OCTAVA PARTE

Las Cosas como Son
(1989)

Capítulo 34

El último tramo del viaje de Miriam a la escuela de idiomas lo complicó una circunstancia: que todavía no hablaba prácticamente ni una palabra de español. «Una auténtica paradoja», pensó mientras aguardaba en la cavernosa y caótica estación de autobuses donde al final consiguió comprar un billete para Cuernavaca, superando las enormes dificultades que suponía entenderse en un idioma casi completamente desconocido para ella. Para llegar hasta allí había tenido que pasar la aduana y lograr hacerse una idea de cómo funcionaban los taxis en Ciudad de México, y había llegado a sentirse incluso orgullosa de sí misma cuando por fin estuvo ante la ventanilla y salió de allí con el billete de primera para Cuernavaca agarrado en su mano temblorosa.

Ahora bien, ¿cómo localizar el autobús que iba a esa ciudad en medio de las interminables hileras de vehículos estacionados en el exterior, todos con el motor zumbando al ralentí y expulsando negras humaredas por el tubo de escape? En el sistema de altavoces sonaban avisos constantes, que no eran más que una serie de ruidos de electricidad estática, incomprensibles en cualquier idioma. No logró encontrar ningún mostrador de información, no había aparentemente nadie que hablara inglés, y los rudimentos de español que había aprendido en la escuela de Texas no servían de nada. Cuando se dirigía a la gente y tartamudeaba lo que se le ocurría, la miraban con cara de no entender, y replicaban con un torrente de palabras que para ella no eran más que ruidos. Todos pretendían ayudarla. La miraban con rostro amable y ademanes afectuosos y cálidos. Pero nadie entendía nada de lo que ella decía. Se puso a examinar el billete, vio que era azul, y comenzó a mirar los billetes que llevaban los demás. Una mujer llevaba otro billete azul, parecía muy cansada y tenía un perfil que recordaba al de los rostros del arte maya: una nariz noble, aguileña; una frente plana.

– ¿Cuernavaca? -preguntó Miriam.

La mujer reflexionó sobre la pregunta de Miriam con cierta cautela, como si llevase toda una vida en la que las preguntas más sencillas habían acabado siendo siniestras y peligrosas.

– Sí -repuso en español, y añadió sin cambiar de idioma-: Ya me voy.

Y dio media vuelta como si la pregunta de Miriam hubiese sido en realidad una orden que la obligaba sutilmente a irse de allí. Volvió un instante la vista atrás y, al comprobar que Miriam la estaba siguiendo, aceleró el paso, aunque no le resultaba fácil, ya que cargaba con un par de voluminosas bolsas de compras. Pero todavía le costó más a Miriam, que tiraba de su maleta, sujeta a un sistema de ruedecillas, y acabó rezagándose. La mujer miró de nuevo atrás, vio a Miriam peleando por no perderla de vista, y entonces se fijó en el billete que la extranjera llevaba en la mano, y que era azul, como el suyo.

– Cuernavaca -dijo, comprendiendo al fin.

Esperó a que Miriam la alcanzase, y la condujo al autobús que iba a esa ciudad. «Cuernavaca», repitió la mujer mientras subía al vehículo, sonriendo a Miriam como si fuese una niña que estaba aprendiendo a hablar. Ocupó un asiento y repitió, «Cuernavaca». Y decidió lanzarse a enseñarle más vocabulario, pronunció palabras que Miriam supo que llegó a aprender, pero que por alguna razón ya no sabía qué significaban. La mujer lo intentó de nuevo, pronunciando cada palabra más despacio. Miriam se rio y abrió las manos, burlándose de su propia ignorancia. La mujer también sonrió y acabó con una carcajada, aliviada al parecer de no verse forzada a darle conversación a esa extranjera gringa durante la hora entera de viaje hacia el sur. Se recostó en el respaldo de su asiento, rebuscó en el fondo de una de las bolsas y sacó algo envuelto en papel de cera. Quitó el papel y apareció un mango clavado en un palo. La fruta tenía por encima algo que parecía pimienta espolvoreada en abundancia. Sintiéndose por fin segura en el autobús, a punto de alcanzar su destino, Miriam estaba tan relajada que se maravilló ante la visión. Cinco minutos antes, cuando todavía se encontraba perdida, le habría parecido repugnante.

«¿De dónde es?», le había preguntado en español la mujer. Creyó entenderlo por fin, pero era ya tarde para contestarle. Además, ¿qué podía decir Miriam? Esa mañana había tomado un avión en el aeropuerto de Austin. Lo cual no necesariamente hacía de ella una tejana. Podía tal vez responder que era canadiense, pues había nacido en ese país. Desde la muerte de sus padres, no tenía lazos con aquella tierra. Acostumbraba pensar que era de Baltimore, pero apenas había vivido quince años en esa ciudad, y llevaba en Texas trece años. «¿De dónde soy?»

Sólo sabía una cosa con seguridad, que se estaba largando de Texas justo a tiempo, huyendo de la recesión como si fuese una ola salvaje que estaba a punto de barrer toda la arena de la playa.

No es que hubiera sido lista, pero había tenido suerte. Hacía dieciocho meses había vendido su casa, antes de que el mercado comenzara a caer en picado. Al mismo tiempo, se había librado de las antiguas inversiones heredadas de sus padres. Pero en absoluto porque hubiese adivinado que en 1987 iba a producirse una caída en el precio de los valores en Bolsa ni porque hubiese intuido que el mercado inmobiliario de Texas estaba a punto de hundirse. Llevaba algún tiempo jugando con la idea de retirarse pronto, antes de que le tocara por la edad, y por eso transformó todo su dinero en bonos del Tesoro y otras inversiones igualmente conservadoras. Y no se había comprado otra casa porque no estaba segura de querer quedarse a vivir en Texas. El dinero que había sacado por la venta, en cualquier otro lado le iba a rendir muchísimo más. En los últimos meses eran muchísimas las personas que ya no querían vivir en Texas y pasaban por la oficina de Miriam para llorar amargamente. «¿Cómo es posible que estemos en deuda? -sollozó una mujer muy joven-. Primero compramos la casa y pagamos lo que teníamos que pagar, y ahora la vendemos… ¿cómo es posible que les debamos siete mil dólares a ustedes?» Había otros vendedores que se negaban a pagar comisiones a las agencias inmobiliarias si la venta no les producía beneficios. Eran tiempos cada vez más espantosos.

Sin embargo, aunque el negocio inmobiliario hubiera sido floreciente, las decisiones de Miriam habrían sido las mismas. Sus socios, gente patológicamente optimista, pensaban que estaba chiflada cuando decidió tomarse cuatro semanas de vacaciones justo cuando la temporada de primavera comenzaba a cobrar fuerza. «¿Cómo se te ocurre irte ahora?, ¡pero si el negocio empieza a animarse!», le dijeron. De haber sabido que no pensaba volver nunca al trabajo habrían pensado que estaba aún más loca. Decidió ponerse a estudiar español en un curso de inmersión lingüística, y luego comenzó a buscar un sitio donde vivir. Un sueño así no se podía llevar a cabo en Estados Unidos con el dinero del que disponía, habría tenido que esperar diez años más. Pero en México, donde con un dólar te daban seiscientos pesos, era factible. Tampoco estaba empeñada en México. Belice podía servir, o Costa Rica.

