Los mantras agnihotra deben ser pronunciados en su forma sánscrita original. No deben traducirse a ningún otro idioma…
Los mantras agnihotra deben ser pronunciados de manera rítmicamente equilibrada, de modo que el sonido reverbere en la casa entera.
Y dichos en un tono ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni pronunciados apresuradamente…
Pronunciando estos mantras se alcanza el sentimiento de la entrega total.
(Adaptado de las instrucciones para la celebración del Agnihotra, el rito de la salida/la puesta de sol que forma el centro mismo de la práctica del Quíntuple Camino)
Se aproximaba con rapidez la puesta del sol, y Dave fue a la nevera, cogió un poco de ghee, la mantequilla india, y se dirigió a su despacho. Chet se quedó sentado a la mesa de la cocina con Miriam, cada uno ante su tazón de té. Ni siquiera trataban de charlar, tomaban la infusión de hierbas a pequeños sorbos y permanecían quietos mirando al infinito. Estaban todos agotados después de un día entero de entrevistas, y a pesar de que casi todo el peso recayó en Dave, que habló por todos. Miriam cedía siempre la preeminencia a Dave, mientras que el inspector prácticamente no decía nunca nada. A veces, a Dave le parecía que el silencio de Willoughby era un consuelo. Era lógico que los hombres de acción fuesen lacónicos. En otros momentos pensaba que aquellas aguas tan quietas no podían ser muy profundas. Pero Chet ya les resultaba muy conocido a esas alturas, como si fuese un perro muy serio al que habían encontrado abandonado y que terminaron adoptando pese a haber repetido muchas veces que no querían tener ningún perro.
Una vez en su despacho Dave se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas. No era de hecho una alfombra de las auténticas, una de las que se usan para la oración en Oriente. Pero no hacía falta. El ritual del Agnihotra no exigía ser realizado con objetos especiales, y eso formaba parte de su encanto. Sólo hacía falta el jarro de cobre para la ofrenda. De modo que la alfombra no era más que un tapiz que compró en cierta ocasión en un mercado indio, cuando se fue de viaje al terminar la universidad. En aquel entonces la madre de Dave aún vivía en Baltimore, y a pesar de sus quejas y recelos, Dave metió en su apartamento todo aquel montón de tesoros. «¿Y qué hay en todas esas cajas? -dijo quejumbrosa cuando las vio-. ¿No serán drogas? Si la policía se presenta aquí, no esperes que mienta para encubrirte.»
Dave puso un pedazo de estiércol en el jarro, y un poquito de mantequilla india, otro pedazo de estiércol y unos granos de arroz, y miró el reloj para asegurarse de que era la hora exacta de la puesta de sol.
– Agnaye Svaha -dijo, ofreciendo una parte de los granos de arroz untados en mantequilla india-. Agnaye Idam Na Mama.
La gente imaginaba que eso del Quíntuple Camino era otro de los recuerdos que se había traído de sus viajes, aunque en realidad Dave ya era funcionario público y estaba casado con Miriam cuando oyó hablar de todo aquello por vez primera, en una fiesta en una casa burguesa de Baltimore Noroeste. El Quíntuple Camino era el vínculo que unía entre sí a la mayoría de los asistentes a la fiesta, celebrada en una bella mansión victoriana de Oíd Sudbrook. De pequeño, cuando crecía junto a su madre en el barrio de Pikesville, Dave no conocía la existencia de casas ni mucho menos personas como aquéllas. Sin embargo, Herb y Estelle Turner vivían a sólo tres kilómetros del lugar donde estaba el pisito en el que había vivido con su madre. Los Turner eran gente cálida y reservada al mismo tiempo. Dave imaginó que esa especial dignidad personal que mostraban era consecuencia de su práctica del Quíntuple Camino. Tardó algún tiempo en enterarse de los problemas que les causaba su hija, o de que Estelle tenía una salud muy frágil. Y aunque Miriam no fue nunca muy entusiasta de aquel matrimonio y solía afirmar que esa noche trataban de captar gente a la que convertir a sus ritos, lo cierto es que sólo les hablaron del Quíntuple Camino cuando Dave les preguntó por qué en la casa había aquella atmósfera dulzona y levemente humeante, tan sorprendente en aquella noche de primavera. Dave había supuesto, y deseado, que fuera humo de marihuana, que tanto él como Miriam tenían muchas ganas de probar. Sin embargo, la fragancia procedía de la práctica del rito de la salida y la puesta del sol, el Agnihotra, y era como si tan repetida práctica hubiese calado incluso en los cimientos mismos de la casa. Cuando Estelle les explicó que el origen de aquel aroma estaba relacionado con el Quíntuple Camino, Dave creyó que a través de esos ritos él se convertiría en una persona como los Turner, gente llena de encanto, tranquila, que vivían en aquella casa tan bella como escasamente ostentosa.
A Miriam, en cambio, le pareció que el rito de Agnihotra hacía que la vivienda oliera, literalmente, a mierda. Cuando se mudaron a la casa de Algonquin Lañe, Miriam insistió en que Dave practicara sus ritos en el despacho y en ningún otro lugar. Y con las puertas bien cerradas. E incluso así le desesperaba ver los residuos grasientos de la mantequilla india en las paredes del despacho, aquella película brillante que se resistía a todo intento de limpieza. Después de la tragedia, a Miriam no le hubiese importado lo más mínimo que su marido celebrase su ritual aunque fuera en la mesa del comedor, todo le daba igual. Miriam no le hacía nunca el menor reproche. Y en cierto modo Dave echaba de menos sus quejas. O casi.
«Apacigua tus pensamientos. Céntrate en tu mantra.» Si no conseguía perderse en la práctica de los ritos, no tenía sentido practicarlos.
– Prajapataye Svaba -dijo mientras hacía la segunda ofrenda-. Prajapataye Idam Na Mama.
Y a continuación tenía que permanecer meditando hasta el momento en que se apagase el fuego.
Los periodistas llegaban de tres en tres: tres diarios, tres televisiones, tres radios, tres agencias de noticias. En cada uno de los grupos había un reportero que trataba de obtener como fuese una exclusiva, una entrevista privada con Miriam y Dave, pero los nuevos entendían las explicaciones de Chet, quien les decía que los Bethany preferían contar su historia una sola vez para todos ellos. Los periodistas se mostraban todos muy educados y amables, se limpiaban los zapatos en el felpudo de la entrada, mostraban su admiración por el modo en que habían rehabilitado la vieja casa rural, y eso que llevaban un año sin tocar nada. Hablaban en voz baja, hacían preguntas circunspectas. Una joven del Canal 13 dejó correr unas lágrimas mientras miraba las fotos de las niñas. No eran las fotos de la escuela, primeros planos contra el cielo azul. La gente de las televisiones les había dicho a los Bethany que esos retratos de colegialas habían sido mostrados tantas veces que «habían perdido toda su fuerza», y que sería útil usar nuevas imágenes. Y eligieron instantáneas familiares, las que tenía Dave en el despacho, recuerdo de una excursión al Bosque Encantado de la Ruta 40. Heather aparecía sentada en una banqueta, con las piernas cruzadas, y Sunny estaba en pie con las manos en jarras, tratando de mostrar lo mucho que se aburría. Pero fue un día maravilloso, así lo recordaba Dave, y el malhumor adolescente de Sunny casi no les molestó, y todos estuvieron muy cariñosos con los demás.
Los reporteros de los diarios, el último grupo que hizo la peregrinación ese día, no se quejaron de la idea de utilizar las fotos de colegio de las niñas que tanto habían sido difundidas hasta ese momento, pero se empeñaron en tomar un retrato de Miriam y Dave sentados y con los retratos de las colegialas puestos en la mesa del té, justo delante de ellos dos. Dave temía horrores ver esa imagen en la portada de los diarios al día siguiente: la torpeza de su brazo cruzado sobre los hombros de Miriam, la distancia entre sus dos cuerpos, los rostros mirando cada uno a un lado.
