– Llévate a tu hermana -dijo su padre, de modo que le oyeran las dos, para que Sunny no pudiese mentir luego y negar que lo había dicho. Si su padre no hubiese procurado que ella le oyese también, su hermana mayor habría asentido con la cabeza y fingido que estaba de acuerdo, y después se habría largado sola, dejándola a ella en casa. Era muy picara. O trataba de serlo, pero Heather siempre la pillaba cuando tramaba esa clase de trucos.
– ¿Por qué? -protestó Sunny automáticamente.
Sabía de sobra que iba a perder en la discusión, pasara lo que pasara. No tenía sentido discutir con su padre, aunque, a diferencia de su madre, a él no le molestara que le replicasen. Le encantaban las discusiones largas en las que podía exponer con detalle sus argumentos. Incluso ayudaba a sus hijas a que dieran forma a los argumentos que ellas trataban de contraponerle, construir la defensa de sus ideas como si fuesen abogados. Es más, siempre les recordaba que era una profesión al alcance de ambas. Con frecuencia su padre les decía que podían ser lo que ellas quisieran. Pero cuando discutían con él nunca conseguían tener razón. Más o menos como cuando jugaban con él al ajedrez, y él guiaba la mano de su adversaria haciendo leves ademanes con la cabeza o la mano, negando o asintiendo, evitando de esta manera que las chicas realizaran movimientos desastrosos que podían conducirle a capturar fácilmente varias piezas. De todos modos, en el último momento, incluso cuando le quedaba poco más que el rey, siempre era capaz de ganarles.
– Heather tiene sólo once años -decía su padre en el tono que a ellas les parecía el más razonable del mundo-. No puede quedarse sola en casa. Vuestra madre ya se ha ido a trabajar, y yo tengo que estar en la tienda a las diez.
Con la cabeza gacha y mirando su plato, Heather les espiaba a través de sus pestañas, quieta como un gato estudiando a una ardilla. No sabía a qué carta quedarse. Por lo general trataba de conseguir para sí más privilegios, siempre que podía. Ya no era una «cría». Al fin y al cabo, iba a cumplir los doce años la semana siguiente. ¿Por qué no podían autorizarla a quedarse sola en casa un sábado? Desde que su madre comenzara a trabajar el otoño anterior, Heather estaba sola como mínimo una hora cada tarde, y no tenía que cumplir más que dos normas: no tocar la estufa de leña y no invitar a ninguna amiga a casa. A Heather le gustaba esa hora de soledad. Se ponía en la tele el programa que le daba la gana -casi siempre El gran valle- y comía galletas crackers hasta hartarse.
Era un fragmento de libertad que sus padres no habían elegido, sino que les había sido impuesto. Habían pretendido dejar a Heather esperando en la biblioteca de la escuela elemental de Dickey Hill hasta que Sunny pudiese pasar a recogerla, tal como habían hecho cuando Heather iba todavía a los cursos inferiores. Pero Dickey Hill cerraba a las tres de la tarde, y Sunny no volvía a casa de su escuela de enseñanza media hasta las cuatro, porque tenía un largo trecho en el autobús escolar. El director de la escuela elemental les dijo, en términos inequívocos -ésa era la forma en que su madre contaba la historia, y Heather memorizó eso de «términos inequívocos»-, que la biblioteca no era un jardín de infancia. De modo que los padres de Heather, que detestaban la idea de ser vistos por los demás como gente que andaba siempre pidiendo algún tipo de privilegio, decidieron que Heather podía estar sola en casa ese rato. Y entonces, se preguntaba ella, si podía estar sola en casa una hora cinco días a la semana, ¿por qué razón no podía también quedarse sola tres horas un sábado? Cinco eran más que tres. Además, ella pensaba que, si conseguía para ese sábado en concreto que le reconocieran el derecho a quedarse sola en casa, tal vez acabarían reconociéndole también el derecho a no tener que pasar nunca más aquellos aburridísimos sábados en la tienda de su padre o menos aún en la oficina de la agencia inmobiliaria donde trabajaba su madre.
Al mismo tiempo, esa conquista a largo plazo empalidecía si la comparaba con la perspectiva de disfrutar de un sábado en el centro comercial de Security Square, un sitio que para Heather estaba repleto de novedades. A lo largo del año anterior Sunny había estado luchando por conseguir, y al final había vencido, que la llevaran en coche hasta el centro comercial un día al mes, para reunirse con sus amigas e ir a la primera sesión del cine de los sábados por la tarde. A Sunny también la habían autorizado a que hiciera de canguro, y ganaba setenta y cinco centavos por hora. Heather confiaba en comenzar también ella a hacer de canguro, en cuanto cumpliera los doce años, y para eso sólo le faltaba una semana. Sunny se quejaba siempre de que ella había tenido que librar largos combates para ir conquistando poco a poco algunos privilegios, mientras que a Heather se le concedían los mismos con menos años que cuando a ella le habían dado por fin permiso. «¿Y qué? -decía la pequeña-. Es el precio del progreso.» Heather no se acordaba de dónde había oído eso por primera vez, pero se había apropiado de la frase. Nadie puede discutir con el progreso. A no ser que se hablara de progreso en relación con la construcción de la carretera que debía atravesar el parque, en cuyo caso sí estaba permitido discutir con el progreso. Aunque, claro, eso era porque en el parque había ciervos y otros animales que llevaban una vida salvaje. Eso era el «medio ambiente», que era más importante incluso que el progreso.
– Si vas con tu hermana, te permito que vayas al centro comercial, Sunny -repitió su padre-. Y si no, quédate con ella en casa. Tú misma.
– Si he de quedarme en casa con Heather, supongo que me pagaréis mi tarifa por hacer de canguro, ¿no?
– Los miembros de una familia jamás se cobran mutuamente ni un céntimo por hacer cosas por los otros -dijo su padre-. Por eso la paga que te damos no la cobras por que tengas que encargarte de hacer trabajos para la casa. Te hemos permitido tener dinero para tus gastos porque tu madre y yo consideramos que necesitas disponer de una cierta cantidad, aunque no siempre nos parezca bien a qué la dedicas. Una familia forma una unidad que está regida por el bien común. Así que olvídate de cobrar por cuidar de tu hermana. Pero si queréis ir las dos al centro comercial os daré dinero para el autobús.
– ¡Vaya negocio! -murmuró Sunny, cortando y volviendo a cortar las tortitas de su plato, pero sin comer ni un bocado.
– ¿Qué has dicho? -preguntó su padre, en un tono amenazador.
– Nada. Que me llevaré a Heather conmigo al centro comercial.
Heather estaba encantada. Billetes de autobús pagados… Eran treinta y cinco centavos adicionales para gastar en lo que quisiera. Tampoco es que esa cantidad fuera a dar para grandes cosas, pero eran treinta y cinco centavos suyos que no tendría que gastar y que podía ahorrar, por ejemplo. Heather sabía ahorrar. «Acumular», lo llamaba su padre, en tono muy crítico, pero a Heather no le importaba. Tenía treinta y nueve dólares en una caja metálica cerrada con un complicado sistema de gomas elásticas entrecruzadas, de manera que si alguien trataba de abrirla ella se habría enterado fácilmente. Pero esa tarde era mejor no llevarse dinero, no fuera a ser que le viniera la tentación de gastarlo. No, lo que haría sería estudiar y comparar los precios, y volver allí para su cumpleaños, tras haber meditado largamente qué era lo que quería comprarse. No pensaba gastarse el dinero arrastrada por el primer impulso, como solía hacer Sunny. El otoño anterior Sunny se había comprado un jersey barato de color crudo, con un adorno rojo. La primera vez que lo lavaron el rojo destiñó y dejó sendos surcos por toda la espalda del jersey. Y como era un saldo y no se permitía devolver la mercancía, Sunny habría perdido tontamente once dólares de no haber sido porque su madre fue a la tienda y le pegó semejante bronca a la vendedora que pudo recuperar el dinero, aunque la pobre Sunny sintió tal vergüenza que ni siquiera dio las gracias.
Su padre metió los platos en el escurridor y se fue silbando.
Esa mañana había estado encantador, mucho más que de costumbre, hizo tortitas y las rellenó de chocolatinas de las de verdad, y no esas otras tan malas que solía poner. Además permitió que Heather eligiera la emisora de radio, y aunque Sunny se burló de ella cuando vio cuál elegía, era en realidad la misma que Sunny se ponía en su cuarto cuando ya era de noche. Heather estaba enterada de muchas de las cosas que pasaban en la habitación de Sunny, de todo lo que su hermana hacía. Consideraba su obligación espiar a su hermana mayor, y ése era uno de los motivos por los cuales le gustaba mucho disponer de esa hora completamente sola en casa cada tarde. Fue de este modo como averiguó que su hermana tenía los horarios de los autobuses, tras encontrarlos dentro de su escritorio el día anterior, justamente, y como comprobó que Sunny había marcado con esmero los horarios de la línea 15 de los sábados.
Heather anduvo buscando el diario de su hermana, un librito encuadernado en cuero auténtico y con una cerradura de las de verdad. Pero incluso el más bobo podía abrirla incluso sin tener la llave. Hacía más de seis meses que Heather había localizado, en cierta ocasión, el escondrijo donde Sunny guardaba el diario, y le había parecido lo más triste y aburrido del mundo. Leyéndolo, casi sintió lástima por su hermana. Su propia vida era infinitamente más interesante. Tal vez fuera eso lo que ocurría, que la gente que vivía vidas verdaderamente interesantes no tenía tiempo de contarlas escribiendo diarios. Luego, sin embargo, Sunny la engañó y consiguió que Heather hablara con ella acerca de una de las cosas que había escrito en su diario, y después le hizo ver que si estaba enterada del incidente ocurrido en el autobús era sin la menor duda porque lo había leído en su diario. Heather lo pasó mal por culpa de esto, aunque no acababa de entender el por qué, puesto que, si en una familia había que compartirlo todo entre todos, ¿cómo era que se permitía a Sunny guardar sus pensamientos en un cuaderno cerrado con llave?
– No te preocupes, Sunny, lo que le pasa a Heather es que te admira, al fin y al cabo tú eres la hermana mayor -le dijo su madre a Sunny-. Lo único que pasa es que quiere ser como tú, hacer todo lo que tú haces. Y todas las hermanas pequeñas utilizan este método para ir creciendo…
«No es así», hubiese querido decir Heather. Si alguna vez necesitaba que alguna persona guiara sus pasos, Sunny sería la última a la que recurriría. A Sunny le faltaba poquísimo para entrar en el instituto y todavía no tenía novio, y Heather ya tenía prácticamente uno. Jamie Altman se sentaba siempre a su lado cuando iban de excursión, y formaba pareja con ella casi siempre que la maestra les pedía que formasen equipos chico – chica. Además, Jamie le había regalado una mini cajita, una muestra de bombones Whitman, el día de San Valentín. Era cierto que se trataba de una caja tan pequeña que sólo tenía cuatro bombones, pero de todas las niñas de su curso ella fue la única a la que un chico (un varón que no fuese el padre de la niña) le había regalado bombones. El curso entero se quedó impresionadísimo. Así que Heather no necesitaba el ejemplo de Sunny, en ningún sentido.