Con todo el jaleo de los preparativos para la primera etapa del viaje, no se fijó en la fecha. Hubo mucho que hacer, muchos documentos que firmar, más incluso que si se hubiese tratado de una liquidación. Cheques de viaje, el contrato de subarriendo de su piso, la venta del coche. (Esto último habría bastado para que sus compañeros de trabajo comprendieran cuáles eran sus verdaderas intenciones. ¿Podía alguien vivir en Texas sin coche?) Pero tres semanas atrás, cuando hizo la reserva de los billetes de avión, la fecha, el 16 de marzo, se quedó mirándola desde la agenda. Y decidió que era una buena señal, que era una buena idea irse del país antes de que llegara otro 29 de marzo.

El autobús avanzaba por una carretera que serpenteaba bajando desde un puerto de montaña. Miriam se fijó en las diminutas cruces blancas a los lados del asfalto. Pensándolo bien, ¿no era lo más normal del mundo que los autobuses se despeñaran todos los días en los precipicios de las carreteras mejicanas? Esta clase de noticias salían con frecuencia en los telediarios. Accidentes de autobús, desprendimientos que cerraban carreteras, tifones, terremotos. Yendo en taxi desde el aeropuerto a la estación de autobuses vio edificios que habían sido abandonados a raíz del terremoto que sufrió México D.F. en 1987. Aún no se había podido decidir qué hacer con ellos. La mayor parte de sus amistades adoraban la cadena CNN, pensaban que ver un canal de pago con tantas noticias del extranjero constituía todo un honor intelectual. Siempre hablaban de crisis, aquí o allá. Miriam pensaba más bien que esa cadena propiedad de Ted Turner lanzaba un solo mensaje: «Alégrate de vivir en este país.» Hablaban siempre del resto del mundo como si se tratara de lugares imprevisibles y salvajes, expuestos a desastres naturales, contiendas y guerras civiles. Si pasabas suficiente rato conectado a CNN terminabas pensando que Estados Unidos era un sitio tranquilo y estable.

El autobús llegó por fin al centro de Cuernavaca. Miriam tenía una habitación reservada en un hotel, cuyas señas llevaba escritas en el bolsillo, pero para llegar tenía que saltar una valla lingüística adicional. Según las informaciones facilitadas por la escuela de idiomas, había que pelear por conseguir un taxi, y una vez en él negociar la tarifa. ¿Cómo iba a negociar nada si no sabía español? Cuando llegó al primer lugar de la larga cola de los taxis, ofreció al taxista mil pesos, después mil quinientos, y luego incluso llegó a los dos mil, pero el taxista siguió negándose a llevarla. Estaba a punto de ofuscarse y cabrearse cuando comprendió que discutían por una cantidad que, al cambio, no eran más que unos pocos centavos.

El taxi se lanzó por las calles congestionadas, y los ojos de Miriam se embriagaron tratando de absorber todo lo que veían: un castillo, uno de los de Hernán Cortés, decorado con un mural de Diego Rivera, y luego el Zócalo, atestado de gente aquel domingo por la tarde, y un grupo de hombres que iban vestidos con algún tipo de ropa indígena. Al final el taxista se metió en una calle estrecha y vulgar. A Miriam le entró una profunda decepción. La reserva era en el hotel Las Mañanitas, y por un precio escandalosamente elevado para los niveles mejicanos; en proporción, por lo mismo que hubiese costado un Marriott de aeropuerto en Estados Unidos. Era su último gran dispendio, la última vez que se consentía una extravagancia. Supuso que el precio sería garantía de calidad, y se llevó una decepción enorme cuando el taxista paró delante de un edificio muy vulgar.

– ¿Es aquí? -preguntó en inglés y luego, acordándose, lo repitió en español-. ¿Es aquí?

El taxista soltó un gruñido, tiró sin miramientos su equipaje a la acera, subió al coche y se fue. De repente se abrió una gran puerta de roble y un peripuesto señor rubio apareció, acompañado por dos mejicanos que, sin decir nada, cogieron sus maletas y las entraron. Una vez dentro comprendió que la idea era que aquel hotel maravilloso permaneciera oculto como un secreto. Visto desde la calle tenía mal aspecto, pero una vez dentro veías que estaba construido en torno a un grandísimo patio central y que las habitaciones formaban un círculo en torno a un césped verde esmeralda por el que paseaban ni más ni menos que unos cuantos pavos reales. Se sintió igual que si hubiera sido Dorothy en El mago de Oz, cuando abandona el blanco y negro de Kansas para entrar en el mundo en tecnicolor de Munchkinland.

Y la película le recordó a sus hijas, que cada año cumplían el ritual de ver la versión televisada de la película, cubiertas por una vieja colcha con la que se tapaban hasta la cabeza cada vez que empezaban los momentos de miedo: los árboles belicosos, los monos voladores. En cambio no les daba miedo la bruja, nunca se lo dio, aunque en su anterior reencarnación como Elvira Gulch les daba cierto temor. Sin embargo, la actriz Margaret Hamilton había malogrado toda su capacidad de dar miedo porque la reconocían de sus apariciones en unos anuncios de la tele.

A Miriam se le doblaron un poco las rodillas, y se le humedecieron los ojos, un poquito. ¿Cómo explicar, fuera en el idioma que fuese, por qué se había decidido a actuar de aquella manera? En realidad, había ido a México con la intención de no tener que dar nunca explicaciones a nadie. Había ido a México huyendo de las llamadas telefónicas, esas en las que al descolgar sólo se oía el silencio. («Dave, ¿eres tú?», le decía Miriam al vacío. «¿Quién es? ¿Quién me llama?» Una vez, una sola vez, se confió y llegó a decir «Cariño…», aunque sólo para oír a alguien que aspiraba profundamente.) Había ido a México para empezar de nuevo, y ahí estaba, atrapada en su vida de antes, en el mismo pasado de siempre. Era sorprendente que, tras más de diez años, se notara todavía el dolor, sus variaciones sutiles. En la vida de Miriam había un dolor casi físico permanente, como si hubiese sufrido cierta afección que le había dejado huellas imborrables en el sistema nervioso, y que había aprendido a soportar porque no podía ser extirpada quirúrgicamente. El dolor estaba ahí, sordo y constante, hasta que, de repente, por muy cuidadosa que fuese, por mucho que tratara de proteger aquellos tendones tan frágiles, aquellas articulaciones afectadas, estallaba de forma rabiosa, repentina, abrasadora. Cualquier cosa podía despertar de nuevo los recuerdos, incluso una experiencia tan nueva como aquélla, algo que había buscado confiando en que en ese contexto diferente no resultara fácil que las niñas se insertaran. Miró los pavos reales blancos que paseaban por el césped del hotel de Cuernavaca, en el lejano México, y lloró acordándose de unas niñas que habrían disfrutado de esa visión.

