TERCERA PARTE

Jueves

Capítulo 11

– La cuestión -dijo Infante a Lenhardt- es que no parece una Penelope.

– ¿Y qué aspecto tendría una Penelope? -dijo el sargento, mordiendo el anzuelo.

– No sé. Rubia, con un casco rosa.

– ¿Cóoomo? El sargento alargó infinitamente la palabra.

– Quiero decir como en aquellos dibujos animados de hace años, esos en los que había una carrera de coches y te hacían creer que el resultado era incierto, ¿lo recuerdas? La guapa se llamaba Penelope Pit Stop. Pero no ganaba casi nunca.

– Eso es un nombre griego, ¿no? Bueno, disculparás que no esté tan puesto como tú en esas historias de Hanna Barbera, pero me suena que hay una famosa leyenda acerca de una tal Penelope, algo que tenía que ver con tejer y con un perro.

– ¿Tejer un jersey para un perro?

– No exactamente. Hablo de una historia de hace unos mil años, ignorante.

Apenas veinticuatro horas atrás, cuando Infante estaba todavía en la lista de los malos polis, la misma conversación habría sido ligeramente distinta: las palabras tal vez hubieran sido las mismas, pero habrían sido pronunciadas en un tono bastante menos amistoso. Lenhardt habría dicho las mismas necedades, pero habría insultado a Infante con muy mala intención, se habría cebado en su incultura, habría replicado a sus palabras con frases hirientes. Sin embargo, Infante volvía a ser uno de los polis buenos. La noche anterior se había quedado trabajando dos horas más de la cuenta, esa mañana había aparecido temprano y despierto pese a haber tenido que pasar por el depósito de bienes confiscados antes de llegar a la comisaría, y hacía solo un momento, trabajando en su ordenador, había conseguido localizar los datos del permiso de conducir que Penelope Jackson había obtenido en Carolina del Norte y que la policía del vecino estado les enviara por fax una copia de la foto de esa mujer.

Lenhardt trató de analizar la imagen, algo borrosa por haber sido ampliada en una fotocopiadora.

– ¿Es ella?

– Podría serlo. Teóricamente, sí podría. La edad, treinta y ocho años, no parece imposible, aunque nuestra dama esté diciendo que es algo mayor, cosa bastante rara hoy en día, por cierto. Tanto el color del pelo como el de los ojos son muy parecidos. En la foto lleva el cabello largo y en la vida real se lo ha cortado bastante. Y la mujer del hospital está bastante más flaca que la de la foto.

– Las mujeres se cortan el pelo muy a menudo -dijo Lenhardt, como lamentando esa circunstancia, en un tono de voz que parecía entristecido-. Y son muchas las que adelgazan bastante cuando cumplen los cuarenta, o eso me dicen. -La esposa del sargento estaba muy buena, aunque algo sobrada de kilos-. Pero me da la sensación de que no es la misma cara. La mujer de la foto tiene una expresión áspera y taimada. Y en cambio la de la mujer del hospital me parece más suave. Estoy seguro de que está mintiendo…

– Seguro. -Los policías sabían que la gente les mentía siempre.

– Pero no sé en qué me miente ni por qué. Si no es Heather Bethany, si es Penelope Jackson o cualquier otra persona, ¿cómo se le ocurrió mencionar un caso que quedó enterrado hace treinta años en el momento en que la detenían? ¿Y cómo es que encaja más o menos con la descripción?

Infante encontró en su ordenador otra ficha, esta vez perteneciente a una base de datos de todo el país en la que estaban registrados los niños desaparecidos. De hecho, no tenía ni idea de cómo se entraba en esos sitios, pero bastó una llamada de teléfono a Nancy Porter, su ex compañera de trabajo, para encontrar el modo. Y en la ficha estaban las dos niñas, Heather y Sunny, a los once y catorce años, y la última foto que les habían sacado en la escuela. Debajo de las fotos había sendos dibujos en los que alguien había tratado de mostrar cómo podían ser sus caras en la actualidad.

– ¿Se le parece? -dijo Lenhardt poniendo el dedo en la pantalla donde estaba la foto de Heather, y dejando la huella de su índice en el cristal, justo encima de la nariz de la niña.

– Bueno… Quizá. Sí y no.

– ¿Has ido alguna vez a una reunión de ex alumnos de instituto?

– Qué va. No me molan esos rollos. Además, yo estudié lejos de aquí, en Long Island, y ya no tengo ningún conocido ni amigo por allí.

– Hace unos años fui al treinta aniversario de mi promoción del instituto. La gente envejece de formas muy diversas. Algunos, la verdad, tenían la misma cara de siempre, sólo que con más años encima. Pero en otros casos era justo lo contrario. Hombres y mujeres por igual, en el rostro les notas que ya han arrojado la toalla. ¿Me entiendes, no? Lo han intentado muchas veces, y ahora ya han perdido la esperanza. Tías que habían sido animadoras del equipo de baloncesto y que ahora pesaban cien kilos; tíos que eran capitanes del equipo de rugby y ahora estaban medio calvos y con montones de caspa. Son muchos los que no se parecen en absoluto a lo que fueron.

– Seguro que te gustó eso de ir a una de esas reuniones acompañado de una esposa a la que le llevas quince años…

Lenhardt enarcó las cejas fingiendo sorpresa, como si jamás se le hubiese ocurrido que su mujer estaba buena. Por supuesto, Infante sabía que su jefe se moría por conseguir que la gente le lanzara miradas de envidia.

– Pero hay un tercer tipo de personas, un grupo formado sólo por mujeres -dijo el sargento-. Se las ve renovadas y mejoradas, tío. Mucho más guapas de lo que habían sido. A veces todo eso se debe a la cirugía plástica, pero no siempre. Son mujeres que se lo curran. Se tiñen el pelo. Se reinventan de cabo a rabo, y lo saben. Por eso van a esas reuniones, para que las mires y te enteres. Para saber su edad verdadera hay que mirarles los codos.

– ¿Y quién pierde el tiempo mirando los codos de las tías? ¿Qué clase de perverso eres?

– Quiero decir que es el único sitio donde ninguna mujer puede ocultar los años que tiene de verdad. Me lo contó mi mujer. A veces se frota los codos con limón. Corta el limón por la mitad, lo vacía, lo rellena de aceite de oliva y sal, se sienta en el tocador y levanta los brazos y empieza a frotarse. -Lenhardt imitó la posición para que Infante lo entendiera-. De verdad, Kevin, es como acostarte con una ensalada.

Infante no pudo contener una carcajada. El día anterior le habría costado mucho reconocer hasta qué punto se inquietaba cuando su jefe no le tenía en su lista de los buenos chicos. Solía reaccionar enfureciéndose sólo de pensar en lo injusto que era el sargento. Pero hoy se sentía redimido, le trataba como a un buen inspector que investigaba un caso interesante, y era innegable el alivio que eso le proporcionaba. Si esa mujer era efectivamente Heather Bethany, la policía se iba a apuntar un gran tanto. Y aunque no lo fuese, como mínimo era alguien que sabía muchas cosas acerca de un asunto importante.

– Lo que me ha llamado la atención es esto -dijo Infante revisando las notas que había tomado al pasar por el almacén de objetos confiscados-. Tenemos el coche, matriculado hace dos años en Carolina del Norte. Penelope Jackson ya no vive en ese lugar. Y la dueña del piso que tenía alquilado allí, he conseguido localizarla, me ha dicho que Penelope Jackson no era una de esas personas normales y bien organizadas que al irse dejaban unas señas donde localizarlas. Dijo que era una mujer que se pegaba a cualquier tío que le dirigiese la palabra, que trabajaba de camarera y cosas así. Y se fue de allí hace diez meses, pero ni actualizó la matrícula ni tampoco su permiso de conducir.

– Oh, sí, qué malvada… -ironizó el sargento-. ¿Cuánto tiempo estuviste viviendo en Maryland antes de que te acordaras de cambiar las señas de la matrícula de tu coche?

– No te puedes imaginar la pasta que le cobran a la gente de fuera de este estado cuando registras aquí cualquier cosa -dijo Infante-. Aunque, claro, tú eres un ciudadano de Baltimore de los de toda la vida, crees que has visto mucho mundo porque una vez te alejaste treinta kilómetros de la ciudad. En fin, esa mujer llevaba el asiento trasero del coche como si fuese el camión de la basura: envoltorios de hamburguesas, algunos bastante recientes, colillas, y eso que la mujer del hospital no es fumadora. Si lo fuera se le notaría el olor, y estaría hecha un manojo de nervios con el mono de la nicotina. El coche parece haber viajado mucho. Pero no hay ninguna maleta. Llevaba bolso, pero sin billetero ni dinero. Basura y los papeles del coche, nada más. ¿Cómo es posible que alguien viaje quinientos o seiscientos kilómetros sin llevar encima ni una triste tarjeta de crédito ni un rollo de billetes?

Lenhardt rodeó el asiento de Infante, pulsó un par de teclas del ordenador, saltó varias veces desde Penelope Jackson, vecina de Asheville, en Carolina del Norte, a Heather Bethany.

– Ojalá tuviésemos esos ordenadores de los polis de las series de televisión -dijo.

– Eso. Tecleas el nombre de Penelope Jackson y su última dirección conocida y se despliega ante tus ojos su vida entera. A ver si inventan de una vez unos ordenadores como ésos. Y las tías que los usan.

– ¿Y en las bases de datos del FBI? ¿Nada tampoco?

– Nada. Ni en los registros militares. Tampoco hay ninguna denuncia que diga que se trata de un coche robado.

– La verdad -dijo Lenhardt, repasando la información acerca de las niñas desaparecidas-, hay ahí un montón de información sobre las Bethany. Cualquier chiflado de esos que se obsesionan por los casos sin resolver podría haber estudiado esta desaparición y aprendérsela de memoria.

– Ya se me había ocurrido. Pero hay detalles que no aparecen ahí. Por ejemplo, no figura la dirección exacta donde vivía la familia Bethany, en Algonquin Lañe. Además, el coche patrulla que la detuvo… En su informe el agente dijo que la mujer hablaba de una farmacia que estaba en la confluencia de Windsor Mili y Forest Park. No hay ninguna farmacia en ese sitio actualmente. Pero he llamado al ayuntamiento y dicen que hubo una farmacia allí, justo en la época en la que las niñas desaparecieron.

– ¿Qué me dices? ¿Incluso has llamado a los del ayuntamiento para comprobar el dato? Tendré que nombrarte inspector del mes. ¿Has estudiado también los archivos del caso? Seguro que ahí tienes una cantidad de detalles enorme, y eso es algo que ningún navegante de Internet podría encontrar jamás.