Cogió el periódico y buscó los horóscopos. Vio que faltaban sólo cinco días para que saliera un horóscopo dedicado a ella sola. Bueno, a ella y a todos los nacidos el día 3 de abril. Estaba muerta de impaciencia por ver qué decía. Y la semana siguiente habría una fiesta, irían a jugar a la bolera de Westview Lañes, y habría un pastel de los de verdad, con rosas azules, azúcar glaseado y chocolate. Tal vez debería comprarse algo de ropa. No, aún no. Pero se llevaría el bolso al centro comercial, el nuevo, un regalo de cumpleaños algo anticipado que había recibido de su padre. Era un bolso múltiple, con un juego de asas de madera y varias fundas de bolso de diversos colores, para poder llevar siempre una a juego con la ropa que te ponías. Heather escogió la funda de tela vaquera con pespuntes rojos, otra de tela a cuadros escoceses, y otra con un estampado de flores muy grandes. Era de la tienda de su padre, y aunque él, viendo las muestras, decidió que no iba a tener esa clase de mercancía, su madre se fijó en Heather, vio que estudiaba las diversas fundas del bolso y le dijo a su marido que hiciera al menos un pequeño pedido, allá por febrero. Y se habían convertido en el objeto más comprado de la tienda esa primavera. Lo cual no hizo otra cosa que fastidiar más a su padre.
– Es para gente que es víctima de las modas -decía-. Seguro que dentro de un año no querrás volver a usarlo.
«Por supuesto que no», pensó Heather. Al año siguiente aparecería otro bolso o un top que sería lo más de moda, y su padre tendría que haberse mostrado agradecido a Heather por haberle descubierto una mercancía tan fácil de vender. Tenía apenas once años y ya se había dado cuenta de que para que una tienda tuviese éxito era importante que la gente comprase mucho y quisiera cambiar y tener cosas nuevas casi cada año.
Enormemente fastidiada, y casi al borde de las lágrimas, Sunny se quedó mirando a su padre cuando se fue, dejándolas solas en la cocina. Había tenido una actitud muy rara esa mañana, jamás les preparaba tortitas para desayunar, y dejó que Heather pusiera su emisora de radio favorita, y tarareó las canciones y hasta comentó las letras.
– Ésta me gusta mucho -decía de cada una de las canciones-. Esta chica…
– Minnie Riperton -dijo Heather.
– Canta como los pájaros, ¿no te parece? -Y el pobre hombre trataba de imitar la cascada de notas, y Heather se reía de lo mal que lo hacía.
Pero Sunny se sintió incómoda con todo aquello. No era normal que un padre cantara eso de Enamorado de ti, y menos que pretendiera cantar a coro con la radio. Además, era un súper mentiroso. No era cierto que le gustara esa música. Por el simple hecho de que fuese una canción de Los 40 Principales, de que alguna cosa fuese muy popular, solía descartarla de la categoría de las cosas importantes. Daba lo mismo que se tratase de música, películas o programas de televisión. Cuando usaba los cascos en su despacho, su padre solía ponerse música de jazz, o canciones de Bob Dylan o de los Grateful Dead, que para Sunny hacían una clase de música tan incomprensible y estrafalaria como el jazz. Esa mañana, escuchando la radio con su padre y con Heather, Sunny se sintió extraña, molesta, como si hubiesen empezado a leer párrafos de su diario en voz alta, como si supieran qué pensaba de verdad cuando, por la noche, se metía en la cama con el transistor pegado a la oreja. Aunque iba cambiando poco a poco de gustos, algunas canciones románticas aún le parecían irresistibles: You Are So Beautiful, por ejemplo, o Poetry Man, o esa que decía «mis ojos te adoran…». Permaneció sentada en su silla, cortando y recortando en trocitos cada vez más pequeños las tortitas, pero en realidad ansiaba levantarse y correr a apagar esa radio.
Y entonces salió Ringo con su No No Song, y por fin su padre hizo lo que ella ansiaba hacer.
– Hay cosas que ningún ser humano tiene por qué soportar -dijo-. Cuando pienso que…
– ¿Qué, papá? -dijo Heather, tratando de congraciarse con él.
– Nada. Y bien, ¿qué van a hacer hoy mis niñas?
Y fue entonces cuando Heather dijo:
– Sunny irá al centro comercial.
Lo dijo pronunciando las palabras en un tono baboso de bebé, con la vocecita de la niña pequeña que hacía muchos años que había dejado de ser, una vocecita que ni siquiera tenía cuando era una cría. Cada vez que Heather pedía que se le concediera un nuevo derecho -permiso para ir en bici hasta las tiendas de Woodlawn, por ejemplo-, lo decía con su voz normal. Pero cuando pretendía fastidiar a Sunny, ponía esa vocecita infantiloide. A su madre jamás la engañaba con eso. Sunny había escuchado a su madre que, hablando por teléfono con una amiga, le comentaba que Heather había cumplido los once años pero que tenía mentalidad de una persona de cuarenta. Sunny esperó muy atenta a que su madre dijera cuál era su propia edad mental, pero no llegó a hacerlo.
Sunny se levantó, lavó su plato y lo dejó al lado del que su padre había puesto a escurrir. Se lo había pensado dos veces antes de lavarlo, pero le pareció que su madre no tenía por qué encontrarse con un montón de platos sucios y pegajosos al final de una larga jornada de trabajo. Aunque era un hombre liberado, sobre todo en comparación con otros, su padre no era capaz de acordarse de cosas así y encargarse él mismo de lavar todos los cacharros del desayuno, por ejemplo. Los críos del barrio le llamaban «el hippie», por la tienda, el pelo largo, la furgoneta Volkswagen, aunque no la había pintado al estilo psicodélico, sino de un azul como de huevo de petirrojo. Y aunque a veces, cuando le apetecía, era capaz de cocinar, y afirmaba que había «apoyado» la decisión de su mujer de ir a trabajar a una agencia inmobiliaria, había un montón de trabajos hogareños que ni siquiera trataba de hacer.
«Si tuviese que lavar los platos todos los días -pensó Sunny rascando los restos de tortitas y tirándolos al cubo de basura-, no se habría opuesto tan tajantemente a comprar un lavaplatos.» Sunny le enseñó los modelos portátiles de un catálogo en donde había unos con ruedas, para sacarlos y guardarlos bajo el porche del patio trasero cuando no se utilizaban, pero la respuesta de su padre fue que las máquinas eran un despilfarro de agua y energía. Y eso que él siempre andaba comprándose lo último en tecnología para su estéreo. Aunque, según él, su despacho era un lugar en donde se dedicaba a la contemplación, o eso le decía a Sunny cuando ella se quejaba, el sitio donde llevaba a cabo los rituales que celebraban la salida y la puesta del sol, los llamados Agnihotra, que formaban parte del Quíntuple Camino de la Contemplación, que no eran una religión sino algo muchísimo mejor, según el padre de Sunny.
– ¿Has estado espiándome? -preguntó Sunny a su hermana, que cantaba bajito y enroscaba un rizo en su dedo, perdida en no sé sabía qué ensoñaciones. Su madre decía a menudo que habrían tenido que cambiarse los nombres, que Heather era luminosa y feliz como el sol, mientras que Sunny era como un matorral lleno de espinas-. ¿Cómo te habías enterado de que pensaba ir al centro comercial en autobús?
– Te dejaste los horarios en la mesa y habías señalado las horas de salida.
– ¿Y se puede saber qué estabas haciendo en mi habitación? Sabes muy bien que no tienes por qué entrar.
– Buscaba mi cepillo del pelo. Tienes la mala costumbre de usar el mío.
– No es verdad.
– Da igual -replicó Heather encogiéndose de hombros despectivamente-. He visto los horarios y he hecho mis deducciones.
– Cuando lleguemos, yo iré por mi lado y tú te vas por el tuyo. No andes pegadita a mí, ¿vale?
– Como si me apeteciese andar siguiéndote por ahí… Pero si lo único que se te ocurre es entrar en la tienda Singer a mirar los libros de bordados… Y eso que el año pasado en los talleres de Rock Glen estuviste a punto de cargarte la máquina de coser tú sólita.
– Esas máquinas están todas estropeadas, porque las usan crías como tú. Y se les rompe la aguja.
Lo cual no era más que repetir la excusa que su madre le dio a todo el mundo para justificar las malas notas que Sunny había sacado en clase de costura. Y a Sunny le había parecido una explicación perfecta. La pena era que no había encontrado ninguna tan buena para justificar sus aprobadillos raspados en casi todas las asignaturas. A sus padres no se les ocurría otra cosa que pensar que era una niña que estaba perdida siempre en sus sueños. «Trabaja poco», escribió su profesora en sus calificaciones.
– Además, el vestidito que hice en casa con la ayuda de mamá me salió muy bien -le recordó Sunny a su hermana.
Heather la miró con escasa simpatía. Era cierto que aquel vestido estaba técnicamente bien hecho, y que Sunny hizo con notable habilidad incluso lo más difícil: las pinzas en el corpiño, el corte de las piezas para que el dibujo del estampado encajara. Pero era como si Heather hubiese nacido sabiendo cosas que a Sunny se le escapaban, por mucho que se empeñara en darles vueltas. Cosas como el elegir aquel tejido parecido a la muselina con un estampado de mazorcas de maíz alineadas verticalmente. «Gorda como una mazorca», se burló Heather de ella mil veces. Pobre Sunny, tan mona que creía estar cuando esa mañana se puso el vestido que ella misma había cortado y cosido, cuando se peinó con sendas coletas a los lados de la cabeza y las adornó con unos lazos de cinta verde para que estuvieran a juego con las mazorcas doradas envueltas en sus hojas muy verdes. Incluso a su madre le pareció que le sentaba muy bien. Pero en cuanto subió al autobús y los demás niños comenzaron a corear eso de «gorda como una mazorca», Sunny supo que ese vestido era otro de sus típicos errores. Tampoco contribuyó mucho a crear un buen efecto el hecho de que las pinzas para los pechos, tan bien diseñadas y cosidas, no hicieran más que subrayar que allí debajo no había aún ningún volumen merecedor de tanto esfuerzo.
– Di lo que quieras, pero cuando lleguemos no quiero tenerte pegada a mis faldas, ¿entendido? Papá ha dicho que nos recogerá fuera, a las cinco y media. Ven a buscarme a Karmelkorn a las cinco y veinte.
– ¿Me comprarás caramelos?
