SÉPTIMA PARTE

Sábado

Capítulo 27

Brunswick, la ciudad de Georgia, tenía un olor peculiar. Infante trató al principio de atribuirlo a imaginaciones suyas, a su antipatía de siempre por el profundo sur norteamericano. Cuando, con apenas veinte años, llegó a Baltimore procedente de las afueras de Nueva York, experimentó un notable choque cultural. Pero había terminado por acostumbrarse, y hasta le gustaba. En Baltimore, el sueldo y las horas extras de un policía le daban para vivir, cosa que no hubiera ocurrido en Long Island. Supuso que en Brunswick el mismo dinero le hubiese dado para vivir mejor incluso, pero dar un salto así no le apetecía en absoluto. Así que, lo mirase por donde lo mirase, Brunswick era un lugar apestoso.

Cuando entró en Waffle House la camarera debió de fijarse en el gesto de asco que mostraba su nariz.

– Es la industria química -dijo la camarera en voz bajita, como si fuese la contraseña para entrar en un club muy privado.

Además del olor nauseabundo, la gente de Brunswick hablaba con un acento incomprensible. Ante la expresión de Infante, la camarera añadió:

– No se preocupe, enseguida se habitúa uno, y dejará de notarlo.

– Me parece que no estaré en esta ciudad el tiempo suficiente para habituarme a nada.

Pero sonrió a la camarera con la mejor de sus sonrisas. Le gustaban todas las mujeres que le servían comida. Incluso las que eran tan feúchas y con mal tipo como aquella muchacha con la cara llena de granos y el cuerpo bastante rollizo también le gustaban.

Eran casi las diez de la noche del día anterior cuando llegó a Brunswick, así que estaba demasiado oscuro y era demasiado tarde para visitar el barrio donde habían residido Penelope Jackson y su novio. Pero por la mañana atravesó la zona de camino hacia su encuentro con el inspector jefe de los bomberos. Reynolds Street, o al menos la manzana donde había vivido y muerto Tony Dunham, tenía un aspecto rudimentario. Parecía estar en mitad de un descenso o de un ascenso de categoría. Aunque la verdad era que casi todo lo que fue viendo de Brunswick le produjo exactamente esa misma impresión a Kevin Infante. No se sabía si la ciudad estaba hundiéndose en la desesperación o comenzaba a remontar el vuelo tras una larga caída. «No es mi tipo de ciudad», pensó mientras contemplaba sus edificios y calles desde el interior de la esfera de cristal que era aquel Chrysler modelo Carisma que le proporcionó Álamo Renta Car. Al acercarse al puerto y notar la suave brisa dulzona, y recordar que en Baltimore aún no tenían noticias de la primavera, captó la amabilidad del clima local, y pensó que también la gente era así, muy amable. Y sintió respeto por el buen tiempo, ya que no por lo demás.

– Fue un accidente, sin la menor duda -dijo el inspector de los bomberos, un tipo llamado Wayne Tolliver, que se reunió con Infante cuando éste ya terminaba de desayunar, para tomarse con él un café, tal como el policía de Baltimore había calculado. A Infante no le gustaba mezclar los negocios con la comida, y pensó que había acertado dedicándose por entero a los huevos con salchichas y sémola de maíz antes de ver al bombero-. Ella se encontraba en la habitación contigua, la que daba a la fachada. Viendo la televisión. Él estaba en el dormitorio, fumando y tomando una copa. El hombre se durmió, volcó el cenicero sobre la alfombra que había al pie de la cama y -alzó las manos hacia arriba, como para tirar unos puñados de confeti invisible- ardió todo.

– Y ella, ¿qué hizo?

– No funcionaron las alarmas anti-incendios -dijo haciendo una mueca. El bombero tenía la cara redonda, con mejillas sonrosadas y aspecto simpático, y seguramente no era tan mayor como cabía deducir de su cabeza calva y pecosa-. A la gente le fastidia que les andemos diciendo que cambien las pilas al mismo tiempo que cambian la hora de sus relojes, cada seis meses, pero nunca se acuerdan. En fin, era Nochebuena, hacía bastante frío para lo que suele ocurrir por aquí, y ella iba con la estufa eléctrica a todas partes. La tele estaba en una galería y no tenía radiador de calefacción. Cuando la mujer notó el humo, ya era demasiado tarde. Nos contó que se dirigió a la puerta del dormitorio y que, antes de abrirla, hizo caso de nuestros consejos, la palpó, notó que estaba muy caliente, y comenzó a dar golpes, llamó a su novio a gritos, y después llamó al 911. Las ventanas estaban cerradas con clavos, lo cual significa una violación del reglamento por parte del casero, sin duda, pero el tipo estaba muy bebido y no se enteró de nada ni hubiera podido salvarse de ninguna manera. Deduzco que murió por la asfixia producida por la inhalación de humo, o que estaba a punto de morir, y que falleció sin llegar a darse cuenta del peligro.

– Y eso fue todo.

Tolliver notó el tono crítico en la voz de Infante.

– No hubo ningún elemento que acelerase el efecto de las llamas. Y un único punto originó el fuego, todo comenzó en la alfombra. Investigamos a la mujer. La estuvimos siguiendo de muy cerca. Lo que me convenció de su inocencia fue que no se llevó nada de allí. Ardió todo, toda la ropa que tenía y las joyas, suponiendo que tuviera, y el tío estaba sin blanca, no pudo dejarle nada de nada. Todo lo contrario. Él cobraba una pensión vitalicia, pero al morir eso terminaba del todo, de manera que, si ella sacaba algún dinero de él, tras el fallecimiento se quedó sin nada.

– ¿Una pensión vitalicia? -Infante recordó que el abogado le había dicho que Stan Dunham, después de vender la granja, había contratado una pensión vitalicia, así que ese detalle encajaba. Aunque también había dicho que el hombre no tenía ningún pariente.

– Era una póliza que le pagaba cierta suma mensual durante diez años. Del mismo estilo que las que adquieren los deportistas famosos que cobran esas sumas astronómicas. También están respaldadas por rentas vitalicias. Aunque la de ese hombre era desde luego infinitamente más pequeña. A juzgar por su estilo de vida, debía de ser muy poco dinero. Les bastaba para ir tirando a los dos, nada más. Solían ir de fiesta a menudo. A su edad, y él tenía ya cincuenta y tantos, el resto de la gente suele abandonar esta clase de pasatiempos, pero a ellos les gustaba.

En el tono de Tolliver había cierta pena al hacer este último comentario, como si él hubiese tenido algún tipo de experiencia personal comparable, una novia de las que no crecen nunca y por cuya causa él hubiese sufrido bastante. Pero no eran los asuntos personales de Tolliver lo que había llevado a Infante hasta allí.

– ¿Averiguó alguna cosa más sobre la pareja?

– Les visitaban a menudo nuestros hermanos de uniforme azul. Quejas por el ruido que hacían siempre. Sospechas de violencia doméstica. Pero no era ella quien hacía las llamadas, eran los vecinos, que por cierto comentaban que no sabían cuál de los dos se llevaba las peores palizas. Ella era una bruja, una de esas rústicas de Carolina del Norte.

«Todo es relativo. Si éste llama rústica a la tal Penelope, esa mujer debía de ser una tía bastante tirada, una palurda calentorra de categoría.»

– ¿Llevaba mucho tiempo viviendo en ese apartamento de Reynolds Street?

– No estoy muy seguro. La mujer no aparecía mencionada en ninguno de los documentos oficiales: ni en el contrato de alquiler ni en las facturas de los suministros. Todo estaba a nombre de él. El hombre había vivido allí desde hacía cinco años, más o menos. Era camionero, pero nunca estuvo a sueldo de ninguna empresa. Según contaban los vecinos, encontró a la mujer en alguna carretera y se la trajo consigo a vivir con él. No era un tipo apuesto, pero siempre conseguía tener pareja. Ésa era la tercera, según los vecinos.

– ¿Hicieron comprobaciones de drogas y demás?

El bombero le miró como sintiéndose otra vez ofendido.

– Claro, el tipo tomaba de todo lo que suele tomar la gente que también bebe mucho. Pero nada fuera de lo corriente. Como pasa con algunos camioneros, tomaba pastillas para no caerse dormido sobre el volante, para aguantar las largas jornadas, y después alguna pastilla que le tranquilizara al llegar a casa. Acababa de regresar de un viaje de ésos el día anterior.

– De todas formas…

– Mire, ya sé adónde quiere ir a parar con sus preguntas. Pero entiendo bastante de incendios. Espero que acepte que es así. Un cenicero que cae boca abajo en una alfombra barata de algodón. Para que el incendio lo hubiese causado ella… No se imagina lo mucho que habría tenido que calcular esa mujer para provocarlo y salir viva, la calma con la que debería haber actuado. Tirar una colilla encendida en una alfombra es muy fácil, pero debería haberse asegurado de que el tipo no se despertaba. Y la mujer tendría que haber esperado allí, viendo cómo el fuego iba prendiendo, esperando a que aquello fuera un infierno antes de hacer la llamada. Y si a la primera no hubiese prendido, no habría podido intentarlo una segunda vez sin que las pruebas la delataran. ¿Vale? Y además, habría necesitado que ningún vecino se enterase de lo que pasaba…

– Era Nochebuena, ¿había muchos vecinos en sus apartamentos?

Tolliver resopló y continuó como si no hubiese oído nada.

– Hablé con esa mujer. No tenía la clase de cerebro que hace falta para organizar algo parecido. Y los bomberos tuvieron que sujetarla para que no entrase en la casa otra vez.

«Quizá, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo para no abrir la puerta del dormitorio al notar que estaba muy caliente.»

Tolliver pareció oír lo que Infante no había dicho.

– En situaciones de emergencia, hay muchas personas que actúan de manera tranquila y sensata. Es el instinto de autoprotección. La mujer se salvó, pero al comprender que el hombre estaba ardiendo, que lo había perdido para siempre, enloqueció de verdad. He escuchado su llamada al 911. Estaba muerta de pánico.

Infante notó el cerrado acento sureño del bombero. Y pensar que en Baltimore se metían con su acento neoyorquino, que en realidad no era muy marcado, casi imperceptible.

– ¿Dónde está ahora la mujer?

– No lo sé. El edificio quedó inhabitable, así que allí no está. Puede que viva aquí, puede que se haya largado. Es libre de hacer lo que le plazca. Es una mujer libre, blanca, y tiene veintiún años.

La frase le sonó a Infante como salida de una película, o de una serie de televisión, y no de los últimos tiempos, precisamente. Pronunciada en una oficina en la actualidad, era la típica expresión de ideas anticuadas que podía pronunciar alguien del departamento de recursos humanos. Y a Tolliver no parecía haberle sonado a prejuicios anticuados, en absoluto. En realidad, Infante podía recordar a su propio padre o a sus tíos soltando cosas infinitamente peores. Y quedándose tan frescos.

Al irse de Waffle House se puso a pensar en qué motivos podía haber tenido Tony Dunham para viajar tan al sur, qué le había conducido a instalarse en esa ciudad. El clima, por ejemplo, lo hubiese justificado. Y era un simple camionero de largas distancias, no era un tipo ambicioso. Había nacido en 1950, y la gente de su generación solía pasar del instituto. En los años sesenta, podías ganarte muy bien la vida sin haber terminado la enseñanza media. Bastaba con ser miembro de un sindicato poderoso. Nancy había comprobado el historial de Dunham y no había encontrado pruebas de que fuese un veterano de guerra. Pero tampoco quedaba demostrado que hubiese vivido en la casa donde la supuesta Heather Bethany afirmaba haber residido durante unos años. Y no había hablado de ningún otro habitante de la casa. Sólo mencionó a Stan Dunham. ¿Pretendía la mujer del hospital que la policía encontrara la pista de Tony Dunham? ¿Y cómo encajaba en todo eso la tal Penelope Jackson?

Las fotos no mentían: era evidente que la mujer que había aparecido en Baltimore no era Penelope Jackson, no era desde luego la Penelope Jackson cuya foto aparecía en el carnet de conducir. Entonces, ¿quién era esa Penelope del incendio? ¿Podía ser que Penelope fuera Heather Bethany, y que ésta le hubiera robado el nombre, el coche y su historia? Confió en que los vecinos de Reynolds Street fueran capaces de reconocer la imagen de la mujer misteriosa, que explicaran cuál era su relación con la pareja del apartamento que ardió.

Cuando regresó a Reynolds Street y comenzó a interrogar a la gente del barrio y preguntarles por Penelope Jackson y por Tony Dunham, no encontró ni rastro de la famosa hospitalidad sureña. El primer tipo al que interrogó estaba muy dispuesto a informarle, pero sabía hablar mucho más español que inglés, y en cuanto vio la placa de Infante se volvió mudo de repente. De todos modos, llegó a decir que sí con la cabeza cuando vio la fotocopia del carnet de conducir emitido en Carolina del Norte a nombre de Penelope Jackson. «Sí, sí, sí-dijo en español-, es la señorita Penelope.» Por el contrario, al ver la foto de la otra mujer se encogió de hombros. No dio señales de haberla reconocido. La vecina del edificio situado del lado este del que se había quemado era una negra gruesa que parecía tener cinco o seis hijos, y se limitó a suspirar profundamente, como diciendo que ya había tenido que ver en su propia vida suficientes cosas complicadas como para fijarse en lo que pasaba a su alrededor.

– Yo me ocupo de mis cosas y ellos se ocupaban de las suyas -dijo al preguntarle Infante qué sabía de Penelope Jackson.

Al otro lado del edificio chamuscado de color azul, un anciano pasaba un rastrillo de bambú por el césped amarillento, tratando de limpiarlo de hojarasca invernal. Al principio se mostró hosco y frío, pero al comprender que quien le hacía preguntas era una persona con algún tipo de cargo oficial se mostró más amistoso.

– Lamento decirlo, pero prefiero que la casa esté quemada a tener a esos dos otra vez como vecinos -dijo el anciano, que se llamaba Aaron Parrish-. Está feo que lo diga, y no les deseaba una tragedia como la que sufrieron. Pero eran horribles. Peleas, gritos… Y además… -Bajó la voz como para hablar de algo muy vergonzoso-. Además, el tipo se empeñaba en aplastar el césped de la entrada aparcando la camioneta justo encima. Me quejé ante el casero, pero me contestó que no eran como los mejicanos, que no pagan el alquiler. Que ellos estaban al día de la renta. Yo en cambio prefiero a los mejicanos. En cuanto les explicas dos o tres cosas sobre este país, son mucho mejores vecinos que ésos.

– Las peleas, los gritos… ¿eran siempre entre ellos dos?

– A menudo.

– ¿Avisó usted a la policía?

Miró nervioso a su alrededor, como temiendo que alguien pudiera estar vigilándole.

– Hice llamadas anónimas. Unas cuantas veces. Mi mujer habló con esa Penelope alguna que otra vez, y ella le dijo que se metiera en sus asuntos, y se lo dijo de muy mala manera.

– ¿Esa Penelope es la de esta foto?

Parrish miró la fotocopia del carnet de conducir. Nancy había hecho una ampliación.

– Se le parece. En persona era más guapa. Bajita, pero tenía muy buen tipo, como una muñequita.

– ¿Y esta mujer, le suena de algo? -Le mostró una foto de la supuesta Heather Bethany, tomada con una cámara digital durante la segunda entrevista.

– Jamás la había visto. Aunque, ¿verdad que se parecen un poco?

¿Se parecían, en serio? Infante miró las dos fotos, y sólo encontró similitudes superficiales. El cabello, los ojos, quizá los huesos pequeños. Aunque en la mujer que decía ser Heather Bethany había cierta fragilidad. Por muy mal que le cayera, por mucho que se negara a creerla, tenía que admitir la presencia de ese rasgo. Un rasgo, por otro lado, que en Penelope Jackson brillaba por su ausencia. La tal Penelope Jackson era dura de pelar.

– ¿Le contó algo de sí misma? Me refiero a Penelope Jackson. ¿Le dijo de dónde era? ¿O de dónde era Tony? ¿Cómo se habían conocido?

– Esa mujer no era nada habladora. Sé que trabajó en la isla de St. Simons, en Mullet Bay. Y Tony a veces también trabajaba por aquella zona de la ciudad, cuando no conseguía que le contrataran para ningún viaje de largo recorrido con el camión. Hacía de jardinero. Pero no podían permitirse vivir allí.