Infante lanzó una mirada penetrante a su jefe, una mirada cargada de significado, una de esas miradas que solamente pueden cruzarse entre matrimonios que llevan muchísimos años juntos, o compañeros de trabajo que han compartido la misma burocracia durante décadas.

– No me digas que… -reaccionó Lenhardt.

– Ayer tarde pedí esos archivos, en cuanto regresé del hospital. No están en la comisaría.

– ¿Que no están? ¿Han desaparecido? No te jode…

– En el sitio donde tendría que encontrarse esa caja hay una nota. La puso un antiguo inspector, un tipo que luego ascendió a sargento y fue destinado a Hunt Valley. Le localicé y sus respuestas fueron bastante vagas. Al final reconoció que cogió la caja para dársela a su predecesor en el caso, un poli retirado, y que luego se olvidó completamente del asunto.

– ¿Respuestas vagas, dices? Menudo cabrón. A quién se le ocurre sacar esa caja del edificio… Pero, encima, ¿llevársela a un ex policía y olvidarse de todo? -Tanta estupidez hizo que Lenhardt negara con la cabeza, incapaz de dar crédito-. Y ahora, ¿dónde está la puta caja?

– La tiene… -dijo Infante, bajando la vista para leer el nombre en sus notas- Chester V. Willoughby IV. ¿Le conoces?

– El nombre me suena. Se retiró antes de que yo llegara a esta comisaría, pero a veces aparecía en alguna reunión de Homicidios. Era un tipo… digamos que atípico.

– ¿Atípico?

– Para empezar porque es el jodido número cuatro de una saga. ¿Has conocido alguna vez a un Nosecuántos IV? Y era un tío de buena familia, no trabajaba por la pasta. ¿Cuándo sacaron de aquí la caja?

– Hace dos años.

– Confiemos en que no haya muerto después de que se la dieran. No sería la primera vez que un poli retirado se obsesiona por un caso, se lleva todo el material a casa y luego hay que recurrir a un juez para recuperarlo.

– Joder, espero no convertirme jamás en un tipo de esa calaña.

Lenhardt fue a por la agenda de direcciones de la comisaría y empezó a hojearla buscando la dirección del agente retirado.

– Eh, oiga… Sí, ya espero. -Puso los ojos en blanco-. ¡Estoy en mi puta comisaría y me dicen que espere! Y no me tomes el pelo, Infante.

– ¿Qué quieres decir?

– Que todos sabemos que hay casos que te mantendrán obsesionado toda la vida. Si no te tropiezas con ninguno de ésos, eres un tipo con suerte. O un estúpido. A este poli le tocó un caso de los clásicos: dos niñas de aspecto angelical que desaparecen una tarde de sábado en pleno centro comercial, un sitio con centenares de personas rondando por allí. Mierda para el poli que no se obsesione por semejante historia. -Y, dirigiéndose de nuevo al teléfono-: ¿Sí? Sí, Chester Willoughby. ¿Tiene su dirección? -Evidentemente le pusieron de nuevo en espera, y con la mano izquierda hizo ademanes como de machacar a alguien, hasta que volvieron a hablarle por el teléfono-. Perfecto. Gracias.

Colgó. Sonreía abiertamente.

– ¿Qué es lo que te parece tan gracioso?

– Si en lugar de preguntar y esperar hubiésemos salido hacia allí, ya habríamos llegado. Vive en Edenwald, detrás de Towson Town Center. A quinientos metros de aquí.

– ¿Edenwald?

– Una residencia de gente mayor. Es tan cara que si pagas lo suficiente incluso te dejan morir en tu cama. Ya te digo que era de una familia con mucha pasta.

– Y los polis adinerados, ¿hacen más horas extras o menos?

– Probablemente trabajan más, pero no cobran las horas extras. Por cierto, ¿por qué no finges de vez en cuando que eres millonario y me haces unas cuantas horas extras sin cobrar?

– Ni lo sueñes.

– ¿Y si te doy un beso en los morros?

– Antes me dejo dar por el culo cobrando, tío.

– Lo cual te convertiría en un marica y una puta a la vez.

Infante se puso a silbar una canción, cogió las llaves y salió de la comisaría, verdaderamente contento.

Capítulo 12

– Buenos días, señora Toles.

A Miriam le gustaba que la saludaran en español. Sacó las llaves de su viejo bolso de cuero -un bolso «baqueteado» habría dicho si estuviese tratando de vendérselo a alguien- y abrió la puerta de la tienda. Le gustaba ese cambio que convertía «Tolls» en «Toles» debido a la dificultad de pronunciación de la palabra inglesa. Una palabra fea que sonaba a dinero, a peaje. Desde que vivía en México, y llevaba allí un montón de años, esa maravillosa transformación de su apellido de soltera, esa manera de decirlo que lo limpiaba del todo, le producía siempre una agradable sorpresa.

– Buenos días, Javier -respondió también en español.

– Hace frío, señora Toles -dijo Javier, frotándose los brazos. Tenía la piel de gallina.

En Baltimore, que una mañana de marzo amaneciera con un día así habría sido considerado por todos como un regalo del cielo. Y más incluso en el Canadá de su infancia. Pero en San Miguel de Allende aquella temperatura era peor que invernal.

– Puede que se ponga a nevar -continuó Miriam en español, y Javier se rio.

Era un poco bobo y se reía por cualquier cosa, pero a Miriam le encantaba que le costase tan poco reír. Antaño, antes de que pasara lo que pasó, Miriam era una mujer con muchísimo sentido del humor. Pero hacía mucho que no conseguía hacer reír a nadie, lo cual le parecía extraño, pues su ingenio no la había abandonado. Mentalmente podía reírse de muchas cosas. Ciertamente, se trataba de un ingenio algo malvado, siempre había tenido un carácter algo cínico, incluso cuando el cinismo parecía estar fuera de lugar.

Poco después de que Miriam comenzara a trabajar allí, Javier se había convertido en parte de la vida de Miriam y de la tienda. En aquel primer momento era todavía un adolescente, y se dedicaba a limpiar la acera a manguerazos, a limpiar los cristales sin que nadie se lo pidiera, y a decirles a los turistas en voz bajita que aquélla era la mejor tienda de todo el pueblo. El dueño, Joe Fleming, tenía sus dudas respecto a la ayuda que les proporcionaba Javier. «Seguro que entre la bizquera y el defecto en el paladar -decía- asusta a más clientes de los que convence para que entren», se quejaba a veces comentándolo con Miriam. Pero a ella le gustaba Javier, que sentía por ella un afecto inmensamente superior a lo que podían valer las propinas que le daba ella de vez en cuando.

– ¿Ha visto nieve alguna vez, señora Toles?

Miriam se acordó de su infancia en Canadá, de los inacabables inviernos en los que tenía la sensación de que su familia hubiera sido enviada al exilio, lejos de un clima más agradable. Nunca le dieron una respuesta satisfactoria cuando preguntaba a sus padres por qué se habían ido de Inglaterra para establecerse en Canadá. Luego saltó mentalmente adelante, hasta el temporal de nieve del año 1966 en Baltimore, una rareza que acabó siendo legendaria para los habitantes de la ciudad. Coincidió con el día en que Sunny cumplía seis años, y para celebrarlo habían ido ella, Sunny y seis compañeras de la escuela a ver Sonrisas y lágrimas en un cine del centro. Cuando entraron en la sala hacía sol, no había ni una nube. Dos horas más tarde, derrotados los nazis y convertido de nuevo el mundo en un lugar seguro, en especial para familias cantoras, salieron del cine y se encontraron con la ciudad blanca y a punto de ser declarada zona catastrófica. Dave y ella estuvieron recorriendo las calles de Baltimore para ir dejando a cada una de las niñas en su casa, llevándolas en brazos para entregárselas a sus padres, para que sus zapatitos de fiesta no se estropearan, ante la mirada aún llena de preocupación de cada papá y cada mamá. Luego rieron mucho recordando la situación, pero en su momento daba mucho miedo ir en la vieja ranchera que patinaba terriblemente mientras las crías chillaban de pánico en la parte de atrás. En cambio, a Sunny y a Heather siempre les pareció, cuando más tarde recordaban aquel día, que había sido una gran aventura. Los finales felices siempre producen ese milagro. Te permiten revivir unos hechos aterradores como si fuesen meramente emocionantes.

– No -dijo a Javier-. Nunca he visto la nieve.

Se pasaba el tiempo diciendo mentirijillas como ésa. Hacían su vida más fácil. En México no necesitaba mentir tanto como en otros lugares donde había vivido anteriormente, porque abundaban las personas que trataban de dejar atrás muchas cosas, mucha gente. Estaba convencida de que los demás expatriados como ella también mentían a menudo.

Miriam llegó a San Miguel de Allende en 1989 para pasar allí un fin de semana, y desde entonces no se había ido prácticamente nunca. Tuvo la intención de instalarse en una ciudad mejicana menos dominada por los estadounidenses, y sobre todo más barata, para no tener que trabajar y vivir de sus ahorros e inversiones. Pero dos días después de apearse del tren le pareció que no podría vivir en ningún otro lugar. Regresó enseguida a Cuernavaca para recoger sus pertenencias, y organizó las cosas para poder vender todo lo que había dejado atrás en Estados Unidos. De hecho comenzó con casi nada, compró una casita y se instaló allí con una cama y la ropa. Y al cabo de los años apenas poseía más cosas. Le gustaba así. Le gustaba tanto como la forma suave en que los mejicanos pronunciaban su apellido, y cada día podía disfrutarlo. Despertar en una habitación de paredes blancas desnudas y cortinas blanquísimas agitadas por la brisa. Los muebles, los pocos que tenía, eran de pino. El piso de azulejos permanecía desnudo. No había en toda la casa más colores que los de la loza, verde y azul muy vivo, toda ella adquirida a precio de rebajas en la tienda donde trabajaba. Suponiendo que decidiese mudarse algún día, empaquetar todas sus cosas le costaría apenas un día o dos. No tenía la más mínima intención de volver a mudarse, pero le gustaba pensar que sería sencillo.