– Caramelos o lo que quieras, tienen muchas chuches. Mira, si prometes dejarme ir por mi cuenta, te regalo cinco dólares.
– ¿Cinco dólares?
A Heather le encantaba el dinero, el dinero y las cosas le encantaban por igual, pero cada vez que tenía que separarse del dinero para adquirir cosas, se le rompía el corazón. Era un problema que preocupaba bastante a sus padres. Sunny lo sabía. Trataban de bromear al respecto, la llamaban «urraquita», decían que se le iban los ojos detrás de todo lo que brillara, y que luego lo cogía y se lo llevaba a su nido. Pero eso no concordaba con el espíritu de los Bethany, y Sunny sabía que a sus padres no les hacía la menor gracia que la pequeña fuese así. «Le cautiva todo lo que reluce», decía preocupado su padre.
– Sí, cinco dólares, y así no tendrás que gastarte los ahorros -dijo Sunny, pensando que así no necesitaría abrir su caja y no se daría cuenta de que ella le había cogido dinero de sus supuestamente bien guardados ahorros, de manera que esos cinco dólares que Sunny le daba eran en realidad de Heather. Porque Heather no era la única de la familia que se colaba en la habitación de otro y cogía cosas que no hubiese debido tocar. Sunny había conseguido estudiar detenidamente el modo en que su hermana pequeña disponía las bandas elásticas que cerraban la caja donde guardaba sus ahorros, y podía volver a ponerlas de manera que ella no lo notase.
Se lo tenía merecido, por espía.
Había en la habitación del motel, dentro mismo, en lugar de estar en la recepción o en mitad de un pasillo al aire libre, una máquina expendedora con galletas de diversas clases. Miriam se entretuvo ante la máquina, probó si se abría sin echarle monedas, metió los dedos en la cajita donde caía el cambio, como un crío. Los envoltorios de las galletas estaban algo desteñidos. Y dado que comprar una galleta rellena de almendras o una barrita de chocolate Clark costaba setenta y cinco centavos, cuando se podían conseguir en la recepción por sólo treinta y cinco, y por menos incluso cruzando la calle y entrando en la tienda de enfrente, probablemente hacía mucho tiempo que a nadie se le había ocurrido aprovechar la novedad que suponía disfrutar de una expendedora dentro mismo de la habitación. En cualquier caso, seguro que Sunny y Heather hubieran disfrutado muchísimo con la máquina, llena de chuches prohibidas que se podían conseguir en un santiamén, echando unas monedas y apretando una palanca que hacía caer el producto elegido. Si las niñas se hubiesen alojado en un motel como ése (cosa más que improbable, dada la preferencia de Dave por los campings y sitios «auténticos», como él los llamaba, lugares que además tenían la virtud de ser mucho más baratos), seguro que habrían pedido monedas para echar en la máquina mientras Dave peroraba en tono altisonante acerca del despilfarro que suponía. Ante lo cual Miriam le habría suplicado, y él se habría quejado ante ella por no presentar un frente único, y habría permanecido frío y distante el resto de la noche.
¿Qué más podía pasar en ese viaje imaginario a un motel situado a menos de diez kilómetros de donde vivían? Habrían visto la televisión como en casa (cada niña prefería un programa diferente) y después la habrían apagado y habrían leído un rato hasta la hora de apagar la luz. Si la habitación hubiese tenido radio, Dave habría buscado una emisora que pusiera jazz, o su programa favorito de los sábados. Miriam imaginó que habían tenido que refugiarse en ese motel por culpa de una tormenta, tan fuerte como el huracán Agnes de hacía tres años, cuando estuvieron atrapados por la crecida de las aguas del arroyo en Algonquin Lañe, a unas pocas manzanas de allí. Sólo se fue la luz, pero lo vivieron como si se tratase de una aventura, leyeron con linternas y oyeron las noticias en la radio a pilas de Dave. Cuando las aguas bajaron de nuevo y volvió la luz, Miriam se sintió casi decepcionada.
Oyó que giraba una llave en la cerradura y Miriam se sobresaltó. Pero era Jeff, naturalmente, que regresaba con una cubitera de hielo llena hasta los topes.
– Se llama Gallo -dijo, y ella no entendió nada hasta que vio que era la marca del vino que había traído-. Hará falta un buen rato hasta que esté fresco -añadió.
– Sí, claro -dijo ella, aunque Miriam conocía un truco que permitía acelerar el proceso. Había que meter la botella dentro de la cubitera, y luego darle vueltas, girándola cien veces seguidas en el sentido de las agujas del reloj, exactamente cien, y… voila, el vino ya estaba frío. Cierta tarde, cuando se encontró a sí misma girando una botella por el cuello entre las palmas de sus manos, cuando apenas eran las dos de la tarde, Miriam decidió que necesitaba encontrar un trabajo. Era cierto que el dinero les hacía falta, y que de hecho lo necesitaban angustiosamente, pero eso era mucho menos grave que el saber que se había convertido en un ama de casa aburrida y alcoholizada que soltaba su aliento fétido al preparar la cena de sus hijas, sin más entretenimiento que ir contando los días que pasaban.
Jeff se le acercó, levantó el mentón de Miriam hacia él. Aún tenía los dedos fríos de la cubitera, pero ella no retrocedió ni se estremeció. Sus dientes entrechocaron dolorosamente cuando empezó el beso, y tuvieron que resituar sus bocas, como si fuese la primera vez que besaban a alguien. Era gracioso que hubiesen hecho tan bien el amor en un montón de situaciones y lugares incómodos e inadecuados -un armario de la oficina, el baño de un restaurante, el asiento trasero del deportivo de Jeff- y ahora que tenían espacio y, en relación a lo que había ocurrido hasta entonces, incluso también bastante tiempo, pareciesen tan sumamente torpes.
Miriam trató de acallar su mente, de entregarse a la pasión que siempre sentía por Jeff, y las cosas comenzaron a funcionar, era ya la… séptima vez, y de nuevo le sorprendió que la experiencia fuese tan divertida, en el sentido más pleno de la palabra. Las relaciones sexuales con Dave eran siempre más sombrías, como si él necesitara demostrar sus credenciales de feminista haciendo que el acto en sí careciese de toda alegría, tanto para ella como para él, siempre fastidiándola con sus incesantes interrogatorios. «Sexo socrático», pensaba Miriam. «¿Qué sientes? ¿Y si te hago esto o lo otro? ¿Y si intento esa variación?» Sabía que tratar de explicar estas cosas a sus amigas -suponiendo que las hubiese tenido, lo cual no era el caso- daría la impresión de que era una mujer ingrata y malhumorada. De haberlo intentado, a Miriam le habría resultado imposible transmitir a otras la sensación de que Dave, con sus vanos intentos de manifestar que lo único que le importaba era que ella sintiese placer, parecía en realidad tratar de impedir como fuera que Miriam se lo pasara bien en la cama. Era como si la compadeciese, un poquito solamente, y se viera a sí mismo como un regalo que le hacía a ella, la pobre chica tímida y recatada del norte.
Jeff la cogió, le dio la vuelta plantando sus pies en el suelo, y la inclinó sobre la cama aún sin deshacer, entrelazó sus dedos con los de ella, y se deslizó dentro de su cuerpo desde detrás. No era una novedad para Miriam -Dave era un aventajado alumno del Kama Sutra-, pero la manera silenciosa y directa en que Jeff hacía las cosas le daba a todo un aire de novedad. Considerándolo desde un punto de vista fisiológico, según Dave -pues, en efecto, Dave se pasaba la vida explicándole a ella cómo era su anatomía femenina-, era imposible que Miriam llegase al orgasmo en esa posición, pero con Jeff sí ocurría, y a menudo. Todavía no, ese día aún no. Tenían toda la tarde por delante en aquella habitación de motel, se lo estaban tomando con calma. O al menos lo intentaban.
Cuando comenzó a trabajar Miriam no pensaba que pudiese surgir un amante en su vida, ni siquiera que pudiera producirse ningún tipo de coqueteo en la oficina. Estaba segura. Para Miriam la sexualidad no era algo importante; al menos, ése era el razonamiento que hizo interiormente cuando se casó con Dave. Su experiencia sexual hasta ese momento era bastante limitada, tal como imponían las costumbres de la época. No sólo las costumbres sino también los riesgos: los sistemas de control de natalidad estaban lejos de la perfección todavía, y eran difíciles de conseguir para una chica soltera. Y sin embargo Miriam no era virgen cuando conoció a Dave. ¡Santo cielo, qué va! Tuvo un noviazgo anterior que duró seis meses, con un chico de la universidad, y la vida sexual con él funcionaba de maravilla. Hasta estallarle la cabeza, como dirían los modernos, aunque en realidad a Miriam no le estalló la cabeza más que una vez, cuando su novio se largó de golpe, y sin motivo aparente, y de este modo confirmó las teorías de la madre de Miriam acerca de lo que les pasa a las vacas que regalan su leche.
La huida del novio provocó en ella el «desmoronamiento de su sistema nervioso», y Miriam tuvo la sensación de que el término se ajustaba perfectamente a lo que le ocurrió. Como si le hubiese dejado de funcionar de repente. Tuvo repentinos ataques espasmódicos, un descontrol completo, y todas las funciones corporales más normales se volvieron impredecibles: dormir, comer, cagar, todo enloquecido. Una semana dormía apenas cuatro horas y no comía nada de nada. Y a la siguiente le costaba horrores levantarse de la cama y, cuando por fin lo hacía, se entregaba a orgías de comidas extrañas, como si fuesen los antojos de una mujer embarazada: cereales sin leche a toneladas, huevos pasados por agua mezclados con helado, zanahorias y melaza. Dejó de estudiar y regresó al hogar de la familia en Ottawa, y sus padres llegaron a la conclusión de que sus problemas no eran consecuencia de la ruptura con su novio, un chico que a ellos les gustaba mucho, sino de su falta de adaptación como canadiense a las costumbres de Estados Unidos. De entrada no les gustó que Miriam quisiera iniciar sus estudios superiores en el país vecino. Tal vez porque creían que no era más que el primer paso para abandonar Canadá para siempre, y para dejarles también a ellos.
Jeff empujó el cuerpo de Miriam contra la cama. Desde que había dicho que el vino necesitaba bastante tiempo para enfriarse, no había vuelto a pronunciar una sola palabra. Le dio de nuevo la vuelta al cuerpo de Miriam, con la misma facilidad que si le diese la vuelta a una tortita, y sepultó su rostro entre los muslos de ella. A Miriam le producía mucho corte que se lo hicieran, y también culpaba a Dave de que le ocurriese. «¿Eres judía, no? -dijo Dave la primera vez que se lo hizo-. Ya sé que no eres nada practicante, pero tu tradición cultural es la judía, ¿no?» Ella se quedó aturdida, apenas capaz de asentir con la cabeza. «Pues el ritual del mikvah tiene un sentido de tipo práctico. Hay muchas cosas de tu religión que no me gustan, pero someterse a una limpieza a fondo después de la menstruación no le hace daño a nadie.»