– Sé que hubo una petición de rescate, la primera semana -dijo el periodista del Beacon, el diario de la mañana-. Y resultó que la llamada la hizo un impostor. ¿Ha habido situaciones similares durante este año que ya ha transcurrido?
– No sé… -dijo Dave mirando a Miriam, pero ella se negaba a hablar a no ser que la forzaran a hacerlo.
– No pretendo que diga nada que pueda perjudicar la investigación.
– Sí, hubo otras llamadas. No pedían rescate. Eran más bien… desafiantes. Llamadas obscenas, aunque no quiero decir obsceno en el sentido normal del término. -Dave se llevó la mano al mentón, estaba dejándose crecer, o intentándolo, la barba, y miró a Chet, que fruncía el entrecejo-. Mire, será mejor que no escriba eso. La policía llegó a la conclusión de que no era más que algún crío medio enfermo. No era nadie que nos conociera a nosotros, ni a las niñas. Esa llamada no tuvo ningún sentido.
– Claro -dijo el periodista del Beacon, asintiendo con la cabeza en un ademán de simpatía. Tenía unos cuarenta años, había sido corresponsal en Vietnam y también en otras corresponsalías de su diario en el extranjero: Londres, Tokio, Sao Paulo.
Había sido el primero en llegar y se las arregló para darles toda esa información acerca de sí mismo aprovechando las presentaciones del principio. Como si aquellas credenciales pudieran suponer un consuelo para ellos, pensó Dave, como si demostraran que el diario pretendía que la información fuese escrita por un profesional competente. Y sin embargo a Dave le dio la sensación de que aquel periodista trataba de encontrar alguna clase de consuelo, algo que realzase la importancia de la misión que le habían encomendado. Como si pensara que la historia de las niñas desaparecidas no estaba a la altura de las guerras y la política internacional. Parecía un hombre dado a la bebida, porque tenía muchas venillas rotas en la punta de la nariz y un tono rojo enfermizo en las mejillas.
– Y hablando de la petición de rescate que sí se produjo, la llamada desde el hotel War Memorial Plaza… ¿llegó a saberse quién hizo esa llamada? -Esta vez hacía la pregunta la periodista del Light, pequeñita y animosa. Con aquella minifalda y su peinado juvenil, parecía recién salida de la universidad.
«Hace jogging», pensó Dave, viendo los poderosos gemelos apretados contra las patas de la silla de respaldo muy recto. El propio Dave corría desde principios de año, aunque no era a consecuencia de una de esas resoluciones que se toman en esas fechas. Cierto día, como si le convocaran unas voces invisibles, se levantó, se calzó unas zapatillas deportivas y se fue a Leakin Park y se puso a dar vueltas por la zona que rodea las pistas de tenis y la de atletismo. Corrió hasta la mansión Crimea, la casa veraniega que hizo construir la misma familia de ferroviarios que creó la línea de tren B &O, cerca de la capilla que sus hijas solían decir que estaba hechizada. Era capaz de correr cada día unos siete kilómetros, pero se lo pasaba mejor haciendo jogging al comienzo, cuando le costaba mucho y tenía que concentrarse en su entrecortada respiración. Ahora, en cambio, ya podía alcanzar el ritmo cardíaco del atleta en pocos minutos y su mente flotaba libremente, y siempre terminaba en el mismo lugar.
– No, no… No hay ninguna novedad, lo siento. Ha pasado un año y no hay nada nuevo. Lo siento. Hemos decidido hablar con ustedes porque tenemos la esperanza de que sus informaciones despierten algún recuerdo de alguien, que las lea una persona que posea algún dato… Lo siento.
Miriam le lanzó una mirada que solamente un cónyuge podía interpretar: «Deja de pedirles disculpas.» «Lo haré-respondieron los ojos de Dave-, en cuanto tú empieces a decir algo.»
No pareció que los periodistas se enterasen de nada. ¿Les había tal vez contado Chet -off the record, naturalmente- todos los secretos de la familia, para después convencerles de que no tenían relación alguna con la desaparición de las niñas? Dave sentía casi deseos de que saliese todo a la luz. Cuando estaba bien, sabía que no había sido culpa de Miriam. Daba lo mismo dónde hubiese estado Miriam ese día, fuera enseñando una casa en venta, o esperando en Algonquin Lañe, o en un motel, en un motel, en un jodido motel… nada le habría permitido salvar a las niñas. Por otro lado, él mismo se había pasado media tarde en un bar, pese a que al final reunió las fuerzas necesarias para ir a recoger a las niñas a tiempo, pues se plantó en el centro comercial con apenas cinco minutos de retraso. Aún le dolía el pecho recordando cómo se había sentido esa tarde. Sintió ira primero, pensando que las niñas se estaban retrasando, demostrando una terrible falta de consideración. Pánico después, pero fue un pánico tranquilo, animado por la idea de que enseguida pasaría el susto y podría ponerse furioso otra vez. Cuando transcurrieron tres cuartos de hora sin que apareciesen, fue a consultar a los agentes de seguridad del centro comercial, y todavía recordaba con afecto al guardia bastante obeso que recorrió con él los pasillos del centro, sin dejar de mencionar las muchas posibilidades de que no hubiese pasado nada grave. «Seguramente se habrán ido solas en el autobús. A lo mejor se han metido en uno de esos grupos que recorren todo el centro con un guía. Puede que la madre o el padre de alguna amiga se las haya llevado a casa en su coche creyendo que llegarían a tiempo de avisarle por teléfono a usted, llamando a su tienda.»
Dave se agarró a las palabras del guardia de seguridad como si se tratara de una promesa, y salió corriendo hacia casa en la furgoneta Volkswagen, convencido de que encontraría allí a las niñas, pero sólo estaba Miriam. Qué extraño encontrarla allí, tratar de consolarla, dejando al margen el hecho de su infidelidad, un asunto que repentinamente parecía carecer de importancia. Miriam estuvo muy tranquila, llamó a la policía, aprobó la idea de que Dave volviese al centro comercial y las siguiese buscando mientras ella permanecía en casa por si se presentaban allí. A las siete de la tarde estaban seguros de que las niñas se presentarían. No resultaba sencillo explicar de qué modo esa expectativa, esa esperanza -aquello a lo que tenían derecho, o eso les pareció- se había ido esfumando. Las emociones no eran lineales, sino que la falta de una respuesta definitiva hacía que la imaginación de Dave saltara y brincara, fabricase respuestas disparatadas. Si era una historia típica de opereta, ¿por qué no iba a terminar como una opereta? Amnesia simultánea, la aparición de un excéntrico multimillonario griego que se había llevado a las niñas de Dave a vivir a un castillo de Baviera. ¿Por qué no?
Puede que Miriam hubiese cometido una falta muy grave, pero era Dave quien había autorizado a las niñas a que fuesen esa tarde al centro comercial, y aunque Miriam le decía una y otra vez que él no había cometido ninguna equivocación, Dave seguía por dentro echándole las culpas a ella… Dave había estado despistado, ansioso. Aunque pensaba que el problema era su preocupación por la mala marcha de la tienda, también en el fondo supo que se había dado cuenta de que algo pasaba en la relación conyugal, porque sin tener conciencia de ello llevaba tiempo notando señales que no había sabido traducir. Si hubiese estado más presente ese día, en el sentido de más centrado en sus hijas, sin duda se habría dado cuenta de que eran demasiado pequeñas para concederles aquella libertad. Era a causa de Miriam, que le había desconcentrado.