– ¿Porqué?

Aaron Parrish miró a Infante riéndose de su ingenuidad.

– Por los precios, hijo mío. Ninguna de las personas que trabajan en la isla pueden permitirse vivir allí. Esta casa -señaló los restos chamuscados de la casita, los tres dormitorios y el porche azul en la entrada- costaría un cuarto de millón de dólares, tal cual está, si pudieras cogerla entera y trasladarla por aire apenas siete kilómetros más al este. El barrio de St. Simons es para millonarios. Y en la isla las casas son aún más caras.

Infante le dio las gracias a Parrish y entró en la casa, que permanecía abierta y aún olía a incendio. No comprendió que se hubiese prohibido rehabilitarla, los estragos del fuego se habían concentrado sobre todo en el dormitorio. Posiblemente se debía a que el dueño iba a sacar más dinero del seguro si la dejaba tal cual.

Aunque la puerta del dormitorio se había hinchado y estaba algo atrancada, Infante consiguió abrirla cargando contra ella con todo su peso. Tolliver había afirmado que Tony había muerto antes de quemarse, asfixiado por la inhalación de humo, pero no resultaba fácil una vez allí dentro olvidar que su piel había chisporroteado y se había hinchado formando burbujas, como si hubiera estado en una barbacoa. Y aún quedaba el olor. Desde el umbral, Infante trató de imaginar la escena. Había que tener unos huevos de tamaño gigantesco para que se te ocurriera matar así a una persona, tirando el cenicero a la alfombra y esperando a que las llamas prendieran. Y si no funcionaba a la primera, tal como dijo Tolliver, probarlo una segunda vez con otra colilla era imposible. El tipo, por muy borracho que estuviera, podía despertar y no habría sido fácil en ese caso tratar de convencerle de que era un accidente y habías entrado por casualidad. Una situación de bastante riesgo sobre todo con un tío que te pegaba palizas a menudo. También hacía falta una enorme fuerza de voluntad para dejar allí dentro todas tus pertenencias, hasta las más queridas, y permitir que ardieran. De haber sido un incendio provocado voluntariamente, quien lo hubiera hecho tendría que haber permanecido allí dentro, a punto de asfixiarse por culpa del humo, aguantar mucho tiempo, lavarse la cara para librar los ojos del lagrimeo constante debido al incendio, salir en el último instante, para después regresar y asegurarse de que nadie era capaz de salvar al tío que estaba al otro lado de esa puerta.

La mujer de Baltimore, cualquiera que fuese su nombre, podía ser capaz de todo eso. Pero también estaba convencido de que no era Penelope Jackson. Esto era lo único que estaba fuera de toda duda. «No conozco a Penelope Jackson», había dicho la mujer. Aunque, si de verdad no hubiese sabido nada de ella, la frase habría sido ligeramente distinta. «No conozco a ninguna Penelope Jackson, no conozco a esa tal Penelope Jackson», habría dicho. De acuerdo, no la conocía: y entonces, ¿por qué diablos iba por ahí conduciendo el coche de Penelope Jackson? Para no tener que contestar a esa pregunta, les había ofrecido contarles la solución de un crimen infame, y luego había lanzado una grave acusación contra un agente de policía. Había estado lanzando contra la poli toda clase de historias. Pero ¿con qué finalidad? Había algo que ella quería evitar que viesen, ¿qué era lo que trataba de ocultar?

Salió de la casa y se fue de Reynolds Street. Era una casa triste, incluso antes del incendio. Una casa en la que dos personas infelices habían convivido con la frustración, la decepción. Una casa llena de peleas y de insultos. Lo sabía porque él mismo había vivido en una casa así, en dos ocasiones. O al menos en una, durante el segundo de sus matrimonios. El primero había estado bien, hasta que dejó de estarlo. Tabby era un encanto de chica. Si ahora volviera a conocerla… Pero no era posible, no podía volver a conocer a la misma Tabitha que vio por vez primera en el Wharf Rat hacía ya doce años. Aquella chica ya no existía, había sido reemplazada por otra que sabía que Kevin era un falso, que andaba de cacería por ahí. Se había cruzado algunas veces con Tabby, Baltimore era una ciudad pequeña en ese sentido precisamente, y ella se había mostrado siempre cortés y educada, como él. Amistosa incluso, dispuesta a reírse del matrimonio como si no fuese más que una excursión en coche plagada de pequeños incidentes, una aventura que no terminó bien. Habían pasado diez años, podían permitirse el lujo de ser generosos con las personas que habían sido de jóvenes.

Pero en los ojos de Tabby siempre había una película de humedad, un brillo de decepción que no desaparecería jamás. Infante habría dado cualquier cosa por conseguir que ella le mirase de nuevo como le miró aquella noche en el muelle, cuando él era todavía una persona que Tabby podía admirar y respetar.

En el hall del Best Western había visto en un folleto que en la isla de St. Simons había una fortificación, y decidió matar el tiempo allí en espera de que abriese el restaurante de Mullet Bay donde había trabajado Penelope Jackson, y para evitarse los atascos de la hora de cenar cuando se dirigiera hacia esa zona turística de la ciudad. Estaba acostumbrado a llevarse grandes decepciones a la hora de ver atracciones turísticas, por ejemplo cuando fue a visitar El Álamo a los diez años, pero aquello era peor, porque en el sitio donde había estado Fort Frederica no había nada de nada. Estaba mirando ensimismado las abundantes algas del lugar conocido como Bloody Marsh, cuando sonó su móvil.

– Hola, Nancy.

– Qué pasa, Infante.

El inspector conocía ese tono. Era más capaz de captar el sentido de las entonaciones que usaba Nancy que lo fue de entender los que habían usado cada una de sus esposas. Nancy tenía una mala noticia.

– Suéltalo, Nancy.

– Nuestra amiga ha decidido que quiere hablar. Hoy mismo.

– Estaré de regreso esta noche. ¿No puede esperar?

– Yo suponía que sí, pero Lenhardt dice que hemos de aprovechar la circunstancia. Dice el sargento que vaya yo a verla. Me parece que el jefe teme lo que pueda ocurrir con la prensa en cuanto llegue su madre. Ninguno de nosotros confiaba en lograr sacarla de México tan pronto, sin previo aviso, y… bueno, a la mamá no será fácil controlarla. No podemos acusarla de nada, y si lo desea puede hablar con quien ella quiera.

«Libre, blanca, veintiún años», como habría dicho Tolliver.

– Podría armar un buen jaleo. -Había sido increíble lograr localizarla tan pronto. Lo demás había sido un desastre, pero en eso habían tenido suerte-. Hay que joderse. ¿Y cuándo llega el avión de la mamá?

– A las diez en punto de la noche, justo después de tu vuelo. Y otra cosa…

– No me jodas. ¿Tengo que recogerla yo en el aeropuerto? ¿Qué pasa? ¿Alguien ha aprovechado mi ausencia de veinticuatro horas para bajarme de categoría?

– El sargento dice que estaría bien que alguien fuese a esperarla. No sabemos cuánto tiempo nos va a llevar la declaración de esa mujer. Sería lo correcto… y lo más prudente. Mantenerla lo más controlada posible.

– Ya, claro.

Infante colgó el móvil, fastidiado, y se quedó mirando de nuevo las algas. La batalla que se libró en aquel mismo lugar no había sido tan terrible como insinuaba el nombre de la zona. Durante la guerra llamada de Jenkin's Ear, la Oreja de Jenkins, los ingleses habían repelido allí mismo un ataque de los españoles. Menudo nombrecito para una batalla. También él, Infante, libraba una batalla de mierda y sin nombre siquiera, yendo de acá para allá en aquella ciudad de Georgia, mientras que la agente que había formado pareja con él iba a tener la fortuna de realizar el interrogatorio más importante, y lo iba a hacer precisamente en lugar de él. «La Batalla del Testículo Izquierdo de Infante.» Y encima, ni siquiera podía quejarse de que Nancy le hubiese pegado una cuchillada por la espalda ni montado las cosas así para joderle. No era en absoluto una tía maniobrera. Se preguntó si no sería que Heather se había enterado de que él había ido a Georgia y por eso tenía de repente tantas ganas de contarlo todo.

Joder, cómo detestaba la ciudad de Brunswick.

Capítulo 28

– La cuestión es que su ayuda nos podría resultar muy útil.

Willoughby escuchó la frase, desmenuzó su significado, y sin embargo no fue capaz de reunir fuerzas y contestar. Estaba demasiado hipnotizado por su interlocutora, emocionado y encantado por su sola presencia. «Es una chica a la antigua.» Willoughby sabía que la suya era una actitud machista, pero sólo fue capaz de pensar así en cuanto vio a la joven inspectora. Una mujer con curvas, un tipazo de los del siglo XIX pero que vivía a comienzos del siglo XXI, con unas preciosas mejillas sonrosadas y un cabello sedoso y rubio que caía sobre sus hombros desde lo alto de un moño descuidado. Cuando todavía no se había retirado, ya habían comenzado a trabajar mujeres en el Departamento de Policía. A finales de los ochenta hubo alguna que logró entrar en Homicidios. Pero ninguna de ellas estaba tan buena.

– Me dormí muy tarde, hacia las cuatro de la madrugada -dijo Nancy, la inspectora-, repasando todo lo que se llegó a saber y quedó archivado. Pero es tanta la información que hay, que no resulta posible retenerlo todo. Pensé que podría usted ayudarme a centrarme en los detalles más importantes.

Le mostró un par de documentos. Estaban escritos a máquina, pero codificados, en tinta roja y azul. En rojo, la información que había circulado públicamente. En azul, lo que la policía no había contado. A Willoughby le pareció un método un poco femenino y juvenil, pero como todo el mundo andaba trabajando ahora con ordenadores podía ser que ésa fuese la costumbre de la policía en la actualidad. Desde luego que en su época jamás habría pensado siquiera en usar esa clase de técnicas, sus colegas siempre estaban vigilándole, tratando de encontrar en su trabajo muestras de debilidad o de falta de dureza.«Afeminamiento» era la palabra, aunque jamás la hubiera pronunciado ante sus colegas. Porque si lo hubiera hecho habrían pensado que, en efecto, era un tipo afeminado.

– ¿Hasta las cuatro? -murmuró-. Y es mediodía. Debe de estar exhausta.

– Tengo un hijo de seis meses. Siempre estoy exhausta. De hecho, hoy he dormido cuatro horas seguidas, de manera que tengo la sensación de haber descansado bastante.

Willoughby fingió estudiar los documentos que ella le había ofrecido, pero se negaba a mirarlos en serio, a dejarse seducir por los rojos y los azules, aquellas engañosas sirenas. Por debajo de aquel plácido resumen de datos había un verdadero torbellino. Y no quería dejarse arrastrar de nuevo hacia el fondo, volver a pensar en que había terminado fracasando. Y no porque le hubiesen reñido o porque ninguno de sus superiores hubiera dicho que era culpa suya. Por mucho que todos ellos desearan encontrar una solución para el asunto Bethany -el «asunto», así habían terminado llamándolo- sabían que había sido cuestión de mala suerte, uno de esos casos que parecían salidos de la serie Dimensión desconocida. Ni siquiera Dave le había echado las culpas a él, en último extremo. Y para cuando Willoughby terminó dejando el cuerpo de policía, había logrado construirse una imagen de tipo duro, exactamente la que siempre deseó tener. Uno de los nuestros. Un hombre tenaz. Nada blando, ni mucho menos afeminado.

Y, sin embargo, siempre le había corroído por dentro el hecho de no haber conseguido dar ni un solo paso que condujera seriamente hacia la resolución del enigma, a averiguar lo ocurrido con las niñas Bethany. Y ahora aparecía esta joven -qué guapa era, además, y acababa de ser madre, por si faltara algún detalle- para decirle que habían acusado a un policía, a un colega. Un colega de los suyos, prácticamente de su propia época. No recordaba a Stan Dunham, y la monada de policía que había ido a verle afirmaba que ese agente se había retirado en 1974. Qué situación tan embarazosa. Willoughby sabía muy bien la imagen que daría la situación en caso de que la Mujer sin Nombre hubiese dicho la verdad. «Lo tuvieron delante mismo de sus narices, años y años, y no se enteraron.» Habría sospechas de encubrimiento, de conspiración entre los mismos policías. A la gente le encantaban las conspiraciones.

– Esto -dijo Willoughby señalando con el dedo una línea escrita en tinta azul, con letras mayúsculas y subrayadas-. Ahí está. Esto es lo que necesita. Acerca de este detalle nadie posee información. Sólo lo sabíamos poquísimas personas: Dave, Miriam, el poli joven que estuvo esa noche con nosotros, las personas que tuvieron acceso a la sala donde se guardan las pruebas, y yo.

– No son pocas, precisamente. Además, el acusado es un policía, alguien que podía tener fuentes de información dentro del propio departamento.

– Lo dice porque cree que esa mujer no es quien dice ser, pero en cambio parece creer que Stan podría estar implicado.

– Todas las opciones están abiertas ahora mismo. Hay informaciones que… -Nancy hizo una pausa, pensó un momento-. Todo está vivo, incluso la información, por así decirlo. La información está creciendo, cambiando. Desde que comencé a trabajar en casos sin resolver, y dedicando cada vez más tiempo a los archivos y a los ordenadores y lo que pueden encontrar, mi forma de pensar en los datos y la información ha cambiado mucho. Es como una caja de Lego, ¿entiende? Puedes combinar las piezas de formas muy diversas, pero también es cierto que hay piezas que no encajan por mucho que lo intentes.

El té que esperaba en la mesa situada entre ellos dos se había enfriado, pero Willoughby dio un sorbo al suyo. Se había empeñado en preparar el té, organizando ceremoniosamente todas las cosas, los dos tazones altos y las dos bolsitas de Lipton, y ella consintió, pensando seguramente que era un hombre muy solitario y que quería alargar lo máximo posible esa visita. Y, sin embargo, Willoughby no era nada solitario, y no quería alargar la visita ni un segundo más de lo necesario. Desvió la mirada hacia el escritorio que había pertenecido a su mujer, y escuchó los tristones arrullos de algún pájaro en el tejado de Edenwald. «Demasiado tarde, demasiado tarde.»

– Pero este detalle que le digo -siguió Willoughby- no era necesariamente conocido por la persona que se llevó a las niñas, y es casi seguro que de haberlo conocido ya no lo recuerde. Porque no le debió de parecer importante en ningún momento. En cambio, una de las niñas… Cualquiera de ellas lo recordaría. Como lo recordaría usted, sobre todo a esa edad…

– He de admitir que yo era muy poco femenina, seguro que ya se lo imaginaba usted. Pero en todo caso es cierto, yo lo recordaría.

– Entonces, avance hacia ese dato. Consiga que se vaya soltando, que se emborrache con sus propias palabras. No necesitará nada más. No necesita que yo se lo explique, me ha dicho que estuvo en Homicidios antes de la baja por maternidad, ¿no es así? -Willigouhby se sorprendió sonrojándose, como si fuese de mala educación recordarle a esa mujer que su cuerpo era capaz de realizar toda clase de funciones fisiológicas, que se había reproducido-. Sabe muy bien cómo se lleva un interrogatorio. Apuesto a que es usted muy buena a la hora de interrogar a cualquiera.

Ahora le llegó el turno a ella de tomar un sorbo de té, quedarse un poco atascada. Cuando era joven, Willoughby no hubiese sentido seguramente la misma atracción por ella que en ese momento. Antes de cumplir los treinta le atraían más bien las mujeres de su misma clase social, como hubiera dicho su madre, aquella mujer tan esnob, mujeres flacas hasta parecer quebradizas, con un estilo comparable al de Katherine Hepburn, con aquella forma de andar con la pelvis por delante y con unas caderas afiladas como cuchillos. Evelyn era así, elegante desde todos los puntos de vista. Pero las ondulaciones y suavidades también tenían su qué, y Nancy Porter tenía una carita de muñeca adorable con esas mejillas encendidas y esos ojos azul claro. «Familia de campesinos», habría dicho la madre de Willoughby, pero él pensó que a su propia familia no le habría perjudicado un poquito de mezcla con gente algo más robusta.