Había en Dave pequeños reductos de antisemitismo, y eso que él siempre decía que no se metía con la religión, sino con el sistema de clases, una reacción normal que justificaba por el hecho de haber sido un niño pobre que vivía en un barrio de ricos. Fue a partir de entonces cuando, si bien no se convirtió en adicta a los baños de leche, Miriam acabó siendo la mayor consumidora mundial de esprays y productos de lavado genital. Un día leyó un artículo según el cual todas las monsergas de la industria de los desodorantes vaginales eran mentira, una solución para un problema inexistente. Pero ni con eso logró librarse jamás de la idea de que sus partes tenían sabor a sangre, un gusto metálico y oxidado. Suponiendo que fuese así, a Jeff no le importaba en lo más mínimo. Jeff, que casualmente representaba todo lo que mayor odio suscitaba en Dave, pues era un judío rico de Pikesville, socio del club de campo, con una casa ostentosa y tres hijos consentidos y traviesos. Tal vez Miriam estuviese exagerando, apenas había visto a los niños de Jeff una sola vez en la oficina, y su comportamiento fue detestable. Pero no había elegido a Jeff porque representara el ejemplo perfecto de todo lo que Dave odiaba. Le había elegido, hasta el punto en que una decisión así era algo que se elegía, porque estaba allí y porque la deseaba, y a Miriam le gustó tanto sentirse deseada que fue incapaz de imaginar la manera de decir que no.
El encuentro en el motel era peligroso. Sus respectivos cónyuges no eran estúpidos. Bueno, el cónyuge de Miriam no lo era. Al día siguiente, cuando Dave leyera el diario del domingo, se fijaría en los anuncios de casas en venta, y tal vez se le ocurriese pensar que no tenía ninguna lógica que Miriam tuviese que ir a la oficina en un día festivo en el que no había nada concreto que hacer. La relación misma que habían iniciado era peligrosa porque ni Jeff ni ella tenían la menor intención de abandonar sus respectivos matrimonios ni poner en peligro el tipo de vida que llevaban. O al menos eso era lo que casi con toda seguridad pensaba Jeff. Miriam ya no sabía muy bien qué quería ni qué hacía.
Jeff terminó impacientándose. Miriam solía ponerse rápidamente a tono, casi con demasiada rapidez, pero esa tarde no lograba dejar de pensar. Y Jeff, tan educado normalmente, acabaría abandonándola a su suerte y buscando sólo su propio placer si ella no conseguía conectar. Miriam trató de concentrarse en esa parte de su cuerpo, armonizar los movimientos con la boca de Jeff, ponerse mejor, y por fin comenzó a sentir intensamente. Los orgasmos que tenía con Jeff eran como el truco de la soprano que logra que su voz haga añicos el cristal de una copa. Lo decisivo no era el tono sino la frecuencia y su resonancia. Después se quedaba rota, incapaz de moverse, pero Jeff se había acostumbrado a sus reacciones. Y en cuanto ocurría, tomaba las piernas de Miriam, las ponía bien, y empujaba con fuerza, incluso con violencia, hasta que también él terminaba.
¿Y luego? Por lo general se vestían deprisa y nada más. La mitad de las veces ni siquiera habían podido quitarse la ropa del todo, y enseguida volvían a trabajar, o se iban a casa, o lo que fuera, sin entretenerse ni un segundo. Esa tarde Jeff cogió la botella de vino y la sacó de la cubitera de plástico.
– ¡No tenemos sacacorchos! -dijo, divertido ante su propio despiste. Sin darle ninguna importancia, como si fuese lo más natural del mundo, rompió el cuello de la botella golpeándolo en el borde del lavabo y luego llenó los vasos, y retiró los trocitos de cristal arrastrados por el vino al salir por el cuello roto.
– Me gusta follarte en una cama -dijo Jeff.
– La primera vez fue en una cama -dijo ella.
– Esa vez no cuenta.
Miriam se preguntó por qué no contaba, pero no lo dijo. Fue en casa de un cliente, y el hecho de violar un espacio que les había sido confiado le resultó a Miriam más escandalizador que el hecho de estar cometiendo adulterio. Cuando Jeff le dijo que le acompañase a ver la nueva casa que iban a tener que vender, Miriam supo que iban a follar, pero se hizo la ingenua. «La mujer siempre pone las normas», le dijo su madre una vez, utilizando su acostumbrado modo de hablar, repleto de eufemismos, cuando la acosaba a preguntas tratando de averiguar cuál había sido el verdadero motivo de la ruptura con su novio universitario. A Miriam le gustaba pensar que Jeff llevaba siempre la iniciativa, con la misma facilidad con la que controlaba el cuerpo de ella en la cama. Con él Miriam se sentía ligera como una pluma, ingrávida, como si su cuerpo recuperase de repente la juventud. Los años no habían contribuido a que se engordase, pero era más robusta que antaño, y aunque pudo ignorar esta circunstancia, la visión de los cuerpos de sus hijas, tan flacos y sin caderas, la obligó a tomar conciencia de ese hecho. Las dos niñas parecían tan frágiles que se las podía partir por la cintura.
– ¿Y ahora…? -preguntó Miriam.
– Ahora… ¿te refieres a este momento? ¿O hablas de mañana, la semana que viene, el mes próximo?
Miriam no estaba del todo segura.
– Me refiero a las dos cosas…
– Ahora, aquí, en este momento, vamos a follar otra vez. Y hasta dos veces más, si hay suerte. Mañana, cuando estés en la iglesia y aceptes la supuesta resurrección de Jesucristo…
– Nunca voy a la iglesia.
– Yo creía que…
– Él no me pidió que me convirtiese. Dijo que no quería que las niñas fuesen educadas de acuerdo con ningún tipo de creencias propias de una religión organizada, y que prefería que no tuvieran contacto siquiera con tradiciones que no fuesen estrictamente seculares. Cosas como el árbol de Navidad y así…
Al hablar de sus hijas había violado una regla no escrita, y eso hizo que la conversación se atascara. Miriam no sabía cómo plantear el asunto del que quería hablar. ¿Cómo poner fin a esa relación? «Si lo que nos pasa es sólo que nos divertimos follando, ¿terminará algún día de resultarnos divertido y lo dejaremos de forma simultánea y de mutuo acuerdo? ¿Te añoraré cuando me dejes y tengas otra amante?» Miriam se preguntaba cómo terminaban las relaciones extraconyugales, y no encontraba la respuesta.
Su relación estaba terminando en ese mismo momento, lo supo sólo más tarde, y terminaba de manera a un tiempo trivial y tormentosa. Tal vez había estado terminando en el mismo momento en que empezó. Tal vez todo era como Hiroshima, se formó un hongo enorme en el cielo, y había gente corriendo que acababa de levantarse de una cama que no era la suya, de casas donde no hubiesen tenido que estar. Los tsunamis arrastraban con sus olas lechos de parejas ilícitas, en los trenes que se dirigían a Auschwitz había parejas adúlteras, sin ningún motivo para que así fuera.
Ése era el legado de Miriam, así era ella antes, y ése era el momento al que regresaría una y otra vez. Cuando trató de recordar cuál era el instante en que había sido feliz por última vez, sólo pudo evocar un vaso de vino marca Gallo más bien templado, con trocitos de cristal en el fondo, y una galleta de chocolate de envoltorio polvoriento y sabor más bien rancio.
Sunny conocía de memoria la parada de autobús de Forest Park Avenue, hacía más de tres años que formaba parte de su vida cotidiana, ya que allí esperaba el autobús que la llevaba a la escuela, pero esa tarde se encontró a sí misma estudiándola como si fuese la primera vez en su vida que la veía. Había una pequeña estructura que no tenía otra finalidad primordial que ofrecer a quienes esperaban el autobús un refugio contra la humedad y la lluvia, aunque no contra el frío, pero quien la diseñó tuvo la curiosa idea de añadirle unos toques no esenciales con el vano propósito de conseguir que además fuese agradable. El techo era de color verde bosque, de un tono que su madre había querido utilizar en la decoración de su casa, a lo que su padre se opuso diciendo que era demasiado oscuro, y en esa familia era el padre, el miembro del grupo que tenía sensibilidad artística, quien ganaba todas las discusiones de ese tipo. La mampostería de la parada era de color beige claro, y su textura más bien áspera, y el banco lo habían pintado del mismo verde que el techo.
Los chicos del barrio, poco sensibles a los esfuerzos decorativos del diseñador de la parada, habían pintarrajeado torpes graffiti en todas las paredes, unos con tiza y otros con pintura. Tras ellos hubo alguien que realizó un gran esfuerzo por borrar esas huellas en buena parte, pero algunas palabrotas testarudas, algunos insultos personales, seguían siendo muy legibles. Heather estuvo inspeccionando estas últimas inscripciones detenidamente.
– ¿Sabes si…? -comenzó a decirle a su hermana.
– Déjame en paz -contestó Sunny sin dejarla terminar.
– Oh.
Heather soltó la exclamación como si sintiera pena por su hermana.
– Los niños del autobús me odian por culpa de la discusión.
– Pero si no viven por aquí, ¿no? -dijo Heather-. Y los graffiti los han pintado los chicos del barrio, me parece.
– Soy la única alumna de Rock Glen en toda esta zona. Los demás son más pequeños o mucho mayores. Recuerda que el problema era ése. «Nosotros tenemos el derecho, ellos tienen la fuerza.» La mayoría manda.
Se trataba de una aburrida historia familiar en la que Heather no había participado, así que se olvidó de su hermana, se sentó en el banco, abrió el bolso y examinó su contenido canturreando en voz bajita. Faltaban aún quince minutos para que llegara el autobús, pero Sunny quiso llegar a la parada muy pronto por miedo a perderlo.
La batalla en torno a la ruta del autobús provocó el primer choque de Sunny con la injusticia, una lección en la que el dinero les había ganado la partida a los principios. La mayoría de los alumnos del colegio de Sunny vivían en la parte alta de Forest Park Avenue, más allá de Garrison Boulevard. Sin embargo, debido a que en Baltimore había libertad para inscribir a los niños en cualquier colegio, en lugar de quedarse en la escuela más próxima a ese trozo de Forest Park, que era una escuela de negros al cien por cien, sus padres habían preferido inscribirlas en la de Rock Glen, que se encontraba en el suroeste de la ciudad y que tenía aún un alumnado mayoritariamente blanco. Debido a esto crearon un servicio de autobús privado, que pagaban los padres de los alumnos. La parada de Sunny, el pequeño refugio de Forest Park Avenue, era la última parada del autobús cada mañana, y la primera cada tarde. Durante dos años, a todo el mundo le pareció una buena solución. Hasta que de repente cambiaron de idea.