Dave no sentía la más mínima culpa en relación con Jeff Baumgarten o su mujer, a los que la policía sometió a múltiples interrogatorios cuando finalmente Miriam decidió contar la verdad. Thelma Baumgarten pasó por la tienda de Dave a las tres de la tarde, y de la tienda al centro comercial había poco trecho, sólo unos cinco kilómetros. Resultó que el motel estaba incluso más próximo. Pero Dave odiaba a la esposa de Baumgarten más que a él. Jeff se había tirado a su mujer, mientras que su esposa… Bueno, la señora Baumgarten, con su notita estúpida, había tratado de arrojar todo el peso del problema sobre las espaldas de Dave. Maldita gorda ama de casa. Si hubiese sabido tener contento a su señor marido, seguramente Jeff habría dejado a Miriam en paz.
– ¿Ha habido sospechosos de verdad durante todo este tiempo?
Dave miró a Chet, tratando de encontrar en sus ojos la autorización, el estímulo, para contar todo lo de los Baumgarten. Chet negó con un casi impercetible movimiento de la cabeza. «Eso no haría más que enturbiar la situación», le decía a Dave cada vez que éste le presionaba para hacer que todo, absolutamente todo, fuese de conocimiento público, siempre con el argumento de que importaba cada brizna de verdad, que no sólo la franqueza era de por sí una virtud, sino que a él le parecía esencial a fin de esclarecer qué les había ocurrido a sus hijas. Cuanto más supiera la gente, pensaba Dave, más podrían ayudarles todos. Tal vez la señora Baumgarten había contratado a alguien. Tal vez Jeff Baumgarten había organizado el secuestro de las niñas para obligar a Miriam a proseguir su relación ilícita. Quizás esos planes se habían torcido inesperadamente. La sinceridad poseía una gran fuerza liberadora, decía Dave, y obtendría al final alguna recompensa. Tenían que contarlo todo y ver qué consecuencias producía su relato.
Fue quizás ésa la razón por la cual Chet quiso encontrarse presente mientras les entrevistaban. La razón, pensaba Dave, tenía que ser ésa, no veía ninguna otra posibilidad. Durante las primeras semanas de investigación no mantuvieron casi nada en secreto. El descubrimiento del bolso de Heather, las llamadas que afirmaban que las niñas se encontraban en varios lugares, Carolina del Sur, Virginia Occidental, Virginia, Vermont, y en varios estados anímicos: vivas y riéndose a carcajadas, nadando y jugando, comiendo hamburguesas, atadas y amordazadas. Era curioso, pero los tipos que deliraban resultaban peores que los bromistas. Pensaban que sus fantasías iban a ayudar a los padres, y no provocaban más que dolor renovado.
– ¿Esperan ustedes? ¿Han logrado mantener… -el periodista del Star, un tipo patético con el sombrero clavado en la coronilla, una corbatita delgada, trataba de formular la pregunta de manera que Dave picara en el anzuelo-:… la esperanza de que algún día sus hijas aparezcan vivas?
– Por supuesto. La esperanza es esencial.
Creer en un caso de amnesia conjunta, un castillo en Baviera, un tipo excéntrico y amable que quería tener dos niñas rubias, pero que nunca jamás les haría daño…
– No -contestó Miriam.
En un rincón del cuarto, Chet se puso tenso, como si pensara que debía interceder. ¿Había por fin detectado alguna cosa el inspector? ¿Captó que Dave sintió el impulso de soltarle un bofetón a su mujer? No era la primera vez que, durante el último año, había tenido que refrenar esa clase de impulsos. También los periodistas se mostraron escandalizados, como si Miriam hubiese violado algún protocolo no escrito del ritual propio de los padres abrumados de dolor.
– Deben ustedes disculpar a mi esposa -dijo Dave-. Es una persona de profundas emociones, y hemos estado sometidos a una prueba terrible.
– No soy una niña que no ha echado su cabezadita después de comer-dijo Miriam-. Y mis emociones son tan profundas hoy como ayer o mañana. Ojalá me equivocara. Pero ¿cómo pretenden ustedes que yo me mantenga viva si no acepto a estas alturas, y como mínimo, la probabilidad de que hayan muerto? ¿Cómo quieren que siga adelante?
Los periodistas no tomaron notas mientras ella estallaba de aquel modo, Dave estuvo observándolos. Su instinto era el de proteger a Miriam, siempre, al igual que les ocurría a los demás, y se esforzaba como los otros en imaginar que esos comentarios tan fuera de lugar eran consecuencia del dolor. Se suponía que los periodistas eran una pandilla de cínicos, y tal vez lo fueran, sobre todo cuando se dedicaban a informar sobre historias como la del caso Watergate, un turbio asunto de conspiraciones e intrigas. Pero Dave había comprobado personalmente que los que cubrían el caso Bethany eran ingenuos y optimistas.
– Lo siento -dijo Dave, y ni él supo por qué pedía excusas esta vez.
Pasó un instante. Y Miriam asintió a su vez, encogiendo los hombros de un modo que para Dave fue una invitación a protegerlos bajo su brazo.
– Es muy duro -dijo Miriam- tener que mantener la esperanza y sintiendo a un tiempo la necesidad de llorar la pérdida. Diga lo que diga, siempre tengo la sensación de estar traicionando a mis hijas. Necesitamos saber qué les ha ocurrido, lo necesitamos.
– ¿Hay a lo largo del día momentos en los que logra usted no acordarse de todo esto? -preguntó la periodista del Light.
Era tan nueva la pregunta, que pilló a Dave con la guardia baja. «¿Cómo se las arreglan para seguir, qué hacen para no pensar en todo esto?», éstas eran las preguntas a las que se había habituado. Pero ¿había algún momento en el que no pensara en las niñas? Racionalmente cabía suponer que sí, pero se había puesto a buscar si era o no así, y no lograba encontrar un instante en el que no se acordara de todo. Al preparar la cena, recordaba los platos que gustaban y que detestaban sus hijas. «¿Otra vez redondo de ternera?» Con el coche detenido ante el rojo de un semáforo en el tráfico nocturno, se acordaba de sus conversaciones sobre el enorme número de empleados de la administración de la Seguridad Social que trabajaban en un edificio cercano, y por qué taponaban las calles con sus coches cada día a las 4 en punto de la tarde. «¿De verdad que cuando seamos mayores nos darán dinero? ¡Qué guay!» Y si pensaba en lo mucho que odiaba a Jeff Baumgarten, en las ganas que tenía de apostarse junto a su casa de Pikesville y atropellarle con la furgoneta Volkswagen, en realidad sólo pensaba en las niñas, seguro. Al abrir el buzón de su casa y encontrarse con el ejemplar de la revista New York se fijaba en el anuncio de Ronrico, el cubalibre envasado, que aparecía siempre en la contraportada, y recordaba que, mientras que Heather se quedaba fascinada ante las ilustraciones anticuadas del anuncio, Sunny sólo pensaba en el concurso de crucigramas en el que competía cada semana. Cada uno de los objetos del mundo, desde la barra de ejercicios que construyeron las niñas en el patio trasero de su casa, el verde brillante de una lata de refresco tirada en la cuneta, el viejo albornoz azul de Miriam… todo le devolvía al recuerdo de sus hijas. Todo el mundo sabía que no era posible mantener semejante nivel de intensidad el resto de su vida, que el dolor más agudo acaba disolviéndose, pero Dave quería mantenerlo vivo. La sorda furia que sentía era como una lámpara encendida junto a la ventana, una luz que guiaría a sus hijas de vuelta a casa.
Ni siquiera ahora podía impedir que sus pensamientos volaran a gran velocidad, lo cual destrozaba sus intentos de cumplir el ritual de Agnihotra. Trató de hablarlo con otros seguidores del Quíntuple Camino. Estelle Turner había fallecido tiempo atrás, y Herb se fue enseguida al norte de California, afirmando que necesitaba cortar todos los vínculos para poder continuar. Dave le telefoneó para contarle lo de las niñas, pero Herb pareció más bien fastidiado de que alguien le recordara su pasado en Baltimore, y le dio la vuelta a la conversación, como si se tratara de un calcetín, y terminó consiguiendo que hablaran de él, de sus propias pérdidas y desilusiones. «No encuentro el camino, amigo», repetía una y otra vez Herb. Y es que para él todo en la vida era una abstracción, todo menos Estelle. La propia muerte de la hija de Herb no fue para él importante, ni siquiera fue una prueba espiritual a la que se veía sometido, parte de su jodido «camino».