– Hemos pensado… ellos han pensando, quiero decir que el sargento Lenhardt, el oficial a cargo del inspector Infante, y también el comisario jefe, todos ellos han dicho que sería bueno que estuviera usted presente.

– ¿Viendo el interrogatorio?

– E incluso participando en él…

– ¿No sería ilegal?

– Hay ocasiones en las que se permite a policías retirados trabajar para el departamento. Como asesores externos, claro. Podemos organizarlo de esa manera.

– Mire…

– ¿Por qué no me tutea?

– No creas, Nancy, que soy un machista. Mira, de repente no me acordaba de tu nombre propio… A veces me pasan cosas así… Soy un sesentón. Se me olvidan algunas cosas. Antes era más rápido que ahora. No voy a servir de gran cosa. Tú misma conoces mejor el caso que yo, a estas alturas.

– Su sola presencia bastaría para desengañarla antes de tratar de colarnos algún engaño. Infante está aún en Georgia, y su madre llegará esta noche…

– ¿Va a venir Miriam? ¿La habéis encontrado?

– Está en México, tal como dijo usted. Tenía una cuenta abierta en un banco de Texas, que nos dio los datos que nos permitieron ponernos en contacto con ella. Lenhardt la localizó ayer noche, pero no pensábamos que fuera posible traerla inmediatamente. En realidad el sargento intentó convencerla de que no viniera. Se pasará el día entero viajando, pero en cuanto llegue no habrá modo de mantenerla al margen. Tampoco queríamos tener hoy mismo la sentada con esa mujer, pero el sargento dijo que había que aprovechar la oportunidad.

– Quieres decir que esa mujer podría no ser quien es, pero la veis capaz de engañar incluso a Miriam, sacarle información, casi sin que ella misma se entere. -Negó con la cabeza-. No. A Miriam no la engañará. No hay nadie capaz de engañar a Miriam.

– No nos preocupa tanto eso como… Podemos analizar las células del epitelio, como último recurso. Pero iría bien eliminar las dudas, hacerla caer en alguna trampa hasta conseguir que se delatase, y librarnos de ella.

– ¿Epi qué?

– El ADN, disculpe que haya usado un término científico, que ni siquiera he empleado adecuadamente.

– Claro, el ADN. El mejor amigo de los polis, hoy en día.

Tomó otro sorbo de té frío. Eso quería decir que ni Miriam les había dicho nada, ni ellos habían sido tan listos como para preguntarlo. Nancy y todos los demás habían hecho sus deducciones, por supuesto, dando algunas cosas por sentadas, asumido cosas evidentes. Claro. Pensó que era culpa suya, por haber callado, tuvo muchísimos años para aclararlo. Pero no lo hizo, se lo debía a Dave.

Apartó los papeles, y lo hizo con tanta fuerza que algunos resbalaron hasta caer de la mesa baja de caoba. Una mesa, sólo ahora lo notó, en presencia de aquella mujer vibrante y joven, cubierta de polvo y con exceso de cera.

– Seguro que ella no se imagina lo que supone pasar por semejante ordalía. Seguro que piensa que va a resultar fácil. El tópico dice que los caballos de guerra reaccionan a la que huelen el humo. Lo que no se sabe es si eso significa que los caballos quieren ir a la guerra o huir en dirección contraria. Yo he pensado siempre que debía de significar lo segundo. Como inspector hice algunas cosas bastante bien, no era del todo malo. Y cuando me retiré hice las paces con el hecho de que este caso permanecería abierto, que hay cosas que nunca llegan a averiguarse. Incluso pensé, y no te rías de mí, en que habría alguna explicación sobrenatural. Una abducción de extraterrestres. ¿Por qué no?

– Pero si se pueden obtener respuestas…

– Mi instinto me dice que al final resultará que se trata de un testigo falso, que todo habrá sido una espantosa pérdida de tiempo y energías para todo el mundo. Lo siento por la pobre Miriam, tener que hacer un vuelo larguísimo, la necesidad inevitable de contemplar algo que nunca se permitió creer. Era Dave el que se agarraba a la esperanza, y eso le mató. Miriam en cambio era capaz de aceptar la realidad, encontró el modo de sobrevivir y seguir viviendo, aunque sin ninguna plenitud.

– Su instinto… eso es lo que necesitamos. Que esté en la sala conmigo, mirándole a los ojos. Dice el comisario en jefe que quiere hablar detenidamente con usted de toda esta situación, cree que su presencia cambiará todo.

Willoughby se levantó y caminó hasta la ventana. Estaba nublado y hacía frío, mucho frío incluso para los temperamentales marzos que solía hacer en la ciudad. Pero si le apetecía, podía irse a jugar al golf. El golf, un juego en el que nunca se alcanza la perfección, un juego que siempre te está recordando que eres humano, limitado. Aunque había dicho toda su vida que no quería jugar, que jamás se dejaría arrastrar a esa vida de club de campo que era la suya debido a la familia en la que había nacido, en los días vacíos del retiro había terminado empezando a jugar, y ahora estaba enganchado. Se había retirado con sólo cuarenta y cinco años. «¿Quién se retira a esa edad?»

«Un fracasado.»

Nunca quiso hacer carrera como policía. Ingresó en el cuerpo con la idea de permanecer apenas unos cinco años, más o menos, y saltar luego a la Oficina del Fiscal de Distrito, y tratar luego de obtener el puesto de fiscal general como alguien que conocía el mundo de las leyes en todos sus niveles, y tal vez presentarse a las elecciones de gobernador algún día. De joven, recién licenciado en Derecho por la Universidad de Virginia, trazó planes precisos para su futuro, armado de una especial confianza en sus fuerzas: planes a cinco años vista, a diez años, a veinte. Al cumplir la treintena ingresó en Homicidios y decidió quedarse algún tiempo más, investigar un caso importante para adquirir fama. Se encontraba todavía en su primer año cuando tropezó con el caso Bethany. Se quedó cinco años, y luego acabaron siendo diez.

No fue a causa del asunto de los Bethany, no exactamente. Pero la justicia fue perdiendo importancia para él. Las respuestas no se encontraban en los tribunales. Ése era un universo de epílogos, un escenario en el que los actores aportaban los datos, los hacían encajar. ¿Qué había dicho la joven? «Ah, sí. "Como si fueran piezas de una caja de Lego."» «Ésta es mi versión, ésta es su versión. ¿Cuál le gusta más?» Piezas de Lego. Podían combinarse en un número infinito de formas distintas. Recordó la biblioteca del centro de Baltimore durante las navidades, diversos estudios de arquitectura construían en sus vitrinas magníficos edificios con piezas de Lego. Y él, de muy joven, había pensado que algún día pasearía con sus hijos, y más tarde con sus nietos, ante esas vitrinas. Luego resultó que su mujer no podía tener hijos. «Puedes adoptar algún niño», dijo Dave un día. Y Willoughby, sin pensar, comentó: «Claro, pero no sabes qué te llevas a casa.»

A lo cual Dave respondió, y fueron unas palabras muy meritorias para alguien con su historia, «Nadie lo sabe nunca, Chet, nadie.»

Aún le pesaba a Willoughby la deuda contraída con Dave, una deuda que permanecía impagada, que nunca podría saldar. El esfuerzo que realizó por saldarla había terminado ahora con ese disparate: Miriam volando, los inspectores suponiendo que la ciencia estaba de su lado, creyendo que si todo lo demás fallaba obtendrían una orden del juez y que así demostrarían fácilmente que esa mujer era una mentirosa, y que podrían demostrarlo con su sangre, o la dentadura… o con el ADN de su madre. Sí, lo mejor sería que alguien desmontara la historia que estaba contando esa mujer, y que eso ocurriese antes de que el avión de Miriam aterrizase esa misma noche en Baltimore.

– Te acompañaré -dijo por fin-. No voy a entrar, pero miraré y escucharé, y puedes consultarme cuando quieras. Tendré que tomar algo de comer, y será mejor que me metas un poco de cafeína en el cuerpo. Será una tarde larga, y estoy muy acostumbrado a echar una cabezadita después del almuerzo.

Sabía que la gente joven ya no usaba palabras como «almuerzo», que Nancy les contaría a sus colegas que en lugar de decir «después de comer» como todo el mundo, hablaba como en los libros. Pero siempre había sido así. Siempre había provocado las burlas de sus colegas, siempre había tenido problemas para apearse de su solemnidad y sus palabras redichas, siempre les había dado motivos para reírse de él.

Aunque siempre le habían desconcertado tanto la hostilidad que los demás polis manifestaban contra él como las sospechas que despertaban en ellos los motivos que le habían conducido a ese trabajo. Al fin y al cabo también sus colegas habrían podido ganar más dinero con otros empleos, pero eligieron ser polis. Lo mismo que él, y su amor por esa profesión era aún más puro que el de ellos. Pero no logró nunca convencerlos. Eran incapaces de fiarse de un tipo que no necesitaba el sueldo que cobraba a fin de mes. Y aquella lozana jovencita era igual que los demás. Necesitaba su ayuda, o creía necesitarla. Pero cuando terminara todo, se reiría de él como los demás, a su espalda. Qué más daba. Haría lo que le pedían por Dave. Y por Miriam. Se preguntó qué tal habría envejecido Miriam, si su cabello moreno tendría o no muchas canas, si México habría agrietado su preciosa piel de tono oliváceo.

Capítulo 29

Las hojas de su pasaporte, tan vacías de toda clase de sellos e inscripciones, le recordaron a Miriam lo poco que se había movido en los últimos dieciséis años. Casi no había salido de San Miguel y, desde luego, no había prácticamente cruzado la frontera mejicana. No había tomado ningún vuelo desde mucho antes del US, pero estaba bastante segura de que no habría notado apenas los cambios si no hubiese tratado de fijarse. Las aduanas del aeropuerto de Dallas Fort Worth no debieron de ser nunca una experiencia muy agradable, ni siquiera en tiempos mejores. Pero lo cierto es que ni le sorprendió ser tratada con tanta rudeza ni que la mirasen con tanto recelo, primero su rostro y luego la foto del pasaporte, que iba a caducar al año siguiente. En 1963 obtuvo la nacionalidad estadounidense porque simplificaba mucho todas las cosas.

Contra lo que muchos creían, no te daban la nacionalidad por el simple hecho de casarte con un estadounidense. Si no hubiera sido por las niñas, tal vez no habría tratado de conseguir la nacionalidad. Todavía en 1963 no había tenido nunca el serio propósito de llegar a ser «americana», como solían decir de sí mismos, con actitud gratuitamente presumida, los residentes en Estados Unidos, como si ése fuera el único país de todo el continente americano. Pero adoptó la nacionalidad por ellas y su familia.

– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Estados Unidos? -preguntó en tono aburrido la agente de inmigración. Era una mujer negra, de cuarenta y tantos años, y su trabajo le resultaba tan extremadamente tedioso que parecía que le representara un esfuerzo enorme incluso apoyar su considerable peso en el alto mostrador de la pequeña cabina en la que trabajaba.

– Eeeeh…

La duda duró apenas una fracción de segundo, pero pareció constituir la clase de diversión que la agente de inmigración llevaba horas esperando, la vaga respuesta que sus oídos estaban entrenados para captar. De repente se enderezó y la miró con ojos penetrantes.

– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Estados Unidos?

– Pues…

De repente Miriam recordó que no tenía necesidad alguna de contar toda su vida ante la oficial de inmigración. No tenía por qué contarle a esa mujer que sus hijas fueron dadas por desaparecidas y asesinadas hacía muchísimos años, y mucho menos que de repente, ahora, y contra toda esperanza, cabía la posibilidad de que una de ellas estuviera viva. No tenía por qué contarle sus amoríos con Baumgarten, el divorcio, la mudanza a Texas, la mudanza a México, la muerte de Dave. No tenía por qué explicarle qué motivos la indujeron a adoptar la nacionalidad estadounidense, ni por qué había vuelto a usar su apellido de soltera tras el divorcio, ni mucho menos qué razones la habían impulsado a decidir instalarse a vivir en San Miguel de Allende. Su vida le pertenecía, al menos de momento. Esto último podía cambiar; en cuestión de veinticuatro horas, podía convertirse de nuevo en propiedad pública.

De modo que se limitó a decir:

– Motivos personales. Un asunto familiar. Un pariente sufrió un accidente de coche.

– ¡Cuánto lo siento! -dijo la mujer-. ¡Qué horror!

– No ha sido grave -la tranquilizó Miriam, recogiendo sus bolsas y avanzando hacia la terminal de vuelos nacionales, donde tendría que matar horas, hasta la salida del vuelo a Baltimore.

– No ha sido nada grave -le dijo el sargento por teléfono la tarde anterior, cuando Miriam comenzó a recuperarse de la conmoción. Como una persona a la que tiran de golpe a unas aguas profundas y heladas, Miriam tuvo momentos de aturdimiento y desconcierto, y quedó completamente abrumada. Tardó un poco en volver a centrarse, reaccionar, salir de nuevo a la superficie, buscar el modo de respirar profundamente otra vez.

– Me refiero al accidente de coche -dijo el hombre-. Naturalmente, las acusaciones que ha formulado son muy graves.

– Tendré que pasarme un día entero volando, pero si salgo a primerísima hora podría estar de regreso mañana por la noche -dijo Miriam. Sollozaba, pero su llanto no le impedía articular palabras, no le impedía pensar. Su cabeza repasaba vertiginosamente a todos sus conocidos de San Miguel, la gente que le debía favores, que podía hacerle alguno. Había un hotel especialmente bueno cuyos empleados estaban acostumbrados a tener alojada gente rica y por tanto caprichosa. Ellos sabrían la manera de reservarle un vuelo. El dinero no representaba un problema.

– Seguramente sería mejor que esperase usted… De hecho no estamos seguros…

– No, no, sería incapaz de esperar. -Y en ese momento lo entendió-: ¿Cree que podría estar mintiendo?

– Creemos que es una persona la mar de rara, pero sabe algunas cosas que solamente una persona que conozca a fondo el caso podría saber. Y estamos siguiendo algunos indicios nuevos, pero es todavía muy prematuro.

– Bueno, eso quiere decir que aunque no sea mi hija ha de saber cosas sobre ella. ¿Y Sunny? ¿Ha dicho algo de su hermana?

Hubo una pausa, una de esas pausas cargadas de tensión, y que permitieron a Miriam deducir que el hombre de la llamada telefónica tenía hijos.

– La mataron, según esta mujer, muy poco después de habérselas llevado a las dos.

En dieciséis años que llevaba viviendo en México, a Miriam no se le habían retorcido las tripas como en ese instante. Pero justo al oír esas palabras notó esa puñalada que suelen padecer los turistas cuando llegan a México. Durante treinta años se había permitido pensar algunas cosas: el descubrimiento de una tumba, una detención, el desenlace de la historia y, también, en algún reducto secreto de su alma, incluso la improbable posibilidad de volver a verlas. Todo, menos lo que acababan de decirle. Que hubiesen asesinado a una de sus hijas, pero no a la otra. Sus sentimientos eran tan contradictorios en ese momento que sintió como si su cuerpo pudiera derrumbarse de repente bajo el peso de aquella contradicción. Que Heather pudiese estar viva, con la promesa de encontrar las respuestas después de tantísimo tiempo. Y que Sunny hubiese muerto, y que el horror de las respuestas la alcanzara después de tantísimo tiempo. Contempló la expresión de su rostro en el espejo con marco de hojalata que coronaba el tosco mueble de pino, y pensó que iba a encontrar una cara bifurcada, la mitad con la máscara de la comedia, la otra con la máscara de la tragedia, todo en el mismo rostro. Pero su aspecto no difería mucho del de siempre.

– Iré. Y llegaré lo antes que sea humanamente posible.

– Por supuesto, nadie va a discutirle su decisión. Pero tal vez preferiría usted que averiguásemos adonde nos conducen las nuevas pistas. He enviado a un inspector a Georgia, a ver si puede comprobar algo. Detestaría la idea de hacerla venir a usted desde tan lejos…

– Mire, sólo hay dos posibilidades. Una es que se trate de mi hija, en cuyo caso desearía estar allí ahora mismo. Y la otra es que sea alguien que sabe algo de mi hija y que, por el motivo que sea, trata de sacar partido de esa información. Si fuera esto último, quiero enfrentarme a ella. Lo sabré. En cuanto la vea, saldré de dudas.

