¿Han traído a otra detenida?

– Eso ya no es cosa tuya. Se ha cerrado la ventana de ayer, vamos a abrir la de mañana. Estás libre, eso es lo que importa.

– ¿Puedo irme ahora?

– Claro. Pero antes voy a llevarte con otras mujeres, a un microbús que se está impacientando en la calle. No tienes por qué decirles quién eres ni de dónde vienes. Que no sepan nada… El microbús os dejará en el estadio, en donde se están celebrando unas ceremonias oficiales.

– Quiero irme a mi casa.

– Ssshhh… Habla en voz baja.

– No quiero ir al estadio.

– No queda más remedio… No durará mucho. Al final del mitin, te esperaré a la salida y te pondré a buen recaudo.

En el pasillo, Qasim carraspea para indicar al carcelero que ya es hora de irse.

Zunaira se levanta. Atiq la conduce al autocar y va a sentarse junto a Qasim en el 4x4. No ha mirado ni una sola vez a las dos milicianas y a la detenida que va con ellas en la parte trasera del vehículo.

Las diatribas de los mulás, que transmiten muchos altavoces, retumban entre las ruinas de los alrededores. De vez en cuando, ovaciones y clamores histéricos estremecen el estadio. El gentío sigue llegando desde los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Pese a que se han reforzado los cordones del servicio de orden, un desbocado barullo crece en los alrededores del recinto. Lo primero que hace Qasim es encaminar el microbús hacia una puerta más despejada; manda bajar a las mujeres y las pone en manos de unas milicianas para que las acomoden en la tribuna. Ya tranquilo, vuelve a subirse al 4x4 para llegar al césped, en donde unos talibanes armados se afanan con inmoderado entusiasmo. Unos cuantos cuerpos colgados de unas cuerdas dan fe de que han comenzado las ejecuciones públicas. En las gradas abarrotadas, la gente se da recios codazos. Muchos han venido para evitar complicaciones y presencian los horrores sin dejar traslucir nada. Otros, que han decidido instalarse lo más cerca posible de la tribuna en que se exhiben, muellemente instalados, los dignatarios del apocalipsis, hacen cuanto pueden para llamar la atención; su regocijo exageradísimo, e incluso morboso, y sus gritos desapacibles tienen asqueados hasta a los propios gurúes. Atiq se baja de un salto y se queda clavado ante el vehículo; no aparta los ojos del lugar reservado a las mujeres, creyendo reconocer a Zunaira en todas y cada una. Aislado en lo más hondo de su delirio, con el vientre tan embrollado como la cabeza, no oye ni los aplausos ni los sermones de los mulás. Tampoco parece ver a los miles de espectadores que pueblan las gradas con un fiero contingente de jetas aún más insanas que sus barbas. Con ardiente mirada, intenta adivinar dónde está su protegida, dando de lado por completo al resto del mundo. Hay de pronto un jaleo, en un ala del recinto, que provoca unos cuantos alaridos fatídicos. Unos esbirros conducen a empellones a un «maldito» hacia su punto de destino, en donde lo está esperando un hombre con un cuchillo en la mano. La sesión se remata con unos pocos gestos. Arrodillan al hombre atado. Lanza un destello el cuchillo antes de degollarlo. En las gradas, aplausos esporádicos celebran la buena maña del verdugo. Arrojan el cuerpo ensangrentado a una camilla; ¡el siguiente! Atiq está tan concentrado en las hileras de burkas, que se alzan sobre su cabeza como una muralla azul, que no ve cómo las milicianas traen a su prisionera. Ésta se encamina al centro del césped y, luego, con dos hombres escoltándola, se sitúa en el lugar que le corresponde. Una voz perentoria le ordena que se arrodille. Obedece y, alzando los ojos por última vez, tras la careta de rejilla, divisa a Atiq que, a distancia, junto al 4x4, le da la espalda. Cuando nota que el cañón del fusil le roza la nuca, implora al cielo para que el carcelero no se dé la vuelta. El disparo llega de inmediato, hurtando con su blasfemia una oración truncada.