El verano anterior, los padres de los alumnos que vivían al final de la ruta empezaron a quejarse y decir que el recorrido que tenían que hacer sus hijos se acortaría mucho si se suprimía la parada situada al comienzo de la avenida, que solamente utilizaba Sunny. «Solo por ésa -decían-. ¿Por qué tenemos que aguantar tantos inconvenientes por una sola alumna?» Amenazaron con dejar de utilizar esa empresa de autobuses si no suprimían esa parada, dijeron que esa empresa «ya se las arreglaría con una alumna sola», que no iba a poder pagar ella sola esa ruta diferente, por supuesto. Los padres de Sunny se mostraron escandalizados, pero no podían hacer nada.
Si pretendían seguir utilizando ese autobús, lo cual les resultaba imprescindible ya que trabajaban los dos, no les quedaba otro remedio que buscar una solución de compromiso: aceptar que se invirtiese el recorrido de la ruta escolar todas las tardes. De modo que finalmente lo que ocurrió fue que todas las tardes Sunny veía cómo el autobús pasaba de largo muy cerca de la manzana donde estaba su casa, se dirigía primero al final de la ruta e iba dejando a los alumnos empezando por el más lejano al colegio, para luego ir regresando poco a poco a Forest Park Avenue y dejarla a ella en último lugar. Dado que sus familias habían ganado la batalla, los demás alumnos habrían podido mostrarse amables con ella, pero Sunny descubrió que el mundo no funcionaba así. Y como los padres de Sunny habían calificado de racistas a los de los demás estudiantes, éstos se mostraron muy antipáticos con ella. Uno de los chicos mayores la insultó con una palabra que ella no entendía, un calificativo que atribuía tanto a sus padres como a ella. «Sois una pandilla de izquierdistas.» Sunny entendía que quería decir que fueran zurdos, en realidad no sabía qué significado le daba el chico a esa palabra, que no había oído nunca, sólo que sonaba terrible.
El sistema de transporte público, a diferencia de lo que había ocurrido con la empresa Mercer de autobuses privados, no se dejaría impresionar por presiones como las que estaban soportando los Bethany. Si con transporte público se tardaba veinticinco minutos en llegar a Security Square, incluyendo las paradas, el regreso sería exactamente igual. El sistema público seguía una política «igualitaria», una palabra que Sunny había oído pronunciar a su padre y que le gustaba mucho. Le sonaba a «todos para uno y uno para todos», como Los tres mosqueteros, la película de Michael York. Así que sus padres habían decidido que el curso siguiente, cuando Sunny empezase a estudiar en el Instituto Western, iría allí usando el transporte público en lugar del escolar, y aprovecharía los cupones gratuitos que daban a los estudiantes en paquetes mensuales. Para que fuese preparándose para ir al instituto en autobuses regulares de transporte público, sus padres permitieron que Sunny comenzara a ejercitarse realizando viajes más cortos en una línea normal de autobuses, y le permitían que fuese hasta Howard Street, donde se encontraban los grandes almacenes más importantes del barrio antiguo de Baltimore. Por eso a Sunny se le había ocurrido la idea de ir en autobús urbano al centro comercial de Security Square, y por eso no se le había ocurrido decirle a nadie que pensaba hacerlo. Al fin y al cabo, ya se había convertido en una veterana del servicio de transporte público.
Heather, en cambio, no había subido nunca a uno de esos autobuses y estaba inquietísima en el banco de la parada esperando que llegase el momento. Agarraba las monedas del billete en una mano mientras con la otra sostenía muy fuerte su bolso nuevo. Sunny también llevaba un bolso de la tienda de su padre, un bolso de macramé, pero no se los daba gratis, por mucho que otros niños pensaran que era así. A veces se trataba de un regalo, como en el caso del bolso de Heather, pero cuando no era así su padre esperaba de ellas que pagasen el precio normal de venta al público de lo que fuese, y les decía que sus «márgenes» no le permitían hacerle ningún descuento a nadie. Eso de «márgenes» recordaba a Sunny las clases de mecanografía, que suspendía siempre, aunque no por culpa de los márgenes. El problema radicaba en que, cuando les hacían realizar ejercicios cronometrados, cometía tantos errores al querer correr que finalmente el número de palabras por minuto que conseguía era muy bajo. En cambio, cuando no la cronometraban, mecanografiaba muy bien.
Sunny se preguntaba por qué sus padres se empeñaban en que comenzase las clases de mecanografía tan pronto, como si pensaran que iba a tener que ganarse la vida como mecanógrafa. Ya llevaba un par de cursos teniendo la sensación de que ese empeño de sus padres por desviarla de lo que solían hacer sus demás compañeros de curso acabaría perjudicándola, haciendo que su futuro descarrilase antes de empezar, porque estaba perdiéndose estudios y opciones que otros tenían. Cuando era una cría, los abuelos le regalaron una caja con un equipo de enfermera. En cambio, a su hermana pequeña le tocó un equipo de «doctor». Cuando le regalaron el equipo de enfermera le pareció que era lo mejor del mundo, pues al fin y al cabo en la caja había un dibujo de una niña con el uniforme de enfermera, mientras que en el de médico el dibujo era de un niño. Sunny le tomó el pelo a Heather. «Eres un chico», le decía. Pero le quedaba una duda: ¿no era mucho mejor ser doctor que enfermera?, al menos, que la gente pensara que podías llegar a ser todo un doctor. Su padre insistía siempre en que cuando fuesen mayores podían ser lo que ellas quisieran, pero Sunny nunca estuvo convencida de que lo pensara de verdad.
A Heather le iría muy bien ingresar en Rock Glen el siguiente curso, aunque todavía no se habían anunciado las plazas libres en esa escuela. Le iría muy bien porque lo más probable era que aprobara todas las asignaturas y terminara pudiendo saltarse un curso entero e ingresar en el instituto Western a una edad menor que su hermana. No es que Heather fuese mucho más lista que Sunny. Su madre decía que cuando les habían hecho el examen de coeficiente intelectual las dos habían tenido una puntuación elevadísima, eran casi unas genios, las dos. Pero Heather era la típica niña que brillaba en el colegio de la misma manera que había otros que brillaban en la pista de atletismo o jugando al béisbol. Heather parecía comprender el truco de los estudios sin proponérselo, mientras que Sunny hacía tales esfuerzos por demostrar su creatividad y su personalidad, que acababa teniendo tropiezos por todas partes. Y si bien sus padres decían siempre que lo que querían era que sus hijas fuesen creativas y tuviesen mucha personalidad, mucho más que el que fuesen unas sabelotodo o sacasen sobresalientes, a la hora de la verdad, cuando vieron que Sunny no aprobaba los cursos fácilmente, se mostraron decepcionados. Tal vez fuera ésa la razón por la cual ella estaba siempre enfadada con sus padres. Su madre se reía de esa actitud, decía que eran etapas por las que pasan los niños. Su padre, en cambio, la animaba a discutir. «Pero de forma racional», insistía, lo cual hacía que Sunny se pusiera todavía más irracional. En los últimos tiempos se había acostumbrado a desafiar las ideas políticas de su padre, unas ideas que eran lo más importante para él, pero él mantuvo una actitud enloquecedoramente tranquila ante las rabietas de Sunny, a la que trataba como si fuese una niña pequeña, como Heather.
– Si quieres apoyar a Gerald Ford en las elecciones presidenciales del año que viene, hazlo, por supuesto -le había dicho su padre hacía pocas semanas-. Lo único que te pido es que razones las posiciones que adoptas, que investigues cuáles son las opiniones de tu candidato en relación con los principales temas del debate político.
Sunny no tenía ni la más mínima intención de apoyar a ningún candidato a las presidenciales. La política era una estupidez. Le daba vergüenza recordar lo apasionadamente que defendió a McGovern en 1972, cuando los viernes las clases se dedicaban a debatir asuntos de actualidad. Cuando celebraron su «día electoral» de mentirijillas en clase, sólo seis de los veintisiete alumnos del curso votaron a McGovern. Uno menos de los que le votaron cuando comenzó el curso e hicieron una encuesta de intención de voto. «La que me convenció para que no le votara fue Sunny», llegó a decir Lyle Malone, un chico presumido y guapísimo, cuando le preguntaron por qué había cambiado de opinión al cabo del tiempo. «Pensé -llegó a decir- que si le gustaba tanto a Sunny es que no valía la pena.»
En cambio, si Heather hubiese defendido a McGovern, el curso entero habría votado por él. Esa era la clase de efecto que producía Heather en la gente que la conocía. A todos les gustaba mirarla, hacerla reír, conseguir su apoyo. En ese mismo momento, el conductor del autobús del transporte público, un tipo que por lo general trataba a gritos a cualquiera que asomase por la puerta de su vehículo, parecía encantado con la cría sobreexcitada que llevaba el bolso de tela vaquera pegado al pecho. «Pon ahí las monedas, bonita», le dijo a Heather el conductor. «¡Ni bonita ni nada!», tuvo ganas de gritar Sunny. Pero no dijo nada.
Subió al autobús con la mirada baja, contemplando su calzado, unos zapatos de invierno que había comprado hacía sólo dos semanas y que, aunque no pegaban con aquel tiempo mucho más templado, quería estrenar a toda costa, y por eso se los puso ese día.
Era el sábado antes del Domingo de Resurrección, y en Woodlawn Avenue había mucho movimiento, más que de ordinario, y la gente que iba a la peluquería y la panadería tenía que hacer cola. Era como si la llegada de la festividad religiosa impusiera a todo el mundo la obligación de salir a la calle comiendo unos pastelitos recién horneados, y con unos cogotes bien rapados, como mínimo entre aquellos que todavía visitaban el barbero de vez en cuando. La escuela primaria celebraba un festival, una feria anticuada, con algodón de azúcar y peces de colores como premio para los que fueran capaces de encestar una pelota de ping pong por la boca de una pecera. «Qué despacio evoluciona esta ciudad», pensó Dave, que siempre se había sentido diferente de sus conciudadanos. Había viajado por todo el mundo, había tomado la determinación de instalarse en cualquier otro lugar, y sin saber por qué había terminado viviendo en la ciudad donde había nacido. Cuando inauguró su tienda se justificó pensando que de esta manera traería a su ciudad cosas procedentes del mundo entero, pero a Baltimore no le interesaban esas cosas. Con todo el gentío que caminaba por las aceras, nadie había entrado aún en su tienda, nadie se había siquiera detenido a mirar sus escaparates.