– Ya, pero un día más o menos no va a cambiar las cosas, y si nosotros solos somos capaces de desacreditarla…

Miriam comprendió que el policía no quería que viajase. Por la razón que fuera, no quería que se presentase allí enseguida, lo cual no hizo sino reforzar los deseos de Miriam de plantarse en Baltimore lo antes posible. Dave había muerto, toda la responsabilidad era ahora de ella. Haría lo mismo que habría hecho él de haber estado vivo. Se lo debía.

Veinticuatro horas más tarde, empujando un carrito con su equipaje por el pasillo rodeado de aquellas espantosas tiendas de aeropuerto, a Miriam le entraron las dudas. ¿Y si no era finalmente capaz de saber? ¿Y si su deseo de reencontrarse con su hija afectaba a su instinto maternal? ¿Y si su instinto maternal era una gilipollez? Siempre había tropezado con gente que se empeñaba en negar la solidez de su maternidad, los que de manera inconsciente y carente de sensibilidad no le daban esa categoría por la sencilla razón de que no había vínculos biológicos con las niñas a las que crió. ¿Y si esa gente tenía razón y a Miriam le faltaba ese sexto sentido? ¿No eran los intensos vínculos que había acabado teniendo con sus hijas adoptivas la prueba concluyente de que era una persona fácil de sugestionar? Se acordó de un gato que tuvieron en casa. Un magnífico ejemplar de gata doméstica tricolor. La hicieron esterilizar, y jamás tuvo crías. Pero un día la gata descubrió la foca de Heather, un muñeco de peluche francamente repulsivo, con un pelaje hecho de auténtica piel de foca. Fue un regalo de aquella extraña mujer que era la madre de Dave. El peluche era tan horrible que, de no haber sido un regalo de su madre, Dave no habría permitido que su hija lo tuviera en casa. Había llegado al extremo de prohibirle a su propia esposa que guardara un recuerdo de su vida en Canadá, un abrigo de castor que había sido de su abuela y luego de su madre, una cosa mucho más fácil de defender. Pero en esa familia a Florence Bethany se le permitían cosas que estaban prohibidas para todos los demás. La gata, se llamaba Eleanor, descubrió la foca y la adoptó, y la arrastraba sujetándola del cuello entre los dientes, como habría hecho con sus propias crías. La lavaba a lengüetazos horas y horas, y bufaba amenazadora a quien tratara de quitársela. Al final terminó dejándola hecha una basura. Tantos lametazos húmedos la pelaron del todo y convirtieron la foca en un espantoso pedazo de lona con forma de feto.

¿Y si el instinto maternal de Miriam era tan fiable como el de la gata Eleanor? Tras haber aprendido a amar a las hijas de otra mujer como si hubieran sido sus propias hijas, ¿cabía la posibilidad de que viendo a alguien afirmara sin dudarlo que era su hija, sencillamente porque se moría de ganas de que lo fuera?

¿Iba a agarrar un peluche de foca por el cuello y hacer como si eso fuera su hija?

Durante el año anterior a su desaparición, Sunny hacía cada vez más y más preguntas sobre su madre «de verdad». Se fue convirtiendo en una adolescente típica, con un temperamento difícil y constantes cambios de humor, y más que al «sol» que aludía su nombre hacía pensar siempre en un tiempo «tormentoso», y había adoptado la costumbre de aproximarse de puntillas a la historia de su adopción, para batirse en retirada enseguida. Quería saber cosas. No quería saber nada, todavía. «¿Fue un choque o había un solo coche en el accidente?», preguntaba. «¿Cuál fue la causa? ¿Quién conducía?» Las historias pulcras y amables que les habían contado durante la infancia estaban a un paso de convertirse en simples mentiras, y ni Miriam ni Dave sabían cómo actuar en las nuevas circunstancias. A los ojos de una adolescente como Sunny, no había peor pecado que la mentira, y bastaba con esa excusa para rechazar las normas y exigencias de los padres. De haber cedido y puesto en manos de Sunny todos sus engaños y toda su hipocresía, habrían perdido por completo su autoridad ante ella. Pero, tarde o temprano, tendrían que contarle la verdad, aunque sólo fuera para ayudarla a aprender la lección que no supo captar su madre biológica, para que supiera hasta qué punto puede ser fatal la desconfianza hacia los padres, o no apearse del orgullo tras haber cometido una equivocación. Si Sally Turner hubiese podido volver junto a sus padres cuando comenzó a necesitarlos, Sunny y Heather no habría llegado nunca a convertirse en las niñas Bethany. Y, por mucho que Miriam detestara la sola idea, esa circunstancia habría cambiado sus vidas para mejor. Y no debido a factores biológicos, sino porque si la madre de las niñas hubiese vivido también lo habrían hecho sus hijas.

La policía investigó muy a fondo a la familia del padre, pero al parecer ninguno de los escasos parientes vivos quisieron saber nada ni preocuparse por la descendencia de aquel joven tan violento. Era huérfano, y la tía que lo crió sentía mucha antipatía por Sally, de la misma manera que Herb y Estelle no habían apreciado en lo más mínimo al joven. Leo, o Leonard, algo así se llamaba. Tras la desaparición de las niñas no cabía la posibilidad de lamentar nada de lo que se hiciera por encontrarlas, pero a Miriam le disgustó profundamente que la policía anduviera rebuscando en el pasado del padre, mucho más que sus preguntas acerca de su propio comportamiento licencioso. Incluso Dave, partidario de que se avanzara en la investigación de las cosas más absurdas, rechazó hasta enloquecer que la policía anduviera fisgando por ese lado.

– Son hijas nuestras -le dijo más de una vez a Chet-. Lo que ha ocurrido no tiene nada que ver ni con los Turner ni con ese imbécil que nunca cuidó de las niñas. Estáis perdiendo el tiempo.

Cuando salía el tema, Dave se ponía medio histérico.

En cierta ocasión, años atrás, alguien -una persona que consideraban una amiga hasta que se produjo este incidente, el cual reveló que ni entonces ni antes había sido realmente una amiga de verdad- preguntó a Miriam si los hijos podían ser, biológicamente hablando, de Dave, si no cabía la posibilidad de que hubiese dejado embarazada a la hija de los Turner durante una relación erótica clandestina, y que luego hubiesen decidido todos ellos inventar aquella historia cuando Sally murió. Miriam se acostumbró finalmente al hecho de que nadie encontrara nunca el menor parecido entre ella y sus hijas, pero le resultó de lo más extraño que esa mujer encontrara alguna similitud entre las niñas y Dave. El tenía también el cabello claro, pero no lacio, sino muy rizado. Y la piel de Dave también era clara, pero sus ojos eran marrones, y sus huesos, muy distintos. Pero en repetidas ocasiones había gente que comentaba que las niñas «salían a su papá», y en tales ocasiones se producía en Miriam un momento de tensión, pues no quería negar esa posibilidad delante de sus hijas, pero no soportaba que ese dato quedara confirmado por su silencio. «Se parecen a mí -tenía ganas de decir-. Se me parecen mucho. Son hijas mías, yo las he educado. Serán como yo, pero mejores, más fuertes y más seguras de sí mismas, y podrán conseguir lo que quieran sin temor a parecer egoístas o codiciosas, que es lo que nos ha ocurrido a las mujeres de mi generación.»

Le quedaban cuatro horas, tenía que matar cuatro horas en un aeropuerto y luego otras tres horas de vuelo, y llevaba casi ocho horas desde que había salido de su casa: se había levantado a las 6 de la mañana para coger el coche que Joe le había conseguido, fue al aeropuerto más próximo, y luego hubo un retraso muy prolongado en el de Ciudad de México. En la librería del aeropuerto vio buenos libros, pero no se sentía capaz de centrar la atención en ninguno, mientras que las revistas le parecieron excesivamente triviales, demasiado alejadas de su vida. Ni siquiera conocía muy bien a ninguna de las actrices de cuyas vidas hablaban, porque había aprendido a vivir sin televisión por satélite. Todos los rostros y los tipos le parecieron escandalosamente parecidos, tan indistinguibles como muñecas de una misma colección. Los titulares se centraban en asuntos personales: noviazgos, divorcios, nacimientos. «¡Qué mérito tuvo lo que consiguió Chet!», pensó. Fue gracias a él que se mantuvieron alejados los periódicos. Y que los periodistas que les vieron se mostraron tan circunspectos, tan dóciles. Pero ahora sería inevitable que toda la historia saliera a la luz, que se hablara de la adopción, de su lío con Jeff, del dinero, de todo.

Aún interesaría, comprendió Miriam. «Aún interesaría nuestra historia.» Tal como era el mundo ahora, sería imposible que esa reunión, si finalmente se demostraba que era una reunión, permaneciera oculta en la intimidad. De sólo pensarlo casi le entraban ganas de desear que la mujer de Baltimore fuese al final una impostora. Pero el deseo no se sostenía mucho tiempo. Miriam lo habría dado todo -la verdad acerca de sí misma, por fea y desagradable que resultara, la verdad acerca de Dave y de cómo le había tratado ella-, habría regalado a quien fuera todo eso, y sin pensárselo dos veces, a cambio de poder ver de nuevo a una de sus hijas.

Cogió un montón de diarios populares, se los puso bajo el brazo y decidió que se los tomaría como si fuesen deberes, el texto futuro de su vida.

Capítulo 30

– ¿Crees que con esto se acabará? -preguntó Heather mirando por la ventanilla del coche.

Desde que subió, había estado tarareando bajito, aunque elevó el volumen de su voz cuando Kay enfiló la entrada de la carretera de circunvalación. Kay no estaba segura de que su acompañante tuviera conciencia de lo que hacía.

– ¿El qué?

– Que si en cuanto se lo haya contado se acabará todo esto.

Kay no era partidaria de las simplificaciones, ni siquiera tratándose de asuntos sin importancia, y además esa pregunta le pareció muy seria. «¿Se acabará todo esto?» Gloria no le proporcionó apenas información cuando la llamó y le pidió -en realidad le ordenó, porque hablaba como si Kay trabajara a sus órdenes, como si Gloria le hubiese estado haciendo favores, y ella, Kay, fuese la que estaba en deuda- que llevara a Heather al edificio de la Seguridad Pública a las cuatro en punto de la tarde. E iban a llegar con retraso porque Heather había estado dándole vueltas a la elección de la ropa que debía vestir para la ocasión. Se había mostrado tan caprichosa como su hija Grace a la hora de ir a la escuela, y casi tan imposible de satisfacer como la niña. Al final se conformó con una blusa abotonada de color azul pálido, y una falda de lanilla un poco ajustada y que, extrañamente, iba bastante bien con sus zapatones negros, y ésas fueron las únicas prendas de su limitado guardarropa que se mostró dispuesta a ponerse. Todo lo cual hizo reír interiormente a Kay, puesto que Heather daba la sensación de ser una de esas personas a las que no les importa su apariencia en lo más mínimo. Una pena, por cierto, porque era una mujer guapa a la que la naturaleza había tratado muy bien: pómulos marcados, una figura delgada de las que ni siquiera los años afeaban, buena piel.

– En cuanto al chico, si me preguntas por eso, todo sigue igual. Va mejorando despacio. Me parece que Gloria está muy segura de que, en relación con el choque, no habrá ninguna acusación grave.

– De hecho no pensaba en él.

– Oh.

A Kay le llamaba la atención que Heather pensara casi siempre en sí misma y en nadie más. Aunque seguramente eso fuera una consecuencia lógica de todo lo que le había ocurrido, suponiendo que Kay acertara en sus teorías. A partir de los escasísimos detalles que le había contado Heather hasta ese momento, Kay había llegado a la conclusión de que Stan Dunham había secuestrado a las dos niñas, pero que había decidido matar sólo a Sunny porque ya tenía quince años, y a esa edad ya no le interesaba. Y se había quedado con Heather sólo el tiempo suficiente para que, siendo como era un pedófilo, le siguiera resultando atractiva, aunque luego la retuvo unos años más hasta que Heather tuvo una edad en la que la experiencia era ya tan traumática que jamás iba a ser capaz de revelarla. ¿Por qué? Kay prefería no pensar en eso. De algún modo, aquel hombre supo convertir a Heather en su cómplice, logró que ella pensara que también era culpable de un delito. O quizás había logrado atemorizarla de tal modo que la niña jamás pensaría en la idea de contarle nada a nadie. A Kay no la turbaba algo que a los policías parecía preocuparles bastante, el hecho de que durante seis años más o menos Heather no hubiese tratado de huir ni de contarle a nadie lo que le estaban haciendo. Tal vez ese hombre le había dicho que sus padres habían fallecido, o incluso que se habían puesto de acuerdo con él para que se llevara a las dos niñas. Los niños eran seres maleables, sugestionables. A Kay le parecía lógico incluso que ahora Heather se resistiera a contar la historia con todos sus detalles. Porque la nueva identidad que se había forjado se había convertido en el elemento crucial de su supervivencia. No le parecía extraño que no hubiese querido confiar sus secretos a nadie, y mucho menos a gente que había trabajado en el mismo Departamento de Policía que su secuestrador.

– ¿Crees que habrán averiguado alguna cosa nueva? -preguntó.

– ¿Nueva?

– Quizás hayan localizado el cadáver de mi hermana. Les dije dónde estaba.

– Aunque lo hubiesen encontrado, tardarían semanas en hacer la identificación, y el día en que eso ocurra puedes estar segura de que saldrá en las noticias. Es prácticamente imposible abrir una tumba antigua sin que se entere la prensa.

– ¿Tanto tardarían? ¿No sería un caso de la máxima prioridad y lo harían más rápidamente, eso de identificarlo?

Era como si se sintiese insultada por no haber recibido el tipo de tratamiento del que se sentía acreedora.

– Sólo en las series lo hacen tan deprisa. -Gracias al trabajo que realizaba en la casa de acogida, la Casa de Ruth, Kay había conocido a una forense de College Park, y ella le había explicado por qué motivos, entre otros el escaso presupuesto con que su departamento estaba dotado, los forenses estaban muy lejos de realizar los milagros que la gente corriente esperaba de ellos-. Aunque hay algunas cosas que pueden decir desde el primer momento.

– ¿Cuáles?

Kay comprendió que la información que poseía no era tan detallada.

– Pues ciertos… por ejemplo, el tipo de daños que sufrió la víctima. Si se trata de una muerte a causa de contusiones o arma de fuego. Y también te dicen el sexo y la edad aproximada.

– ¿Y cómo lo saben?

– No lo sé con exactitud. Aunque ya se sabe que en la pubertad el esqueleto de las personas experimenta algunas transformaciones. Pero si vuestro dentista familiar aún vive, él podrá identificar enseguida a tu hermana. Tengo entendido que los dentistas son capaces de identificar su manera personal de trabajar de forma bastante sencilla.

– John Martielli -dijo Heather, y su voz sonó casi como si estuviera soñando-. Tenía la consulta en el primer piso, encima de la droguería. Y en la sala de espera había ejemplares de la revista Highlights, claro. Con la tira cómica de Goofus y Gallant. Si no teníamos caries, y nunca teníamos, nos dejaban ir a la vuelta de la esquina a comprar en la pastelería lo que quisiéramos, aunque tuviera montones de azúcar espolvoreado…

– ¿No tuviste nunca ninguna caries? -Kay pensó en su pobre boca torturada. Ese mismo año había tenido que soportar la tortura de que le reemplazaran todos los empastes, e incluso las coronas dentales comenzaban a presentar problemas, y Kay pensaba que todo se debía a las dificultades que habían empezado con su divorcio. Se había machacado las muelas hasta que al final hubo dos que se le partieron, y los pedacitos se mezclaron con trozos de la chocolatina que estaba comiendo en aquel momento. Saltaron las coronas, se produjo una infección que penetró hasta las raíces, y el dentista le dijo que seguramente no habría más solución que intervenir quirúrgicamente otra vez. Aunque no fuera culpa suya, Kay tenía la sensación de que sus problemas bucales la convertían, de una manera indefinida, en una persona no limpia, antihigiénica.