Atiq no sabe si las ceremonias han durado unas horas o toda una eternidad. Los camilleros están acabando de amontonar los cadáveres en el remolque de un tractor. Un sermón especialmente rotundo pone el broche final a la «festividad». En el acto, los fieles invaden el césped para la plegaria colectiva. Un mulá con pinta de sultán dirige el rito, mientras unos esbirros feroces hostigan a los rezagados. En cuanto se marchan los invitados de categoría, las hordas hormigueantes se convierten en resacas salvajes antes de agolparse en las salidas. Se atropellan de forma tan inaudita que el servicio de orden tiene que retroceder. Cuando las burkas empiezan a dejar las gradas, Atiq se reúne con el tropel de hombres que espera fuera. Allí está Qasim, en jarras, visiblemente satisfecho de los servicios que ha prestado. Tiene la convicción de que su participación en el buen desarrollo de las ejecuciones públicas no les ha pasado inadvertida a los gurúes. Ya se ve al frente de la cárcel mayor del país.

Empiezan a salir del estadio las primeras mujeres, que sus hombres recogen en el acto. Se alejan, en grupitos más o menos desordenados; algunas van cargadas con la prole. El barullo disminuye a medida que las hordas van despejando los alrededores. El gentío se esfuma entre la polvareda, camino de la ciudad, mientras lo hienden los camiones de los talibanes, que se persiguen en caótico carrusel.

Qasim localiza a su harén entre la muchedumbre; con la cabeza, le indica el microbús, que espera bajo un árbol.

– Si quieres, puedo dejaros en casa al pasar a tu mujer y a ti.

– No merece la pena -le contesta Atiq.

– No me cuesta nada.

– Tengo cosas que hacer en el centro.

– Bueno, está bien. Espero que te pienses lo que te he propuesto.

– Claro que sí…

Qasim se despide y se apresura a dar alcance a las mujeres.

Atiq sigue esperando a la suya. A su alrededor, la aglomeración se encoge como una piel de zapa. Pronto, sólo queda un exiguo racimo de individuos hirsutos, que desaparecen, a su vez, pocos minutos después, arrastrando en pos de ellos el susurro de las burkas. Cuando Atiq vuelve en sí, se da cuenta de que ya no queda nadie en la plaza. Salvo el cielo cubierto de polvo y las puertas del estadio abiertas de par en par, sólo hay silencio; un silencio desventurado, hondo como un abismo. Atiq mira en torno, totalmente desorientado; está solo, no cabe duda. Lo invade el pánico y se abalanza dentro del recinto. No hay nadie ni en el césped, ni en las gradas, ni en la tribuna. Negándose a admitirlo, corre hacia el lugar en que estaban las mujeres. Salvo los asientos de piedra, desconsoladoramente desnudos, nadie. Vuelve al césped y corre como un demente. Se ondula el suelo bajo sus zancadas. Las gradas abandonadas empiezan a girar, vacías, vacías, vacías. Por un momento, el mareo lo obliga a detenerse. Pero enseguida prosigue la desesperada carrera, mientras el zumbido de su respiración amenaza con cubrir el estadio, la ciudad, el país entero. Aturdido, aterrado, a punto de echar el corazón por la boca, vuelve al centro del césped, en el lugar preciso en que se ha coagulado un charco de sangre; y, con la cabeza entre las manos, explora obstinadamente con la vista las tribunas, una tras otra. De pronto, al caer en la cuenta de cuán grande es el silencio, se le doblan las pantorrillas y cae arrodillado. Su grito de animal herido se vuelca sobre el recinto, tan espantoso como el desmoronamiento de un titán: ¡Zunaira!

En el cielo lívido, rayado por los primeros trazos de la noche, éstos van borrando con aplicación los últimos focos del crepúsculo. Los fulgores diurnos ya se van retrayendo, uno tras otro, a la parte alta de las gradas, mientras las sombras solapadas y tentaculares tienden por el suelo sus chales para recibir la noche. A lo lejos, se aplacan los rumores de la ciudad. Y en el estadio, que una brisa ahíta de fantasmas se dispone a recorrer como un embrujo, las losas se agazapan tras un mutismo sepulcral. Atiq, que ha orado y esperado como nunca lo había hecho antes, se resuelve por fin a alzar la cabeza. La atribuladora miseria del recinto lo llama al orden; ya no le queda nada por hacer entre esos muros macilentos. Se alza, apoyando una mano en el suelo. Le titubean las piernas, inseguras. Se arriesga a dar un paso; luego, otro: y, a trancas y barrancas, consigue llegar a la puerta. Fuera, la noche congrega sus tinieblas al pie de las ruinas. Asoman de sus agujeros unos mendigos, con voz tan soñolienta que su cantinela resulta convincente. Algo más allá, unos chiquillos, armados con espadas y escopetas de madera, perpetúan las ceremonias de por la mañana; han atado a unos cuantos compañeros en una glorieta lúgubre y se disponen a ejecutarlos. Unos mirones ya maduros los contemplan, sonrientes; los divierte y los enternece la fidelidad de las reconstrucciones. Atiq va donde lo conducen sus pasos. Le parece que camina pisando nubes. Un único nombre le vuelve a la boca seca -Zunaira-, inaudible, pero obsesivo. Pasa ante la casa prisión; luego, ante la casa de Zanish. La oscuridad le da alcance en lo hondo de una callejuela jalonada de escombros, por la que cruzan siluetas evanescentes. Cuando llega a su casa, vuelven a fallarle las piernas y se desploma en el patio.