En la casa de Algonquin Lañe había montones de cosas, estaba llena a reventar. Al principio a Miriam no le importaba. Más que nada porque eran sobre todo cosas de las niñas. Los chiquillos nunca viajaban con poco equipaje, ni siquiera en aquellos tiempos anteriores a las sillitas de seguridad de los coches. Los críos tenían juguetes y sombreros y mitones y muñecas y animales de felpa y unos espantosos duendes de plástico y, además, Heather poseía una famosa mantita que tendía a desaparecer y mantenía a la familia entera en vilo hasta su recuperación. Por no ser menos, Sunny tenía un amigo imaginario, un perro llamado Fitz. Curiosamente, Fitz solía perderse tan a menudo como la manta de Heather, una manta tan querida que hasta tenía nombre, pues Heather la llamaba Bud. Cada vez que Bud se perdía también se perdía Fitz, y encontrar a Fitz era más difícil incluso que localizar a Bud. Sunny subía y bajaba atropelladamente las escaleras, e informaba preocupada de cuáles eran los lugares en donde no lo había encontrado. «No está en el sótano.» «No está en el cuarto de baño.» «No está en tu cama.» «No está debajo del fregadero.» Para tratarse de un perro imaginario, Fitz requería de muchísimos cuidados. Sunny empezó a ponerle comida, negándose a aceptar que era una invitación que ni las cucarachas ni los roedores iban a rechazar. Y también dejaba abierta la puerta que daba al patio de atrás, por si Fitz necesitaba salir. Los días de lluvia Miriam llegó a imaginar que la casa olía a perro mojado.

En Algonquin Lañe había montones de cosas cuando la compraron. Fue adquirida en una subasta, tal como estaba, y justo entonces Miriam supo que tenía talento para las transacciones inmobiliarias. Eso de «tal como» quería decir, según pudieron comprobar muy pronto Dave y Miriam, que no todo lo que tenía que funcionar en la casa funcionaba, y que había sido una apuesta de cierto riesgo. Ni sabían tampoco que nadie iba a hacerse cargo de entregar la casa limpia. Durante muchos años había habitado en ella una anciana, y su estado era algo lamentable, se notaba que allí se había interrumpido de repente una vida larga, casi como si unos extraterrestres hubiesen entrado de repente y hubieran secuestrado a sus moradores. En la mesa había una taza con su platillo y su cucharilla, a punto para tomar un té que nadie llegó a preparar jamás. En un peldaño de las escaleras había un libro, que alguien pensaba subir o bajar. Los muchos muebles estaban cubiertos de fundas medio torcidas que esperaban que una mano amable las enderezase. A Miriam le recordaba la casa de Vendrán lluvias suaves, el relato de Ray Bradbury, una casa automatizada pero del siglo XIX. La familia que la había ocupado había desaparecido, pero la casa funcionaba por su cuenta.

Al principio, las cosas abandonadas por la antigua propietaria parecían un regalo del cielo. Parte de los muebles se encontraba en buen estado, la loza era de Lowestoft, demasiado buena para usarla todos los días y desde luego mucho mejor que la que Miriam reservaba para los días señalados. En el patio trasero las niñas descubrieron, enmohecidas, piezas diversas de juegos de té escondidos en sitios raros, entre las retorcidas raíces de los robles, bajo las ramas frondosas de las lilas. Un montón de tesoros que al poco tiempo comenzaron a parecerles opresivos. Tuvieron que sacar de la casa casi tantas cosas como tuvieron que meter. ¿Por qué habían dejado tantísima cacharrería? Llevaban viviendo allí dos meses cuando una amable vecina, sin que nadie le preguntase nada, les explicó que la anterior propietaria había sido asesinada en la cocina por su sobrino y heredero único.

– Por eso subastaron la casa -les dijo Tillie Bingham, la vecina-. Ella estaba muerta, y él, en la cárcel, así que nadie la heredó.

Y bajó la voz, aunque las niñas estaban lejos y no mostraban el menor interés por esa conversación a ambos lados de la valla, para añadir:

– Drogas…

A Miriam le dio tan mala impresión que trató de convencer a Dave de que pusieran la casa de nuevo en venta, aunque perdieran dinero. Con lo que sacaran, le dijo a Dave, sabiendo que la idea le gustaría, podían comprar una vivienda en el centro de la ciudad, por la parte de Bolton Hill, donde había aquellas mansiones deterioradas pero enormes. Eso ocurrió antes de que la gente rehabilitara los barrios céntricos, las casas antiguas que compraban por nada y convertían de nuevo en residencias magníficas. Y es que Miriam tenía un sexto sentido para eso de los inmuebles. Si Dave le hubiera hecho caso, habrían terminado poseyendo una casa muchísimo más valiosa, porque los precios de la zona de Baltimore Noroeste se mantuvieron estables durante muchos años.

Si se hubiesen ido a vivir allí las niñas, por supuesto, aún estarían vivas.

Ése era un juego secreto al que Miriam no podía dejar de jugar, por inútil que fuese. Cambiar la historia, modificando un detalle. No soñaba que cambiaba el día fatídico. Eso era demasiado obvio, demasiado fácil. El destino fatal de las niñas quedó sellado el día en que Sunny decidió ir a pasar la tarde en el centro comercial, y Heather se puso a dar la lata hasta lograr que la dejaran acompañarla. Pero Miriam pensaba que, retrocediendo un poco más atrás, podía hacerle trampas al destino. Si hubiesen puesto a la venta la casa de Algonquin Lañe, tal como Miriam quería hacer, si no la hubiesen llegado a comprar, la cadena de acontecimientos fatales habría cambiado. Se preguntó quién la había comprado luego, si sus actuales habitantes conocían la capacidad que tenía esa casa para provocar la muerte. Que se hubiese producido en la cocina un asesinato ya era grave, pero si un comprador llegase a conocer toda la historia de Algonquin Lañe… En tal caso ni Miriam habría conseguido vender la casa, y Miriam, en sus mejores momentos, era capaz de vender casi cualquier cosa.

Tener una adecuada visión retrospectiva de las cosas era muy fácil. Pero Dave se mostró tan miope volviendo la vista atrás como acerca del presente. Hablando con terceros, seguía diciendo cosas como que su problema, su maldición, había sido que eran felices. Que su vida era perfecta, y por eso tenía que acabar tan mal. Oyéndoselo contar a Dave, Algonquin Lañe era el auténtico Edén, hasta que una fuerza desconocida se cernió sobre sus vidas para destrozarlas y hacerles pagar culpas ajenas.

Incluso la prensa aceptó aquella versión de los hechos. En aquel entonces la gente era menos escéptica, había menos recursos. Actualmente, la conmoción producida por la desaparición de las dos hermanitas habría alcanzado las portadas de los telediarios nacionales, se habría convertido en una historia policíaca de salón para padres de familia que sabían muy bien dónde estaban sus hijos. Pero en aquel tiempo, la desaparición fue sólo una noticia local y apenas si mereció una mención de pasada en un reportaje de la revista Time sobre niños desaparecidos. Si el acontecimiento hubiese atraído mayor atención en todo el país, pensó siempre Miriam, seguramente se habría llegado a resolver el misterio, aunque también pensaba que la intrusión del gentío atraído por los medios les habría perjudicado. Probablemente ahora cualquier bloguero aficionado habría descubierto a Miriam dondequiera que se escondiese y habría revelado las deudas que pesaban sobre las finanzas familiares. Treinta años atrás la policía mantenía esos detalles en secreto, y el Equitable Trust se encargó de pagar la doble hipoteca. («¿Que tus hijas han desaparecido? No te apures, mereces vivir en una casa sin hipotecas.»)

La versión de Dave, sin embargo, el engaño tramado por él, fue bueno para su tienda y también lo fue para la carrera de la propia Miriam. Durante el primer año sobre todo, ella supo siempre en qué medida era su nombre conocido lo que atraía a los clientes por encima de todo lo demás. A menudo, mientras pronunciaba sus convincentes discursos y explicaba a los vendedores potenciales que su agencia les ayudaría financiando a cualesquiera compradores que necesitaran un refuerzo económico, Miriam acababa tarde o temprano observando que al menos uno de los dos, por lo general la esposa, la observaba detenidamente. «¿Cómo puede alguien seguir viviendo después de algo así?», preguntaban aquellas miradas. «¿Y qué podría una hacer? -respondía Miriam sin pronunciar palabra-. ¿Qué alternativa tiene quien ha sido víctima del destino?»

A veces deseaba que Dave pudiese verla ahora, trabajando en una tienda no muy distinta a la que él creó. Dave se reiría de la ironía implícita en la situación: ella, que tanto había detestado El hombre de la guitarra azul, dedicada a vender la misma clase de cerámica de Oaxaca que él intentaba sin éxito vender a la clase media de Baltimore, mucho antes de que se pusiera de moda esa clase de artesanía. Fuera como fuese, Miriam necesitaba un trabajo y, por muy poco interés que suscitara en ella el gusto del dueño de la tienda, como mínimo le cayó bien al instante. Joe Fleming era un tipo alegre y dicharachero, al menos en su relación con los clientes. Miriam supo en cuanto le conoció que esa alegría desbordante era una máscara, algo que servía para esconder un fondo triste y oscuro. Joe el Falso, le llamaba ahora. «Mira, vienen unos clientes -decía Miriam-, vamos a ponernos las caretas, como las que tenemos en el escaparate.» «¡Ahora mismo voy!», gritaba Joe, exagerando su cerrado acento tejano. Y si bien Miriam no compartía el gusto de Joe, sí era perfecta para vender esas cosas. El secreto de Miriam era que no le importaba nada. Gracias a su amabilidad natural y al buen aspecto que conservaba intacto desde siempre, con su melena morena marcada por algunas mechas plateadas, tenía una actitud mesurada y distante que lograba que los clientes entrasen en un frenesí comprador como si de esta manera pudiesen lograr que aquella dama les diera su aprobación, aplaudiera su buen gusto.

Esa mañana no había apenas trabajo. Los pajarillos del norte habían iniciado la emigración hacia latitudes más altas, faltaba aún una semana entera para que comenzase el jaleo de las vacaciones de Pascua. Miriam llegó a San Miguel de Allende precisamente la semana de Pascua de 1989, y había sido de forma puramente accidental. Antiguamente la Pascua era para ella una fiesta por completo secular, y sólo tenía que ver con la preparación de las tradicionales cestas y los huevos que Dave trataba de coger en el bosque de detrás de la casa. Ninguno de los dos se había criado en una familia muy observante de las costumbres religiosas. Miriam era «judía» y Dave «luterano» de la misma manera que ella procedía de una familia alemana y él de una escocesa. Y si bien muchos amigos les aconsejaron volver a la religión como manera de hacer frente al dolor, Miriam se hizo incluso más escéptica que antes tras la desaparición de las niñas. «La fe no explica nada -les dijo a sus padres-. La fe sólo te pide que esperes un tiempo a encontrar una explicación, que tal vez llegue, tal vez no, después de tu muerte.»