De los otros vecinos de Baltimore que seguían el Quíntuple Camino hubo muchos que se habían mostrado excepcionalmente amables con Dave en los últimos doce meses, y le habían proporcionado un surtido inagotable de mantequilla india, como decía con sorna Miriam. Pero incluso esos amigos se mostraban ofendidos cada vez que Dave insinuaba que ese sistema de ritos y creencias que compartía con ellos tal vez no fuera suficiente como para permitirle superar sus dolorosas circunstancias personales. ¿Cómo se atrevía a decir que no era capaz de limpiar su mente y prepararla para la meditación diaria? ¿Por qué les preguntaba si no sería mejor para él abandonar por completo aquellas prácticas hasta comprobar que volvía a ser capaz de concentrarse de verdad en ellas? ¿Cómo era que les consultaba acerca de la posibilidad de seguir llevándolas a cabo cada salida y cada puesta de sol, tratando así de vaciar su mente y abrazar el ahora? Les solía confesar que al término de su ritual de la puesta de sol, por ejemplo, tenía la sensación de no haber siquiera empezado, y tenía conciencia de que durante la celebración no había encontrado ni un instante de paz ni de satisfacción. Al revés, comenzaba a ver el rito igual que Miriam lo había visto siempre: un olor apestoso a mierda, un humo grasiento que ensuciaba las paredes de su despacho.
Extinguido el fuego, recogía las cenizas que solía luego usar como abono, y regresaba a la cocina, donde se servía un vaso de vino. Así lo hizo aquel día de los periodistas. Y a Chet le puso una copita de whisky. Luego se dio cuenta de su olvido, y le sirvió a Miriam otro vaso de vino.
– En realidad, Chet, ¿se ha avanzado algo en la investigación? ¿Puedes volver la vista atrás y afirmar que hemos averiguado alguna cosa? -Le pareció que hablar en primera persona del plural era una muestra de generosidad. De hecho, interiormente, Dave pensaba que los policías eran una pandilla de ineptos.
– Hemos eliminado unas cuantas posibilidades. Las sospechas acerca del profesor de música de Rock Glen. Y… varias más. -Chet se negaba, incluso en privado, a restregarle a Miriam por las narices el follón de su historia con Baumgarten.
A Dave le fastidiaba en grado sumo que los polis prácticamente felicitaran a Miriam por haber sido tan sincera en relación con la aventura que había estado viviendo con su jefe, el hecho de que contara voluntariamente dónde había estado esa tarde. Miriam la sincera, la amante de la verdad. Capaz de sacrificar incluso su instinto de conservación, y hacer lo que fuera por encontrar a sus hijas. Pero Dave sabía que su mujer carecía de la menor habilidad para engañar a nadie, y que si les había contado lo de su estúpido amante era porque no podía evitarlo. Miriam era incapaz de ocultar nada. Dave lo sabía bien.
Fue Dave quien mintió al principio, quien ocultó toda referencia a la visita de la señora Baumgarten a la tienda, quien buscó excusas para explicar por qué había cerrado tan temprano y se había ido a tomar una cerveza al bar que había un poco más abajo en la misma manzana. En las primeras entrevistas con la policía Dave tartamudeaba, dudaba, nervioso, trataba de esconder su mirada. ¿Fue ése el problema? ¿Llegó la policía a concentrarse tanto en la actitud extraña de Dave que pensó que el culpable era él? Ahora lo negaban, pero Dave estaba seguro de que al principio fue así.
– ¿Has cantado hoy tus oraciones? -A esas alturas Chet se sabía de memoria las costumbres de Dave, sus prácticas rituales.
– Claro -dijo Dave-. Otro día, otra puesta de sol. Y dentro de trescientas sesenta y cinco puestas de sol estaremos otra vez aquí, volveremos a contar la misma historia, seguiremos esperando que aparezca alguien con algún indicio. Aunque tal vez los aniversarios no se sucedan tan rápidamente después del primero. Enseguida serán cinco años, luego diez, y después veinte, cincuenta…
– Trescientos sesenta y seis -dijo Miriam.
– ¿Cómo?
– El año 1976 es bisiesto. Tiene un día más. Hace trescientos sesenta y seis años que las niñas desaparecieron. Ay, quería decir días. Trescientos sesenta y seis días.
– Allá tú, Miriam, si te importa tanto un día más o un día menos. En fin, supongo que las querías más que yo. Pero hoy es día veintisiete, no veintinueve. Los periodistas se han adelantado para tener tiempo de escribir sus noticias para el lunes próximo, que es el día del aniversario. De manera que en realidad hoy hace sólo trescientos sesenta y cuatro días.
– Por favor, Dave…
Ése era el verdadero papel de Chet en sus vidas. Era el pacificador antes que ser el policía. Pero Dave ya se había arrepentido. Hacía un año -bueno, 364 días-, pensaba que la pérdida de su esposa sería la peor desgracia que pudiera ocurrirle. Encogido sobre su cerveza en el bar Monaghan, experimentó sucesivamente los típicos sentimientos de los cornudos: ira, sed de venganza, autocompasión, miedo. Jugó con la idea de divorciarse de Miriam, convencido de que le concederían a él la custodia de las niñas, dadas las circunstancias. Pero al final perdió a sus hijas y se quedó con su mujer.
Si le hubiesen dado a elegir… pero no pudo hacerlo. «Nadie tiene ninguna elección en ninguna cosa importante», se dijo. Pero si alguien le hubiera pedido que eligiera, habría sacrificado a Miriam sin pensarlo ni un solo instante a cambio de conseguir que Sunny y Heather regresaran a su lado, y daba por supuesto que su esposa pensaba lo mismo que él. La relación matrimonial no era más que un frágil monumento en memoria de las hijas que habían perdido, y mantenerla viva era realmente lo único que podían hacer por ellas.
Se despidió de Chet y se fue con su vaso de vino al porche trasero de la casa, donde se quedó muy concentrado mirando el columpio que había construido utilizando un neumático viejo, colgado de unas cuerdas de la mejor rama del único árbol verdaderamente robusto que había allí, a unos pasos de la cerca donde amontonaban las ramas secas y tablones viejos. Cuando las niñas eran pequeñitas, Dave se enorgullecía de ser capaz de construir para ellas, al fondo del patio trasero, fuertes y castillos, con almenas de ramas y lo que él llamaba «alfombras», formadas con capas de musgo que trasplantaban de otras partes del jardín, y provisiones en forma de hierbas y flores. Hacía ya bastantes años que las niñas se habían hecho demasiado mayores para esa clase de juegos, pero el último castillo se había mantenido en pie hasta el invierno anterior. Ese año, el peso de la nieve, su humedad persistente, lo hundió del todo. Y Dave tuvo la sensación de que su propia vida era un castillo hecho de palos rotos, como si en realidad le hubiesen empalado con la punta afilada de unos troncos, muerto el musgo a su alrededor, agotada la reserva de frutas y flores silvestres.
Sola por fin… -«alone again, naturally», otra vez sola, naturalmente, como decía la canción de Gilbert O'Sullivan que Sunny había escuchado tantísimas veces a sus once años, hasta volverles locos a todos los demás-, sola por fin Miriam se acercó al fregadero y vació su vaso de vino. Ya no le apetecía últimamente ninguna bebida alcohólica, aunque Dave no parecía haberse siquiera enterado. Para saber que Miriam llevaba bastante tiempo sin beber nada, Dave hubiese debido fijarse en que él bebía muchísimo más que antes, y si siempre había dicho estar interesado en lo que él llamaba el «autoconocimiento», no parecía que se refiriese a esta clase de detalles.