Tendido boca arriba, Atiq contempla la luna. Esta noche, su redondez es perfecta. Parece una manzana de plata colgada en el aire. Cuando era pequeño, se pasaba muchos ratos mirándola. Sentado en el suelo, lejos de la casucha familiar, intentaba entender cómo un astro tan pesado podía flotar en el espacio y se preguntaba si personas como las de su aldea cultivaban allí campos y apacentaban cabras. Una vez, su padre vino a hacerle compañía. Y así fue cómo le contó el misterio de la luna. Es sólo el sol, le dijo, que, después de haber andado presumiendo de día, se empeñó en profanar los secretos de la noche. Y lo que vio era tan insoportable que se le pasaron todos los ardores.

Atiq tardó mucho en dejar de creer esa historia.

Incluso hoy la sigue creyendo, no lo puede remediar. ¿Qué habrá, del otro lado de la noche, tan tremendo que el sol pierde del todo sus colores?

Haciendo acopio de las fuerzas que le quedan, entra a rastras en la casa. Palpando a ciegas con un brazo, vuelca el farol. No lo enciende. Sabe que cualquier luz le perforaría los ojos. Le resbalan los dedos por la pared hasta llegar al marco de la puerta del cuarto en que dormía su mujer. Busca el jergón, se deja caer en él y, allí, con la garganta rebosante de sollozos, coge la manta y se abraza a ella hasta la asfixia:

– Musarat, mi pobre Musarat, ¿qué nos has hecho?

Se tiende en el jergón, encoge las rodillas hasta el vientre y se hace pequeño, muy pequeño…

– Atiq…

Da un respingo.

Una mujer está de pie en medio de la habitación. La burka opalescente centellea en la oscuridad. Atiq se queda estupefacto. Se frota los ojos con fuerza. La mujer no desaparece. Sigue en el mismo sitio, flotando entre sus imprecisos resplandores.

– Creí que te habías ido de verdad, que nunca volvería a verte -balbucea, intentado levantarse.

– Estabas equivocado…

– ¿Dónde te habías metido? Te he buscado por todas partes…

– Estaba cerca… me había escondido.

– Estaba a punto de volverme loco.

– Pues ya estoy aquí.

Atiq se agarra a la pared para incorporarse. Tiembla como una hoja. La mujer abre los brazos.

– Ven -le dice.

Corre a acurrucarse contra ella. Como un niño que vuelve a su madre.

– Ay, Zunaira, Zunaira, ¿qué habría sido de mí sin ti?

– Ya no hay ni que pensar en ello.

– He tenido tanto miedo.

– Es por lo oscuro que está esto.

– No he encendido a propósito. Ni quiero encender. Tu rostro me iluminaría más que mil candelabros. Quítate el capuchón, por favor, y deja que te sueñe.

La mujer retrocede un paso y se levanta la parte de arriba de la burka. Atiq lanza un grito de espanto, echándose hacia atrás. Ya no es Zunaira, sino Musarat. Y un disparo de fusil se le ha llevado la mitad de la cara.

Atiq se despierta lanzando alaridos, con las manos tendidas hacia delante para apartar ese horror. Con los ojos desorbitados y el cuerpo cubierto de sudor, necesita un rato para darse cuenta de que ha sido una pesadilla.

Fuera, amanece, y amanecen también las penas del mundo.