La fe que Miriam llegó a conocer era una cosa solemne, educada. Y el Quíntuple Camino, el rito que practicaba Dave, era una cosa muy privada y carente de intensidad. La religión era, en México, bastante más salvaje, casi ilegal. Se preguntaba si esa intensidad era consecuencia de los años en que el estado mejicano prohibió oficialmente las religiones, incluyendo el catolicismo tradicional, durante los años treinta, aunque la religión se siguió practicando de forma secreta. Pero esa teoría sólo emergió cuando ya llevaba en aquel país unos cuantos años, y se había sumergido en la lectura de libros como Vecinos distantes, de Alan Riding, o Los caminos sin ley, de Graham Greene. El día de su llegada a aquel pueblo sólo pudo percibir que la muchedumbre parecía respirar con la intensidad enorme del público que espera el comienzo de un concierto de rock, y se unió al gentío arrastrada por una curiosidad malsana. Por fin apareció la procesión, una escultura de Jesucristo de tamaño natural, encerrada en un ataúd de cristal, que sostenían encima de sus cabezas unas mujeres vestidas de negro y lila. A Miriam le produjo mucho rechazo aquella figura de Jesús tras el cristal, pero le gustó que las portadoras del ataúd fuesen mujeres. Era el Viernes Santo. El Domingo de Resurrección ya había decidido quedarse a vivir en San Miguel.

Aniversarios. Había una fecha, claro, un día exacto, el 29 de marzo, y habría sido normal llorar ese día la desaparición de sus hijas. Pero por alguna razón Miriam comprobó que su recuerdo se fijaba en el sábado situado entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. Un sábado que cada año cambiaba de fecha y que, sin embargo, por alguna razón se fijó en ella como el día importante. Había sido una locura fingir que ese sábado estaba trabajando. Hasta el propio Dave, siendo como era tan ingenuo, habría tenido que imaginar que ninguna vendedora de casas, ni siquiera la súper currante vendedora número uno de la agencia Baumgarten, podía estar trabajando ese sábado. No era un día adecuado para ir enseñando o visitando casas. Todo habría sido distinto si Dave no hubiese ignorado todas las pruebas de que su mujer andaba ligando con alguien, si le hubiese telefoneado una o dos semanas antes para preguntarle dónde se había metido. No lo hizo, seguramente, por miedo a que en realidad estuviese a punto de abandonarle. Y a esas alturas y después de tantos años, no sabía qué habría hecho, si lo habría dejado o no, en caso de que las niñas no hubiesen desaparecido.

Joe llegó tarde, aprovechando los privilegios del dueño.

– Son téjanos -dijo, señalando a su espalda; había un grupo de turistas mirando el escaparate, estudiando los diversos artículos con actitud escéptica. Pronunció la palabra como un viejo cowboy hubiera pronunciado la palabra «indios» en una película de las antiguas-. Ayúdame.

– Pero si tú también eres tejano -le recordó Miriam.

– Por eso precisamente no quiero tratar con ellos. Encárgate tú. Me voy a la trastienda.

Joe desapareció detrás de la cortina rojo encendido que separaba la tienda del taller que había en la parte de atrás. Con aquella cara enrojecida y el enorme tripón asomando por debajo de la camisa azul, su aspecto era enfermizo. Siempre tenía cara de no encontrarse muy bien. Miriam le conoció en 1990, imaginó que tenía el virus del sida, pero con los años sólo había ido engordando más aún, mientras que sus piernas seguían siendo tan flacas y aparentemente frágiles como antaño. Joe el Falso, el Rey de las Artesanías. Desde el principio ambos habían disfrutado de la misma política: no preguntes y no te preguntaré, y ahora llevaban quince años de buena relación y sin tratar nunca de intimidades. «Si no me haces preguntas no tendré que decirte mentiras. No me cuentes secretos, y no te contaré los míos.» Una noche, después de una fiesta con mucho alcohol, Joe fue rechazado por un chico joven al que llevaba tiempo cortejando, y hubo un momento en el que pareció estar a punto de contarle su historia a Miriam, de revelar todos sus secretos. Ella, al notar que Joe sentía la necesidad de confiarse, le dio la bendición que sin duda él andaba buscando, adelantándose a la innecesaria confesión.

– Mira, Joe, somos tan amigos que no nos hace ninguna falta entrar en detalles -dijo Miriam, dándole unos golpecitos cariñosos en la mano-. Lo sé. Lo sé… Pasó algo malo, algo de lo que nunca hablas con nadie. ¿Sabes una cosa? Haces bien en callártelo. La gente dice que hay que hacer justamente al revés, pero se equivoca. Hay cosas de las que es mejor no hablar. No importa lo que hicieras, no importa lo que pueda haber pasado: no debes justificarte, ni ante mí ni ante nadie. No debes justificarte ni siquiera ante ti mismo. Mantenlo bien escondido.

Y a la mañana siguiente, cuando volvieron a encontrarse en la tienda, Miriam supo con seguridad que Joe le agradecía el consejo. Eran unos buenos amigos y no tenían por qué contarse nada importante, y eso era lo mejor que podían hacer.

– ¿Es plata auténtica? -preguntó una mujer del grupo de los téjanos, abriendo la puerta de un empujón y agarrando de mala manera un brazalete del escaparate-. Me han dicho que hay mucha plata de imitación por aquí.

– Nada más fácil de averiguar -dijo Miriam, dándole la vuelta al brazalete y mostrándole el contraste.

Pero no le devolvió el brazalete a la mujer, siguiendo un truco personal. Lo guardó en sus manos, como si de repente no le gustara la idea de desprenderse del brazalete, como si hubiese comprendido que quería quedárselo ella. Un truco sencillo, pero que solía lograr que ciertos clientes no pudiesen soportar la tentación de comprar.

El grupo de téjanos resultó estar ávido de la joyería que había en la tienda, cosa bastante frecuente. Pero una de las mujeres tenía un gusto bastante más refinado que los demás, y se sintió atraída por un retablo de la Virgen de Guadalupe, una pieza que era una auténtica antigüedad. Al apercibirse de su interés, Miriam se le acercó, dispuesta a forzar la venta, y le contó la historia de aquella imagen, la leyenda de aquella toga que un campesino llenó de pétalos de rosa, los cuales, ante la sorpresa de un cardenal escéptico, ardieron de repente y se convirtieron en la imagen de la virgen.

– Es un retablo precioso -dijo la mujer-. Es precioso de verdad. ¿Cuánto vale?

Cuando el grupo salió de la tienda, acompañado de los efusivos saludos de Javier, apareció Joe.

– La verdad es que sabes vender mejor que nadie -dijo él.

– Gracias -dijo Miriam, olisqueando la brisa que se había colado por la puerta al salir los téjanos-. ¿No notas… verdad que hoy huele un poco raro ahí fuera?

– Es la humedad, nada más, cuando hace frío suele oler así. ¿O notas otra cosa?

– Huele a perro mojado…

«No está en el sótano», decía Sunny. «No está en el dormitorio.» «No está debajo de la mata de lilas.» «No está en el porche.» Los sitios en donde las cosas no están son infinitos, naturalmente. Y estar sólo están en uno. Miriam solía pensar que Fitz al menos habría encontrado el lugar donde estaban las niñas y se habría reunido con ellas para convertirse en su fiel guardián.

En cuanto a la manta de Heather, reducida a un pequeño cuadrado… había viajado con Miriam hasta México, ya no era más que un pedazo de tela azul desteñido que Miriam había enmarcado y guardaba junto a su cama. Nadie le había preguntado nunca qué era aquello. Y si se lo hubieran preguntado, Miriam no habría contado la verdad.

Capítulo 13

La energía de Infante, que no le había fallado en toda la mañana, comenzó a ceder cuando llegó en coche a la entrada de Edenwald. Las residencias de ancianos, por mucho que inventaran nombres refinados, no eran más que residencias de ancianos, y le ponían los pelos de punta. En lugar de girar a la derecha y meterse en el aparcamiento de la propia residencia, giró a la izquierda y se metió en el parking de la zona comercial, donde vio un restaurante de la cadena Friday. Estaba hambriento, era cerca de la una de la tarde. Tenía todo el derecho a sentirse hambriento a esa hora. Hacía años que no comía en un restaurante de esa cadena, pero las camareras llevaban el mismo uniforme de siempre, que les daba aspecto de árbitro de rugby, y que a él no le había gustado nunca. El árbitro, el que controla el tiempo y vigila que se cumplan las reglas: nunca le había hecho la menor gracia.

La carta contenía también muchos mensajes ambiguos, pues al lado de los platos con quesos de alto contenido en grasa y toda clase de cosas fritas también había muchos platos que se anunciaban como libres de grasas saturadas y demás productos de régimen. Su última mujer era una experta en el análisis de los alimentos y se los estudiaba para elegir con mucho cuidado, según el tipo de dieta que estuviera siguiendo en cada momento. Según las calorías, los hidratos, las grasas… siempre buscando algo que estuviera bendecido por algún santurrón de los regímenes de adelgazamiento.

«Hoy me porto bien», «Hoy me porto mal», decía la pobre Nancy, según los días. Lo único que Infante no echaba de menos de Nancy era toda esa interminable disección de lo que se llevaba a la boca. Un día le dijo que no tenía ni idea de qué era el mal, si creía de verdad que el mal era algo que se encontraba en los donuts.

Y pensando en todo eso dirigió una sonrisa a la camarera. No a la que estaba junto a su mesa, sino a la que se encontraba en la siguiente. Una sonrisa defensiva, de esas que dicen «sonrío por si acaso nos conocemos», pues le pareció una cara conocida, como si esa cola de caballo que arrancaba de lo alto de la cabeza le sonara de alguna cosa. Ella respondió con una sonrisa mecánica, sin mirarle a los ojos. Así que no, no la conocía. O tal vez -sería la primera vez que le pasaba- era ella la que ya no se acordaba de él.

Pagó la cuenta, decidió dejar el coche allí, y cruzó Fairmont Avenue para entrar en Edenwald. Había algo especial en el aspecto de esas residencias, algo que las delataba. No importaba que fuesen de las muy caras y lujosas, como aquélla, o que fuesen más bien un simple asilo para gente que estaba a un paso del hospital: todas olían a lo mismo, todas le estremecían. Con la calefacción demasiado alta, y frías al mismo tiempo, con aspecto de lugares demasiado cerrados y olor a desodorantes, a ambientadores que trataban de combatir el aroma a medicinas. Salas de espera para la muerte. Y cuanto más trataban de combatir esa realidad, como ocurría en esa residencia con todos esos folletos multicolores en la entrada -visita al museo, visita a la ópera, excursión a Nueva York-, más evidente se hacía. El padre de Infante pasó los últimos años de su vida en una residencia de Long Island, un sitio que no disimulaba su función y que prácticamente anunciaba a los que ingresaban: «Has venido aquí a morir. No tardes en hacerlo, por favor.» Al menos era una actitud honesta. Aunque, si podías permitirte el lujo de una residencia más lujosa, había que admitir que tenía alguna ventaja. Por ejemplo, que la familia no se sentía tan culpable.