El fregadero se encontraba junto a un gran ventanal que daba al patio trasero, y ése había sido el único cambio en el que Miriam se empeñó cuando reformaron la casa. «Las mujeres tenemos derecho a tener una gran ventana en el fregadero», dijo cuando Dave le mostró sus planes de reforma originales, en los que el fregadero daba a una pared de cerámica mejicana. La frase era de su madre, y Miriam les había inculcado la misma idea a sus hijas. Recordó a Heather cuando montaba su casita de muñecas. Era un juego modular, un rectángulo de madera azul, desnudo de toda decoración y que no era en absoluto la clase de acicalada casita victoriana que Heather habría elegido si la hubiesen dejado hacerlo. La casita que tuvo por fin llevaba incluso muebles funcionales al estilo danés, modernos y robustos. «El fregadero ha de estar delante de la mujer», dijo la muñeca mamá de caucho a la muñeca hija de caucho, y Miriam no creyó oportuno corregir la curiosa variante de la frase familiar que había sido acuñada por su hija. Fueron las muñecas, precisamente, lo único frágil y poco duradero del juego, pues el caucho de sus cuerpecitos terminó secándose, la pintura de sus caras pelándose, mientras que todo el resto de la casita seguía encerrado y bien conservado en el armario de Heather, esperando… ¿Qué esperaba, a quién?
En general las habitaciones de las niñas seguían tal cual las habían dejado ellas, aunque finalmente Miriam cedió y lavó las sábanas e hizo las camas que ellas habían dejado: deshechas y desordenadas, en el cuarto de Heather, y con las sábanas y mantas estiradas, casi sin una sola arruga, en el de Sunny. Cada una de ellas alegaba su personal forma de dormir como argumento en contra de la idea de tener que estar deshaciendo y haciendo la cama cada día. «Total, voy a deshacerla del todo en cuanto me meta en ella», decía Heather. «Si ni siquiera se nota que la he usado», declaraba Sunny. Y llegaron a una solución de compromiso: las camas se hacían de nuevo cada día entre semana, y se dejaban sin hacer los fines de semana. Miriam se pasó semanas yendo a mirar esas camas deshechas, y encontrando consuelo en aquella prueba de que sus hijas tenían la intención de dormir de nuevo en ellas, de que volverían los días de entre semana y con ellos volverían también sus hijas.
Inmediatamente después de que ocurriese… aunque «ocurrir» no era la palabra adecuada, ya que hacía pensar en que había pasado una cosa tangible, definitiva… Ese «de que ocurriese» exigía que hubiera ocurrido algo concreto, que definiría un «después». En las primeras cuarenta y ocho horas, cuando no se sabía nada y todo era posible, Miriam tenía la sensación de haber sido arrojada a un río de aguas heladas y turbulentas, y sólo le funcionaba un instinto, el de sobrevivir a aquella tremenda conmoción. No comía, casi no dormía, y se metía en el cuerpo toda la cafeína de la que era capaz, porque sentía la necesidad de permanecer despierta, atenta. En esa primera fase suponía sólo una cosa, que la respuesta llegaría en algún momento. Sonaría el teléfono, llamarían a la puerta, y el misterio sería desvelado.
Unas expectativas que resultaron muy desproporcionadas.
El inspector Willoughby -aún no se tuteaban, era sólo el inspector, el policía, en aquellos días- opinaba que Miriam había sido valiente y nada egoísta al revelar, antes de que concluyera el domingo, dónde había estado esa tarde.
– El instinto natural nos impele a mentir -le dijo Chet-. Incluso acerca de los más nimios detalles. Le sorprendería saber lo frecuente que es que la gente mienta de forma natural y automática a la policía.
Eso fue el domingo, al día siguiente de la desaparición de las niñas. Durante las primeras veinticuatro, cuarenta y ocho horas, todo el mundo recurría a la experiencia para asegurar que había grandes probabilidades de que la cosa quedara en nada. Pero se equivocaron todos. Ninguna experiencia valía, como supo muy pronto Miriam. No tuvieron que esperar a dar a las niñas por desaparecidas. La policía se lo tomó en serio desde su primera llamada telefónica, enviaron agentes a su casa y al centro comercial, y estuvieron recorriéndolo, acompañados de Dave y Miriam, cuando la multitud ya había empezado a irse a casa. El acomodador del cine las recordaba, y también que tras haber comprado entradas para Huida a la montaña se habían colado en la sala donde ponían Chinatown. Cuando se lo oyó contar, Miriam se enorgulleció de Sunny. La buenaza de Sunny, la que siempre obedecía, había sido valiente y se había colado en el cine donde daban una película para menores acompañados, y encima una película buenísima. Miriam no tenía ni idea de que su hija mayor era capaz de algo así. Cuando volviese a verla no estaría enfadada con ella por haber sido desobediente, en absoluto. Tenía la intención de sentarse con ella para repasar juntas las películas para menores acompañados, por si quería ver alguna más. Coppola, Fellini, Herzog, porque ella y Sunny iban a convertirse en un par de cinéfilas de cines de arte y ensayo.
¿Qué más promesas hizo ese sábado por la tarde? Que encontraría el modo de tener cierta forma de espiritualidad. Nada que ver con el Quíntuple Camino de Dave, pero tal vez recuperaría el judaísmo, o puede que probara con la Iglesia Unitaria. Y dejaría de meterse con Dave y su Quíntuple Camino, no volvería a tomarle el pelo diciéndole que si había elegido esas prácticas era porque envidiaba los bienes materiales de las personas que se las habían dado a conocer. Aunque les estaba agradecida a los Turner, no babeaba ante ellos como Dave. La generosidad que habían demostrado hacia los Bethany estaba basada, por contradictorio que sonara, en el más puro egoísmo.
Más promesas. Sería una buena madre, les cocinaría mejor, en lugar de utilizar tan a menudo las comidas para llevar del chino del barrio o las pizzas de Marino's. Sería mucho más meticulosa en el lavado de la ropa de las niñas. Tal vez había llegado ya el momento de cambiar la decoración del cuarto de Sunny, una forma de celebrar el rito de paso hacia la edad adulta y el ingreso del año siguiente en el instituto. Y posiblemente incluso en el cuarto de Heather había llegado el momento de quitar aquella preciosa y complicada orla con motivos de naturaleza silvestre. De hecho, la orla la hizo Miriam comprando dos ejemplares de un libro, ¿Dónde se encuentra la vida silvestre? Les quitó la encuadernación, recortó sus páginas y las encoló en la pared, formando un friso que contaba la historia completa. Podía ir con las dos niñas al mercadillo de segunda mano de Westview Drive In, comprar muebles antiguos y pintarlos de colores muy luminosos y modernos. Las sábanas nuevas tenían que ser buenas de verdad, así que esperaría al «mes blanco» de los grandes almacenes y compraría unos nuevos juegos.
Todo eso pasaba por la mente de Miriam durante esa tarde, hasta que la visión del bolso de tela vaquera azul, que casi le pareció como una mancha en el asfalto del aparcamiento, la arrancó de aquellas ensoñaciones de decoradora. Fue un golpe brusco que la destrozó. Soltó un leve grito y cayó de rodillas en el aparcamiento. El policía, un agente joven, trató enseguida de calmarla.
– No lo toque, señora. Hemos de… Por favor, existe un procedimiento que debemos seguir.
Las niñas pierden cosas. Bolsos, llaves, cintas del pelo, libros del colé, chaquetas, jerseys, sombreros y mitones. Perder cosas forma parte de la naturaleza de los niños. El hecho de haber extraviado el bolso habría sido motivo suficiente para que Heather -la testaruda, materialista Heather- se hubiese negado a volver a casa sin él, se hubiera empeñado en recorrer de nuevo sus pasos de aquella tarde, una y otra y otra y otra vez. «¿Te has parado alguna vez a pensar, Heather -le había dicho hacía apenas unas semanas su madre-, por qué razón cuando encuentras una cosa que has perdido siempre está en el último sitio adonde la has ido a buscar?» A Heather le hizo muchísima gracia, cuando por fin lo entendió, aquella trampa verbal. Sunny, de mentalidad mucho más literal, se limitó a decir: «Pues claro.»