Un Atiq en estado fantasmal llega a duras penas al cementerio de la ciudad. Sin turbante y sin fusta. Con los pantalones caídos, que apenas le sujetan un cinturón mal puesto. En realidad no camina, sino que se arrastra, con los ojos en blanco y andares agobiados. Los cordones de los zapatos de mala muerte van dejando en el polvo arabescos de reptil; el derecho boquea, mostrando a la luz del sol un dedo gordo informe, con la uña rota y la aureola de una mancha de sangre. Ha debido de caerse en algún sitio, porque lleva manchado de barro el costado derecho y el codo desollado. Parece borracho y no sabe adónde va. De trecho en trecho, se detiene para apoyarse en una pared, con la espalda encorvada y las manos puestas de plano en las rodillas, titubeando entre las ganas de vomitar y la necesidad de recuperar el aliento. Su rostro, taciturno y ensombrecido por una barba revuelta, está arrugado como un membrillo pocho, con surcos en la frente y párpados tumefactos. Salta a la vista que es infeliz; está muy deteriorado. Los pocos transeúntes ociosos que pasan junto a él lo miran medrosos; algunos dan grandes rodeos para esquivarlo; y los chiquillos que juegan aquí y allá lo vigilan de cerca. Atiq no tiene conciencia del temor que despierta. Lleva la cabeza hundida entre los hombros y hace ademanes incoherentes; lo desorienta el embrollado laberinto de las calles. Lleva tres días sin comer. El ayuno y la pena lo han dejado insensible. Una saliva lechosa se le ha quedado seca en las comisuras de la boca; se limpia los mocos continuamente en la muñeca. Necesita darse impulso varias veces con la cintura para despegarse de la pared y seguir andando. Le tiritan las pantorrillas bajo el armazón desfondado. Ya lo ha detenido dos veces un grupo de talibanes, sospechando un estado de ebriedad; alguien incluso lo ha golpeado, increpándolo para que volviese a su casa sin demora. Atiq ni se ha enterado. En cuanto lo han soltado, ha encaminado sus pasos al cementerio, como si lo guiase una llamada desconocida.

Una familia, compuesta de mujeres harapientas y niños con las caritas tiznadas de rastros de mugre, reza en torno a una tumba reciente. Algo más allá, un mulero intenta reparar la rueda de su carreta, que, al parecer, un pedrusco ha sacado del eje. Unos cuantos perros flacos husmean las veredas, con el hocico lleno de tierra y las orejas al acecho. Atiq se tambalea entre los montones de tierra que abultan el solar con resquebrajadas equimosis sin losa sepulcral ni epitafio; sólo fosas cubiertas de polvo y de grava, cavadas de mala manera en un alarmante desbarajuste que confiere un toque de tragedia a la melancolía del lugar. Atiq se detiene un rato ante las descarnadas tumbas, se pone a veces en cuclillas para palparlas con la yema de los dedos; pasa, luego, por encima, de una zancada, o tropieza en ellas, rezongando. Tras dar una vuelta, cae en la cuenta de que es incapaz de localizar la postrera morada de Musarat, ya que ni siquiera sabe por dónde cae. Divisa a un sepulturero, que le está hincando el diente a un trozo de cecina, en la otra punta del recinto cuadrado, y se le acerca para preguntarle en dónde está enterrada la mujer a quien ejecutaron públicamente el día anterior en el estadio. El sepulturero le indica un montón de polvo, a un tiro de piedra, y sigue comiendo con apetito.