Se detuvo ante la recepción, y se fijó en las mujeres que la atendían, todas tratando de averiguar si iba a ser uno de los visitantes que pasaban a menudo. También él se entretuvo en inspeccionarlas, pero no encontró nada notable en ellas.

– El señor Willoughby está en casa -dijo una recepcionista.

«Claro. ¿Dónde iba a encontrarse, si no? ¿Qué podía estar haciendo por ahí?», se preguntó Infante.

– Puedes tutearme. Los amigos me llaman Chet -dijo el hombre del jersey marrón. Parecía una prenda cara, quizá de cachemira.

Infante se había preparado para enfrentarse a una persona muy debilitada, un anciano, de modo que aquel hombre bien vestido y muy presentable le sorprendió. No había seguramente cumplido los setenta todavía, no era mucho mayor que Lenhardt, y parecía estar mucho más sano que el sargento. En algunos aspectos, seguro que más que el propio Infante.

– Gracias por haberme recibido aunque no haya anunciado mi visita.

– Has tenido suerte -contestó-. Suelo ir a jugar al golf a Elkridge los jueves por la tarde. Pero estos días de invierno tardío nos han obligado a dejarlo para la otra semana. ¿Es de Nueva York ese acento que me ha parecido notar?

– Algo queda aún. Bien poco, llevo doce años viviendo aquí y me lo han quitado a palos… Dentro de otros diez acabaré teniendo acento de Baltimore.

– Un acento de obreros, en efecto. Recuerda al cockney de los londinenses. Hay en esta ciudad familias que llevan cuatrocientos por aquí y no tienen en absoluto ese acento.

Superficialmente, aquel hombre le estaba diciendo una mamonada, subrayaba que su familia era adinerada y antigua, como remachando el clavo que había empezado a clavar mencionando el selecto club de golf.

Infante se preguntó si cuando era policía aquel tipo también subrayaba su pertenencia a las clases altas, si pretendía disfrutar de lo mejor de los dos mundos. Demostrar que era un poli, pero un poli que nunca permitía a sus colegas que se olvidaran de que no lo era por necesidad.

Suponiendo que su actitud hubiera sido ésa, la gente le habría odiado.

Willoughby se instaló en un sillón, el suyo de todos los días a juzgar por el lugar donde se encontraba la mancha de sudor que había dejado su pelo bien cortado. Infante se sentó en el sofá, un mueble comprado sin duda por alguna mujer: de color rosa e incómodo como un asiento en el puto infierno. Por otro lado, en cuanto cruzó el umbral del apartamento de su ex colega, Infante supo que hacía años que allí no vivía ninguna mujer. Estaba limpio y ordenado, pero denotaba una ausencia muy palpable. Ausencia de ciertos ruidos, de ciertos olores. Y los pequeños detalles, como la línea de grasa en el respaldo del sillón. Sabía cómo eran esas cosas por su propio piso de separado permanente. Enseguida podías deducir si había una mujer en la casa todos los días.

– Según nuestro registro, tienes en tu poder todo el archivo del caso Bethany. He venido a recuperarlo.

– ¿Que yo tengo en mi poder…? -Willoughby parecía confundido.

Infante se sorprendió, confió en que no fuese un caso de senilidad precoz, invisible a primera vista. Su aspecto era magnífico, pero tal vez se había ido a vivir a la residencia tan joven por culpa de algún problema mental. Sin embargo, pronto le disuadió de semejante idea la mirada astuta que lanzó mientras le preguntaba:

– ¿Ha habido alguna novedad?

Infante imaginaba que le iba a hacer esa pregunta, y estaba preparado para responderla.

– Seguramente no. Pero tengo en St. Agnes a una mujer…

– ¿Y esa mujer dice que sabe algo?

– Sí.

– ¿Dice que es alguien?

A Infante su instinto le decía que debía mentir. Cuanta menos gente estuviera enterada, mejor. No podía confiar en que ese hombre no comenzara a difundir la noticia por la residencia, aprovechando la circunstancia para alardear de sus días de gloria. Willoughby, por otro lado, estaba interesado en el caso. Podía tener alguna idea o intuición. Y por buenos que fueran los archivos, nunca se debían despreciar las buenas ideas.

– Lo que voy a contar no debe salir de este cuarto.

– Por supuesto -prometió enseguida, asintiendo enérgicamente con la cabeza.

– Esa mujer dice que es la hermana pequeña.

– Heather.

– Sí.

– ¿Y dice también dónde ha estado, a qué se ha dedicado, qué le pasó a su hermana?

– Por ahora no ha dicho casi nada más. Ha pedido un abogado, y ahora se han encerrado tras un muro de silencio, las dos. La cuestión es que, cuando ayer comenzó a soltar algún dato, dio a entender que estaba metida en una cosa muy complicada. Tuvo un accidente de coche en la carretera de circunvalación, con heridas graves en un ocupante del otro coche, aunque probablemente no haya sido culpa de ella, y huyó del escenario. La encontraron caminando por el arcén de la 1-70, ahí donde termina de golpe en pleno parque.

– A un kilómetro de la casa de los Bethany -dijo Willoughby en susurros, casi hablando consigo mismo-. ¿Está loca?

– Oficialmente no. Al menos, nada que pueda valorar así un examen psiquiátrico preliminar. Pero si quieres saber mi opinión extraoficial, la tía está como una cabra. Dice que tiene una identidad nueva, una vida nueva que ha de proteger. Dice que nos contará lo que ocurrió, pero que no revelará su identidad actual. Tengo la impresión de que hay más cosas por ahí debajo. Pero para conseguir que empiece a soltar algo necesito conocerme el caso de memoria.

– El archivo lo tengo yo -dijo Willoughby, en actitud acobardada. Tampoco mucho-. Hace más o menos un año…

– Esos archivos salieron de su sitio hace dos años.

– ¿Dos años? Señor, cómo cambia el paso del tiempo cuando no estás ya en activo. Antes he necesitado un segundo para decirte que era jueves y que los jueves suelo jugar al golf… En fin, cuando fuese… Leí una necrológica en el diario, y me hizo pensar, y quise revisar todo el caso. Ya sé que no tendría que haber retenido esos archivos, pero Evelyn, mi mujer, empeoró de repente en esa misma época y… Pronto tuve que pensar en otro fallecimiento. Ya no me acordaba de que tenía todos esos papeles en mi madriguera, pero seguro que los tengo yo.

Se puso en pie, e Infante comenzó a calcular lo que iba a ocurrir. El hombre trataría de coger la caja, bastante voluminosa y pesada, sin duda, y cargar con ella, y aunque el ex poli estuviera sano y fuerte Infante tendría que encontrar el modo de convencerle de que se la diera a él, sin que el hombre se sintiera ofendido. Había padecido esta clase de situaciones con su propio padre, cuando el viejo aún vivía en la casa de Massapequa, las veces en que se empeñaba en coger la maleta del portaequipajes del coche y entrarla él en la casa. Siguió a Willoughby y, como era de esperar, el hombre cogió la caja, la levantó sin dar tiempo a que Infante encontrara el modo de quitársela y, gruñendo y jadeando un poco, la dejó en el suelo, sobre la alfombra oriental de la salita.

– La necrológica debe de estar encima de todo, me suena que la dejé encima.

Infante abrió la tapa de la caja de cartón y encontró un recorte de prensa, del Beacon Ligbt. «Roy Pincharelli, de 58 años, profesor de instituto.» Tal como ocurría a menudo con las necrológicas, la foto era de mucho antes del fallecimiento, quizá veinte años antes. «La extraña vanidad de la muerte», pensó Infante. Era un hombre de ojos y cabello negros, una densa mata de pelo moreno en aquella foto, y tenía una pose algo solemne. A primera vista todo estaba bien. Pero si analizabas la imagen más de un segundo notabas ciertas fragilidades: el mentón débil, la nariz ligeramente ganchuda.

– Complicaciones de una neumonía -recitó de memoria Willoghby-. A menudo es la traducción pública del sida.

– ¿Era gay? ¿Y qué relación tiene eso con la desaparición de las niñas Bethany?

– Tal como dice la necrológica, este hombre fue durante muchos años profesor de música de la banda municipal y dio clases también en las escuelas de la ciudad. En 1975 era profesor del instituto Rock Glen, y Sunny era una de sus alumnas. Los fines de semana se sacaba algún dinero extra vendiendo órganos en la tienda de música de Jordán Kitt, en el centro comercial de Security Square.

– Vaya con los profesores y los polis y sus modos de sacar un dinero extra. Es increíble. Somos los levantadores de pesos pesados de nuestra sociedad, y necesitamos sacarnos algún sobresueldo por ahí. Las cosas no cambian.

Willoughby miraba inexpresivamente, incapaz de entender la ironía, e Infante recordó que era un hombre rico, que jamás había tenido que estirar el sueldo de poli para llegar a fin de mes. Un tipo con suerte.

– ¿Le interrogaste cuando la desaparición?

– Naturalmente. De hecho, me contó que esa misma tarde, a primera hora, había visto a Heather entre la muchedumbre, mientras él interpretaba canciones de Pascua.

– ¿No era profesor de Sunny? ¿Cómo es que conocía a Heather?

– La familia entera iba a los conciertos del colegio. Eran muy partidarios de la solidaridad familiar. Bueno, lo era Dave Bethany. Sea como fuere, Pincharelli dijo haber visto esa tarde a Heather entre el público. Y que se le acercó un hombre de unos veintitantos años, la cogió del brazo, empezó a decirle algo a gritos, y que ese hombre, tan rápidamente como había aparecido, se esfumó.

– ¿Y se enteró de todo eso mientras aporreaba el órgano?

Willoughby sonrió mientras asentía con la cabeza.

– Exacto. En sábado, un centro comercial es un sitio que está a reventar de gente. Así que es extraño que alguien se fije en un incidente como ése. A no ser que…

– A no ser que te estuvieras fijando ya en la niña. Pero dices que era gay.

– Me limito a hacer una inferencia.

A Infante le jodía el vocabulario lustroso que sacaba de vez en cuando el tipo, sin el menor asomo de ironía de ningún tipo. Tal vez hubiese sido en tiempos un buen poli a pesar de toda esa fanfarronería. De no haberlo sido, sus colegas le habrían vapuleado de lo lindo.