La maravilla de aquel hotel de primera, que era la justificación para estar pagando setenta y cinco dólares la noche cuando con treinta dólares ya se hubiera sentido cómoda, consistía sobre todo en que el personal había sido adiestrado para tratar a los huéspedes con una amabilidad insuperable. «La señora debe de estar fatigada después de un viaje tan largo», dijo el hombre rubio dirigiéndose al personal que revoloteaba a su alrededor. Lo dijo en español, pero incluso Miriam podía comprender ese español más lento, cuyas palabras no chocaban las unas con las otras hasta entremezclarse. La acompañaron a su habitación, un lugar deslumbrante, y una doncella le llevó al instante un zumo de naranjas recién exprimidas. Enseguida la misma doncella la guio por la habitación para mostrarle todas sus ventajas. No había nada demasiado insignificante o trivial para no merecer una explicación. La doncella señaló la alfombrita situada junto a la cama. «Para sus piececitos», le dijo en español. Le mostró una bandeja de fruta. «Por si tiene usted hambre.» Luego colocó una almohada sobre la cama, blanca como la nieve, y le dijo que se acostara. «Para su cabecita», tradujo mentalmente Miriam.

Miriam indicó con ademanes que quería un vaso de agua, que incluso en un lugar tan impoluto como aquél tenía que ser destilada o purificada. Después intentó preguntar si para la cena tenía que vestirse de gala o algo así, si podía ir al comedor poniéndose unos pantalones, y abrió la cremallera de una maleta y señaló los pantalones de seda anti arrugas que estaban justo encima de todo. «Cómo no», respondió la doncella. No dijo «¿Por qué no?» sino «Cómo no», y Miriam pensó que tenía que aprender esas frases hechas del nuevo idioma.

– ¿Tiene sueño? -le preguntó la doncella, siempre en español.

Miriam se sobresaltó. Pensó primero que le preguntaban si solía tener sueños cuando dormía. Luego comprendió el significado de las amables palabras.

Se entregó al descanso en la cama y cuando despertó ya había caído la noche y en el césped del hotel había mucha gente tomando copas, cenando. Se tomó un combinado, mordisqueó unos piñones tostados, y trató de descifrar las palabras en español que empezaba a recordar, tratando de no permitir que ningún otro idioma se filtrara en su cerebro o en su corazón. Había ido a México para aprender nuevas palabras, una nueva forma de hablar, y una nueva forma de ser. Era el primer día y había logrado aprender algunas cosas, y recordado poco a poco las que ya sabía. A partir de entonces todo iba a cambiar. Aprendería a usar los pronombres personales de otra manera, y dejaría de usar el «por qué» para sustituirlo por el «cómo».

Capítulo 35

– ¡Barb, he perdido la noticia que estaba escribiendo!

El grito de alarma, demasiado corriente a esa hora de la tarde, procedía del mismo lugar de siempre, el rincón más caótico de la redacción, aquella mesa con exageradísimas montañas de papeles y recortes cuya ocupante habría resultado por completo invisible de no haber sido porque solía lucir un peinado también de mucha altura. La señora Hennessey era tan pequeñita como elegante, y acostumbraba perder todo lo que había estado escribiendo justo en el momento del cierre, aunque casi nunca porque se cayera el sistema informático o por un fallo de los programas. Lo que solía ocurrirle era, más bien, que trabajaba con dos pantallas y se olvidaba que cómo abrir la segunda, o bien porque copiaba el texto, apretaba la tecla «guardar» y luego le desaparecía de la pantalla que ella veía en ese momento.

– Vamos a ver, señora Hennessey -dijo Barb, intentando hacer que la pantalla de su compañera de redacción diese la vuelta sobre la plataforma giratoria cuya función consistía en permitir que dos redactores trabajaran alternativamente con la misma pantalla.

Pero la señora Hennessey había obrado con astucia y bloqueado el giro amontonando libros de referencia y diccionarios a ambos lados de la plataforma, con la intención de que la perezosa Susan no pudiera utilizarla. Barb se acercó al puesto de Hennessey, tocó unas cuantas teclas, y comprobó que esta vez no era el problema de siempre, sino que de hecho había perdido todo lo que había escrito. Cuando al final Barb localizó en el sistema de respaldo el documento en el que su compañera estaba trabajando, todo lo que apareció fue una página en blanco en la que apenas figuraban un título y la fecha de inicio del trabajo, nada más.

– ¿Se acordó de ir guardando mientras escribía? -preguntó Barb.

– Claro, al final de cada párrafo he pulsado la tecla de tabulación.

– Ya, claro, pero esa tecla no sirve, ha de pulsar «guardar». Tiene usted que ejecutar donde dice «guardar», señora Hennessey.

– ¿Y eso qué significa exactamente?

La señora Hennessey andaba por allí «desde que Cristo era un chaval», por usar una frase hecha de uso común en la zona. Llevaba treinta y cinco años como empleada de la Fairfax Gazette , primero en las páginas para mujeres, que es como se llamaban en aquel entonces, y poco a poco había ido abriéndose paso hacia la sección de noticias, donde llevaba dos decenios encargándose de los temas de educación. No había nadie más veterano en todo el periódico, entre otras cosas porque la mayoría de los buenos periodistas no pasaban allí más de dos años. Se rumoreaba, además, que era superviviente del Holocausto, aunque las anchas ajorcas doradas que llevaba siempre ocultaban los tatuajes que pudiese llevar en los brazos. Era, en fin, una mujer muy dura, pero cada vez que el ordenador le jugaba alguna mala pasada actuaba de manera infantil y se mostraba sumamente desamparada. Aunque en realidad lo que ocurría más a menudo no era que su ordenador le jugase una mala pasada sino al contrarío, que era ella quien se la jugaba al ordenador, por ejemplo al negarse a tomar las medidas más sencillas con vistas a proteger su trabajo.

– Mire, basta con que pulse la tecla «F2» al final de cada párrafo, más o menos, para que el ordenador guarde una copia de lo que ha hecho hasta ahora, y lo vaya actualizando cada vez. Si esto que estaba escribiendo se ha perdido es porque no lo había guardado y, desde el punto de vista informático, no existía aún. El ordenador guarda lo que ve, sólo eso.

– ¿Lo que ve? ¿Qué quiere decir con eso? Está ahí, lo estaba escribiendo ahora mismo -dijo la señora Hennessey señalando la pantalla con sus dedos llenos de anillos-. Estaba, mejor dicho, estaba ahí hasta ahora mismo -se corrigió, ya que ahora tenía la pantalla en blanco-. Desde luego, yo sí que lo estaba viendo. Estas máquinas son de una inutilidad…

Barb se ponía siempre a la defensiva cuando se trataba del sistema informático, por mucho que supiera que tenía imperfecciones. El periódico para el que trabajaban, y que formaba parte de una pequeña cadena periodística, era paradójicamente tan liberal en sus puntos de vista editoriales como tacaño en sus gastos, y esa combinación resultó en que tuvieran que utilizar un sistema informático de la era de los dinosaurios, y que no servía para el trabajo periodístico.

– Es una herramienta como otra cualquiera -dijo Barb-. Cuando utilizaba usted la máquina de escribir, no había copia si no le ponía otra hoja y papel carbón. El operario que le echa las culpas a sus herramientas no es muy buen operario.

Se le ocurrió usar esa frase, que solía decir el padre de Barb, sin pensarlo. Y, tal como solía ocurrirle, al punto se sintió mal, inquieta, triste y melancólica, todo a la vez, como si ese leve eco fuese la puerta que se abría a toda su vida.