Ya eran casi las tres en punto de la tarde, según rezaba el reloj que anunciaba «Es la hora de cortarse el pelo», justo encima de la barbería de la acera de enfrente, y Dave había tenido que inventar toda clase de actividades para mantenerse algo ocupado. Si no hubiese quedado con las niñas en que las recogería en el centro comercial, seguro que habría cerrado la tienda temprano. Pero tal vez apareciese un cliente a última hora, un cliente de buen gusto y cartera repleta, alguien decidido a comprar un montón de cosas. ¿Y si se perdía a ese cliente maravilloso por no encontrarse allí? Miriam estaba siempre preocupada pensando en esa clase de situaciones. «Ocurre una sola vez en la vida -decía por ejemplo-. Esa vez en que llega un cliente y encuentra cerrada la puerta cuando debería haber estado abierta, y no solamente has perdido a ese cliente, sino a todos aquellos a los que les habría contado la de cosas que te había comprado cuando entró ese día en tu tienda.»
Ojalá las cosas fuesen tan sencillas, ojalá el éxito dependiera sólo de tu capacidad de abrir muy temprano la tienda, cerrarla muy tarde y trabajar duramente cada minuto de la larga jornada. Miriam carecía de la suficiente experiencia en el mundo profesional para comprender hasta qué punto eran ingenuas y enternecedoras sus opiniones. Aún creía que «a quien madruga Dios le ayuda», que «piano piano si va lontano», y todos esos tópicos. También era cierto que de no haber sido tan cándida tal vez no habría aprobado su idea de montar la tienda, lo cual significó que Dave iba a poder abandonar su puesto de trabajo en la administración pública, un empleo que habría podido durarle toda la vida. Últimamente Dave le daba vueltas a la idea de que quizá Miriam pensaba que ella se iba a beneficiar también con el negocio, pasara lo que pasase. Que a lo mejor ella creía que, si iba bien, se iban a hacer muy ricos, mientras que si iba mal tendría algo de lo que culpar a Dave el resto de sus vidas. Finalmente, ella le había dado a él su oportunidad, y si él no lograba aprovecharla la culpa iba a ser sólo suya. De modo que, a partir de ese momento, cada vez que no estuvieran de acuerdo en algo ella podría utilizar, sin necesidad de decirlo en voz alta, la idea de que «yo creía en ti; y tú no lograste triunfar». Incluso se preguntó si en realidad Miriam pensó desde el principio que las cosas iban a salirle mal con lo de la tienda.
No, Miriam no era tan maquiavélica, de eso estaba seguro. Era la persona más honesta que Dave había conocido en toda su vida, y nunca le había costado lo más mínimo reconocer el mérito de los demás. Siempre había reconocido que en ningún momento comprendió que la casa de Algonquin Lañe tuviera potencial, pensaba que no era más que una casita campestre deteriorada y vulgar, cuyo aspecto había ido empeorando debido a los repetidos ataques arquitectónicos que había sufrido, y que no encajaban ni con lo que quedaba de la construcción original ni con el lugar. En varias ocasiones le habían añadido cosas, como una cúpula, o una habitación con grandes ventanales al estilo de las casas de Florida. Dave organizó la restauración con la idea de devolver la casa a su estilo original, una estructura sencilla y orgánica, un edificio de una sola pieza en mitad de un terreno grande y silvestre. Las visitas siempre comentaban con admiración el buen gusto de Dave, los objetos que había ido coleccionando a lo largo de sus viajes, le preguntaban cuánto le había costado cada uno, y solían comentar, al oír el precio, que si pudiesen comprar cosas como ésas en caso de que pusiera una tienda, pagarían por ellas cinco, diez y hasta veinte veces el precio que él mencionaba.
Dave tomó esos comentarios al pie de la letra. Y seguía haciéndolo. No se trataba de mera amabilidad propia de amigos, Dave jamás había inspirado en la gente esa clase de efusiones. Todo lo contrario: hacía que los demás soltaran verdades como puños, por desagradables que fueran, conseguía que la gente fuese agresiva bajo pretexto de sinceridad absoluta.
La primera vez que salió con él, Miriam le dijo: «Mira, Dave, odio decirte lo que vas a oír, pero…»
Dave estaba acostumbrado a esta clase de prólogos, pero tampoco le hacía mucha gracia escuchar algunas cosas. Y menos de ella. Cuando la conoció se había imaginado que aquella joven elegante, con su curiosa pronunciación y su educación canadiense, sería otra cosa. Era mecanógrafa y secretaria en la Oficina Fiscal y Presupuestaria del Estado, la misma donde Dave tenía un empleo como analista, y al cabo de sólo tres meses él la invitó a que salieran juntos.
– Di lo que tengas que decirme -repuso él.
– Es tu aliento.
Dave se tapó la boca con la palma de la mano, con cara compungida, como Adán ocultando su desnudez después de haberle pegado un mordisco a la manzana. Pero Miriam reaccionó dándole unos golpecitos cariñosos en la otra mano, que Dave había dejado sobre la mesa.
– ¡No, no, no! Sólo quería decir que mi padre es dentista, es muy sencillo…
Lo era. Mediante el uso de la seda dental, los nuevos enjuagues bucales y, en su caso, la cirugía de las encías, Miriam logró rescatar a Dave de los largos años en los que, cuando comenzaba a hablar con la gente, siempre notaba un mínimo pasito atrás, un volver la cabeza a un lado. Cuando por fin dejó de provocar esta clase de reacciones en los demás, Dave comprendió lo que significaba que sus interlocutores acostumbraran a bajar la cabeza y girarla hacia un lado cuando él les dirigía la palabra desde muy cerca. «Mi aliento era apestoso. Sólo trataban de no respirar ese mal olor.» Se preguntó si los veinticinco años anteriores, «los años fétidos», como terminó llamándolos, no habían provocado en él un daño irreparable. Después de pasarte un cuarto de siglo notando que repeles a la gente, ¿cómo puedes esperar que te acepten, que te abracen fácilmente?
Sus hijas le habían ofrecido su primera oportunidad de empezar desde cero. Al fin y al cabo, aunque fuese durante un tiempo breve, Miriam también había tratado a Dave cuando aún tenía mal aliento. La admiración que había suscitado en sus hijas, que le veían como a un héroe, llegó a ser tan intensa que Dave acabó creyendo que iba a durar siempre. Sin embargo, Sunny acabó mostrando cierto rechazo físico hacia él, como si fuese un pedo o un eructo andante. Heather, siempre tan precoz, comenzaba a imitar en ocasiones la frialdad de su hermana respecto a su padre. Pero por mucho que sus hijas tratasen últimamente de mantenerle a cierta distancia, no podían evitar que él las conociera muy bien. Dave tenía la sensación de vivir dentro de sus cerebros, de ver a través de los ojos de ellas, de experimentar cada uno de sus éxitos y de sus decepciones. «No me entiendes», le echaba en cara Sunny, cada vez más a menudo. Dave creía que el problema verdadero era el contrario, que sí la entendía, del todo.
Por ejemplo, la reciente obsesión de su hija mayor por el centro comercial. Sunny estaba convencida de que su padre odiaba el centro comercial porque allí vendían cosas baratas y lubricadas en serie con vista al consumismo, unos artículos que eran diametralmente opuestos a los que él tenía en su tienda, donde dominaba la estética de las cosas singulares y hechas a mano.
En realidad, lo que le hacía detestar el centro comercial era el efecto que producía en Sunny. Producía en ella una atracción tan imposible de rechazar como el canto de las sirenas para Ulises. Dave sabía a qué iba Sunny al centro comercial. Más o menos a lo mismo que él hacía de adolescente en Pikesville, pasear arriba y abajo por la calle comercial, Reisterstown Road, confiando en que tarde o temprano alguien se fijase en él. Dave había sido un niño raro, hijo de madre soltera cuando todo el mundo tenía un padre y una madre, un protestante en un barrio de judíos acomodados. Su madre trabajaba de camarera en el restaurante Pimlico, de manera que los ingresos de su casa dependían de la generosidad de los padres de sus compañeros de clase, esos hombres que se sentaban a comer y a juzgar a la madre de Dave en el sitio donde ella trabajaba, y que subían la propina hasta los cincuenta centavos, o la bajaban a los veinticinco, según ella les tratara, y en su casa cada centavo contaba. Es verdad que nadie le había echado en cara abiertamente que fuesen pobres. Sin duda porque no les merecía la pena meterse con él, lo cual le parecía incluso más grave.
Y ahora Sunny estaba enganchada a esa misma clase de vida. Dave podía casi oler la ansiedad que su hija padecía. Y si la desesperación era una cosa grave en un chico, en una niña era infinitamente peligrosa. Dave sentía pánico por ella. Y cuando Miriam intentaba restarle importancia a su preocupación, Dave pensaba: «Ya lo sé, ya sé que no puedes ni siquiera imaginar las cosas que piensa un hombre cuando ve a una niña con un jersey ajustado, qué clase de impulsos rastreros e incontenibles llega a sentir.» Pero no se lo decía por miedo a que Miriam comenzase a preguntarle qué clase de sentimientos tenía él, cada día, cuando veía pasear delante de su tienda a las niñas del instituto Woodlawn, camino de la pastelería, de la lechería de High o de la pizzería Robin's Nest.
Y no es que él tuviera intención de hacerle nada a ninguna adolescente, nada más lejos de sus sentimientos. Pero a veces sentía la necesidad de ser adolescente, o como mínimo un hombre joven, de menos de treinta años. Quería sentir la libertad de meterse en ese mundo nuevo en el que las chicas dejaban que ondeasen libremente sus largas melenas mientras que sus pechos sin sujetador se bamboleaban bajo la delgada tela de sus camisas estampadas. La libertad de pasear entre ellas, nada más. Cuando todavía era un funcionario público, había visto cómo muchos de sus colegas sucumbían a esta clase de impulsos. Cosas como las patillas largas que se dejaban crecer de repente algunos de los administrativos de su propio departamento, la ropa moderna que se compraban y que tanto sorprendía en el universo anticuado de los contables. Tardaban diez meses… Dave había hecho el cálculo del promedio de lo que tardaban en divorciarse los compañeros de departamento que empezaban a dejarse crecer las patillas. Uno tras otro, los que daban ese primer paso terminaban abandonando la casa familiar para irse a vivir a uno de los bloques de pequeños apartamentos, siempre explicando que si ellos no eran felices no podían garantizar la felicidad de sus hijos. «Qué jeta», como habría dicho su hija Sunny. Dave se había criado en una casa en la que faltaba el padre, y jamás sometería a sus hijas a una cosa así.
Las manecillas del reloj «Es la hora de cortarse el pelo» habían avanzado hasta las cuatro en punto. Llevaba seis horas con la tienda abierta y ni un solo cliente había cruzado la puerta. ¿Era un lugar maldito? Se lo preguntó, hacía unas semanas, a la mujer que atendía en el mostrador de la pastelería Bauhof, mientras ella iba metiendo galletas en una bolsa de papel, encantado de que todavía utilizaran una balanza antigua, que estaban siendo retiradas de circulación por las nuevas de tipo electrónico, capaces de medir con enorme precisión hasta la centésima parte de una libra de peso. A Dave le gustaba más la elegante imprecisión de las antiguas, le encantaba ir viendo cómo se equilibraban los platillos conforme la empleada iba poniendo cada nueva galleta.