– ¿Y por qué razón podría un tío que es gay interesarse por dos niñas?

– Para empezar, el delito no tuvo por qué tener aspectos sexuales. Ésa es una conclusión obvia. Pero no es la única. Unos años antes, en el condado de Baltimore pero fuera de la ciudad, tuvimos un caso en el que un tipo pegó y terminó matando a una chica porque de algún modo le recordaba a su madre, a la que el tipo odiaba. Dicho esto, siempre me he preguntado si Heather vio algo ese día, algo que vio sin darse cuenta, pero que hizo que el profesor de música sintiera un ataque de pánico. Si era gay, sin duda en aquella época lo era de la manera más secreta que se pueda imaginar, y temía perder su empleo si corría la voz.

– ¿Y a partir de ahí desaparecen las niñas? ¿Cómo?

Willoughby suspiró.

– Al final, ésas son las preguntas que me formulo. ¿Por qué las dos? ¿Y cómo lo haces para llevártelas a ambas? Claro que podrías pensar que fue el profesor de música, y que primero agarró a Heather y la metió en algún lado, en la trasera de su furgoneta por ejemplo, y que después fue a por Sunny y cuando la encontró tenía una situación muy ventajosa. Era su profesor, alguien a quien ella conocía, en quien ella confiaba. Si él le hubiera dicho que le acompañara, ella habría accedido.

– ¿Conseguiste alguna vez romper su resistencia, que te contara la verdad?

– No. Su relato era coherente, si bien con la coherencia propia de los mentirosos. A lo mejor se la estaba mamando algún chaval en los servicios del centro comercial esa tarde, y temió que corriera la voz. En cualquier caso, siempre se mantuvo fiel a la primera versión, y además ahora ya ha muerto.

– Doy por supuesto que comprobaste las historias de los padres…

– De los padres, de los vecinos, de los amigos. Todo eso lo encontrarás ahí dentro. Hubo también llamadas con intentos de extorsión, gente que decía que tenía a las niñas en su poder. Nunca pudimos comprobar nada. Tan pocos indicios que era como para empezar a creer en abducciones sobrenaturales o de extraterrestres.

– Dado que te has leído tan minuciosamente hasta las necrológicas…

– Tú también acabarás haciéndolo algún día -dijo Willoughby con una de sus sonrisas de superioridad, extraordinariamente irritantes-. Antes de lo que crees.

– Sabrás si los padres aún viven, claro. A ella no le saqué nada.

– Dave falleció el año en que se retiró, 1989. Miriam se fue a Texas y después a México. Durante algunos años me enviaba felicitaciones navideñas…

Se puso en pie para acercarse a un mueble pulidísimo que Infante pensó que era uno de esos escritorios de señoritas, porque era diminuto e impráctico, con docenas de cajoncitos y una superficie inclinada para escribir, tan pequeña que no cabía en ella ni un portátil. En cualquier caso, al viejo hubo que recordarle que se había quedado la caja con todo el archivo del caso Bethany, pero no hizo falta ayudarle para encontrar dónde tenía el christmas. «Joder. Diga lo que diga Lenhardt, ojalá no me toque nunca un caso así.»

Hasta que se dio cuenta de que ya le había tocado uno de ésos, que tenía delante de sus pies una caja de cartón que contenía un legado que ahora le correspondía a él. Pensó en sí mismo al cabo de treinta años, pasándole la caja a otro inspector, contándole la historia de la Mujer sin Nombre y de cómo los mantuvo engañados un par de días y al final resultó ser una impostora. Y se preguntó si, cuando te metes en un caso como el de las niñas Bethany, logras salir de él algún día.

– Era un sobre alargado, y no recuerdo si llevaba remite, pero me acuerdo bien del nombre del lugar desde donde lo mandó. San Miguel de Allende. Mira ahí, menciona el nombre en el texto.

Infante inspeccionó la postal. En la cara anterior, sobre un fondo de pergamino, había un collage de una paloma verde recortada en un papel que imitaba una puntilla. Y al abrir, en tinta roja decía en español: FELIZ NAVIDAD, y debajo habían garabateado unas líneas. «Espero que esté bien cuando reciba esto. Para bien o para mal, San Miguel de Allende parece haberse convertido ahora en mi hogar.»

– ¿Cuándo la recibiste?

– Hace al menos cinco años.

Infante calculó rápidamente.

– El veinticinco aniversario de la desaparición.

– Probablemente Miriam lo hizo inconscientemente. Se esforzaba cuanto podía por alejar los recuerdos. Todo lo contrario que Dave. Para él, cada día de su vida era un homenaje consciente a las niñas.

– ¿Y fue después de la muerte de su marido cuando ella se mudó?

– No, qué va. Mi mujer siempre decía que tengo la costumbre de hablar a partir de un «contexto profundo», doy por sobreentendidas cosas que sólo yo sé, disculpa. Lo cual resulta aún más imperdonable cuando has estado amontonando los datos que forman ese contexto. No, Miriam y Dave se separaron al cabo de un año de la desaparición de las niñas, y ella volvió a usar su apellido de soltera, Toles. Nunca fue un matrimonio feliz, ni siquiera antes. Dave me caía bien. Le consideré un amigo. Pero nunca comprendió qué tesoro era tener a una mujer como Miriam.

Infante dio vueltas a la felicitación sin dejar de mirar el rostro del viejo. «Y tú, en cambio, sí llegaste a comprender qué clase de mujer era, ¿verdad que sí?» E Infante supo que lo que había conducido tan rápidamente a Willoughby hacia esa felicitación no era el dolor que le producía un caso sin resolver, sino otra cosa. Se preguntó cuál debía de ser el aspecto de la madre, si era una rubia de pelo luminoso como sus hijas. Había cierto tipo de polis, y Willoughby podía haberlo sido, que sentían gran pasión por esta clase de mujeres que vivían circunstancias dolorosas.

– Supongo que todos los datos médicos estarán ahí dentro.

– Todos los que había.

– ¿Qué quieres decir?

Las ideas de Dave acerca de los médicos eran, cómo decirlo, peculiares. «Menos es más», pensaba Dave de esa profesión. No permitió que a sus hijas les extirparan las amígdalas; en esto y en otras cosas se adelantó a su época. Y tampoco permitía que les hicieran placas de rayos X, creía que incluso la más pequeña dosis de radiación era peligrosa.

– ¿Quieres decir…? -«Joder.»

– En efecto. No hay más que un único juego de placas de las dentaduras de cada niña. El de Sunny a los nueve años, y el de Heather a los seis. Nada más.

Ninguna placa dental de mayorcitas, ningún registro del grupo sanguíneo, nada de nada. Infante no iba a poder contar con las herramientas corrientes en 2005, pero tampoco con las usuales en 1975.

– ¿Tienes algún consejo que darme? -preguntó, cerrando de nuevo la caja con su tapadera.

– Si la historia de la Mujer sin Nombre no se rompe en pedazos frente a las pruebas de este archivador, consigue que venga Miriam. Tráela, yo me fiaría de su instinto maternal.

«Seguro, y además, viudo y todo, te encantaría darle un buen abrazo de bienvenida.»

– ¿Algo más?

– No -dijo Willoughby negando con la cabeza-. Si te imaginaras… Sólo mirar dentro de esa caja, los sentimientos… Es muy poco saludable. He de contenerme para dejar que salgas de aquí con esa caja y no pedirte que me dejes acompañarte al hospital para interrogar a esa mujer. Sé tantas cosas de esas niñas, de sus vidas, sobre todo del último día. En cierto sentido estoy más seguro de las cosas que les pasaron que de muchos detalles de mi propia vida. Quizá las conozca demasiado. Sería magnífico que un par de nuevos ojos vieran ahí algo que ha estado mirándome fijamente todos estos años sin que yo me diera cuenta.

– Mira, te tendré al corriente. Si quieres. Pase lo que pase, te llamaré, te contaré en qué queda todo.

– De acuerdo -dijo el viejo en un tono que decía que no lo estaba en absoluto, e Infante tuvo la misma sensación que si estuviera obligando a tomarse una copa a alguien que le había jurado que necesitaba dejarlo pero no era capaz de hacerlo.

Imaginó que Willoughby estaba más intrigado que nunca, ahora que su viejo caso emergía de nuevo a la superficie. Sin embargo, vio que se volvía hacia la ventana y estudiaba el cielo, más interesado en apariencia en el clima que en las niñas desaparecidas.

Capítulo 14

– Heather…

– Dime, Kay…

Al escuchar su nombre el rostro de Heather se iluminó. Oírlo pronunciar era como volver a casa, como un reencuentro. ¿Por qué llevaba tanto tiempo sin que nadie la llamara así? ¿Qué había ocurrido, qué había pasado para no poder reclamar su propia identidad durante tantos años?

– Detesto tener que hacer estas cosas, pero hemos de poner unos cuantos asuntos en claro. Han de darte la baja laboral, hemos de preparar el seguro…

– Tengo un seguro, en serio. El hospital cobrará lo que sea. Pero lo siento, no puedo decirte el número de cuenta ni nada.

– Claro, lo entiendo. -Kay se detuvo un momento, pensó en esa palabra, una palabra que solía decir todos los días, automáticamente. Y que todo el mundo usaba siempre. Pero que raras veces era verdad-. En realidad, Heather, no lo entiendo. -Y notó en ella una luz repentina, una resurrección-. Pasara lo que pasase, la víctima en este caso eres tú. ¿Tienes miedo? ¿Tratas de ocultarte de alguien? Tal vez preferirías hablar con algún miembro del equipo de Psiquiatría, alguien con experiencia en desórdenes de estrés postraumático.

– Ya hablé con alguien, un señor extraño, bajito -dijo Heather poniendo una expresión de disgusto.

Kay estaba plenamente de acuerdo con esa descripción de Schumeier.

– Lo que hizo ese doctor fue un examen preliminar rutinario. Lo que te decía es que, en caso de que desees analizar con más detalle ciertas cosas, podría buscar quien te ayudara.

Heather sonrió sin la menor alegría, casi de forma burlona.

– A veces hablas como si fueses la jefa del hospital, como si los médicos tuvieran que obedecerte.

– No es así, no. Pero llevo tantos años trabajando aquí y he estado en tantos departamentos…

A Kay le costaba hablar, casi como si la hubiesen pillado diciendo una mentira, o alardeando injustificadamente de algo, que era lo que Heather había insinuado. De acuerdo con el examen psiquiátrico preliminar, Heather estaba mentalmente sana y de acuerdo con los criterios clínicos, pese a no mostrar apenas empatía ni siquiera interés por la gente. Pese a lo cual, y según estaba comprobando la propia Kay, captaba incluso detalles nimios con sorprendente velocidad. «Un señor extraño, bajito»: magnífica descripción de Schumeier. «Como si fueses la jefa del hospital.» Heather se fijaba mucho, y usaba sus percepciones para atacar a la gente.