– ¿Se puede saber qué ha osado insinuar? -dijo la señora Hennessey pasando de la vocecita de gatito al rugido de los leones-. ¡Menuda impertinencia…! -Y añadió algunas palabras en alemán o en yiddish, Barb no logró adivinar cuál de los dos idiomas-. Voy a hacer que la despidan, voy a…

Se levantó, irguiéndose entre las montañas de informes que había erigido a modo de muralla a su alrededor, y salió corriendo hacia la mesa del director, ágil a pesar de los altos tacones que usaba, temblando de furia, como si Barb la hubiese amenazado de manera violenta. Se le estremecía hasta el alto moño que coronaba su cabeza, perfectamente teñido y retocado cada dos semanas para que ni la más mínima raíz delatara una sola cana en medio de aquel fiero color castaño rojizo.

Barb se habría sentido profundamente preocupada si no hubiera visto la misma actuación como mínimo dos veces al mes desde que el verano anterior comenzara a trabajar en esa redacción. Al otro lado de los cristales del despacho del director, la señora Hennessey iba y venía agitada, mostrando sus diminutos puños cerrados y en alto, exigiendo el despido de Barb. Salió por fin del despacho, muy enfurruñada, y al instante Barb fue convocada al mismo despacho por medio de un correo electrónico.

– Le agradecería que tratase de actuar y hablar con mucho más tacto cuando tenga que dirigirse a ella… -comenzó a decir Mike Bagley, el director.

– Lo intentaré -dijo Barb-. Lo intentaré. Pero me parece que no le está usted pidiendo a ella que tenga más tacto conmigo y, la verdad, me trata como si yo fuera su criada. Es cierto, de vez en cuando el ordenador se come todo lo que acaba de escribir, pero la mayor parte de los problemas de los que se queja son culpa de ella, y de su manía de no tomar las medidas más elementales. No tengo por qué andar vigilándola todo el rato.

– La señora Hennessey es una… -miró a su alrededor, como si temiera que alguien pudiese oírle- es una mujer mayor. Acostumbrada a hacer las cosas de una manera. A estas alturas, ¿de verdad espera que la hagamos cambiar?

– ¿Así que toda la redacción tendrá que seguir estando pendiente de si esa señora menea o no la cola?

– ¡Esa señora meneando la cola! -dijo Bagley, un hombre grandote, cuyo cabello, abundante y pelirrojo antaño, clareaba ahora y apenas si tenía un leve timbre amarillento. Su mueca era desagradable-. Vaya imagen ha tenido que elegir usted, ¡santo cielo! Mire, Barb, lleva usted una carrera que, como mucho, podríamos decir que ha sido poco ortodoxa. Su talento…

Barb esperó a ver cómo continuaba la frase, temiéndose lo peor. ¿Iba a decir «es inexistente»? ¿«Limitado»? Pero ni siquiera terminó la frase.

– Esta redacción depende de usted. Cada vez que se funde el sistema y usted consigue hacerlo resucitar, nos ahorra miles de dólares. Lo sabe usted y lo sé yo. Así que deje que la señora Hennessey siga pensando que es una persona eficaz y consecuente, y evíteme que nos lleve a los tribunales por discriminación contra las personas maduras, por favor. Vaya, vaya a pedirle disculpas.

– ¿Disculparme yo? No ha sido culpa mía.

– Le ha dicho que sus reportajes eran muy cutres.

– ¿Qué yo le he dicho…? -Se rio-. Sólo le he dicho que el operario que le echa las culpas a sus herramientas no es muy buen operario. Es una frase hecha. Y no he dicho ni palabra sobre lo que escribe. Aunque la verdad es que lo que escribe es bastante cutre. ¿O no? -Barb se quedó pensándolo. No se le había ocurrido hasta ese momento que tenía derecho a opinar sobre las palabras que aparecían en las pantallas que estaban a su cuidado. Antes trabajaba en la sección de anuncios por palabras, hasta que alguien descubrió que sabía de ordenadores lo suficiente como para cuidar de ellos. En realidad, ni siquiera sabían que solía leer el periódico, pero lo hacía, vaya que sí lo hacía, y los textos de la señora Hennessey eran de lo más cutre. Seguro.

– Mire, Barb, vaya a decirle que lo siente, nada más. A veces la mejor manera de llevar los conflictos es actuar así.

Barb estaba furiosa y le miraba con ojos llameantes. «¿Tiene idea de qué desastre podría yo causarle al sistema? ¿Sabe hasta qué punto estaría en mis manos cargármelo todo?» Cuando redactó un informe sobre la calidad del trabajo de Barb, el director (que no tenía derecho alguno a supervisar su trabajo puesto que no sabía absolutamente nada de ordenadores) escribió que era importante que «tratase de controlar sus accesos de ira». Eso, controlarlos. Vaya que sí. Lo que hacía era atizar las llamas de esa ira, pues al fin y al cabo la ira era su principal fuente de energía.

– ¿Y a mí, quién me pedirá disculpas a mí?

– Mire, Barb -dijo Bagley, completamente desorientado ante esa reacción-. Estoy de acuerdo en que la señora Hennessey nos da a todos mucho trabajo. Pero no le ha alzado la voz. Y está en cambio convencida de que usted le ha dicho que no sabe escribir. Sería mucho mejor para todos si fuese usted a presentarle sus disculpas.

– ¿Sería mucho más mejor para quién?

– No se dice «mucho más mejor». Se dice «mucho mejor» -la corrigió. Menuda metedura de pata-. De acuerdo, será mucho mejor para mí. Y el jefe soy yo, ¿de acuerdo? Así que ya puede ir a pedirle disculpas, y acabemos de una vez con esta pelea de gallinero.

La señora Hennessey se había ido a la sala llamada de descanso, un lugar sombrío, pequeño, lleno de máquinas tragaperras de comida y bebida y con mesas de fórmica.

– Lo siento -dijo Barb en tono envarado.

No menos envarada que ella, la señora Hennessey, bajó levemente la cabeza, con la actitud de una reina que mirase a una campesina por encima del hombro. Sólo que como la señora estaba sentada en un banco bajo, no pudo mirarla por encima del hombro.

– Gracias.

– Lo único que le decía… -Barb no entendía por qué razón se sentía obligada a hablarle. Se había limitado a hacer lo que le decían que hiciera-. No he insinuado nada acerca de su forma de escribir.

– He sido reportera durante treinta y cinco años -dijo la señora Hennessey. Se llamaba Mary Rose Hennessey, así firmaba sus informaciones, con nombre y apellido, pero había que llamarla señora Hennessey y tratarla de usted. Siempre-. Empecé a trabajar en este periódico antes de que usted naciera. Y fue gracias a mujeres como yo, gracias a las que abrimos el camino en contra de la discriminación, que mujeres como usted han logrado encontrar un empleo. Yo escribí mucho acerca de la discriminación de la mujer, y la necesidad de combatirla.

– Caramba. Un tema importante… -Barb se mordió la lengua, justo a tiempo. Iba a decir que había sido un tema importante en su ciudad de origen, en la gran Chicago, capital del estado de Illinois. Barb fue alumna de una universidad típica de las ciudades grandes. Había estudiado en Mather. Y en lugares así era más sencillo escaquearse que en instituciones pequeñas de pequeñas ciudades. En la gran ciudad resultaba sencillo que nadie se fijara en ti. Y tampoco sabía muy bien cómo había sido lo de la discriminación en Chicago. Probablemente la lucha haya sido dura, pero ¿por qué meterse en camisa de once varas y hablar de lo que no sabía?-. Fue un asunto importante en los años setenta, ¿verdad?