Kelsie, la dependienta, que tenía que ponerse de puntillas para alcanzar la balanza, le respondió:
– Déjeme hacer memoria. En ese local de usted hubo muchos años una ferretería, Fortunato. Después, en 1968, cuando la oleada de disturbios callejeros, el hombre se enfadó y decidió irse a vivir a Florida.
– ¡Pero si en esta calle no hubo disturbios…! No hubo nada de nada en muchos kilómetros a la redonda.
– Ya, pero a él le fastidió mucho todo eso. Así que le traspasó la tienda a una señora que puso un comercio de ropa infantil, poro se equivocó en los precios.
– ¿Porqué?
– Tenía cosas demasiado caras. ¿Quién puede gastar veinte dólares en un suéter que un bebé sólo podrá llevar durante un mes? Así que traspasó el local a un restaurante, pero no llegó a formar una buena clientela. Eran una pareja joven y tardaban tres cuartos de hora en servir una simple tortilla. Después pusieron una librería, pero claro, estando Gordon en Westview, y Waldenbooks en Security, ¿quién iba a tomarse la molestia de venir a Woodlawn para comprar un libro? Luego estuvo la tienda de alquiler de esmóquines…
– Darts -dijo Dave, recordando la imagen del hombre de hombros redondeados con el metro colgado en el cuello, y la mujer tímida que asomaba detrás de una enorme cortina de pelo largo y prematuramente encanecido-. Ellos me traspasaron a mí el local.
– Eran buena gente, amables, pero cuando una persona decide buscar ropa de gala suele ir a donde siempre ha ido. Manda la costumbre, como en las pompas fúnebres. Todo el mundo va al mismo sitio al que fueron sus padres, y sus padres iban al mismo sitio al que habían ido los suyos, y así sucesivamente. Si quieres abrir un negocio nuevo de ese tipo, lo que has de hacer es buscar un barrio completamente nuevo, donde la gente no haya adquirido todavía ninguna costumbre.
– Así que han sido cuatro comercios diferentes en menos de siete años.
– Eso. Es una especie de agujero negro. Hay uno en cada manzana, siempre se instala ahí algo que no funciona. -Se llevó de golpe la mano a la boca, sin soltar la bolsa de las galletas-. Ay, perdone señor Bethany, estoy segura de que su tiendecita de…
– ¿Antiguallas?
– ¿Por qué lo dice? No es eso…
El sarcasmo de Dave era demasiado sangrante como para que la dependienta de la pastelería lo pudiese aceptar. Pero Dave estaba muy a gusto vendiendo aquellos artículos de otra era, cosas que eran bellas y únicas. Aunque ni las familias adeptas a ideas como El Quíntuple Camino, personas con mentalidad parecida a la del propio Dave en todo lo relativo a los asuntos espirituales, se habían volcado a comprar los bienes materiales que escogía para su tienda. En otras ciudades como Nueva York, San Francisco, o incluso en Chicago, una tienda así habría tenido un éxito instantáneo. Pero vivía en Baltimore, por mucho que le pesara. Allí había conocido a Miriam, allí había fundado su familia. ¿Cómo era capaz de pensar en irse de allí?
Sonó el suave tintineo de la campanilla de viento que colgaba en la entrada de la tienda. Era una mujer madura, y enseguida Dave supo que no era una cliente potencial sino alguien que iba a preguntarle cómo ir a algún sitio. Hasta que se dio cuenta de que en realidad apenas le llevaba unos pocos años, debía de rondar los cuarenta y cinco, más o menos. Pero su manera de vestir -un vestido de punto de un color rosa muy cursi, y un bolso que parecía un saco- le había producido un gran rechazo inicial.
– He pensado que tal vez tenga usted en su tienda algunos artículos muy especiales para poner en una cesta de regalos de Pascua -dijo la mujer, tropezando un poco con las palabras, como si pensara que esos artículos «muy especiales» exigían una retórica «muy especial»-. Algo que pudiera servir de recuerdo de Pascua, por ejemplo.
«Vaya», pensó Dave, al final Miriam había tenido razón al decirle que no sería mala idea tener en la tienda objetos que pudiesen tener salida de acuerdo con cada estación y cada festividad. No le había hecho ni caso.
– No tengo, lo siento.
– ¿Nada? -dijo la mujer, con un sentimiento de decepción que parecía desproporcionado-. Aunque no sea específicamente de Pascua, me vale con que tenga algún motivo relacionado con la Pascua. Un huevo, un pollito, un conejo… Cualquier cosa.
– ¡Conejos! -repitió Dave-. Me parece que tengo unos conejos de madera, artesanía mejicana. Pero para una cesta de Pascua tal vez sean demasiado grandes.
Fue a las estanterías donde guardaba productos artesanos de América Latina y bajó con mucho cuidado uno de los conejos tallados en madera. Se lo dio a la mujer como si fuera tan frágil como un bebé. Ella lo sostuvo ante sus ojos con los brazos extendidos. Era un conejo primitivo y sencillo, una escultura tallada a base de unos pocos cortes rápidos y seguros, un objeto demasiado bello para convertirse en un simple premio de consolación en la cestita de Pascua de un niño. Aquello no era un juguete. Era arte.
– ¿Diecisiete dólares? -preguntó la mujer leyendo el precio escrito a mano en la etiqueta-. Y no me parece muy bonito…
– Su simplicidad es su mayor virtud… -dijo Dave, interrumpiéndose en mitad de la frase. Adiós venta. Pero recordó a Miriam, a su empecinada fe en él, y lo intentó una última vez-. Espere, puede que tenga algunos huevos de madera pintada en la trastienda. Los encontré en una feria de artesanos de West Virginia, estaban pintados en colores primarios muy luminosos, rojos, azules…
– ¿De verdad? -La mujer parecía emocionadísima ante la perspectiva-. ¿Le importaría mostrármelos?
– Bueno…
No era sencillo aceptar la solicitud, pues suponía dejarla sola en la tienda. Cosa que no habría ocurrido si se hubiese podido permitir tener un ayudante, aunque fuese a tiempo parcial. En ocasiones Dave invitaba al cliente en potencia a pasar con él a la trastienda, y hacía como si eso supusiera hacerle un honor especial, en lugar de insultarle dejando entrever que temía ser robado en su ausencia. Pero era inimaginable que una mujer como aquella anduviese robando cosas, o abriendo la caja para llevarse el dinero. Además, aquella caja era de las antiguas, y cuando se abría sonaba un timbre clamoroso.
– Espere un momentito -dijo al final-. Voy a ver si los encuentro.
Localizar los huevos le costó mucho más de lo esperado. Entretanto oía la voz de Miriam riñéndole -con amabilidad, pero riñéndole al fin y al cabo-, recordándole con severidad que para el buen funcionamiento de una tienda era necesario tener un buen inventario y un sistema ordenado de clasificación de los artículos. Sin embargo, Dave había montado la tienda precisamente para librarse de esas cosas, para librarse del rigor de los números. Aún recordaba disgustado lo mucho que le fastidió que Miriam no captase ni siquiera la significación simbólica del nombre que decidió ponerle a la tienda.
– «El hombre de la guitarra azul»… La gente pensará que vendes discos…
– ¿En serio que no lo pillas?
– Suena un poco cursi, de todos modos. Como «La seta de terciopelo» y esa clase de nombres que están ahora de moda. En cualquier caso, desorienta bastante.
– Es el título de un poema de Wallace Stevens. El poeta que trabajaba como agente de seguros.
– Ah, ya me acuerdo, el que escribió El emperador de los helados, claro.
– Stevens era como yo: un artista atrapado dentro de un hombre de negocios. Vendía seguros, pero era un poeta. Y yo he trabajado como analista fiscal, pero eso no me llenaba en absoluto. ¿Lo entiendes ahora?
– Stevens, sí, era el vicepresidente de una aseguradora. Y nunca dejó de trabajar allí, aunque siempre escribió poemas.
– Sí, bueno, el paralelismo entre ambos no es exacto al cien por cien. Pero desde el punto de vista de los sentimientos es bastante preciso.
Miriam se abstuvo de comentar su réplica.
Una vez localizados los huevos salió del almacén y se encontró con que la tienda estaba vacía otra vez. Miró enseguida la caja, y el escaso cambio que guardaba en el cajón seguía allí. Un rápido repaso de los artículos más preciosos -bueno, semipreciosos por definición, joyas con piedras como ópalos y amatistas- bastó para asegurarse de que todo eso seguía en la vitrina. Sólo después de esta inspección notó que había en el mostrador un sobre en el que habían escrito su nombre, Dave Bethany. ¿Había tenido tiempo el cartero de entrar y salir mientras él buscaba los huevos? Por otro lado, el sobre no tenía sello ni señas, sólo su nombre.
Lo abrió y encontró una nota, estaba escrita con una caligrafía temblorosa, cargada de emoción, como la voz de la mujer del vestido de punto rosa.
Querido señor Bethany:
Debería saber que su esposa es la amante de su jefe, el señor Jeff Baumgarten. ¿Por qué no lo impide usted? Hay hijos por las dos partes. Además, el señor Baumgarten está felizmente casado y jamás abandonará a su esposa. Por eso no está bien que las amas de casa vayan a trabajar a ninguna oficina.
La carta estaba sin firmar, pero a Dave no le cupo la menor duda de que la había escrito la esposa del señor Baumgarten, lo cual significaba que la expedición de compra de regalos de Pascua no había sido más que una forma complicada de mentir y, de este modo, acercársele. Dave no sabía casi nada del jefe de Miriam, sólo que era judío, conspicuamente judío, alumno sin duda del mismo instituto al que había ido Dave en Pikesville, pero algunos años por delante de él. Posiblemente la señora Baumgarten había pensando dejar el sobre en el mostrador sin ser vista, pero se encontró con que la tienda estaba completamente vacía. O tal vez había escrito la nota en el último instante, viéndose incapaz de comentarlo directamente con él. Era curioso que hubiese escrito aquella última frase, como si necesitara reforzar su posición personal con un comentario de tipo social. Dave tardó una milésima de segundo en pensar la palabra «cornudo», y aplicársela a sí mismo, y hasta que eso ocurrió sintió al mismo tiempo cierta compasión por aquella mujer de clase media y su anónimo. No hacía mucho tiempo que la prensa local había publicado una noticia sobre la mujer del gobernador del estado, que se enteró de que su marido iba a pedir el divorcio a través del jefe de prensa de su marido. La mujer se encerró en la mansión del gobernador, se negó a salir, convencida de que su esposo terminaría recobrando la sensatez. Era una mujer no muy diferente de ésa: una mujer típica de los barrios del noroeste de la ciudad, judía, rellenita y bien vestida, aparentemente parte integral del éxito de su marido. Eso de las amantes era parte de la vida de los hombres, un asunto que las esposas podían tolerar o no. Las mujeres que decidían trabajar acostumbraban a ser jóvenes, guapas y libres: secretarias o azafatas, daba igual, como Goldie Hawn en Flor de cactus. Era imposible que Miriam tuviese un amante. Era una madre, una buena madre. Pobre señora Baumgarten. Seguro que su marido la engañaba, pero no había apuntado en la dirección adecuada, había pensando en Miriam porque estaba a mano, simplemente.