Entró de repente en la habitación Gloria Bustamante, tan deslavazada como de costumbre, pero con una mirada escrutadora y luminosa.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó, instalándose en la única silla de la habitación. El tono era un poco agrio, seco.

– Del alta -dijo Kay.

– De Kay -dijo Heather.

– Un asunto interesante -dijo Gloria-. No Kay, claro, sino eso de darla de alta. Y eso que Kay es una persona fascinante, sin duda.

¿Podía afirmarse que su sonrisa era lasciva? ¿Había malinterpretado Gloria la actitud de Kay? ¿Sabía en realidad alguien cuáles eran las verdaderas tendencias sexuales de Gloria, o lo que solía decirse al respecto eran rumores tan infundados como las cosas que se decían de Kay a su espalda?

– Me di un fuerte golpe en la cabeza -dijo Heather, poniendo morros de niña pequeña-. Me he fracturado un hueso del brazo. ¿Por qué tendría que salir ya del hospital?

Gloria dijo que no con la cabeza.

– Mira, nena, aunque hubiesen tenido que amputarte la cabeza, los del hospital tratarían de sacarte de esta carísima cama de todos modos, y eso que te la van a cobrar como si fuese una suite del Ritz Carlton. Y como te niegas a contarnos con qué empresa te has hecho el seguro, el hospital se muere de ganas de echarte, no vaya a ser que al final no puedan cobrarle la factura a nadie.

– Los pacientes sin protección alguna, los indigentes, acaban resultando en costes más elevados para el conjunto de la sociedad -dijo Kay, no pudiendo evitar que a ella misma le molestara el tono mojigato en el que había dicho esa frase-. Es un mal uso de la cama hospitalaria. En circunstancias normales, un paciente como Heather habría sido retenida una noche, para tenerla en observación por lo del golpe en la cabeza. Pero no hay motivos médicos en este momento para que siga hospitalizada, y éste es un asunto que tenemos que resolver.

– El reloj avanza para todo el mundo: el del hospital, el mío -dijo Gloria-. El único que por ahora no está preocupado por la factura es el inspector Kevin Infante. Esta mañana me ha dicho que, si Heather decide no declarar ante un gran jurado, podrían retenerla a cuenta del abandono del lugar del accidente. No tengo mejor alternativa que solicitar que la mantengan en libertad vigilada.

Al oírlo Heather dio un brinco en la cama, y algo le dolió bastante al hacerlo.

– Por favor, no soportaría la cárcel, ni estar bajo custodia de la policía en ningún sitio. Me moriría. Te juro que me moriría.

– No te preocupes -la tranquilizó Gloria-. Ya le he dicho a Infante que, si quieren evitarse la peor publicidad del mundo, se ahorren la idea de tener a la niña Bethany encerrada.

– ¡Pero si lo que yo quiero evitar como sea es toda clase de publicidad! Decirles eso no sirve de nada…

– Ya sé que quieres evitarla. Ya lo sé. -Lanzó una mirada de soslayo a Kay-. Y la asistente social también lo sabe, para bien o para mal. Mira, Kay, voy a fiarme de ti, voy a creer que no vas a salir corriendo a contárselo a todo el mundo. He venido porque me has pedido ese favor, así que me debes una.

– Jamás en la vida…

Indiferente a la respuesta de Kay, Gloria prosiguió. Kay pensó que sería interesante que sometieran a Gloria a un examen psiquiátrico.

– Al final ha resultado que el chico del otro coche no está muy malherido. La primera impresión era horrible, temían que le hubiese afectado la espina dorsal, pero ya han podido sacarle de la unidad de Heridas Traumáticas y está en la UCI.

– ¿Qué chico? -preguntó Heather frunciendo el entrecejo.

– El del todoterreno que dio una vuelta de campana después de que lo rozaras con tu coche.

– ¿Chico? Yo no vi a ningún chico, me pareció que era una niña con unas orejeras de conejo…

– No iba ninguna niña en el coche -dijo Gloria-. Era un chico, y ha estado ingresado en Trauma.

Heather se incorporó en la cama.

– Además, yo no rocé a nadie con mi coche. Fue el todoterreno el que se golpeó ligeramente con el mío, y reaccionó dando un golpe de volante exagerado… La culpa no fue mía.

– Es muy sencillo defenderte con estos argumentos si después del accidente no sales huyendo, sino que aparcas en el arcén, allí mismo -dijo Gloria en tono muy seco-. De todos modos, con lo de tu herida en la cabeza podremos salir del aprieto, utilizaremos la defensa Halle Berry.

– ¿La de quién? -preguntó Kay, y las otras dos mujeres la miraron como si fuese una extraterrestre.

Gloria se acercó a la cama.

– El problema más acuciante ahora mismo es que la policía sigue insistiendo en que debes facilitarles el nombre y la dirección exactos que figuran en tu permiso de conducir. Si no lo haces, lo aprovecharán para encerrarte en relación con el accidente de coche. Por ahora he conseguido convencerles de que para ellos eres mucho más valiosa como testigo presencial de un caso célebre que como acusada de un accidente de circulación que en realidad no fue culpa de nadie. Pero están cada vez más inquietos.

«Tenemos que darles algo de comer, algún dato que sacie su hambre de momento. Y una cosa, Heather, ¿cuánto tiempo hace que no eres oficialmente Heather?

– Heather desapareció hace treinta años. La última vez que cambié de nombre fue… hace dieciséis años. Es la vez que he estado más tiempo sin cambiar. He sido quien soy ahora más tiempo que ninguna otra de mis identidades.

– ¿Penelope Jackson? -preguntó Kay, a sabiendas de que ése era el nombre que facilitó el policía de tráfico cuando Heather fue ingresada en el hospital el martes por la noche.

– No -dijo Heather en tono cortante, abriendo mucho los ojos-. No soy Penelope Jackson, ni siquiera conozco a ninguna Penelope Jackson.

– Entonces, cómo fue…

Gloria alzó la mano para impedir que Kay siguiera interrogándola, y al hacerlo era imposible no ver el malísimo estado de su manicura, lo poco que brillaban los diamantes de su anillo. Para que un diamante pareciera poco brillante a los ojos de Kay, pensó ésta, la cantidad de porquería que debía de llevar acumulada tenía que ser enorme.

– Confío en ti, Kay. Y necesito tu ayuda. Pero has de respetar ciertos límites. Hay cosas que, de momento, deben quedar entre Heather y yo. Suponiendo, y fíjate bien que digo «suponiendo», y que por tanto lo que voy a decir es especulativo, suponiendo que Heather hubiese obtenido su actual identidad de manera ilegal, diré que tiene derecho a proteger esa información de acuerdo con la Quinta Enmienda: nadie tiene por qué auto incriminarse. Ella trata de proteger su forma de vida, y yo trato de proteger sus derechos.

– Entendido, pero sin la información adecuada es más difícil ayudarla.

Gloria sonrió, pero sin ceder un ápice.

– Mira, Kay. No necesito que pongáis otra silla en esta habitación. Lo que necesito es que me proporciones un lugar donde Heather pueda alojarse mientras resolvemos esta situación. Necesito alojamiento y, tal vez, ayuda económica financiada por la administración, sólo a corto plazo.

Kay no se tomó la molestia de preguntarle a Gloria por qué no le prestaba ella misma dinero a su cliente ni por qué no se la llevaba a su propia casa. Cosas así eran anatema desde el punto de vista de la abogada, que ya había violado sus criterios habituales al aceptar la defensa de un caso sin que le adelantaran un buen fajo de billetes.

– Tu información es un poco antigua, Gloria. No ha habido ayuda económica de ninguna administración de Maryland para adultos solteros desde… mierda, al menos desde comienzos de los años noventa. Y para tener derecho a cualquier clase de ayuda necesitas papeles. Certificado de nacimiento. Tarjeta de la Segundad Social.

– ¿No hay algún sistema de protección a las víctimas? ¿No hay ninguna asociación de ayuda a las víctimas donde podamos enchufar a Heather?

– Las hay, pero no proporcionan ayuda económica, sino psicológica.

– La policía cuenta con eso -dijo Gloria-. Heather Bethany no tiene dinero, no tiene adonde ir… como no sea la cárcel. Y para impedir que la metan en la cárcel tiene que revelar dónde estaba viviendo, a qué se dedicaba. Y eso es justamente lo que Heather no quiere hacer.

– En este momento, la vida que me he fabricado es todo lo que poseo -corroboró Heather.

– Pero mantener eso tal cual no va a ser posible -dijo Kay.

– ¿Por qué? -Heather hizo una pregunta infantil en tono infantil.

– Porque -contestó Gloria- el caso Bethany es muy famoso y estará rodeado de mucha publicidad.

– ¡Pero si ya te he dicho que no quiero volver a ser esa niña!

Kay no pudo evitar que le asaltara el recuerdo de los típicos programas de reality show en las televisiones, los casos espectaculares que absorbían la atención de todo el país. Y ése iba a ser uno de ellos.

– Pero, Heather, ¿de verdad no quieres ser quien en realidad eres?

– Lo que no quiero es tener que volver a la vida que con mucho trabajo he conseguido organizarme y que de repente todo el mundo comience a tratarme como si fuese una atracción de feria, la chica del día: la novia que se largó la noche de bodas, la mujer que andaba haciendo jogging por Central Park y a la que todo el mundo reconocía de repente… Mira, no sabes lo que me ha costado tener una vida de la que pueda decirse que es semi normal. Me arrancaron de mi familia cuando era una niña. Vi cosas… No pude terminar mis estudios, estuve años cambiando de trabajo hasta encontrar un empleo que me gustara, un puesto de trabajo que ahora, por fin, me permite vivir de una manera normal, con la normalidad que la gente no tiene que conquistar, sino que da por supuesta.

– No te lo tomes a mal, Heather, pero podrían surgir para ti oportunidades económicas increíbles, si decides aceptarlas, en su momento. La historia de tu vida vale una fortuna. -Gloria lo dijo con una sonrisa irónica-. Yo al menos doy por supuesto que es así. Te he creído cuando decías que eres la que dices ser.