Arrodillada en el aparcamiento, Miriam quería coger el bolso como si fuese su hija, pero el policía se lo impidió. Había en la tela una marca, una huella de neumático. Heather se habría puesto histérica al verlo. El bolso tenía otra dos fundas, pero la favorita de su hija era la de tela vaquera. La sustituirían por otra, por supuesto. No la reñiría por ser tan descuidada. Y al día siguiente, domingo, jugarían a «buscar el huevo de Pascua», aunque las niñas decían que ese año ya eran muy mayores para esas cosas. Mejor dicho, Sunny afirmó que ella ya era muy mayor para jueguecitos infantiles, y Heather dijo que ella también lo era. Solían esconder tesoros valiosos, bombones de chocolate muy preciados. Y esta vez había que hacerlo muy bien. Le daba tiempo a ir a High's a comprar huevos de azúcar, pero se preguntó dónde podía ir a comprar alguno de esos tesoros muy bonitos a esas horas. El centro comercial estaría abierto sólo veinte minutos más, ni eso. Claro que podía ir a El hombre de la guitarra azul y coger cosas de la tienda de Dave, por caras que fuesen. Algunas joyas, juguetes, jarros de cerámica para poner los narcisos y los crocus que comenzaban a asomar en el jardín.
La vida no volvió a ser tan intensa como en ese momento. Conforme fueron sucediéndose los días, y la posibilidad de que reapareciesen se iba perdiendo en el horizonte, Miriam notó que sus sentidos dejaban de estar despiertos. Pensaba que, cuando las niñas apareciesen, habrían sufrido algún daño. Que no iban a encontrarlas con vida. Que no estarían… intactas, que es el eufemismo universal que utilizaba Miriam para referirse a todo, desde una violación hasta el desmembramiento. Pero aún faltaba muchísimo tiempo para que todos terminaran pensando que no iban a encontrarlas jamás.
Y aunque Miriam había confiado al principio en que las encontrarían, acabó comprendiendo no solamente que estaba desesperada por saber qué había pasado, sino porque pensaba dejar a Dave en cuanto se resolviera todo. La tragedia de sus hijas -la culpa, el peso de lo ocurrido- formaba parte de las pertenencias de la familia, del mismo modo que formaban parte de ellas la casa, los muebles, la tienda. Necesitaba saber qué había pasado a fin de poder hacer el reparto: al cincuenta por ciento, con la máxima justicia. ¿Y si no llegaba nunca el final? ¿Debía en ese caso quedarse con Dave? Suponiendo que la culpa de la muerte de sus hijas fuera de ella (y Miriam, en los momentos más negros, pensaba que ningún dios, ningún sistema de creencias religiosas, podía matar a dos niñas para castigar de esa manera a una esposa infiel, y que si ese dios existía no quería tener nada que ver con él), ¿debía cumplir una sentencia de cadena perpetua de vida matrimonial con Dave? Si ese matrimonio le resultaba hasta entonces mortal, aliviado sólo por la presencia de las niñas y las alegrías que ellas les daban, ¿debía ahora quedarse al lado de Dave, y por cuánto tiempo? ¿Cuánto le debía a su marido?
Observó su reflejo en el cristal de la ventana sobre el fregadero. «Las mujeres tienen derecho a tener una ventana sobre el fregadero -decía su madre siempre-. Lavar los platos es tan aburrido que al menos hay que hacerlo con buenas vistas.» No recordaba que su madre hubiese exigido ninguna otra cosa en su vida. Desde luego, jamás había discutido la idea de que era la esposa quien tenía que lavar los platos, cocinar y hacer la limpieza. Nunca había pensado siquiera que pudiese trabajar fuera de casa. Éstas eran las cosas que las mujeres de la generación de Miriam comenzaban a reclamar, pero su madre, por mucho que se sintiera desgraciada viviendo en Ottawa, no había pedido más que una ventana, y Miriam había seguido su ejemplo. Y desde ahí, de día, había contemplado aquel patio trasero en el que crecían a su aire las malas hierbas. El aspecto asilvestrado de aquella zona de la casa era una ilusión cuidadosamente alimentada. Miriam había permitido que el patio trasero creciese a su aire de la misma manera que había procurado que sus hijas creciesen también a su aire, dejando que la tierra y las plantas siguieran sus propios instintos, respetando las que ya estaban allí, la madreselva, la menta, las flores silvestres, y no tratando nunca de interferir plantando cosas como rosales u hortensias. Había plantado solamente algunas perennes capaces de crecer en aquellas zonas siempre sombreadas, y sin estorbar la flora ya establecida allí.
De noche, en cambio, el cristal no ofrecía nada más que el reflejo de su rostro. La mujer que Miriam contempló parecía exhausta, pero seguía siendo bonita. No le costaría nada encontrar a otro hombre. En realidad, durante el último año había tenido la sensación de que los hombres se sentían atraídos por ella más que en toda su vida. A Chet le gustaba, de eso estaba segura, y no solamente porque era una damisela necesitada de ayuda. Al inspector le excitaba pensar que Miriam había tenido un amante, un secreto que Chet había querido evitar que se difundiera. Era una mujer mala. Y, aun siendo un inspector, Willoughby no parecía tener mucha experiencia de primera mano con mujeres malas.
Y otros hombres, desconocedores del dato que poseía Willoughby, se sentían atraídos por Miriam debido a las señales de fatalidad y dolor que asomaban a su rostro, la mirada agotada que decía «ya no estoy en el mundo». Resultaba casi temible comprobar lo numerosos que eran los hombres que se sentían atraídos por la idea de una mujer que había sufrido. Sin duda, encontraría fácilmente a otro hombre. Necesitaba sólo una excusa para irse, una razón definitiva para subir al primer piso, hacer la maleta, coger el coche e irse, algo que le permitiera hacerlo sin verse mirada como la mujer fría y antinatural capaz de abandonar a su marido cuando más la necesitaba. El marido que, demostrando tanta generosidad, la había perdonado pese a lo que le pedía su instinto. Aunque ¿podía ser considerado muy magnánimo alguien a quien le recordaban constantemente su magnanimidad?
Esperaría otros seis meses. Lo haría en octubre. Aunque, pensándolo bien, durante el último mes de octubre Dave había padecido mucho viendo el tiempo magnífico, la fiesta de Halloween, los niños del barrio con sus disfraces. ¿Tal vez en noviembre, en diciembre? No, en vacaciones se sentía mucho más el dolor. Y enero era el mes del cumpleaños de Sunny, y enseguida volverían a estar en marzo, llegaría el segundo aniversario, y a la semana siguiente era el aniversario de Heather. Jamás llegaría el momento adecuado para partir, pensó Miriam. Pero sí habría un momento, pronto.
Se imaginó en plena carretera, camino de… Texas. Una compañera de instituto vivía en Austin y siempre alardeaba de la vida libre que llevaba allí. Miriam se veía en el coche, conduciendo hacia el oeste y luego cruzando al sur a través de Virginia, atravesando el largo valle de Shenandoah y los lugares que había visitado con las niñas, las Cuevas de Luray, el Skyline Drive, Monticello, bajando cada vez más camino de Abingdon y del estado de Tennessee. Se estremeció. Claro, habían dicho que vieron a las niñas en Abingdon. Fue una llamada de alguien cargado de buenas intenciones, pero todos esos entrometidos bienintencionados fastidiaban a Miriam mucho más que los que se inventaban falsas informaciones.