Atiq se desploma ante la tumba de su mujer. Se coge la cabeza con ambas manos. Y así se queda hasta bien entrada la tarde. Sin decir nada. Sin una queja. Sin una oración. Intrigado, el sepulturero se acerca para comprobar si el curioso visitante se ha quedado dormido. Le advierte que el sol pega con fuerza y que, si no se pone a cubierto, hay probabilidades de que tenga que lamentarlo. Atiq no entiende por qué lo reprenden. Sigue con la vista clavada en la tumba de su mujer, sin inmutarse. Luego, con un zumbido en la cabeza, medio ciego, se incorpora y sale del cementerio sin mirar atrás. Apoyándose con la mano a veces en una pared, a veces en un arbusto, anda errante al azar de las callejuelas. Y entonces una mujer que sale de un desván lo devuelve casi a la realidad. Lleva una burka descolorida, de faldones rotos, y unos zapatos raídos. Atiq se planta en medio de la calleja para cortarle el paso. La mujer se desvía hacia un lado; Atiq la agarra por el brazo e intenta retenerla. Ella se libra de la mano del hombre con una sacudida y huye… Zunaira, le dice él, Zunaira… La mujer se detiene en el extremo de la callejuela, lo mira con curiosidad y desaparece. Atiq apresura el paso para alcanzarla, con el brazo extendido como si intentase atrapar una voluta de humo. En otra calleja, sorprende a otra mujer en el umbral de una casa en ruinas. Al verlo llegar, se mete dentro y cierra la puerta. Atiq se vuelve y ve una burka amarilla deslizarse hacia la plaza del barrio. Va detrás, con la mano tendida, como antes. Zunaira, Zunaira… Los niños se apartan a su paso; les da miedo ese hombre desgreñado, con los ojos fuera de las órbitas y los labios azules, que parece ir en pos de su propia demencia. La burka amarilla se detiene junto a una casa. Atiq se abalanza sobre ella y la alcanza en el preciso instante en que se abre una puerta… ¿Dónde te habías metido? Te estuve esperando a la salida del estadio, como habíamos quedado, y no viniste… La burka amarilla intenta escapar de las garras que la hieren… Estás loco. Suéltame o grito… -Esta vez no volveré a dejarte sola, Zunaira. Ya que eres incapaz de localizarme, no volveré a obligarte a buscarme… -No soy Zunaira. Vete, desgraciado, si no van a matarte mis hermanos… -Quítate el capuchón. Quiero verte la cara, esa preciosa cara tuya de hurí… La burka se resigna a que se le desgarre un pico de un costado y se esfuma. Unos chiquillos, que han presenciado la escena, cogen piedras y empiezan a ametrallar al loco hasta que éste da media vuelta. Con la sien abierta por un proyectil y la sangre chorreándole por la oreja, Atiq echa a correr, primero a pasos cortos; luego, según se va acercando a la plaza, a zancadas mayores, con la respiración ronca, los mocos saliéndosele, la boca efervescente de espuma. Zunaira, Zunaira, balbucea empujando a los mirones en busca de burkas. De repente, frenético, empieza a perseguir a las mujeres y -¡sacrilegio!- a levantarles el velo, dejándoles la cara al aire. Zunaira, sé que estás aquí. Sal de donde te escondas. No tienes nada que temer. Nadie te hará daño. Lo he arreglado todo. No dejaré que nadie te moleste… Se alzan gritos de indignación. No los oye. Sus manos tiran de los velos, los arrancan con saña, derribando a veces a las mujeres a las que alcanza. Cuando algunas se le resisten, las arroja al suelo, las arrastra por el polvo y no las suelta hasta haberse asegurado de que no son la que él está buscando. Un primer trancazo lo alcanza en la nuca. No se inmuta. A impulsos de una fuerza sobrenatural, prosigue su arrebatada carrera. No tarda en desplegarse, para detenerlo, un gentío escandalizado. Las mujeres se dispersan, vociferando; Atiq consigue asir a algunas, les rompe la ropa, les levanta la cabeza tirándoles del pelo. Tras la tranca, vienen los látigos; luego, los puñetazos y las patadas. Los hombres «deshonrados» pisotean a sus mujeres para arrojarse sobre el loco… ¡Íncubo! ¡Siervo de Satanás!… Atiq tiene la imprecisa sensación de que lo arrastra un alud. Mil zapatos se le vienen encima, mil bastones, mil fustas. ¡Degenerado! ¡Maldito! La muchedumbre lo muele; se desploma. Las jaurías rabiosas se abalanzan sobre él para lincharlo. Sólo le da tiempo a percatarse de que se ha quedado sin la camisa -unos dedos devastadores se la han destrozado-, de que la sangre le corre a chorros por el pecho y por los brazos, de que las cejas rotas le impiden calibrar la ira irreversible que lo tiene cercado. Algunas voces destempladas se suman a los incontables golpes, para clavarlo en el suelo… Hay que colgarlo; hay que crucificarlo; hay que quemarlo vivo… De repente, le estalla la cabeza y cuanto le rodea se sume en la oscuridad. Viene, luego, un silencio, adusto e intenso. Al cerrar los ojos, Atiq suplica a sus antepasados que su sueño sea tan impenetrable como los secretos de la noche.

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