– Lo fue. Y lo trabajé yo sólita.

– Fantástico.

Lo dijo con la intención de mostrarse muy impresionada, pero a veces su tono traicionaba sus verdaderos sentimientos, y comprendió que esta vez podía haber sonado cargado de sarcasmo, de ironía.

– Fue fantástico, lo fue. E importante. Mucho más importante que ganarse la vida trasteando en las tripas de las máquinas. Lo que yo escribo es el primer borrador de lo que luego serán las páginas de la Historia con mayúscula. Mientras que usted, usted es una simple mecánica.

Barb soltó una risotada ante el intento evidente de insultarla. Vaya con la señora Hennessey y sus ataques verbales. Pero la risa encendió aún más a la anciana.

– Se cree usted muy especial meneándose por entre las mesas con sus falditas cortas y ajustadas, tratando de conseguir que los hombres la miren. Se cree usted importante…

El director acababa de decirle que ella era importante, esencial.

– No entiendo qué tiene que ver mi ropa con todo esto, señora Hennessey. Y le decía muy en serio que pienso que su trabajo fue fantástico…

– ¿Fue? ¿Dice que lo fue? Lo es. Sigue siéndolo, so… ¡So rata cloaquera!

De nuevo Barb quiso reírse de aquel anticuado intento de insultarla. Pero en esta ocasión la mujer había acertado un poco más. Para Barb la sexualidad, su sexualidad, era un asunto sensible. Y no era verdad: no coqueteaba con los hombres en la redacción ni en ningún otro lado, y las faldas que usaba no eran tan cortas. Más bien largas, para lo que se llevaba últimamente, porque no era muy ancha de caderas y las faldas siempre le quedaban más largas que a las otras mujeres. De hecho, entre su enorme moño en lo alto de la cabeza, y los tacones aguja que usaba, la diminuta señora Hennessey era tan alta como ella.

Lo cual le pareció a Barb una buena justificación para obedecer al impulso que la condujo a coger la lata de Pepsi light que tenía la señora en la mano, y vaciársela justo en lo alto de su gigantesco moño.

La despidieron, por supuesto. En realidad la dejaron escoger entre asistir a sesiones de terapia psicológica o largarse con sólo dos semanas de paga a modo de despido. «Y no voy a escribir ninguna carta dando referencias», añadió Bagley. Como si Barb tuviese intención de pedírsela, como si hubiese servido de alguna cosa el día en que Barb, Barbara Monroe, iba a desaparecer del mapa por completo, para ser reemplazada por otro nombre. Aceptó el dinero.

Esa misma noche se coló en la redacción, y utilizó los instrumentos de investigación del propio periódico, por muy someros que fuesen. La bibliotecaria estaba en deuda con ella, y jamás comprendió por qué razón estaba Barb tan interesada en sus dominios, y se sintió adulada cuando Barb le pidió que le explicara cómo estaba organizada, y lo atenta que la escuchó cuando ella le contó cuántas cosas podían conseguirse con un simple teléfono y una lista de las referencias de todas las demás bibliotecas de la ciudad. Le mostró lo valiosas que eran las búsquedas realizadas a través de los registros de los tribunales y los registros de la propiedad, aunque ésas había que pagarlas y requerían más tiempo, lo cual, ni tiempo ni dinero, tenía ella en ese momento. Aunque lo cierto era que, utilizando la cuenta abierta del propio periódico, había hecho durante el último año algunas comprobaciones en esos campos. Supo así que Dave Bethany vivía aún en Algonquin Lañe. Y de Miriam Bethany seguía sin haber ni rastro, desde hacía unos cuantos meses. Stan Dunham aún vivía en el mismo sitio, pero, claro, con Stan Dunham nunca había llegado a perder el contacto.

Y por fin eligió un nuevo nombre y una nueva existencia, siguiendo fielmente las instrucciones que precisamente Stan le había enseñado. Era hora de volver a empezar. Resultaba un fastidio no poder utilizar ese último empleo en su currículo, aunque por otro lado había tomado ya la decisión de no seguir trabajando en la prensa. En cuanto obtuviera la preparación oficial que necesitaba, sin duda acabaría encontrando una forma más lucrativa de ganarse la vida en alguna industria más acostumbrada a remunerar bien el talento, pues si algo no le faltaba era talento. Aunque terminara siendo echada a patadas fuera del nido, seguro que iba a obtener un empleo mejor que el que había tenido en la Fairfax Gazette. En cierto modo había sido siempre así. Incluso en las peores situaciones, siempre había necesitado que alguien tomara la iniciativa de arrojarla fuera del nido, alguien que la animara a dar el paso adelante. Recordó lo mucho que estuvo llorando aquel día en la estación de los autobuses Greyhound, cerca de otra gente que reía y la señalaba con un leve gesto, convencidos todos ellos de que no era más que una adolescente asustada que tenía miedo de huir de casa.

Después de haber llevado a cabo la investigación requerida, terminó escribiendo un breve código que sería su regalo de despedida de la Gazette. Y así, cuando al día siguiente la señora Hennessey escribiera su nombre de usuaria, se hundiría todo, absolutamente todo, y el sistema entero se llevaría consigo cada uno de los textos que estaban escribiendo todos los redactores, incluyendo los de aquellos periodistas más diligentes que hubiesen tenido la precaución de ir guardando lo que escribían a medida que avanzaban. Para entonces ella ya estaría en un lugar seguro, en un restaurante de Anacostia, esperando la llegada de Stan Dunham. Este le había dicho que lo mejor para ella sería ir más bien hacia el norte, pero ella no se dejó convencer y le contestó que no tenía ninguna intención de cruzar la frontera de Maryland. Y hasta ese día, Stan Dunham jamás le había negado nada de lo que ella le había pedido.

Capítulo 36

– Porque era hija adoptiva. Por eso.

Dave llevaba un rato esperando en la cola para que le sirvieran un refresco, cuando escuchó esa frase elevándose por encima del ruido confuso que le rodeaba por todas partes, una frase que le golpeó como un zapatazo o una pedrada. No era una frase dirigida a él, sino parte de la conversación de dos mujeres de mediana edad que hacían cola detrás de él.

– ¿Qué? -dijo Dave, como si las mujeres hubiesen tenido la intención de meterle en su conversación-. ¿Quién era hija adoptiva?

– Lisa Steinberg -dijo una de las mujeres.

– La niña a la que su padre adoptivo pegaba palizas, la niña de Nueva York -dijo la otra mujer-. Es una bendición del cielo que ese hijo de puta vaya a dar con sus huesos en la cárcel. Pero la mujer tendría que haber corrido la misma suerte. Si hubiera sido la madre de verdad, en lugar de adoptiva, jamás habría consentido que ocurriese todo eso. Desde luego que no.