De todo cuanto había tenido que sufrir, una de las cosas que más le dolían a Miriam era que su tragedia privada se hubiese transformado en una tragedia pública, algo que otras personas decían que les había afectado profundamente. Como los periodistas de esa tarde, fingiendo todos que sabían cómo se sentía ella. Los supuestos testigos eran otra variación de lo mismo, personas que creían que las niñas Bethany eran de su propiedad, como si se tratara de un tesoro público, demasiado valioso para que fuese propiedad exclusiva de los padres, como si se tratara del diamante Hope que se conservaba en el museo Smithsonian. Claro que se decía que era una gema maldita.
Al recordar ese diamante le vino a la memoria la enorme piedra preciosa que Richard Burton le regaló a Elizabeth Taylor. Y eso le condujo a recordar una tarde con Sunny y Heather, viendo en la televisión la serie Lucy el día en que Taylor y Burton aparecieron como estrellas invitadas. A Miriam, Lucille Ball la ponía bastante nerviosa; era lo bastante guapa para no tener que recurrir a hacer el idiota para que la gente se fijase en ella. Ser guapa era para Miriam suficiente justificación vital. Y si se trataba de Elizabeth Taylor, no había quien lo discutiera. Pero sus hijas adoraban el personaje de Lucy, como si fuese una tía simpática, y en cierto sentido aquella actriz cómica las había criado haciéndolas reír tarde tras tarde con las imágenes algo borrosas que les llegaban desde un repetidor de Washington. Las niñas mismas admitían que la nueva serie nocturna no podía compararse ni de lejos con la serie original, tan mágica, pero eran fieles a Lucille Ball y querían verla siempre. En el capítulo que Miriam recordó, Lucille Ball se probaba el anillo de diamantes de Taylor, y no lograba quitárselo del dedo. Y la escena seguía con las típicas caras de pasmo, ojos saltándose de las órbitas y expresiones boquiabiertas.
La gente solía meter el dedo en el dolor de Miriam de esa misma manera, lo imitaban, casi como si todo el mundo esperase que ella se sintiera adulada por tanto interés ajeno. Pero llegado el momento, lo dejaban correr y se iban a su casa tan contentos. Se quitaban la máscara de dolor prestado, se la devolvían a Miriam, y seguían viviendo felices sus vidas desprovistas de acontecimientos notables.
Tuvo que rogar y prometer y negociar interminablemente, pero al final le dieron permiso para ir a la fiesta. Había discutido, bueno en realidad no se trataba de discutir porque hablar a gritos se consideraba como algo completamente inaceptable, pero sí dijo que iba a parecer muy raro que siempre rechazara las invitaciones a las fiestas de sus compañeros del colegio. ¿Acaso no era una niña como todas las demás? Y las niñas iban a las fiestas. El tío y la tía, que es como debía llamarles en público según las instrucciones recibidas de ellos, se empeñaban en no parecer raros ante los demás. Lo cual tenía para ella todo el sentido del mundo, dada la cantidad de secretos que guardaban y de mentiras que contaban, pero lo que no entendía era que pudieran ocultar su rareza ante sí mismos. ¿Cómo era posible que no supieran lo extraños que eran, hasta qué punto vivían de manera diferente a los demás? En el exterior de su casa era el año 1976, el año del Bicentenario de la Constitución Norteamericana, y estaban en mitad del decenio que demostraba que todo era posible, incluso en una ciudad tan pequeña como aquélla. Había terminado una guerra, había caído un presidente de Estados Unidos porque la gente exigía cambios. La gente lo había exigido de palabra, haciendo manifestaciones, muriendo incluso por el cambio en algunos casos. Y no pensaba en los soldados de Vietnam. Nunca pensaba en ellos. Pensaba en las matanzas de la universidad de Ken State de 1970, y siempre se arrepintió de no haberles prestado más atención a aquellos acontecimientos cuando ocurrieron, aunque entonces era aún muy pequeña. Difícilmente podía una niña entender por qué la Guardia Nacional entró armada a disolver la manifestación de estudiantes, por qué disparó y mató a unos cuantos.
Ahora sí le importaba. En la hemeroteca encontró un ejemplar del semanario Time en donde se veía la famosa foto de la chica de rodillas al lado del cadáver del chico. La joven había huido de su casa, no se encontraba en donde se suponía que tenía que estar, y de repente había entrado en la historia. Para ella, esa foto era una prueba de que se podía huir, una promesa. Algún día también ella misma podía entrar en la historia, y si conseguía hacerlo, si lograba hacer una cosa muy importante, a lo mejor acabarían perdonándola.
De momento, sin embargo, se conformaba con participar en una fiesta de su ciudad, en el sótano de una casa, mientras esperaba que llegase el momento histórico, sus Cinco Minutos en el Cielo. Al principio comenzaron a jugar, pero reinaba entre los colegiales cierto desacuerdo. No tanto porque algunas niñas no quisieran jugar -más bien todo lo contrario-, sino porque discutieron mucho acerca de cuánto tiempo como máximo debían permanecer las parejas encerradas en el armario. Los unos opinaban que dos minutos era lo adecuado, y citaban como prueba la novela juvenil de Judy Blume ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret, el gran éxito de aquel año entre los adolescentes, mientras que otros opinaban que debían ser siete, porque sonaba mejor, «Siete minutos en el Cielo». Kathy, la anfitriona, propuso partir la diferencia por dos. Caía bien a todo el mundo y, además, era encantadora y tenía autoridad sin hacerse pesada. Si Kathy había dicho que jugarían a Cinco minutos en el Cielo, serían cinco minutos y sanseacabó.
Era otra de las cosas que ni tío ni tía sabían acerca del mundo exterior, que el sexo estaba en todas partes, incluso allí, entre los adolescentes. Donde más estaba era justamente entre los adolescentes. Que jugaban a médicos, a prendas y a la nueva moda de los Cinco (o dos o siete) Minutos en el Cielo. Lo primero era la sexualidad, antes incluso que la bebida o las drogas, y de hecho en ese grupo todo el mundo desdeñaba las drogas. Les parecían anticuadas, cosas de hippies. Sus compañeros de curso avanzaban hacia la adolescencia a tientas y toqueteos, figurada y literalmente.
Pero de todas las niñas, la única que tenía relaciones sexuales plenas en un colchón de plumas era ella. Estaba completamente segura de que era así, pese a que no se atrevía a hablar de eso con nadie. Si le contaba a alguien lo que pasaba en su casa, seguro que no iban a permitirle seguir yendo al colegio, y eso sería incluso peor.
La idea de darse besos de día, una tarde de sábado, era bastante impensable. La sexualidad era una actividad nocturna, sombría y silenciosa, que ocurría en una casa en la que todo el mundo fingía no oír los ruidos de los muelles, los golpes del colchón contra la pared, sordos pero seguidos, rítmicos, como el golpeteo de las olas lamiendo el muelle. Olas contra el muelle… Estaba en Annapolis, en el festival de las almejas. Tenía ocho años. Llevaba unos pantis a listas naranja y rosa. No le gustaban las almejas, pero le gustaba el festival. En aquel entonces, a sus ocho años, todo el mundo era feliz.
De día era una prima lejana procedente de Ohio, y a la que le habían colocado un nombre, Ruth, que ella odiaba. Puestos a cambiar de nombre habría preferido algo como Cordelia o Geraldine, uno de los nombres que elegía en su película Ana de las Tejas Verdes. Pero el hombre al que tenía que llamar tío le explicó que había que elegir dentro de ciertos límites, y que no había nada mejor que Ruth. Ruth había sido, hacía tiempo, una niña de verdad, que llegó a cumplir no más de tres o cuatro años, y que ardió con toda su familia en un pueblo llamado Bexley. El cumpleaños de Ruth no era en el mismo día que el de ella, y por eso no la pusieron en el curso que le correspondía, y ella imaginó que eso iba a resultarle repetitivo, aburrido. Resultó sin embargo que la escuela a la que la enviaron, la Capilla de la Florecita, era más exigente que la anterior. No estaba segura de si era porque la regentaban unas monjas o porque había pocas alumnas en clase, o por ambas cosas. Le ponían tantísimos deberes que ni siquiera tenía tiempo de aprender todo lo que tenía que saber acerca de su nueva identidad, y a veces temía que alguien le preguntara sobre Ohio cosas que ella desconocía, cuál era la capital, o la flor que simbolizaba ese estado o cuál era el ave principal. Pero nadie le preguntó nunca nada. Sus nuevas compañeras de clase habían ido juntas todos los cursos y no tenían experiencia alguna de gente nueva entre ellas. Y les habían insistido claramente en que no debían hablar con Ruth de las cosas horribles que les pasaron a los miembros de su familia en Ohio.