– No, yo no fui al dentista durante años y sin embargo tenía una dentadura perfecta. Ni siquiera me hice ningún seguro dental antes de cumplir los treinta. Ahora voy cada seis meses.

Abrió la boca mostrando los dientes: unas magníficas piezas dentales, unos huesos finos, una tendencia natural a no engordar, una piel magnífica… De no ser porque conocía la historia de Heather, Kay la habría odiado bastante.

– ¿Podrías parar el coche? -preguntó Heather llevándose la mano al estómago, como si le doliese.

– Llegamos tarde, pero si te has mareado o necesitas comer…

– Pensaba que podríamos pasar por el centro comercial.

– ¿El centro comercial?

– Sí, el de Security Square.

Kay se volvió para mirar a Heather. No es sencillo mirar a los ojos de la persona que ocupa el asiento al lado del conductor, sobre todo cuando el coche que conduces está entrando en el tránsito compacto de la carretera de circunvalación, pero tratando con su hija Grace había llegado a comprobar que el contacto visual estaba sobrevalorado. Por lo general, averiguaba más cosas sobre su hija cuando ambas miraban al frente a través del parabrisas. El centro comercial se encontraba más adelante, una salida después de la que estaba utilizando Heather el martes de esa misma semana cuando el agente de tráfico se detuvo a su lado.

– Querías ir allí, desde un primer momento, ¿es así?

– No es que lo quisiera conscientemente. Pero tal vez sí. En cualquier caso, quiero ir ahora, necesito ir, antes de hablar. Por favor, Kay, paremos allí. Al fin y al cabo, llegar tarde no es lo peor del mundo.

– Me preocupa más Gloria que lo que puedan pensar los inspectores. No valora el tiempo de los demás, sólo el suyo propio.

– La llamaré con tu móvil, le diré que llevamos algún retraso.

Sin esperar a que Kay aprobara su decisión, Heather cogió el móvil de la bandeja donde lo había dejado Kay al ponerse al volante, buscó en la lista de llamadas recibidas el número de Gloria y devolvió esa llamada. Manejó el móvil con agilidad, tan cómoda con la tecnología moderna como cualquiera de los hijos de Kay.

– Hola, Gloria, soy Heather. Ahora nos ponemos en marcha. El ex marido de Kay ha llegado tarde a por los niños, y, claro, no podíamos dejarlos solos. -Y, sin dar tiempo a contestar a Gloria, añadió-: Estaremos ahí en unos minutos.

«Una excusa brillante -pensó Kay-. Le ha echado la culpa a alguien desconocido por todos, a nadie se le ocurriría discutirlo.»

Necesitó apenas un segundo para pensarlo, pero esta idea y las consecuencias que de ella se derivaban pareció vibrar bajo sus neumáticos cuando torcía a la derecha para salir de la carretera de circunvalación y encaminarse a Security Boulevard.

– Estaba convencida de que las cosas empequeñecen cuando te haces mayor -dijo Heather-, pero es más grande de lo que yo recordaba. ¿Lo han ampliado?

Se encontraban en un amplio pasillo que, según Heather, era el sitio donde antiguamente se encontraba el cine, con sus dos salas. Siendo sábado, daba la sensación de que el centro comercial estaba semivacío, como semi- abandonado, pensó Kay, pese a que seguían estando allí las tiendas de siempre: Old Navy, una tienda de una cadena de discos, Sears, Hetch's, y otras que a ella no le sonaban de nada. En una esquina había desaparecido la tienda de unos grandes almacenes, Hoschild's, según decía Heather, y de las paredes no quedaba ni rastro, sólo quedaban las escaleras mecánicas. Que ahora servían para llevar a los compradores a los restaurantes asiáticos del piso superior. Le habían puesto el nombre de Plaza Seúl a la zona sur del centro comercial, según rezaba un cartel en una de sus fachadas, seguramente debido al gran crecimiento del número de inmigrantes asiáticos en la ciudad.

A Kay le dio la impresión de que la existencia de ese nombre en la placa era una muestra esperanzadora de que las cosas cambiaban y la sociedad se iba adaptando a los cambios. Era estimulante, en cierto sentido, que el condado de Baltimore necesitara tiendas especializadas como ésas. Pero a Kay no le entusiasmaban los centros comerciales en general, y menos aquél, tan dejado, deteriorado, olvidado.

Se preguntó qué pensaba Heather de lo que estaba viendo.

– Desde aquí se notaba el olor a palomitas de maíz -oyó decir a Heather-. Se notaba en toda esta zona. Es aquí donde debíamos esperar a papá.

Heather se puso a caminar con la vista baja, como si estuviera siguiendo una pista. Llegó a la principal explanada y torció a la derecha.

– Ahí estaba la tienda de órganos, junto a la librería. Y hacia el otro lado se iba a la tienda de máquinas de coser Singer, y por ese lado estaba también el Harmony Hut. Papá nos dijo que le esperásemos delante de la tienda de productos de régimen, la GNC, a las cinco y media. Él solía comprar allí levadura y caramelos de sésamo. En aquel entonces éste era un lugar muy bonito. Estaba lleno de gente, el ambiente era de fiesta.

Parecía como si Heather estuviera repasando los apuntes con vistas a un examen. Pero, si era en efecto Heather Bethany, ¿por qué iba a preocuparse por la exactitud de sus afirmaciones? Y si no lo era, la sola visión de los muchos cambios experimentados por el centro comercial ¿no era suficiente como para pensar que daba igual, que nadie iba a poder comprobar lo que ella recordara?

– Mira, los guardias de seguridad del centro comercial -dijo Heather deteniéndose para inspeccionar una cabina con paredes de cristal tras las cuales se veía a unos hombres de uniforme mirando diversas pantallas.

Kay pensó que tal vez Heather estuviera considerando que, de haber habido esa clase de agentes en aquella época remota, ellos las habrían salvado.

Y luego Heather prosiguió:

– Aquí vendían las palomitas… No, no, no… Es al revés. El ala nueva, esa donde han puesto Hetch's, me ha confundido. Claro, no es que el centro sea mayor que entonces, es que me he hecho un lío y creía que esta avenida era la otra.

Salió caminando tan deprisa que Kay casi tuvo que ponerse a trotar tras ella.

– Los cines estaban aquí -dijo, frenando en seco, dando media vuelta y reanudando su paso rápido enseguida-. Y si vamos por este lado… Eso es, ahora lo entiendo todo. Mira, ¿ves ahí, donde están las escaleras mecánicas? No es donde estaba Hoschild's, sino donde ese fin de semana estaban todavía construyendo J. C. Penney. Y aquí estaba la tienda de órganos, aquí trabajaba los fines de semana el señor Pincharelli.

Sólo que en ese local había ahora una tienda de ropa infantil especializada en prendas para bodas y fiestas, y que se llamaba Kid Go Round. La tienda siguiente era Touch of the Past, «Tope del Pasado», un nombre incomprensible para Kay hasta que comprendió que se dedicaba a la venta de recuerdos de equipos de baloncesto de las ligas sólo para negros, como los Homestead Grays y los Atlanta Black Crackers.

– ¿Pincharelli? -preguntó Kay.

– Sí, el profesor que daba clases de música en el instituto Rock Glen. Durante un tiempo, Sunny estuvo loquísima por él.

Heather se quedó por un momento ensimismada, balanceándose rítmicamente, tarareando bajito para sí, como antes en el coche, abrazándose, como si tuviera frío.

– Mira esos vestidos -dijo-. Son para la niña que le lleva el ramo a la novia, para el cortejo. ¿Tuviste una boda con todo eso?

– No exactamente -dijo Kay, sonriendo al recordar-. Nos casamos al aire libre, en el jardín de la casa de un amigo, en Severn River, y yo llevaba en la cabeza una corona de flores. Eran los años ochenta -dijo, como disculpándose-. Y yo tenía apenas veintitrés años.

– Yo no me casaré nunca, no quiero -dijo Heather utilizando un tono en el que no había ni rastro de queja ni de autocompasión, una simple constatación de hecho.

– Así no tendrás que divorciarte nunca -dijo Kay.

– ¿Verdad que mis padres se divorciaron? No acabé de comprenderlo del todo cuando alguien lo comentó. Se pelearon, vaya. ¿Fue por mi culpa?

– ¿Por tu culpa?

– Bueno, no sería por mi culpa, evidentemente. Pero como consecuencia… de lo que pasó. ¿Crees que se alejaron el uno del otro a causa del dolor?

– Me parece -dijo Kay, tratando de elegir las palabras con la máxima precisión- que el dolor y la tragedia tienden a magnificarlo todo, a dejar al desnudo fisuras que ya estaban ahí. Los matrimonios fuertes se hacen más fuertes todavía. Los débiles sufren más, y si no encuentran ayuda exterior, se rompen las parejas. Esa fue mi experiencia personal.

– ¿Insinúas que el matrimonio de mis padres, antes de que ocurriera, no era muy fuerte? -Habló ahora con fiereza, en tono de patio de colegio, tratando de defenderse instintivamente ante lo que le parecía que había sido un insulto dirigido contra sus padres.

– No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Hablaba en general, Heather.

Otra vez la sonrisa, la gratitud cuando alguien la llamaba por su nombre, el premio para alguien que la creía, más incluso de lo que lo hacía Gloria, alguien cuya entrega era completa, minuto a minuto.

– Siempre creí que había muerto todo el mundo. Siempre supuse que estaban muertos, todos menos yo.

Kay deslizó su mirada por las tenues faldas infantiles de los escaparates, la clase de ropa súper femenina que su hija Grace se negaba a llevar. «Siempre creí que había muerto todo el mundo.» Si hubiese sido así, habría resultado más sencillo mantener la mentira. Pero ¿era posible que, por librarse de ser acusada por un accidente de tráfico, alguien pudiese inventar semejante mentira? Si hubiese sido así, y a sabiendas de que el chico del otro coche no iba a fallecer, ¿no habría sido más sencillo retractarse? Habría sido perfectamente creíble. Al mismo tiempo, que Kay pensara estas cosas era quizá la prueba de que toda esa actuación estaba perfectamente estudiada.

Miró al frente y vio el reflejo de Heather en el cristal del escaparate de la tienda en la que antiguamente estaba el comercio de instrumentos musicales. Las lágrimas habían comenzado a resbalar por las mejillas de Heather, y todo su cuerpo temblaba con tal intensidad que le castañeteaban aquellos dientes sin caries, perfectos.

– Aquí comenzó todo -dijo-. En cierto sentido, empezó aquí.

Capítulo 31

El barrio de negocios de St. Simons, que la gente de Brunswick llamaba el «village», según un vecino de la ciudad que ayudó a Kevin Infante a encontrar el camino, era una zona horrible pero con encanto. En la calle principal había tiendas de cosas maravillosas, esas que se especializan en la venta de artículos que no sirven para nada a personas adineradas que reflexionan mucho antes de comprar, y que compran como principal pasatiempo de sus vidas. No eran tiendas de marcas lujosas, como en los Hamptons, el barrio en el que Kevin se ganó la vida como jardinero de millonarios en su adolescencia, pero era un lugar privilegiado en aquella ciudad horrible. Ahora entendía muy bien por qué Penelope Jackson no vivía en la zona de las islas, sino en la zona continental. Era obvio que los empleados que servían helados, servían jarras de cerveza y vendían los vestidos de color rosa y verde que dominaban los escaparates no podían pagar el alquiler en ninguna vivienda de aquellas islas exclusivas.

Organizó las cosas de manera que la visita a Mullet Bay coincidiera con el momento de los grandes atascos de tráfico al final de la tarde, y justo antes de que la zona fuese invadida por la gente de dinero que solía cenar en los restaurantes de las islas. El sitio donde había trabajado Penelope Jackson era el clásico lugar con ambiente para turistas, una variación del viejo tema del sueño americano en la línea de la cadena de restaurantes del cantante Jimmy Buffett: loros, bebidas tropicales, relajo total.

Parecía difícil que una mujer de cuarenta y tantos encajara en un sitio así, pues era el clásico sitio con clientela juvenil atendida por un personal uniformado con un polo y unos pantaloncitos muy cortos. La encargada, una chica de ojos color miel oscura y piel reluciente, resolvió el enigma cuando le explicó que Penelope no atendía las mesas, sino que era una de las cocineras.

– ¡Era genial! -dijo la encargada, con un entusiasmo prefabricado que parecía ser el tono en el que decía todas sus palabras, y con un acento supermoderno.

En la insignia de plástico que llevaba prendida justo encima de su perfecta teta izquierda decía «Heather», y la coincidencia le pareció a Kevin un portento de… bueno, de lo que fuera. Por otro lado, Heather era un nombre bastante corriente.

– Era una magnífica trabajadora -siguió la encargada-, podías fiarte de ella. Se quedaba hasta el último minuto, podías pedirle en una emergencia que atendiera en la barra si el camarero de siempre no se presentaba. A los jefes les habría encantado que no se fuera.

– ¿Y por qué lo dejó?

– Porque necesitaba un cambio, empezar de nuevo, sobre todo después del incendio y todo eso.

La chica, incluso cuando expresaba una pena de las de verdad, seguía mostrando un entusiasmo indomable, como si su belleza, el fino dibujo de sus miembros, le proporcionara una inagotable alegría de vivir. Infante imaginó por un momento lo que sería sentirse abrazado por esos miembros, bañarse en aquel luminoso narcisismo.

– ¿Conoce a esta mujer? -dijo, mostrando la foto de la supuesta Heather-. ¿Le suena su cara? ¿Recuerda haber visto alguna vez con Penelope a alguien que se le pareciera?

– No. Aunque… Nunca vi a Penelope con nadie, la verdad. Ni siquiera la vi con su novio. Hablaba de él a veces, y creo recordar que en una ocasión él vino a recogerla a la salida del trabajo, pero nada más. -Arrugó la nariz-. Un hombre bastante mayor, mala pinta. Coqueteó conmigo, pero a ella no se lo dije. Había tomado bastante cerveza.

– ¿Y le dijo Penelope adónde iba cuando se fue?

– No, a mí no me dijo nada. Nos avisó con la antelación necesaria, e incluso le montamos una fiesta de despedida al final de su último turno. Con pastel y todo. Pero, ya sabe, era muy reservada. Me parece… -La chica dudó, conmovedoramente sincera en su deseo de no andar hablando de lo que no debía, cosa que hizo que a Infante le pareciera aún más atractiva. Por desgracia, la gente a la que interrogaba solía más bien disfrutar de la idea de difamar a otros, haciéndolo por supuesto en nombre del cumplimiento de sus deberes cívicos, y mostrándose dispuestos a contar, sin que nadie les obligara a hacerlo, todo tipo de informaciones innecesarias y siempre calumniosas.

– ¿Era reservada, piensa usted, por la situación que vivía con su pareja?

Asintió aliviada, con energía. Santo Dios, qué ganas tenía Infante de echarle un buen polvo. Sería como… como tumbarse en una playa, sobre la arena más sedosa que se pudiese imaginar, cálida y agradable en lugar de rasposa. Todo en esa chica era dulce, la vida no había dejado en ella ni la menor mancha. Seguramente sus padres aún estaban casados, aún estaban enamorados. Debía de ser universitaria, y adorada por chicos y chicas por igual. Podía imaginar que se le posaban en los hombros unos pajaritos, como si fuese una imagen de Disney.

– Vino alguna vez… -continuó la joven encargada- con señales de golpes, con algún morado. Y yo, bueno, solamente la miré, y se me enfadó muchísimo. «No tienes que hacerte ninguna clase de ideas», me dijo. «No he dicho nada, Penelope», le dije. «Pero si puedo ayudarte en alguna cosa…» «No, Heather, no, no. Te he dicho que no es lo que te figuras, ha sido un accidente.» Y luego, bueno luego me dijo… -La chica tragó saliva, nerviosa, e Infante se esforzó por fijarse sólo en sus palabras, aunque de hecho pensaba más bien en la manera de decirle que saliera del restaurante, subiera a su coche de alquiler y se le montara encima-. «No te preocupes», dijo Penelope, «al final habrá valido la pena. Me saldré con la mía». Fue hacia primeros de noviembre.

– ¿Y qué significaban esas palabras?