Y sonrieron satisfechas las dos, encantadas de pensar así, como todo el mundo. Eran dos mujeres rollizas con cara de galleta, una auténtica publicidad negativa para los productos de régimen que vendían en la pastelería Bauhof. Dave se acordó de un libro que habían leído tanto Sunny como Heather, Niños brutos y niñas horribles, ilustrado con unas imágenes algo extravagantes de un artista famoso. ¿Eran de Addams? ¿De Gorey? Algo así, unos dibujos muy ingeniosos. Uno de los cuentos hablaba de un chico que sólo comía caramelos, hasta que se fundió en el sol, convertido en un charco de carne gelatinosa pero que conservaba los rasgos faciales.

– ¿Cómo es posible…? -comenzó a decir, pero la señorita Wanda, que conocía bien sus humores variables después de tantos años de vecindad, desvió su atención de la misma manera que lo hubiera hecho una madre que tratara de tranquilizar a su hijo en medio de una rabieta.

– Hoy tengo unos pastelitos de manzana recién salidos del horno, señor Bethany.

– No debería dejarme tentar…

De hecho Dave tenía aún el mismo peso que cuando era estudiante, pero se sentía también hecho un pastel. Con las carnes poco prietas. Y no sabía cómo superar esa especie de flojera general. Llevaba ya unos cuantos años sin hacer footing, no tenía tiempo para esas cosas.

– Anímese, hombre. Tienen manzana, que sienta siempre muy bien. Una manzana cada día, como decía mi médico.

Y gracias al pastel de manzana la señorita Wanda logró que en un minuto Dave saliera de la tienda sin haber tenido tiempo de enfadarse con las señoras. Un pastel de manzana recién salido del horno era tan útil como unas palabras amables para disolver cualquier ataque de furia.

Había sido para Dave una mala mañana, por los motivos de siempre y por otros que no eran tan corrientes. El hombre de la llamada repetida cada año no había hecho sonar su teléfono ese día. En los últimos años el tipo hacía llamadas silenciosas en lugar de pronunciar frases hostiles, pero de todos modos seguía haciendo su llamada anual cada 29 de marzo. Era extraño que lo echara de menos, pero de todos modos a Dave le había fastidiado no escuchar su llamada. Pensó que tal vez el tipo hubiese fallecido. O que, también él, hubiese acabado dejándolo correr. Incluso los tipos más siniestros terminaban olvidándose de los demás. Más tarde llamó a Willoughby. El inspector recordaba muy bien la fecha, por supuesto. Y le ofreció a Dave toda la comprensión que esperaba, la actitud estoica, la compasión callada. Nada de: «¿Qué tal, Dave? ¿Cómo vamos?» Nada de fingir que la investigación había avanzado. Se limitó a decirle: «Hola, Dave, ahora mismo estaba abriendo el archivo.» Willoughby parecía estar todos los días abriendo el archivo, pero era cierto que en esa fecha lo tenía siempre a su alcance.

Hasta que Willoughby lanzó la bomba:

– Me retiro, Dave. Al final de junio, este año.

– ¿Que vas a retirarte? Pero ¡si eres muy joven! Eres más joven que yo.

– Podemos retirarnos con la pensión entera a los veinte años, y este año cumplo veintidós en el cuerpo. Mi esposa… ya sabes que Evelyn no ha tenido nunca muy buena salud. Hay residencias, ya sabes, donde vives por tu cuenta, en un apartamento independiente, pero si te pones malo te cuidan, en tu propia casa por así decirlo. No hemos llegado todavía a esa fase, pero dentro de cinco años o así… Me gustaría, no sé cómo decirlo, eso que llaman vivir «una vida de calidad» al lado de ella.

– ¿Dejarás de trabajar del todo? Freud decía que el trabajo forma parte esencial del bienestar de las personas.

– Tal vez me preste a realizar alguna actividad como voluntario. En realidad, no necesito… Y tengo montones de cosas que hacer, no estaré desocupado.

Seguramente había estado a punto de decir que no le hacía falta el dinero, pero incluso entonces, después de haber tratado catorce años con Dave, habiendo hablado con él de toda clase de cosas íntimas y terribles, Willoughby seguía siendo reservado. Tal vez estaba tan acostumbrado a callar ante sus colegas en todo lo relativo a los fondos de pensiones de los que disponía, que le costaba hablar de eso con Dave. Una vez, una sola vez, invitó a Dave a ir a una fiesta navideña, seguro que porque sentía pena por él. Y Dave creía que iba a encontrarse con una jarana de policías bebidos o algo así. De hecho, anhelaba que fuese algo parecido, porque no había participado nunca en esa clase de jolgorios. Pero resultó tratarse de una cosa francamente familiar y de vecinos, ¡y menuda familia y menudos vecinos! Era un ambiente tranquilo típico de las familias de Pikesville, la clase de gente segura de sí misma y de su riqueza que Dave había tratado de imitar, y se podía reproducir el ambiente, pero imitar tanto dinero no resultaba en absoluto factible. Pantalones a cuadros escoceses, pasteles de queso, Martini de ginebra, mujeres flaquísimas y hombres de caras sonrojadas, y todos hablando sin alzar la voz, por mucho alcohol fuerte que hubiesen ingerido. Le habría gustado contarle la experiencia a Miriam, si todavía hubiesen hablado de vez en cuando. Pero no era así, la línea de teléfono de Miriam estaba cortada. Lo sabía, porque había tratado de hablar con ella la noche anterior.

– ¿Y qué pasará…? ¿Y quién…? -Se le produjo una súbita afonía y su voz se cortó, estaba francamente agobiado, presa del pánico.

– El caso ya ha sido asignado a otro inspector -dijo Willoughby rápidamente-. Va a llevarlo un inspector joven, muy listo. Y ya me encargaré yo de explicarle muy bien que tú debes ser informado constantemente de todo. Nada va a cambiar.

«El problema es ése.» Dave no pudo evitar que le invadieran las ideas más pesimistas. De repente habría un indicio, y enseguida se evaporaría como el rocío. De vez en cuando, algún chiflado, algún preso deseoso de obtener un trato más amable, diría que sabía algo, y luego se demostraría que todo era mentira. «Nada va a cambiar. La única diferencia será el inspector nuevo, que por mucho que trabaje, por mucho que analice el caso, no habrá estado a mi lado dando todos los pasos desde el primer día.» En ciertos aspectos, aquello era más descorazonador que la ruptura con Miriam, y sin duda mucho más inesperado.

– Pero, seguiremos… ¿Hablaremos de vez en cuando?

– Por supuesto. Siempre que quieras. Qué demontres. Estaré al día de todo, te lo garantizo.

– Bien -dijo Dave.

– Naturalmente, debo actuar con diplomacia. Que el nuevo no crea que ando siguiendo cada uno de sus pasos. Pero éste es un caso que siempre me pertenecerá. Es uno de los dos que más cerca de mi corazón tendré siempre.

– ¿Uno de los dos? -Dave no fue capaz de contenerse. Le escandalizó la sola idea de que Willoughby pudiera haber tenido en su carrera de inspector más de un caso.

– El otro se resolvió -añadió enseguida Wiloughby-. Hace mucho tiempo. Ese caso… se trató de un buen trabajo policial a pesar de que las circunstancias eran complicadas. No puede compararse…

– Sí, ya sé que un caso en el que se hiciera un buen trabajo policial no podría nunca compararse con el mío.

– ¡Por favor!

– Disculpa. Es este día. El hecho de que hoy sea hoy, que sea el aniversario. Catorce años, y nada de nada, ni una buena pista, ningún rastro en los dos últimos años, nada. No sé cómo sobrellevar todo esto, Chet.