– Y lo soy. Pregúntame sobre mi familia, lo que sea. Dave Bethany, hijo de Felicia Bethany, abandonada por su esposo al comienzo de la vida conyugal. Trabajó de camarera en el restaurante Pimlico, y siempre le gustó que la trataran como a una jovencita, incluso cuando comenzaron a pasar los años. Se retiró y se fue a vivir a Florida, en la zona de Orlando. Íbamos cada año a visitarla, pero jamás entramos en Disneyworld porque mi padre detestaba los parques temáticos. Papá nació en 1934 y murió, me parece, en 1989. Ése es al menos el año en el que cortaron su línea de teléfono. -A partir de ahí avanzó rápidamente, como si temiera que comenzaran a hacerle preguntas o que alguien dijera algo-. He estado al corriente de ciertas cosas, por supuesto. Mi madre debió de morir también, porque de Miriam no hay ni rastro. Tal vez sea porque nació en Canadá. En cualquier caso, no hay ningún dato registrado sobre ella actualmente, al menos no he podido encontrarlo. Por eso supuse que había fallecido.

– ¿Era canadiense? -repitió Kay como un eco tonto.

Pero al mismo tiempo Gloria alzó la voz para decir:

– Tu madre vive, Heather. El inspector que trabaja en el caso parece estar convencido de que está viva todavía. Hace cinco años vivía en México, y están buscando su pista en este momento.

– ¿Dices… que mi madre vive? -El choque de emociones que salió a la superficie en el rostro de Heather era bellísimo, como un trueno estallando en mitad de una tarde pacífica de pleno verano, de esos que hacían exclamar a ciertas ancianas «seguro que el diablo está azotando a su mujer».

Kay no había visto tales extremos de alegría y dolor, pugnando por coexistir en un mismo sitio. Era fácil comprender la alegría. La pobre Heather Bethany, convencida de que era huérfana, tras haberlo perdido todo, excepto un nombre y una historia de sucesos. ¡Y su madre estaba viva! Ya no estaba completamente sola en el mundo.

Y sin embargo había también ira en su expresión, escepticismo de alguien que jamás se fiaba de nadie.

– ¿Seguro? -preguntó Heather-. Dices que vivía hace cinco años, en México… Pero ¿sigue viva, estás segura del todo?

– El inspector que trabajó originalmente en el caso parece estar convencido. Pero es cierto que aún no la han localizado.

– Y si la encuentran…

– Probablemente traten de traerla. -Gloria intentó fijar la mirada de Heather en la suya, mantener una mirada penetrante. Era la mirada del encantador de serpientes, suponiendo que sea posible imaginar a un encantador de serpientes vestido de aquella guisa estrafalaria y con actitud algo exasperada-. Cuando esté aquí querrán someteros a pruebas de ADN. ¿Te das cuenta de qué es lo que va a ocurrir?

– No miento. -Lo dijo en un tono mortecino, como si insinuara que mentir era un esfuerzo excesivo para ella en ese momento-. ¿Cuándo llegará?

– Depende de lo que tarden en localizarla, y de lo que le digan cuando la encuentren. -Gloria se volvió hacia Kay-. ¿No podría el hospital permitir que Heather se quede hasta que llegue su madre? Seguro que no les importará alojarla aquí un poco más.

– Es imposible, Gloria. Tiene que irse hoy mismo. Las autoridades del hospital han sido tajantes.

– Estás jugando al mismo juego que la policía, les estás proporcionando la ventaja que quieren tener para forzar las cosas, para obligar a Heather a seguir el calendario que ellos establezcan. Si la diesen de alta sin un plan alternativo, la meterían en la cárcel…

Heather emitió un gemido inhumano.

– ¿No podríamos llevarla a la Casa de Ruth?

– Es para mujeres maltratadas, y sabes tan bien como yo que no cabe nadie más.

– Yo fui maltratada -dijo Heather-. ¿No les parecerá suficiente que haya sido de pequeña víctima de malos tratos?

– Eso ocurrió hace treinta años, ¿no? -dijo Kay notando la punzada de la curiosidad, el deseo de fisgar y saber con detalle por qué experiencias había tenido que pasar Heather-. Me parece improbable…

– Vale, vale, vale, vale. -Aunque sus palabras parecían expresar la aceptación, Heather negaba violentamente con la cabeza, de modo que sus rizos rubios, aunque ahora fuesen muy cortos, se bambolearon y entrechocaron-. Lo diré. Lo diré y así sabréis por qué no debo ir a la cárcel, por qué no puedo confiar que no acaben haciéndome daño.

– No lo hagas mientras Kay esté presente -le ordenó Gloria, pero Heather estaba decidida, nadie iba a poder detenerla.

Mirándola, Kay pensó que ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba allí, o que ni siquiera le importaba. ¿Confianza, o indiferencia? Tal vez sólo era porque Kay carecía de importancia a los ojos de Heather.

– Fue un policía. ¿Vale? Vino un policía y me dijo que le había ocurrido algo a mi hermana y que tenía que ir con él, corriendo. Y fui con él, y por eso nos tuvo a las dos. Primero a ella, y luego a mí. Nos encerró en la trasera de la furgoneta, a las dos.

– Un hombre que dijo ser policía -aclaró Gloria.

– No decía serlo. Era un policía de verdad, un policía de la ciudad de Baltimore, o del condado, con una placa y todo. Y aunque no llevaba uniforme lo era… los policías no siempre van uniformados. Michael Douglas y Karl Malden en Las calles de San Francisco eran policías y no llevaban uniforme. Era un policía y dijo que no pasaría nada malo, que todo se arreglaría, y le creí. Ése fue mi error, el único que cometí, fiarme de aquel hombre, y lo he pagado toda mi vida.

Y con esa última palabra, «vida», emergió cierta emoción que había sido muy bien guardada durante muchísimo tiempo, y Heather comenzó a llorar impulsivamente, y Gloria retrocedió un paso, sin saber qué hacer. También Kay se preguntó qué podía hacer ella, qué hacer que no fuera adelantarse, rodear a Gloria y tratar de consolar a Heather, que era lo único que cualquier persona sensible podía hacer en aquel momento, consolarla y hacerlo con la mayor suavidad posible, abrazarla sin dañarle el brazo roto, sin agravar el dolor generalizado de todo su cuerpo tras haber sufrido el accidente de coche.

– Encontraremos alguna solución -dijo Kay-. Encontraremos un sitio para protegerte. Conozco a alguien, una familia de mi barrio que se ha ido una semana de vacaciones. Como mínimo, podrás estar unos pocos días allí.

– Nada de policía -dijo Heather, casi ahogándose-. Nada de cárcel.

– Claro que no -dijo Kay, buscando la mirada de Gloria para ver si aprobaba la idea que había propuesto.

Pero Gloria estaba sonriendo, satisfecha de sí misma, triunfal.

– Ahora sí-dijo la abogada, dejando asomar la punta de la lengua, encantada de la situación-, ahora sí que tenemos una cosa que nos da ventaja sobre ellos.

Capítulo 15

Una noche más. Una noche más. Todos le habían dicho que no iba a poder quedarse en el hospital, que ese día era el último, pero les había arrancado una noche más, lo cual demostraba lo que siempre había creído, a saber, que todo el mundo miente, siempre. Una noche más era el título de una espantosa canción pop de hacía unos cuantos años en la que un amante rechazado suplicaba a su pareja que le permitiera hacer el amor con ella una última vez. «Tócame por la mañana. No puedo hacer que me ames si no me amas.» Jamás había entendido bien esa letra. Cuando era más joven, cuando todavía trataba de encontrar pareja y, sorprendentemente, fracasaba una y otra vez en sus intentos de conseguirlo, los hombres aguantaban junto a ella a lo sumo unos pocos meses y terminaban dejándola, como si alcanzasen a oler la podredumbre que la habitaba por dentro, como si hubiesen leído por fin su fecha de caducidad y hubiesen comprendido que estaba acabada. En cualquier caso, siempre que un hombre rompía con ella, jamás se le ocurría pedirle que hiciesen el amor una vez más. A veces le entraban ganas de vomitar, a veces de llorar. A veces reía, aliviada. Pero jamás recurrió a esa estratagema de suplicar que hiciesen el amor otra noche, que la acariciasen por la mañana, un polvo por caridad. No importaba lo mucho que ella lo deseara. Había que encontrar un resto de orgullo, donde fuera, y mantenerse firme.

Se levantó de la cama, con el cuerpo entero dolorido seguro ya de que no iba a poder contar con el brazo izquierdo, al menos durante algún tiempo, y que tenía que coger los pantalones con la derecha. El cuerpo, era sorprendente, se adaptaba a la nueva situación mucho más deprisa que el espíritu. Últimamente no podía hacerle mucho caso a su espíritu. ¿Era un chico y me pareció ver a una niña, o tal vez en esa ventanilla no había ninguna cara? Se aproximó a la ventana, descorrió la cortina y estudió el paisaje. El aparcamiento, la mancha amorfa de la ciudad con el horizonte de sus rascacielos dibujado a lo lejos, el atasco de todos los carriles de la 195 a la hora de la vuelta a casa. «¡Acércate a la ventana, qué dulce el aire nocturno!» Se acordó de este verso, era un recuerdo de sus años con las monjas. Las pobres estaban convencidas de que a base de memorizar se podía alcanzar la inteligencia. La carretera estaba cerca, a un kilómetro apenas. ¿Y si se acercaba hasta el asfalto, sacaba el pulgar y se iba en autoestop hasta su casa? No debía hacerlo, eso la convertiría en doblemente fugitiva. Tenía que resistirse a esa clase de ideas. Pero ¿cómo?

Lo que más le preocupaba no eran las mentiras. Recordaba bien las que decía. El riesgo estaba en los fragmentos de verdades que se le escapaban. Un buen mentiroso sobrevive usando el mínimo posible de verdades, porque la verdad te hace tropezar y caer mucho más a menudo que la mentira. Cuando, hacía algún tiempo, tenía por costumbre cambiar muy a menudo de nombre, aprendió a crear una nueva identidad cada vez, a no repetir nada de la anterior. Pero esa tarde, la amenaza de la cárcel, al igual que la posibilidad de ser detenida la primera noche, acabó enloqueciéndola. Sintió la necesidad de contar alguna cosa. Se había sentido muy inspirada cuando les habló del poli, mezclándolo con Karl Malden. Detalles extraños y tangenciales que daban autenticidad al conjunto. Pero Karl Malden no les iba a tranquilizar. Querrían saber el nombre de verdad, clamaban ya por saberlo, y no le quedaría más remedio que darles algo, decir algún nombre.

– Lo siento -dijo en susurros mirando el cielo nocturno. No estaba segura de qué era lo que más la preocupaba, si los muertos o los vivos, de dónde venía el principal riesgo. Pero a los vivos podías engañarles. A los muertos, no.

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