– Le aseguro que no tengo ni idea. Nunca volvimos a hablar de eso. ¿Cree que yo tendría que haber hecho algo? ¿Haber avisado a alguien? ¿Tal vez haberla convencido de que tenía que pedir ayuda? Pero es que era una persona adulta, incluso mayor que yo. No veía la manera de ayudarla.

– No se preocupe, hizo lo que tenía que hacer -dijo Infante, y aprovechó la oportunidad y le dio unos golpecitos en el brazo. El instante se prolongó, no había en ella ninguna clase de rechazo.

– ¿Quiere que le sirva alguna cosa? ¿Comida, una copa? -La chica había bajado la voz un poco, el tono era casi insinuante.

– Será mejor que no beba. Dentro de una hora tengo que regresar al aeropuerto, y conduzco yo. He de pillar un vuelo de regreso a Baltimore.

Infante sorprendió a la chica lanzando una mirada disimulada a su muñeca izquierda.

– Hay muchos vuelos desde Jacksonville. Podría salir en el primer vuelo de la mañana, total, llegaría a la misma hora. Da lo mismo llegar a las 9 de la noche que a las 9 de la mañana.

– Sí, pero ya he dejado la habitación del hotel.

– Eso sería fácil, encontrar habitación no es complicado. En esta ciudad la gente es amable. Y St. Simons es divertido. Seguro que nadie le ha contado nada.

Se lo pensó. Desde luego que se lo pensó. Ahí tenía a una preciosa mujer que prácticamente le estaba prometiendo que le echaría un polvo en cuanto terminara su turno. Podía quedarse en el bar, tomarse una cervecita, disfrutar con antelación de lo que pasaría después mientras la veía ir y venir entre las mesas vestida con aquellos shorts de color caqui. Seguro que le perdonaría la cuenta del bar, o al menos escondería alguno de los tiquetes de las copas que se tomara. Y total, ¿cuál era la diferencia entre llegar el sábado por la noche o el domingo por la mañana? Según sus cálculos, a esa misma hora más o menos Nancy comenzaba a interrogar a la mujer que decía llamarse Heather Bethany. Le habían escamoteado el momento importante, y no era por su culpa. Bien, no había sido culpa de nadie, y desde luego que suya no lo era. En tales circunstancias, y las circunstancias comenzaban a configurarse en su mente, podía hablar de un pequeño accidente, una nadería en realidad, justo cuando salía hacia el aeropuerto, una minucia que fue suficiente para atraparle en la isla de St. Simons y le hizo perder el último vuelo de Jacksonville a Baltimore, ¿y quién iba a poder demostrar que no había ocurrido? A nadie le importaría que Infante no llegara de regreso hasta el día siguiente. Y no hacía ninguna falta que fuese un inspector como él quien recogiera en el aeropuerto a la mamá. Que se encargara un agente cualquiera de ir a buscarla, llevarla al Sheraton y hacerle compañía hasta que llegara el momento. ¡Seguro que a Lenhardt le gustaría que le contase más adelante su aventura con esa súper belleza sureña! «¿Te sirvieron una buena cena en el hotel?» «No, ¡pero me dieron una buena ración de chochito!»

Acarició la muñeca de la chica con la yema de los dedos, notó su vitalidad juvenil, la fuerza procedente del hecho de que jamás le hubiese ocurrido nada malo. A Kevin no le gustaban las vírgenes, pero aquella clase de inocencia nacida del hecho de que esa chica pensaba de verdad que gozaba de alguna clase de garantía, de un seguro gracias al cual su vida sería siempre maravillosa, un simple deslizarse sin obstáculos… Y a lo mejor sería así para Heather, esa Heather del sur. Quizá todas las personas a las que ella amaba o llegaría a amar morirían en la cama, mientras dormían, y a la edad apropiada. Quizá nunca tendría que sentarse a la mesa de la cocina con su marido, llorando al pensar en la cantidad de facturas que no les alcanzaba para pagar, o discutiendo sobre las decepciones que él le había hecho sentir. Quizás algún día llegaría a tener unos hijos que solamente le proporcionarían orgullo y alegrías. Quizás. Alguien tenía que vivir una vida así. ¿O no? En su trabajo no estaba especializado precisamente en las vidas de esa clase de personas, pero seguro que existían.

Deslizó la mano por su muñeca, la dejó caer, estrechó su otra mano pequeñita y le dijo adiós, cuidando de que ella notara, en su voz y en su expresión, cuánto lamentaba no quedarse.

– Oh -exclamó ella, sorprendida, pues sin la menor duda estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya.

– Tal vez en otra ocasión -dijo Infante, y de hecho quería decir: «Mañana, la semana que viene, probablemente volveré a casa con una mujer a la que habré encontrado en un bar, pero esta noche voy a meterme en el coche de alquiler y me portaré como un auténtico jugador de equipo.»

Cuando ya iba saliendo de la ciudad se paró en un restaurante barbacoa de la ciudad y compró una camiseta para Lenhardt. En el pecho llevaba un dibujo de un cerdo muy musculado que doblaba los brazos para mostrar el volumen de sus bíceps: LA MEJOR CARNE DEL MUNDO. Incluso haciendo esa parada en la que además se tomó un bocadillo de carne de cerdo, llegó tan tempranísimo al aeropuerto de Jacksonville que consiguió colarse en un vuelo anterior al suyo y en el que quedaban plazas vacías, un vuelo directo que le dejaría en Baltimore en la mitad del tiempo previsto.

Capítulo 32

– ¿Quiere una silla más cómoda?

– No, no hace falta.

A Willoughby le resultó embarazosa incluso la solicitud del sargento. No era ni lo bastante viejo ni tenía suficiente categoría como para ser digno de tantísima atención.

– Puedo buscar alguna mejor que ésa.

– Estoy bien.

– Será largo, y en esa silla acabará doliéndole todo.

– Mire, sargento -dijo el inspector retirado, tratando de parecer digno y estoico, aunque con la voz algo quebrada-, déjelo, estoy bien como estoy.

No era el mismo edificio en el que había trabajado durante casi toda su carrera, y lo agradeció. No había ido allí para visitar los pasillos del recuerdo. Era el árbitro, el juez de línea, estaba allí para decir si se jugaba bien o alguien cometía una falta. Tenía a sus pies un sobre de color ahuesado, y ligeramente polvoriento, esperando que llegara su momento. Eran las 4.30, una hora curiosa para comenzar un interrogatorio que prometía ser largo. A esa hora Willoughby notaba cierta modorra, le bajaba el azúcar en la sangre, y mucha gente de Baltimore comenzaba a pensar que ya se aproximaba la hora de la cena, o al menos la de ir a tomar unas copas, si tenían esa costumbre. Un rato antes, Willoughby había visto a la policía guapa comerse una manzana y unos trocitos de queso, que fue tragando con la ayuda de una botella de agua.

– Proteínas -dijo ella a modo de explicación al fijarse en que la observaban-. No te proporcionan una cantidad repentina de energías, pero te ayudan a aguantar durante mucho rato.

Willoughby deseó haber tenido una hija. Un hijo le habría gustado también, pero las hijas suelen cuidar de sus padres cuando éstos se hacen mayores, a diferencia de los chicos, a quienes, según había oído contar, solía absorberles por completo la familia de sus esposas. Si hubiese tenido una hija todavía tendría una hija. Y nietos. No se sentía solo, qué va. Y hasta hacía poquísimo tiempo había vivido felizmente. Disfrutaba de buena salud, buenos amigos, tenía el golf, y en caso de que hubiese deseado la compañía de una mujer, había en Edenwald unas cuantas que se habrían mostrado muy bien dispuestas. Un par de veces al mes se veía con sus viejos amigos, los compañeros de Gilman, en el Starbucks de York Road, situado donde antiguamente se encontraba la estación de tren, y hablaban de política y de los viejos tiempos. Hombres retirados que se reunían para comer, y cuya conversación era de lo más animada. Lo único que le entristecía era pensar que Evelyn había estado tantos años tan enferma y tan frágil que en realidad no la echaba de menos. Mejor dicho, se había pasado muchos años echándola de menos, toda la última década de su vida, y ahora que se había ido de verdad era más fácil lamentar su pérdida.

Una cosa curiosa de Evelyn era que no le gustaba oírle hablar de las niñas Bethany. Otros casos, incluso algunos con detalles más morbosos, no la molestaban tanto. En realidad, a Evelyn le gustaba que su marido se hubiera dedicado a aquel oficio. En los círculos sociales de la gente de su clase, ser policía le daba mucho tono, lo convertía en un hombre más sexy incluso, y a ella le encantaba ver cómo todas sus amigas pululaban a su alrededor, trataban de conquistar su atención, le asaeteaban a preguntas sobre su trabajo. Pero no soportaba el caso Bethany, la historia de las niñas Bethany. Willoughby llegó a la conclusión de que le rompía el corazón. No habiendo podido tener hijos, no soportaba la idea de oír hablar de otra pareja infértil que, tras haber conseguido unas hijas de manera casi mágica, se había quedado luego sin ellas. Pero esa tarde Willoughby se preguntó, y fue la primera vez que lo hizo, si lo que en realidad molestaba a Evelyn era el hecho de que su marido no hubiera sido capaz de resolver el caso. ¿La había decepcionado?


***

– Llegas tarde -le dijo Gloria a Kay en tono muy seco, y llevándose a Heather del codo.

– ¿Te ha contado Heather lo que ha pasado? -dijo Kay, diciéndose a sí misma que no estaba mintiendo, que simplemente se negaba a contradecir a Heather, para no delatar su mentira, una vez más, ¿cuántas veces más iba a tener que hacerlo? Trató de entrar con ellas dos en el ascensor, pero Gloria se lo impidió.

– No puedes subir, Kay. Podrías, es cierto, pero te meterían en cualquier oficina vacía.

– Ya lo sé… -dijo Kay, y volvía a mentir en apenas un minuto por segunda vez, aunque en esta ocasión sólo para que no se le notase su fastidio.

– Durará bastante rato, Kay. Serán horas. He pensado llevar a Heather en mi coche cuando terminemos.

– Eso sería dar un rodeo grandísimo para ti. Vives aquí mismo, y mi casa está en el extremo sur.

– Kay…

Se dijo que lo mejor sería volver a casa en ese mismo momento. Empezaba a identificarse demasiado con Heather, estaba saltándose demasiadas reglas. El hecho mismo de que Heather estuviese alojada en su casa -técnicamente no era su casa, pero sí en la misma finca-, podía acabar siendo motivo de reprimendas por parte de sus superiores, que la amenazasen con quitarle su carnet de asistente social. Estaba perdiendo el norte. Sin embargo, habiendo llegado tan lejos, no pensaba renunciar.

– Me he traído un libro. Jane Eyre. Estaré la mar de bien.

– ¿Jane Eyre? Ah… no he leído nada de ella.

Kay comprendió que Gloria había confundido el nombre del personaje con la otra famosa Jane del siglo XIX, la novelista Jane Austen. Probablemente, en el cerebro de Gloria no había sitio más que para su trabajo, sus clientes. Kay dudó si debía llevársela a un lado para decirle que habían ido al centro comercial. Dudó que Heather estuviera dispuesta a contárselo. Al final se quedó sola, sus ojos recorrieron a ciegas las páginas, sin ser capaz de meterse de verdad en Jane Eyre y su huida de Thornfield, la fría proposición matrimonial de St. John, las adorables hermanas que la tratan tan bien y resulta que son primas suyas.


No le gustó ver que en la sala había una mujer policía, pero trató de ocultar su irritación, su sorpresa.

– ¿Va a venir Kevin? -preguntó.

– ¿Kevin? -repuso la policía, una mujer rolliza, como si fuese un eco-. Ah, el inspector Infante. -Como si Heather no tuviera el derecho a tomarse esa clase de confianzas. «A esta mujer no le gusto. Le fastidia que yo sea delgada, y eso que es mucho más joven que yo. Quiere a Kevin para ella sólita»-. El inspector Infante ha tenido que salir de la ciudad. Ha ido a Georgia.

– ¿Y eso ha de tener algún significado específico para mí?

Gloria le lanzó una mirada furiosa, pero a ella no le importaba demasiado lo que Gloria pudiese pensar. Sabía lo que se hacía y lo que pensaba hacer.

– Ni idea. ¿Lo tiene, tiene algún significado para usted?

– No he vivido nunca allí, si eso es lo que insinúa.

– ¿Dónde ha vivido en los últimos treinta años?

– Apelará a la Quinta Enmienda si le haces esa pregunta -dijo Gloria sin perder un segundo.

– No estoy segura de que se pueda aplicar la Quinta En mienda en este caso, y te hemos dicho varias veces que podríamos llevar a tu cliente a declarar ante un gran jurado, concediéndole inmunidad en relación con el presunto robo, y… Da igual. -Nancy fingió no darle importancia.

«Te conozco, inspectora. Eres una chica buena, una de esas que acaba siendo la subdelegada del curso, o la delegada. La que siempre consigue un novio genial y juguetea con el collar durante las comidas, con apenas dieciséis años pero con el estilo de toda un ama de casa. Te conozco. Pero yo sí sé lo que es ser una novia adolescente, y sé que a ti no te hubiese gustado serlo. No te hubiese gustado en lo más mínimo.»

– No se trata sólo del aspecto legal de las cosas, lo hemos dicho hasta la saciedad -dijo Gloria-. Hablamos del fisgoneo, de meter las narices en todas partes. Si Heather diera detalles de su identidad actual, ¿verdad que al instante saldría la policía a preguntar cosas a sus compañeros de trabajo y a sus vecinos?

– Es posible. Seguro que analizaríamos todas las bases de datos a nuestro alcance.

«¿Y a quién coño le importa?»

Pero Gloria dijo otra cosa:

– ¿Crees que es una delincuente?

– No, no, qué va. Sólo que nos cuesta muchísimo comprender por qué razón no se presentó voluntariamente a contarlo todo hasta el día en que se vio metida en un accidente y supo que estaba expuesta a ser acusada de haber abandonado el lugar del suceso eludiendo su deber de auxiliar a los accidentados.

En ese momento ella decidió enfrentarse a la policía:

– No le gusto a usted.

– No la conozco siquiera, acabo de saludarla por vez primera -dijo Nancy.

– ¿Cuándo regresará Kevin? ¿No tendría que ser él quien me interrogara? Si él no está, tendremos que volver a hablar de muchísimas cosas que ya le he contado.

– Es usted la que ha querido hablar hoy. Pues bien, aquí estamos. Adelante.

– Ésas fueron las últimas palabras que pronunció Gary Gilmore antes de su ejecución. Era en 1977. Seguro que usted ni siquiera había nacido.

– Nací precisamente ese año -dijo Nancy Porter-. Y usted, ¿qué edad tenía? ¿Dónde estaba y cómo fue que la muerte de Gary Gilmore le produjo tanto impacto?

– La pobre Heather tenía entonces trece años. De cara al exterior, se suponía que tenía más.

– «La pobre Heather.» ¿Llevaba una vida de perro?

– Créame, inspectora, mi vida era tan horrible que soñaba en vivir al menos una vida de perro.

Capítulo 33

5.45 de la tarde


– Sunny me dijo que podía ir con ella al centro comercial, pero que no me permitiría que anduviera detrás de ella toda la tarde. Pero al final, y quizá por llevarle la contraria, no me aparté de ella. La seguí, y me metí en el cine donde daban Huida a la montaña embrujada. Cuando comenzaron a poner los tráiler ella se levantó y salió. Pensé que había ido al baño, pero como empezaron a echar la película y aún no había regresado, salí a la entrada del cine, la busqué.

– ¿Estaba preocupada por ella? ¿Temía que le hubiera pasado alguna cosa?

La mujer -Willoughby no quería llamarla Heather todavía, aunque sólo fuera por un sentimiento de autoprotección, porque no quería depositar demasiadas esperanzas en esa mujer, en esa solución del caso-, la mujer reflexionó detenidamente antes de responder la pregunta. El policía retirado supo que estaba acostumbrada a pensárselo todo dos veces antes de dar una respuesta. Tal vez porque era una persona cautelosa, pero sospechó que a esa mujer le gustaba el dramatismo producido por sus pausas y sus dudas. Sabía que su interpretación tenía un público que no se limitaba a Nancy y a Gloria.