«Esto» era… lo era todo: su posición como víctima perpetua de un delito sin contenido, del que sólo se había llegado a saber que había sido cometido. Dave había aprendido a seguir, porque «seguir» significaba solamente andar y andar adelante, arrastrando los pies camino de ninguna parte, siguiendo por pura inercia. Seguir era fácil. Estar era muy difícil, ya no sabía en qué consistía. Por vez primera en muchos años recordó a sus amigos del Quíntuple Camino. Los ritos que había acabado por abandonar porque para él ya no había momentos especiales, ni salidas ni puestas de sol. En el mundo de Alicia en el país de las maravillas, la regla consistía en que había mermelada ayer y habría mermelada mañana, pero jamás había mermelada hoy. En el mundo de Dave, el hoy tampoco existía, sólo el ayer y el mañana.

– No hay nadie que esté preparado para soportar lo que tú has soportado, Dave. Ni siquiera lo estaría ningún policía. Probablemente no debería contártelo, pero la caja con todo el historial de tu caso ha estado en mi casa muy a menudo. Ahora, con mi retiro, tendré que devolverla, pero llevaré todo eso en mis pensamientos, siempre. Te lo prometo. Lo he hecho por ti y por ti seguiré dándole vueltas. No te digo que vaya a hacerlo hoy. Quiero decir toda mi vida, cada uno de los días del resto de mi vida. Incluso cuando me retire de verdad, estaré siempre aquí. No me iré a Florida ni a Arizona, voy a seguir viviendo aquí.

Las palabras del policía sirvieron para aplacarle un poco, al menos superficialmente. Pero Dave llevaba toda la mañana con ganas de pelea, y seguía igual. El caso Steinberg, que había salido a la luz y divulgado por la prensa hacía dieciocho meses, le había vuelto loco, y cuando se dictó la sentencia, hacía apenas una semana, todos esos sentimientos habían vuelto a hervir en su interior. Cada vez que oía hablar de un caso de abusos infantiles o abandono del cuidado de unos niños, Dave perdía la razón. Lisa Steinberg murió apenas dos semanas después de que una niña de Texas, Jessica, se hubiese caído a un pozo, y también este caso enfureció a Dave. «¿Dónde estaban los padres?» Por extraño que pudiera parecer, su experiencia personal hacía que sintiera menos simpatía por quienes vivían experiencias similares. Criticaba a los demás de la misma forma que le habían criticado a él. Adam Walsh, Etan Patz, toda la comunidad de padres sufrientes… No quería saber nada de ninguno de ellos.

Sonaron los tubos de una campana de viento cuando entró en la tienda, que ahora era conocida sencillamente por las siglas: TBG, las iniciales del verso en inglés, «the blue guitar». Al principio quiso incluir las iniciales de todas las palabras, pero eran tantas letras que resultaba impronunciable, y se conformó con esas tres. La sección de ropa de vestir ocupaba ahora tanto espacio como la de artesanía. La tienda había evolucionado hacia la idea que al principio le había sugerido Miriam, con artículos mucho más normales y accesibles para todo el mundo. Y era así como se había acabado convirtiendo en una súper exitosa tienda de moda. Un hecho que él odiaba.

– Hola, jefe -dijo Pepper, la encargada.

Era una joven animosa que llevaba trece pequeños aritos en la oreja izquierda, y el pelo al cero en la parte de atrás de la cabeza, pero por delante tan largo que se le metía en los ojos. Estaba etiquetando artículos. Pepper actuaba en la tienda como si fuese la propietaria, y Dave no entendía cómo era posible que siendo tan joven demostrara tanto sentido de la responsabilidad. Tenía una gran habilidad para desviar la atención lejos de los conflictos, una gran capacidad para no dejar las cosas al desnudo. Y Dave compartía esa misma actitud, pero sabía muy bien cómo se había desarrollado en él. Pero por mucho que Pepper hubiese podido experimentar el dolor, no podía ni siquiera imaginar que aquella joven saludable y luminosa -pues a pesar del extraño corte de pelo y los aritos de la oreja, tenía un típico rostro fresco y reluciente, tan americano- tuviera en su pasado nada que pudiera merecer el nombre de tragedia. Dave pensó pedirle a Willoughby que analizara a fondo su historial, con el pretexto de que tal vez había tratado de trabajar con él precisamente porque sabía algo relacionado con la desaparición de sus hijas. Pero jamás había utilizado en vano la historia de las niñas, y no iba a empezar en ese momento.

Pepper era bonita, y siempre se fijaban en su belleza los novios y esposos a los que sus parejas arrastraban, muy a su pesar, a pasar con ellas una tarde de compras en la tienda de Dave. Pero él se fijaba en esta circunstancia de manera muy abstracta. En relación con cada una de las mujeres con las que trataba ahora, su cabeza se dedicaba sólo a calcular qué edad tenían en relación con la que tendrían en ese momento sus hijas, y no quería ni tan sólo la más mínima amistad con ninguna que no tuviera al menos quince años más. «Sunny habría cumplido los veintinueve este año», pensó con una punzada de dolor. O sea que, como mucho, Dave habría considerado la posibilidad de tratar con mujeres mayores de cuarenta y cinco años. Lo cual habría sido una excelente noticia para las mujeres de mediana edad que vivían en Baltimore -habría sido fantástico pensar en que rondaba por allí un hombre disponible y con dinero, y al que no le interesaban las jóvenes- de no haber sido porque las relaciones que Dave entablaba no llegaban nunca a ninguna parte. Se suele decir que el pasado de una persona era su equipaje. Pues bien, el equipaje de Dave no podía ser más pesado e inmanejable, de modo que nadie imaginaría que se trataba de una sola maleta de la que él tiraba tan tranquilamente. El pasado de Dave parecía más bien un monstruo gigantesco y rebelde que andaba dando coletazos bestiales y cuyo su jinete trataba de dominar sin éxito. Y Dave se aferraba a ese pasado aunque fuera a su pesar, a sabiendas de que si no se andaba con mucho cuidado acabaría siendo aplastado por sus incontrolables pezuñas.

No era una mañana de mucho movimiento, de manera que se dedicó a repasar la contabilidad junto con Pepper, haciendo así que la joven comprendiera el negocio más en profundidad que ninguno de los anteriores empleados. Y le propuso además esa mañana que fuese ella la que representara a la tienda en la feria de artesanías de primavera. Pepper soltó un chillido, un chillido de los de verdad, tan encantada con la idea que incluso se mordió un nudillo.

– Pero usted me acompañará, ¿no? ¡Qué miedo me daría tener que elegir yo sola!

– Puedes hacerlo tú sólita, estoy seguro. Tienes muy buena vista, Pepper. Me basta para saberlo tu manera de disponer los artículos en el escaparate y la tienda, la atención que le prestas al aspecto de todo… En serio, incluso a veces, cuando me equivoco y compro algún churro, siempre acabas siendo capaz de venderlo.

– Las cosas que vendemos en esta tienda son auténticos sueños. Visiones de lo que le gustaría ser a la gente. Nadie necesita, en sentido estricto, ninguno de los artículos que vendemos. Ni siquiera la ropa. Por eso hay que agrupar las cosas de modo que juntas cuenten una historia. No sé, seguro que diciendo esto parece que esté completamente loca…

– Lo que dices tiene mucho sentido común. Mira, antes de contratarte, casi nunca me tomaba un día libre. Y ahora, en cambio, puedo permanecer fuera de la tienda hasta… ¡hasta veinte minutos seguidos!