Una niña, que en su antigua ciudad la gente hubiese considerado que era subnormal, aunque ésa era una palabra que allí no se usaba, le preguntó por las cicaterías.
– ¿Qué cicaterías?
– Las del fuego.
– Ah, las cicatrices, las quemaduras. -Apenas necesitaba un segundo. Mentir se había convertido para ella en una segunda naturaleza-. Están en sitios donde no puedes verlas.
Luego lamentó haber dicho eso, porque corrió la voz y el rumor llegó a los niños del colegio, que acabaron retándose a ver quién era el primero en contemplar las cicatrices secretas de Ruth. Esa tarde de la fiesta, se fijó en que Jeffrey la señalaba, le daba un codazo a Bill, y murmuraba en tono de mal actor: «A lo mejor consigues ver las cicatrices de Ruth.» Le gustaba a Jeffrey, ella lo sabía, y esa broma pesada era una forma torpe de coquetear con ella, pero estaba demasiado cansada de todo para que le importase. Las niñas del colegio no sabían cómo comportarse con la nueva alumna, pero los chicos sí, o creían saberlo. Les gustaba Ruth, la misteriosa y prohibida Ruth, la niña que cargaba con una tragedia a sus espaldas, una historia que estaba prohibido mencionar. Ella temía que le oliesen sus actividades sexuales, a pesar de las duchas larguísimas de cada noche y cada mañana, por culpa de las cuales la reñían en casa y le explicaban que el agua de los pozos no era infinita y que el gas natural salía caro.
– ¡Cuarenta y siete! -exclamó Bill.
Era el número de ella. Los demás chicos soltaron un silbido, como cada vez que se elegía una pareja. Ella avanzó hacia el armario mostrándose todo lo digna que pudo, aun a sabiendas de los brincos absurdos que daba Bill a su espalda, de las muecas que dirigía a sus compañeros. Se recordó a sí misma que aquellos niños no llegaban mucho más lejos que eso.
No era un armario en realidad, sino una alacena en la que la madre de Kathy guardaba los tarros de conservas que preparaba en verano. Tomates, pimientos y melocotones se les quedaron mirando desde los estantes. Le recordaron imágenes de película de terror, o los cerebros que flotaban en salmuera en El jovencito Frankenstein. Y aquel nombre que pronunciaba por error el criado monstruoso, Abbie Normal, que confundía con «anormal». ¡Abbie Normal, ése hubiera podido ser su nombre, en lugar de Ruth! La mujer a la que tenía que llamar tía también preparaba conservas, magníficas mermeladas y jaleas. De manzana, melocotón, ciruelas, cerezas… «No, no pienses en el cerezo…» Había en el suelo una fresquera grande y se sentaron sobre ella, cadera contra cadera.
– ¿Qué quieres hacer? -dijo Bill.
– Y tú, ¿qué quieres hacer? -repuso ella.
Él se encogió de hombros, como si la situación careciera de interés, como si ya lo hubiese visto y hecho todo.
– ¿Quieres besarme? -se aventuró a insinuar ella.
– Bueno, sí.
El aliento de Bill sabía a pastel y patatas fritas, era bastante agradable, por cierto. Y aunque ella abrió los labios, el chico no intentó colarle la lengua en su boca. Y dejó las manos colgando a sus costados, como si temiese tocarla.
– Qué bien -dijo ella, por mostrarse amable, pero pensándolo de verdad.
– ¿Quieres que repitamos?
– Claro.- Tenían cinco minutos enteros.
Esta vez Bill le introdujo la punta, sólo la puntita de la lengua entre los labios y la dejó allí, sin casi respirar, como si esperase que de un momento a otro que ella se quejara o le rechazara de un empujón. Cuando en realidad lo que hizo ella fue contenerse para no abrir los labios del todo hasta permitir que la lengua de Bill entrara por completo en su boca. A esas alturas había recibido toda clase de lecciones, se había convertido en una experta que sabía cómo acelerar la transacción de cada noche. ¿Qué habría hecho Ruth, la verdadera Ruth, si no se hubiese quemado del todo en un incendio cuando apenas contaba cuatro años? La punta de la lengua de Bill permaneció apoyada en su labio inferior, como un trocito de comida olvidado o un pelo que ella tenía ganas de empujar a un lado. Pero no hizo nada y le permitió seguir así.
– ¿Qué más quieres hacer? -preguntó Bill, retirándose para poder respirar.
Ella comprendió que a él se le habían terminado las ideas. Bill no sabía lo que se podía hacer, aunque fuera en sólo cinco minutos. Pensó por un momento enseñarle, pero sabía que eso sería desastroso. Cuando al final sus cinco minutos acabaron con el aporreo de la puerta por parte de los demás, que les gritaban que se vistieran de nuevo con una ropa que apenas si se había movido de su sitio, Bill seguía ignorándolo todo, que era lo que ella quería. Hasta que la madre de Kathy les dijo que ya era hora de que se fueran todos a sus casas, y ella no tuvo que cantar el número de nadie.
– ¿Qué tal estuvo la fiesta? -preguntó el hombre al que tenía que llamar tío.
– Aburrida -dijo ella, y era la verdad. Pero una verdad que ella sabía que alegraría a aquel hombre. Si la fiesta había sido aburrida, quizás ella ya no querría volver a ir a ninguna más.
A aquel hombre le preocupaba lo que ella pudiera hacer cuando rondaba por ahí, lejos del alcance de las miradas de él o su mujer. No confiaba del todo en ella ni en lo que pudiera hacer o decir cuando no se encontraba en casa. Por otro lado, la niña sabía hacerle feliz. A su extraña manera, el hombre estaba de parte de ella, cosa que no podía decirse de ningún otro miembro de la familia, ni siquiera de los perros, que eran toscos y fieros y no servían más que para embarrarse por el jardín y arañarle las piernas.
– Voy a salir un momento.
– ¿Con este frío?
– Sólo daré la vuelta a la casa, no me alejaré.
Y salió y caminó hasta el huerto, se acercó al cerezo. En esa época del año era difícil asegurar que se veían ya los brotes, o sólo era el deseo de verlos salir, un juego engañoso de la luz del crepúsculo en marzo, que formaba sombras verde y grises que parecían la promesa de la vida renovada.
– Hoy he besado a un niño -le dijo al árbol, al crepúsculo, a la tierra. Nadie pareció impresionado, pero su simple normalidad permitió que la niña pensara que tal vez algún día podría regresar a una vida normal, volver sobre sus pasos y reorganizar su vida. Algún día.
Ella era ahora Ruth, del pueblo de Bexley, en el estado de Ohio. Toda su familia murió en un incendio cuando ella tenía tres o cuatro años. Ella saltó al suelo desde una ventana del segundo piso, se rompió el tobillo. Por eso iba un curso más retrasado de lo que le correspondía, debido al tiempo que había pasado en el hospital. El problema no fue que la suspendieran, sino que pasó mucho tiempo en el hospital. Y que el colegio en Ohio era diferente. Por eso daba la sensación de no saber cosas que habría tenido que saber.
Sí, tenía cicatrices, pero no en sitios donde pudieran verse, ni siquiera cuando se ponía en traje de baño.