– La pregunta es interesante. Y la cuestión es que sí, sí que estaba preocupada por Sunny. Entiendo que pueda parecer extraño, siendo yo la pequeña. Pero Sunny era… no sé cómo decirlo, ¿ingenua? No es una palabra que yo hubiese conocido siquiera en aquel entonces. Pero sí sé que me sentía obligada a protegerla, y cuando vi que no regresaba me sentí preocupada. No se me ocurrió la posibilidad de que hubiese comprado la entrada para ver una película y decidiera no verla.

– Habría podido usted salir y pedir que le devolvieran el dinero.

Frunció el entrecejo, como dándole vueltas a esa posibilidad.

– Sí, claro. No se me ocurrió siquiera. Sólo tenía once años. Además, averigüé enseguida por qué había salido. Se había colado en la sala vecina, donde ponían Chinatown, una película para menores acompañados. No era sencillo colarse, porque había un solo hall para los dos cines y había vigilancia. Pero si te ibas al baño del otro lado y te colabas deprisa, no era difícil escapar a las miradas del acomodador. Lo habíamos hecho otras veces, para ver dos películas por el precio de una, pero nunca para ver una película no apta. Bueno, eso era algo que jamás se me había pasado por la imaginación. Yo era una buenaza.

Willoughby consideró la idea de colarse para ver una película para menores acompañados… ¿todavía lo hacían los críos actualmente? Por otro lado, ninguno lo haría en la actualidad para ver algo como Chinatown, una película sin desnudos ni nada parecido. Se preguntó si una niña de once años, en 1975, habría sido capaz de captar el tema del incesto, de enterarse bien de la complicada trama de compraventa de terrenos que era el núcleo de la historia.

– Total, que la encontré en la última fila, viendo Chinatown. Y se puso furiosa conmigo, me dijo que me largara. Y acabó llamando la atención del acomodador, que nos echó a las dos. Sunny estaba furiosa. Tan furiosa que me dio miedo. Y luego dijo que ya estaba harta de mí, que ni siquiera iba a comprarme caramelos como me había prometido, y que no quería volver a verme hasta que papá pasara a recogernos a las cinco y media.

– ¿Y qué hizo usted entonces?

– Pasear, mirar cosas.

– ¿Vio a alguien, habló con alguien?

– No, no hablé con nadie.

Willougby anotó algo en el bloc que le habían proporcionado. Ésa era la clave. Si Pincharelli se acordaba de ella, ella habría tenido que acordarse de Pincharelli. Era uno de los escasos detalles que el profesor de música acabó contando, y le costó bastante soltarlo. Dijo haber visto a Heather entre el público que le escuchaba.

Por fortuna, Nancy Porter también captó el detalle.

– Así que no habló con nadie, bien. Pero ¿vio a alguien, a alguna persona que conociese?

– No lo recuerdo.

– ¿Nadie cuyo rostro le resultara familiar, un vecino, algún amigo de sus padres?

– No.

– Así que no hizo más que andar por ahí, sola en el centro comercial, durante tres horas…

– Hace siglos que las niñas hacen precisamente eso cuando están solas en un centro comercial. Rondan por ahí. ¿No lo hizo usted nunca, inspectora?

Esta pregunta le ganó una mirada crítica por parte de Gloria, a la que no le estaba gustando la actitud combativa de su cliente. La inspectora Porter sonrió, sonrió de una manera luminosa, relajada, sincera, un tipo de sonrisa como su cliente jamás pudo esbozar, jamás en toda su vida.

– Claro que sí -dijo Nancy Porter-. Sólo que yo habría hecho eso mismo en White Marsh, y me habría acercado a la zona de los restaurantes, a la pizzería de Mamma llardo.

– Me gusta el nombre.

– Y hacían buenas pizzas.

Nancy se inclinó sobre su cuaderno y tomó muchísimas notas apresuradamente. «Puro espectáculo -pensó Willoughby-. Puro espectáculo.»


6.20 de la tarde


– Cuénteme otra vez lo que ocurrió al final de la tarde, cuando ya era la hora de encontrarse otra vez con su hermana.

– Ya se lo he dicho.

– Dígamelo otra vez.

Nancy tomó un sorbo de agua. Había invitado repetidas veces a la mujer a que tomara un refresco, hiciera un descanso para ir al baño, pero ella se había negado todas las veces. Mala suerte, porque de haber podido sacar sus huellas de un vaso, las habrían metido enseguida en la base de datos y en unos minutos habrían sabido si correspondían a alguien que estuviera fichado por alguna razón.

– Eran casi las cinco y regresé paseando a la zona central, bajo la gran claraboya verde, allí estaban las tiendas de comida. Karmelkorn, BaskinRobbins. Pensé que a lo mejor Sunny decidía finalmente comprarme alguna golosina. Decidí que, si no me compraba nada, les diría a mis padres que había intentado ver una película no apta. Como fuera, iba a conseguir lo que yo quería. En aquella época… en aquella época era muy lista, sabía cómo conseguir lo que yo quería.

– ¿Y luego?

– No se imagina hasta qué punto la esclavitud sexual acaba quebrando la voluntad de cualquiera.

A Willoughby le gustó el modo en que la inspectora asintió con la cabeza al oír estas palabras, mostrándole su simpatía, pero al mismo tiempo no permitiendo que esta afirmación la apartara de su camino.

– Eran ya las… ¿Qué hora era cuando llegó a Karmelkorn?

– Ya se lo he dicho, casi las cinco.

– ¿Cómo supo la hora?

– Tenía un reloj con un Snoopy. -Lo dijo en tono de «ay, señor, lo que me aburro con todo esto…»-. Un reloj con la esfera amarilla y una correa ancha de cuero. Había sido de Sunny, en realidad, pero ella había dejado de ponérselo. A mí me hacía mucha gracia. Pero indicaba la hora con los brazos, y no permitía saber la hora con mucha precisión. Por eso sólo sé que eran cerca de las cinco.

– ¿Y dónde estaba Karmelkorn?

– Si me pregunta si estaba al sur o al norte, ni idea. Security Square tenía forma de signo más, pero uno de los brazos era mucho más largo que el otro. Y la tienda de Karmelkorn se encontraba en el brazo más corto, el que daba al sitio donde iban a inaugurar J.C. Penney, sólo que aún no lo habían abierto. Era un sitio perfecto para sentarse, aunque no comieras nada, el aroma era fantástico, olía a mantequilla…

– De modo que estaba sentada.

– Sí, al borde de una fuente. No era de esas que dicen que te trae suerte, pero la gente había echado monedas. Me acuerdo de que pensé qué podía ocurrir si yo trataba de pescarlas, si me buscaría problemas.

– ¿No me dijo que era usted una buenaza o algo así?

– Incluso a las niñas buenas se les ocurren esas cosas. Yo diría incluso que eso es lo que nos define. Siempre estamos pensando en las cosas que no nos atrevemos a hacer, pensando en dónde está la frontera, de manera que podemos acercarnos hasta el borde mismo, y luego declarar que somos inocentes hablando en términos estrictamente técnicos.

– Y Sunny, ¿era también una niña buena, una buenaza?

– No, era algo mucho peor que eso.

– ¿Qué cosa?

– Quería ser mala, y no sabía cómo.


7.10 de la tarde

Tras haber terminado Jane Eyre -«Me casé con él, lector. Estaba ciego, ¿qué otra oportunidad le quedaba?»-, Kay se dio cuenta de que no tenía ningún libro más. Seguramente guardaba alguno en el portamaletas del coche, pero no estaba segura de que la dejaran entrar otra vez en el edificio si salía. Podía preguntarle a alguien, pero le asaltó la timidez adolescente que nunca la había abandonado. Se quedó leyendo las notas del tablón de anuncios, los folletos que encontró sueltos por ahí. Los había que hablaban de cómo ayudar a la gente a combatir las drogas.

Estaba todavía preocupada por la repentina excursión al antiguo centro comercial, se preguntaba si tenía que haber informado a alguien. Se preguntaba también a quién debía ser fiel, si es que le debía fidelidad a alguien. Y si era mejor marcharse. Pero le esperaba una casa vacía del todo un sábado por la noche.


7.35 de la tarde


– ¿Quiere un refresco?

– No.

– Yo sí quiero algo. Volveré enseguida, ¿de acuerdo? Voy a por algo de beber. ¿Y tú, Gloria?

– No necesito nada.

Cuando se quedó sola con su cliente, Gloria le dijo:

– Nos están escuchando, que lo sepas. Pero si quieres que hablemos de forma privada, pídelo, no pueden impedirlo.

– Ya. No, gracias, todo va bien.


7.55 de la tarde

– Bueno, ¿dónde estábamos?

– Ha ido usted a por un refresco.

– No, quiero decir en qué momento del relato, y dónde estaba usted. Ah, claro, sentada en la fuente, pensando en las monedas.

– Un hombre me dio un golpecito en el hombro.

– ¿Cómo lo hizo? Muéstremelo.

– ¿Que se lo muestre?

Nancy se inclinó sobre la mesa que había entre ellas dos.

– Pongamos que yo soy usted. ¿Se le acercó por detrás? ¿Por qué lado? Hágamelo a mí.

Se levantó y se acercó a Nancy por la espalda, y le dio un golpe en el hombro izquierdo, con más fuerza de lo que hubiera hecho falta para imitar un golpecito.

– Y entonces se dio la vuelta y vio a ese hombre. ¿Qué aspecto tenía?

– Un viejo, yo lo vi así. Pelo muy corto, moreno y con canas. De aspecto corriente. Tendría unos cincuenta y tantos, pero eso lo averigüé más tarde. En aquel instante sólo pensé: «Es viejo.»

– ¿Le dijo él alguna cosa?

– Me preguntó si yo era Heather Bethany. Sabía cómo me llamaba.

– ¿Pensó que era raro que lo supiera?

– No. Yo no era más que una niña. Los mayores siempre sabían sobre mí cosas que yo no sabía que supieran. Los mayores eran como dioses. En aquel entonces.

– ¿Conocía a ese hombre?

– No, pero me enseñó la placa, y me dijo que era policía.

– ¿Qué aspecto tenía la placa?

– No sé, era una placa. No llevaba uniforme pero tenía una placa, y por nada del mundo se me habría ocurrido dudar de nada de lo que dijera.

– ¿Y qué dijo?

– «Tu hermana se ha hecho daño. Acompáñame.» Y le acompañé. Le seguí a lo largo de un pasillo, por la zona de los servicios. Y al final había una salida con un cartel que decía «Salida de emergencia exclusivamente». Y lo nuestro era una emergencia y no me extrañó nada que saliéramos por ese sitio en lugar de hacerlo por las entradas normales.

– ¿Sonó una alarma?

– ¿Una alarma?

– Cuando alguien sale por una puerta donde dice que es sólo para emergencias, normalmente suena una alarma.

– No recuerdo que sonara nada. Quizás él la había desactivado. O quizá no había alarma. No lo sé.

– ¿Dónde estaba ese pasillo?

– Entre el hall central y Sears. Era el pasillo de los servicios, y también donde hacían las encuestas.

– ¿Qué encuestas?

– Me lo dijo Sunny, me dijo que hacían preguntas a los clientes y te pagaban cinco dólares por contestar. Pero sólo te encuestaban si tenías al menos quince años. A mí no me hicieron nunca ninguna encuesta.


8.40 de la tarde

Infante entró en la habitación donde Willoughby y Lenhardt observaban el interrogatorio.

– ¿No se supone que tenías que estar en el aeropuerto, esperando la llegada de la madre? -le dijo Lenhardt, pero no lo dijo con ganas de tocarle los huevos, pensó Willoughby.

– He llegado muy temprano, y por lo que he visto en los monitores, el avión de ella llegará con dos horas de retraso. He pensado que me daba tiempo a venir y ver cómo iban las cosas.

– Nancy lo está dirigiendo muy bien -dijo Lenhardt-. Tomándose todo el tiempo del mundo. Ya lleva cuatro horas con ella, y todavía la está conduciendo poco a poco hasta el momento del secuestro, pero cuando ya está cerca, vuelve para atrás. La está volviendo loca. Esa mujer se muere de ganas de contarnos toda la mierda que vino luego. Por algún motivo…

Infante miró su reloj.

– Tendré que irme a las nueve y media hacia el aeropuerto. ¿Tendré tiempo de ver la escena principal?

Lenhardt cerró los puños con fuerza y giró las muñecas para quedarse mirando los dedos muy prietos.

– Yo diría que sí.


8.50 de la tarde


– Bien, salieron al exterior y… ¿estaba ya oscuro?

– No, aún hay luz. Es el veintinueve de marzo. Los días se iban alargando. Salimos…

– ¿No sonó ninguna alarma al abrir la puerta?

– Que no, que no sonó ninguna alarma en la puerta. Y afuera vi una furgoneta. El hombre abrió la puerta, y Sunny estaba dentro. Y antes de que supiera qué pasaba, antes de registrar que Sunny estaba tendida en el suelo y atada, antes de que comprendiera que no era una furgoneta de la policía, el hombre me agarró y me tiró dentro. Peleé, como puede pelear una niña, agité los brazos contra aquel hombre mayor. Pero fue del todo ineficaz. Me pregunto si… ¿Piensa que se llevó a Sunny hasta allí contándole la misma historia? ¿Y cómo es que nos conocía? ¿Tiene alguna respuesta para eso, inspectora? ¿Cómo es que Stan Dunham nos conocía? ¿Por qué nos eligió a nosotras?

– Stan Dunham vive retirado en una residencia de Sykesville. -Nancy hizo una pausa-. ¿Lo sabía?

– ¿Qué cree, que mantenemos una amistad por correspondencia?

Lo dijo cabreada, seca. Pero no parecía preocupada, pensó Willoughby. Habían estado pensando qué iban a decirle sobre Dunham. No era todavía el momento de explicarle que el hombre no estaba ya en situación de contradecir lo que ella contara. Pero no pareció que el hecho de que estuviera vivo le produjese tanta impresión como esperaban. Incluso suponiendo que estuviera diciendo la verdad, ¿no debería haber reaccionado con un sobresalto muy notable al saber que su secuestrador, el hombre que había destrozado su vida, estaba a solamente cincuenta kilómetros del lugar donde ella se encontraba en ese instante?

– De acuerdo, de acuerdo… Cuando él la cogió… ¿perdió usted alguna cosa? ¿Recuerda si se dejó algo atrás?

– ¿Cómo?

– Eso, que si se le cayó alguna cosa en ese momento.

La mujer miró con los ojos muy abiertos.

– El bolso. Claro, se me cayó el bolso. Luego lloré mucho por haberlo perdido. Sé que le parecerá a usted muy extraño, pero tirada allí, en la trasera de la furgoneta, era más sencillo llorar porque había perdido el bolso que pensar en…

Y rompió a llorar, su abogada le pasó un pañuelo de papel, aunque no eran lágrimas que un pañuelo de papel pudiera secar, manaban con la abundancia de la lluvia.

– ¿Puede decirme cómo era ese bolso?

– Que cómo era…

Al oírlo Willoughby tuvo que hacer un esfuerzo por no coger la mano del sargento. Por fin, ése era el momento, lo que él y Nancy habían planificado por la mañana.

– Sí, dígame cómo era ese bolso. Qué aspecto tenía, qué llevaba dentro.

Pareció que la mujer se parase un momento a pensar, y Willouhgby consideró que no era una buena señal. Esas cosas o se saben o no se saben.

Por vez primera intervino la abogada.

– Venga ya, Nancy. ¿Se puede saber qué podría importar que te contara o no cómo era un bolso que tenía a los once años?

– Pues bien ha recordado con detalle el reloj de Snoopy, por ejemplo.

– Ocurrió hace treinta años. Todos olvidamos muchas cosas. Yo no me acuerdo ni siquiera de qué tomé para comer ayer al mediodía.

– Era de tela vaquera con un pespunte rojo -dijo la mujer con firmeza, alzando la voz por encima de la de su abogada-. Con unas asas de madera a las que la bolsa estaba unida con unos botones blancos. Por dentro había una base de tela fina y le podías poner varios forros por encima y así cambiaba de aspecto.

– ¿Y dentro, qué llevaba?

– Pues llevaba dinero, claro. Y un peine pequeño.