Solían bromear hablando de la dependencia que Dave tenía respecto al trabajo, y Pepper reaccionó ante su comentario lanzando un grito de pura alegría, un grito estridente que sobresaltó al propio Dave. Ella no sabía, sin duda, qué día era, ni siquiera tenía idea de que Dave Bethany tuvo dos hijas o que les había ocurrido algo horrible. Es cierto que en la mesa de despacho de la trastienda había un pequeño marco de plata con una foto de las niñas, pero Pepper era muy discreta y no había preguntado nunca quiénes eran. Dave pensaba que no era por falta de curiosidad sino por discreción, porque no quería meterse a fondo en el pasado del dueño de la tienda, tal vez para evitar que él quisiera tomarse la misma clase de derechos. Dave deseó haber sido capaz de amarla, o de tener sentimientos paternales hacia ella, pero era imposible. Incluso en el supuesto de que Pepper no se hubiese mostrado tan reticente, él jamás se habría permitido tener sentimientos paternales en relación con ninguna joven. Durante los últimos catorce años, Dave habría tenido algunas amantes, se había acostado con varias mujeres. Pero jamás se le pasó ni por la imaginación la idea de volver a casarse, y tampoco le hacía gracia la idea de tener hijas con desconocidas. Pepper era, por tanto, una dependienta, y sólo eso.

Por supuesto hubo rumores de todas clases, gente que creía, sobre todo más adelante, que Pepper era bastante más que una dependienta. Especialmente hubo quienes lo pensaron al día siguiente, cuando los bomberos cortaron la rama del olmo del jardín trasero de Algonquin Lañe de la que Dave se había colgado, la misma rama donde había puesto el columpio de neumático que siguió allí hasta que la cuerda se pudrió. Encontraron una nota que dirigía las pesquisas hacia un montón de papeles que había en su mesa de despacho, la de aquella habitación de su casa en la que había canturreado versículos mientras realizaba las cremaciones de sus ritos a la salida y la puesta del sol. «Nadie necesita ninguno de los artículos que vendemos. Por eso hay que agrupar las cosas de modo que juntas cuenten una historia», había dicho Pepper. Dave confió en que su manera de agrupar ciertas cosas -su cadáver, sus papeles, su talonario de cheques, la casa dolorosamente pulcra- contaran una historia comprensible. La carta que dejó no era oficialmente un testamento, pero sus intenciones quedaban muy claras. Quería que Pepper tomara las riendas del negocio, y que todos sus demás bienes, incluyendo el dinero que sacaran por la venta de la casa, fuese ingresado en una cuenta a nombre de las hijas que todo el mundo creía que estaban muertas, para que más tarde, en 2009, todo ese dinero fuera traspasado a diversas organizaciones benéficas.

– Me siento horriblemente mal -dijo Willoughby hablando por una línea telefónica con mucho ruido de estática, una conferencia internacional, cuando al fin localizó a Miriam gracias a sus antiguos compañeros de trabajo en la agencia inmobiliaria-. Fue justamente el día en que…

– No te sientas culpable, Chet. Yo no tengo ningún sentimiento de culpa. Al menos por lo que a Dave respecta.

– Ya, pero… -La frase, inacabada, resultó muy cruel.

– Tampoco he dejado de recordar -dijo Miriam-. Sólo que recuerdo las cosas de otra manera. Es decir, que no me despierto cada mañana y lo primero que hago es atizarme en la cabeza con una sartén para después preguntarme por qué me duele la cabeza, y ésa es exactamente la solución que encontró Dave. El dolor sigue ahí, y seguirá siempre ahí. No hace ninguna falta avivarlo. Dave y yo elegimos formas diferentes de llorarlas, pero los dos las hemos llorado con la misma intensidad.

– Jamás he pensado que no fuera así, Miriam.

– Estoy estudiando un nuevo idioma, ¿sabes? Tengo cincuenta y dos años, y estoy aprendiendo un nuevo idioma.

– A lo mejor algún día yo hago también algo parecido -dijo él, pero a ella no le interesaba lo que el policía pudiese hacer o dejar de hacer. Willoughby lo notó. «Como mínimo -pensó-, a Dave sí le importaba lo que yo hiciera o pensara.»

– En español las cosas funcionan de otra manera. Donde nosotros diríamos «I need a fork», necesito un tenedor, ellos dicen «Me falta un tenedor». O bien dicen «se me cayó», «se me olvidó». En inglés no nos pasan cosas. En español se sabe que a veces hay cosas que nos ocurren.

– Miriam, deberías saber que jamás he tratado de analizar siquiera el modo en que Dave o tú tratabais de hacer frente a lo que os ocurrió.

– Y una mierda, Chet. Pero siempre te has guardado tu opinión, y te adoro por haber sido tan discreto.

El policía deseó que esas palabras, «y te adoro…», pronunciadas tan al desgaire, sin que su significado fuese profundo, no le hubiesen producido un impacto tan grande.

– No pierdas el contacto -dijo Willoughby-. Con la policía, quiero decir. Si se supiera algo…

– No lo perderé.

– No pierdas el contacto -repitió, suplicó él, sabiendo de sobra que ella acabaría perdiéndolo, tarde o temprano.

Unas semanas después, el día antes de retirarse oficialmente, revisó una vez más la caja que contenía todo el material del caso Bethany. Al devolverlo, no quedaba en él ninguna referencia a la filiación biológica de las niñas Bethany. Dave Bethany había insistido siempre en que ese aspecto de la historia era un callejón sin salida, una pista falsa, un poco a la manera de la casa de Algonquin Lañe, que estaba algo alejada de las partes más civilizadas de Leakin Park, el cual, fuera de esas zonas, era un pedazo de vida asilvestrada en medio de la ciudad. Al principio, poco después de la desaparición de las niñas, se acercaban a la casa en sus coches unos tipos innobles, curiosos, que conducían despacito por delante del edificio, y cuya intención, la pura fisgonería, quedaba delatada cuando daban media vuelta al llegar al final de la calle, que no conducía, en efecto, a ninguna parte. Hubo otros que fueron a la tienda y que compraban cosas baratitas, para enjugar así la culpa. Para Dave, aquellas presencias habían sido muy dolorosas, muy ofensivas. «Soy como la parada de los monstruos», se quejó más de una vez ante Chet. «Apunta la matrícula de los coches», le aconsejó el policía. «Y en la tienda, si pagan con tarjeta de crédito o talonario de cheques, anótate el nombre. Nunca se sabe a quién se le ocurre rondar cerca de ti ni por qué.» Y Dave, porque Dave era Dave, hizo exactamente eso. Se anotó el número de las matrículas, registró todas las llamadas que le hacían para luego no decir ni palabra, agitó su vida personal como si se tratara de una esfera de nieve, la dejó luego en la mesa, y esperó a ver si la escena se veía de otra manera. Sin embargo, por muchos intentos parecidos que llevó a cabo durante catorce años, cada elemento volvía a aparecer en su lugar de siempre: todos, menos Miriam.

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