– ¿No llevaba llaves, lápiz de labios?

– La llave la tenía Sunny, y mis padres no me permitían pintarme todavía, sólo usar una crema para los labios.

– ¿Y ése es el inventario completo del contenido del bolso?

¿Qué?

– Un peine, crema para los labios, y dinero. ¿Cuánto?

– Casi nada. Quizás unos cinco dólares, menos lo que me costó la entrada del cine. Y no estoy segura de haber llevado en el bolso la crema de labios. Le he dicho que era lo único que me permitían usar mis padres. No me acuerdo de todo. Dios mío, ¿acaso sabe usted todo lo que lleva en el bolso hoy mismo?

– Un rollo de billetes de banco -dijo Nancy Porter-. Pastillas de menta. Un pañal… tengo un crío de seis meses. Lápiz de labios. Recetas…

– Bien, usted lo recuerda todo. Yo no. Mire, cuando me pararon en la carretera el martes por la noche, ni siquiera sabía por qué no llevaba el billetero en el bolso.

– Ya llegaremos a eso.


9.10 de la noche


– Bien, una vez en la furgoneta…

– Se puso a conducir. A conducir y conducir. Me pareció que conducía muchísimo tiempo, pero tal vez mi sentido del tiempo se había desconectado. Al final paró y bajó. Tratamos de abrir la puerta…

– ¿No estaba usted atada, como su hermana?

– No, el hombre tenía prisa. Me agarró y me echó dentro de un empujón. No tenía ni idea de cómo había engañado a Sunny.

– Sin embargo, acaba de decir «tratamos de abrir la puerta…»

– Porque la desaté, naturalmente. No iba a dejar que siguiera atada. Así que el hombre paró, tratamos de abrir la puerta, pero estaba cerrada por fuera. Y dentro de la furgoneta había una malla que separaba la parte trasera de la del conductor, así que por ese lado tampoco podíamos salir.

– ¿Gritaron?

Ella dirigió a Nancy una mirada inexpresiva.

– Me refiero a que si, mientras él había bajado de la furgoneta, se pusieron a gritar, trataron de avisar de que estaban allí.

– No. No sabíamos dónde estábamos ni si había ahí fuera alguien que pudiera oírnos. Y el hombre nos había amenazado, había dicho que nos pasarían cosas terribles… Así que no gritamos.

Nancy se quedó callada, mirando la grabadora. «Muy bien hecho», pensó Willoughby. Utilizaba el silencio como cebo, esperando a que esa mujer hablara.

– Estábamos en pleno campo. Se oían grillos.

– ¿Grillos? ¿En el mes de marzo?

– O algún ruidito extraño. Ruidos desconocidos para nosotras. Tal vez era la falta de sonidos. -Volvió los ojos hacia Gloria-. ¿Tengo que contar esta parte con detalle? ¿Es verdaderamente necesario? -Y a continuación, sin esperar la respuesta, comenzó a contar la historia que necesitaba, según ella, contar como fuera-: Nos llevó a una casa perdida en un rincón deshabitado del mundo. Una granja. El hombre quería… quería hacer cosas. Sunny se resistió, peleó, y él la mató. Creo que no pretendía matarla. Pareció sorprendido cuando se dio cuenta de lo que había pasado. Como si le entristeciera su muerte. ¿Es posible? ¿Es posible que le entristeciera? Quizás había tenido desde el principio intención de matarnos, a las dos, hasta que mató a Sunny y puede que en ese momento comprendiera que no estaba preparado para una cosa así. La mató, y luego me dijo que no permitiría jamás que me apartara de su lado. Que tendría que vivir con él y su familia, formar parte de ella. Y que si me resistía… bueno, dijo que si me resistía le obligaría a hacerme lo mismo que le había hecho a Sunny. «Está muerta», me dijo. «No puedo devolvértela. Pero sí puedo darte a ti una nueva vida, si no te resistes.»

Willoughby tuvo una visión, la de una carretera sobre la que reverbera, pesado y ondulante, el aire de un crepúsculo dilatado al final del verano. La historia contada por aquella mujer tenía algo que no le encajaba del todo, aunque no sabía qué. Las dudas habían comenzado con lo de los grillos, aunque ella había acabado echándose atrás. Willoughby sólo sabía una cosa, que el relato entraba y salía de la verdad, que mientras en algunos aspectos era de una gran precisión, en otros no lo era, más bien sonaba a inventado. Preparado para cumplir con ciertas expectativas. ¿Cuáles? ¿Con qué fin?

– ¿Le habló de su familia? ¿Hubo otras personas implicadas en todo eso?

– Ellos no lo supieron todo. No estoy segura de qué les contó a su esposa y a su hijo, quizá les dijo que yo había huido de casa, que andaba perdida por las calles de Baltimore, que, por la razón que fuera, yo no podía volver a mi casa. Todo lo que sé es que se fue a la hemeroteca y estuvo viendo periódicos antiguos hasta que encontró lo que necesitaba. La historia de un incendio que se produjo una vez en Ohio, unos cuantos años atrás. Murió en él toda una familia. Cogió el nombre de la niña pequeña y pidió un número de la Seguridad Social a ese nombre. Y así consiguió que me aceptaran como alumna de la escuela parroquial de York.

– ¿No necesitó más que un número de la Seguridad Social?

– Era una escuela parroquial, ya se lo he dicho, y les contó que eso era todo lo que yo tenía, que el incendio lo había destruido todo, que tardaría muchos meses en conseguir un certificado de nacimiento. Recuerde que había sido agente de la policía, una persona respetada. La gente trataba de caerle bien.

– De manera que le apuntó en ese colegio, y usted fue todos los días a clase, ¿y ni siquiera intentó contarle a nadie quién era usted y la clase de vida que tenía que llevar?

– No me llevó inmediatamente al colegio. Esperó al comienzo del curso siguiente, en otoño. Habían pasado unos seis meses, durante los cuales viví bajo su techo sin ningún tipo de libertad. Para cuando comencé a ir al colegio yo ya estaba rota. Durante seis meses había tenido que oírle decir que yo no le importaba a nadie, que nadie me buscaba, que dependía completamente de él. Era una persona mayor, y además era un policía. Y yo una niña. Le creí. Además, me violaba cada noche.

– ¿Y su esposa aguantaba esa situación?

– Cerró los ojos a todo lo que pasaba, suelen hacerlo muchas familias en casos así. O a lo mejor pensó que la culpa era mía, que yo era una prostituta infantil, que seducía a su marido. Qué sé yo. Con el tiempo te acabas insensibilizando. Era como un trabajo pesado que tienes la obligación de hacer. Una cosa que se esperaba de mí. La granja estaba a mitad de camino entre Glen Rock y Shrewsbury, y eso me sonaba como si estuviéramos a un millón de kilómetros de Baltimore. Nadie habló nunca de las niñas Bethany en aquel lugar. Era un suceso ocurrido lejos, en la ciudad. Y ya no quedaban dos niñas Bethany, sólo una.

– ¿Es ahí donde vive usted ahora? ¿Ha pasado todos esos años ahí?

– No, inspectora. -Sonrió-. Me fui hace mucho, al cumplir los dieciocho años. Me dio dinero, me metió en un autocar, y me dijo que tenía que valerme por mí misma.

– ¿Y por qué no regresó a Baltimore, por qué no buscó a sus parientes, por qué no empezó a contar lo que le había pasado?

– Porque yo ya no existía. Había sido todo ese tiempo Ruth Leibig, la única superviviente de un incendio ocurrido en Ohio, en la ciudad de Columbus. Adolescente normal de día, consorte de noche. Heather Bethany no existía. Nadie me esperaba en ningún lado.

– Así que ése es el nombre que ha utilizado, Ruth Leibig.

La mujer sonrió, esta vez una sonrisa muy ancha.

– No va a sonsacarme tan fácilmente, inspectora. Stan Dunham me adiestró muy bien. Aprendí a rastrear noticias en periódicos antiguos, a encontrar identidades que nadie iba a reclamar, a apropiarme de ellas. Ahora ya no es tan fácil como entonces, claro. Ahora la tarjeta de la Seguridad Social te la dan cada vez más y más temprano. Pero una persona de mi edad encuentra todavía muchísimos nombres de niñas fallecidas que puede utilizar sin grandes problemas. Y le sorprendería lo sencillo que resulta obtener certificados de nacimiento con tal de que poseas ciertas informaciones, muy básicas, y algo de… técnica.

– ¿Qué clase de técnica?

– ¿Y a usted qué le importa?

Gloria asintió.

– Mira, Nancy, te ha contado la historia. Ahora ya sabes lo que querías saber.

– Pues la cuestión es que no estoy segura -dijo Nancy-. Todos los indicios que nos ha proporcionado conducen a callejones sin salida. Esa granja donde ocurrió todo hace tantos años… Pues bien, los terrenos han sido parcelados hace tiempo para construir casas unifamiliares, y no se registró en ningún lugar que se encontrara ninguna tumba al hacer las excavaciones.

– Podéis hacer comprobaciones en la escuela parroquial, en las Hermanas de la Florecilla. Estará registrada Ruth Leibig.

– Stan Dunham se encuentra internado, se está muriendo…

– ¡Vaya! -dijo la mujer.

– Y su esposa murió hace al menos diez años. Ah, sí, y el hijo… El hijo murió en un accidente, un incendio, hace sólo tres meses. En Georgia. Por cierto, vivía allí con una tal Penelope Jackson.

– ¿Ha muerto? ¿Tony ha muerto?

De haber sido más joven, Willoughby habría saltado de la silla como impulsado por un resorte. Infante y Lenhardt, que estaban de pie en ese momento, tensaron sus cuerpos, se inclinaron hacia el altavoz a través del cual escuchaban la conversación.

– ¿Lo han oído…? -comenzó a decir Lenhardt.

Al mismo tiempo, pisando sus palabras, Infante hablaba también:

– Lo del padre no la ha sorprendido, y ni lo de Penelope Jackson ni la mención de Georgia parecen haberla afectado en lo más mínimo, pero lo del hijo no se lo esperaba. Y, aunque Nancy no lo haya pronunciado, ella conoce el nombre del hijo.

– Tranquila, Heather -decía Gloria al otro lado-. Por favor, Nancy, déjanos hablar un minuto.

– Claro, todo lo que necesites.

Nancy salió de la habitación, y prácticamente estaba pegando brincos cuando se reunió con los demás policías. Estaba orgullosa de sí misma, tenía motivos para estarlo, pensó Willoughby. Había hecho un buen trabajo. El olvido de Pincharelli era una omisión clave. Además, Miriam siempre había dicho que Heather se llevó esa tarde al centro comercial una cantidad bastante grande de dinero, porque la caja donde solía guardarlo en su habitación estaba vacía.

Pero con eso no bastaba. Él era el único de los presentes que sabía que no habían conseguido demostrar que esa mujer no era Heather Bethany. Hubiera apostado hasta su propia vida a que la mujer mentía, pero no lo podía demostrar.

– ¿Y bien? -dijo Nancy a los tres inspectores.

– ¿Qué piensa usted? -dijo Lenhardt, mirando a Willoughby.

El policía retirado se agachó, cogió el sobre que tenía a sus pies y lo abrió, aunque ya sabía qué contenía. Un bolso de tela vaquera de color azul, con un pespunte rojo. Dentro del sobre no se veía bien el color, los años lo habían desteñido un poco, pero era exactamente tal como ella lo había descrito. Todo, excepto el contenido. Pero eso era solamente porque no había nada dentro. Encontraron el bolso cerca de un contenedor, le habían dado la vuelta y en un lado quedó grabada la marca de un neumático. Siempre dieron por supuesto que Heather lo perdió en el momento de ser secuestrada, y que algún pillastre lo encontró tirado, sacó todo lo que había dentro, se quedó el dinero o las cosas que contenía y lo tiró.

Sin embargo, no podían contradecir el recuerdo de su contenido, ya que nunca lo conocieron. El bolso sí, era exactamente tal como ella lo había descrito. Ahora bien, si esa mujer era Heather Bethany, ¿por qué no recordaba haber visto al profesor de música de su hermana? ¿Cabía la posibilidad de que fuese Pincharelli el que había mentido? En los interrogatorios de Willoughby, ¿había dicho eso, lo que el inspector quería oír, a modo de tapadera para no contarle otra cosa que prefería que permaneciese en secreto? Pincharelli también había fallecido. Daba igual hacia donde miraran, los testigos habían muerto o estaban agonizando. Habían transcurrido treinta años, eso formaba parte del orden natural de las cosas. Dave ya no estaba allí. Evelyn, la esposa de Willoughby, tampoco estaba a su lado. La mujer de Stan Dunham, al igual que su hijo, ya no estaba. Penelope Jackson, fuera quien fuese, había desaparecido, y no había dejado tras de sí ningún rastro, sólo un Valiant de color verde. Y lo único que habían sido capaces de probar más allá de toda duda era que la mujer que se encontraba en la sala de interrogatorios no era Penelope Jackson. Pero esa mujer les había dado una descripción perfecta del bolso. ¿La convertía eso en Heather Bethany? Volvió a recordar el aire reverberando en un crepúsculo veraniego, el instante en el que supo que la mujer mentía.

– Hay que joderse -dijo Lenhardt.

– En fin, la madre estará muy pronto aquí-dijo Infante-. Habría sido mucho mejor no tener que someterla a esto, decirle, nada más aterrizar, que esta mujer miente, o que no. Pero al menos el ADN será concluyente. Cuando por fin lo tengamos. E incluso dándole la máxima urgencia, tardará uno o dos días.

– Ya… -dijo Willoughby-. Acerca de esa cuestión…


10.25 de la noche


El avión parecía roncar tan dormido como los pasajeros, la mayoría de los cuales estaban rotos y agotados debido al retraso de dos horas que llevaba aquel vuelo. En su butaca de primera clase, un lujo provocado por la necesidad de adquirir el billete en el último momento, Miriam no lograba conciliar el sueño, y contemplaba la alfombra de nubes que había debajo del avión. Tardaron bastante rato en atravesar la capa nubosa, pero al final vio Baltimore a sus pies, por vez primera en casi veinte años. Le pareció mucho más grande de lo que recordaba, que las luces se extendían hasta abarcar un área mucho mayor que antaño, pero la última vez que había tomado un vuelo que aterrizaba en la ciudad fue en 1968. En aquel entonces el aeropuerto ya se llamaba Friendship, y ese día Miriam regresaba de Canadá vía Nueva York. Era el verano posterior a los graves disturbios urbanos, y le había parecido buena idea llevarse a sus hijas a Ottawa, permitirles que disfrutaran de unas vacaciones especialmente prolongadas junto a sus abuelos. Iban muy elegantes para ese vuelo de regreso, les pusieron a las niñas unos vestidos iguales que la madre de Miriam compró en Holt Renfrew, unos trajecitos con estampado a listas y un cuello al que se sujetaban con presillas sendos pañuelos de seda artificial. Apenas llevaban veinte minutos de viaje cuando Sunny ya estaba hecha un guiñapo, mientras que Heather pisó el aeropuerto sin una sola arruga. En aquel entonces la gente que iba a recogerte se reunía con los viajeros en la puerta al lado mismo de la pista. Recordó que vio a Dave esperándolas, pálido y fornido de hombros, cansado de trabajar. Al cabo de unos años, cuando Dave le dijo que iba a dejar su empleo de funcionario para montar una tienda, Miriam le contestó que le parecía muy bien. Quería que estuviese contento. Aunque ella estuviera pasándolo mal, quería que Dave disfrutara de algún tipo de paz.

De repente, bajo el avión no había nada, una especie de abismo vacío, sin luces. A Miriam le dio un vuelco el estómago, algo parecido al «mal de Moctezuma» que padecían los turistas en México, y que ella no había padecido ni una sola vez viviendo allí. Buscó a tientas la bolsa para vomitar, pero no la encontró. Tal vez las compañías aéreas habían dejado de suministrarlas, tal vez se suponía que la gente ya no se mareaba en los aviones, al menos los pasajeros de primera. O tal vez otro pasajero anterior se la había llevado sin que las azafatas, generalmente muy atareadas, se hubiesen dado cuenta. De modo que Miriam hizo lo único que, en aquellas circunstancias, podía hacer. Tragar.

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