Marcó el número de la oficina de Miriam y dejó que sonara el timbre un rato, pero la recepcionista no descolgó. Seguramente Miriam había salido a mostrar una casa a un cliente, y la recepcionista ya se había ido a casa. En cualquier caso, por la noche le preguntaría a su mujer, era una lástima que no le preguntara nunca por su trabajo. El hecho de tener un trabajo había dado a Miriam mucha confianza en sí misma desde hacía un tiempo. Y las comisiones que cobraba por las ventas habían hecho asomar a su rostro aquel brillo especial, habían dado firmeza a sus pasos, explicaban las lágrimas de felicidad que resbalaban cada noche por sus mejillas frente al espejo del baño.
Las lágrimas frente al espejo del baño… No, qué va, Miriam lloraba por Sunny, la pobre y sensible Sunny, que desde que había empezado el último curso estaba viéndose condenada al ostracismo debido a que él y Miriam se habían peleado con los padres de sus compañeros por lo del recorrido del autobús escolar. Ésa era al menos la explicación que se había dado a sí mismo cuando, desde su despacho, había oído los sollozos callados en el cuarto de baño del primer piso, el que compartía toda la familia. Oía muy bien esos sollozos desde su despacho, fingiendo que escuchaba música, mientras simulaba respetar la intimidad del miembro de la familia que lloraba a pocos metros de distancia, en el baño.
Dave rompió la carta en pedazos, agarró las llaves, cerró la tienda y se dirigió calle abajo hacia la Monaghan's Tavern, otro negocio atestado de gente aquel sábado justo antes de Pascua.
– Te he dicho que no quería verte pegada a mis faldas -dijo Sunny entre dientes a Heather cuando el acomodador las sacó a la calle a las dos diciéndoles que les prohibía volver a acercarse al cine en todo el día-. Me lo habías prometido.
– Es que al ver que tardabas tanto en volver del baño me habías preocupado, Sunny. Quería asegurarme de que estabas bien.
No era una mentira, no del todo. Era verdad que Heather no entendía que su hermana se hubiera ido de la sala cuando la proyección de Huida a la montaña embrujada apenas llevaba quince minutos, y que no hubiese regresado. Y también era verdad que se le ocurrió que tal vez Sunny le había dado sencillamente esquinazo. Por eso salió a su vez, fue a mirar al baño y después se coló en la otra sala, donde ponían una película apta para menores acompañados de un adulto, Chinatown. Heather se había imaginado que Sunny le había gastado una mala pasada, se había comprado una entrada para la otra película sin que ella se diera cuenta, y luego salió del baño y se coló en la sala de la película para mayores aprovechando un momento en el que nadie miraba.
Lo que Heather hizo fue buscar una butaca situada dos filas más atrás que la de Sunny, lo mismo que había hecho en la otra sala, donde ponían Huida a la montaña embrujada («Éste es un país libre», dijo maliciosamente cuando Sunny le lanzó una mirada asesina). En la otra sala nadie se enteró de su presencia hasta la escena en la que el hombre bajito le clavaba la navaja en la nariz al hombre alto. Al verlo, Heather soltó un gemido muy audible, y al reconocer su voz Sunny se volvió.
Heather supuso que Sunny no iba a hacerle el menor caso, sobre todo por no llamar la atención de toda la sala, pero lo que hizo su hermana mayor fue acercarse a su butaca y decirle en susurros que tenía que salir inmediatamente de allí. Heather se negó, le hizo observar que se limitaba a cumplir las reglas que Sunny había fijado. No estaba pegada a sus faldas, sino que se había instalado por su cuenta. Casualmente, se encontraba en la misma sala que ella, nada más. Le recordó que ése era un país libre, como había dicho. Una señora mayor llamó al acomodador y, cuando les pidieron las entradas y resultó que ninguna de las dos tenía para esa sala, las echaron. Heather, que solía tener respuestas rápidas, se excusó diciendo que la había perdido, pero la tonta de Sunny sacó la entrada de la Sala Uno, el cine donde proyectaban Huida. Una pena, porque como tenía bastantes tetas, Sunny podía pasar perfectamente por una chica de diecisiete años. De haber sido Heather la mayor, se habría espabilado hasta conseguir que las dejaran continuar en la Sala Dos hasta el final de la película, le habría insistido al acomodador en que habían perdido las entradas, le habría dicho que una de ellas era suficientemente mayor y que por lo tanto podía pasar como el adulto que acompañaba a la pequeña. ¿De qué servía ser la hermana mayor si no eras capaz de actuar como tal? En cambio, Sunny estaba al borde de las lágrimas por culpa de una estupidez de película. A Heather le parecía de tontos perder el tiempo que iban a poder estar en el centro comercial metidas en el cine, cuando podían disfrutar de tantísimas cosas en las tiendas.
– Además era un rollo -dijo Heather-. Menos esa escena en la que el tío bajito le pegaba al otro un corte en la nariz.
– No tienes ni idea de nada -dijo Sunny-. Es una película dirigida por el hombre de la navaja, Román Polanski, que estuvo casado con la mujer asesinada por Charles Manson. Es un genio.
– Vamos a Hoschild. O al Pants Corral. Quiero ver pantalones de esos que no necesitan plancha.
– Los pantalones casi no se arrugan -dijo Sunny, aún dolida-. Es una estupidez.
– Como no nos dejan llevar pantalones en la escuela, todas las niñas llevan de ésos los domingos.
– ¿Y quieres una cosa solamente porque todo el mundo se la compra? Como las ovejas de un rebaño.
Era la voz de su padre hablando a través de los labios de Sunny, pero Heather sabía que su hermana no pensaba en absoluto así.
– Pues vamos a Harmony Hut o a la librería, ¿vale?
La última vez que había estado en el centro comercial, Heather pudo fisgar las páginas de un libro que parecía bastante verde, aunque no pudo entrenerse mirándolo a fondo ni asegurarse de que realmente lo era. Leyó algunas descripciones muy interesantes de los pechos de la protagonista, que parecían a punto de reventar los botones de la pechera del vestido que llevaba, y eso solía ser indicio de que se acercaba un momento bastante verde. Siguió leyendo mientras pudo, con la cremallera que cerraba el libro medio abierta, una cremallera que no era como la del disco de los Rolling Stones que formaba parte de la discoteca de Sunny. Forzando esa cremallera del libro se entreveía parte del cuerpo desnudo de una mujer. Para no llamar la atención y poder seguir leyendo, necesitaba un libro bien grande que ocultara sus verdaderas intenciones. A los dependientes de la librería no les importaba que te pasaras horas leyendo un libro que al final no ibas a comprar. Mientras estuvieras de pie y no te sentaras en la moqueta, podías leer lo que quisieras. En cambio, si te encontraban sentada te echaban.
– No quiero estar contigo -dijo Sunny-. No me importa lo que hagas o dejes de hacer ni adonde vayas. Móntatelo por tu cuenta y regresa aquí a las cinco y veinte, ¿vale?
– ¿ Y me comprarás una bolsa de caramelos?
– Cómpratela tú, te he dado cinco dólares.
– No, me habías dicho que me darías cinco dólares y que además me comprarías una bolsa de caramelos.
– Vale, vale, ¿qué más da? Regresa aquí a las cinco y veinte, y tendrás tu fantástica bolsa de caramelos. Pero no te la voy a comprar como vuelva a encontrarte siguiéndome por ahí. El trato era ése, ¿lo recuerdas?
– ¿Y qué te he hecho para que te enfades tanto?
– Pues que no tengo ganas de andar arrastrando a una cría por ahí. ¿Tanto te cuesta entenderlo?
Se fue camino de Sears, que estaba al final del pasillo que pasaba antes por Harmony Hut y Modas Singer. Aunque se arriesgaba a quedarse sin la bolsa de caramelos, Heather tuvo intención de seguirla. ¿Con qué derecho se atrevía Sunny a decirle que era una cría? La más cría de las dos era Sunny, que lloraba por cualquier cosa. Ella en cambio no era ninguna cría.
Hacía algunos años, a Heather le encantaba ser una cría, lo disfrutaba de verdad. Y cuando su mamá quedó embarazada, y Heather estaba a punto de cumplir los cuatro años, y empezaron a hablar del bebé que iba a nacer, tuvo la sensación de que le usurpaban un derecho. «¡Yo soy el bebé! -gritó una vez histéricamente, señalándose el pecho con el dedo índice-. La cría es Heather.» Como si solo pudiese haber un crío en la familia, en el mundo entero.
Fue entonces cuando se mudaron a la casa de Algonquin Lañe, una casa en la que cada uno podía tener un dormitorio individual. Heather no era tan tonta como para no darse cuenta de que pretendían sobornarla «tendrás tu propia habitación, pero dejarás de ser el bebé de la familia». En comparación con el apartamento, la casa era enorme, tan grande que había posibilidades de que hasta cuatro niños tuvieran su propia habitación individual. Y eso permitió que Heather sintiera cierto alivio. Además, el nuevo bebé tampoco sería el bebé para siempre. Heather iba a ser la segunda en elegir habitación. Como estaba a punto de dejar de ser la cría de la familia, pensó al principio que para compensar la pérdida le permitirían ser la primera en elegir, pero sus padres le explicaron que, como Sunny era mayor, y por eso iba a poder disfrutar menos de su habitación individual antes de matricularse en el instituto, había que darle prioridad a ella. Y que si la que Sunny elegía era la que más le gustaba a Heather, pasaría a ser la suya cuando su hermana mayor la dejara. Aunque Heather tenía apenas cuatro años y medio, toda esa lógica le pareció un fastidio, pero carecía de vocabulario para discutir con buenos argumentos, y las pataletas resultaban contraproducentes con unos padres como los suyos.
– Me impresionas muy poco -solía decirle su madre cuando Heather intentaba conseguir algo armando bronca.
Y su padre añadía que no era propenso a cambiar de opinión ante esa clase de comportamiento. En realidad Heather pensaba que su padre jamás cambiaba de opinión, fuera cual fuese el comportamiento de sus hijas. Sunny, por ejemplo, siempre cumplía las normas de sus padres, pensaba formas de presentar argumentos y discutir con ellos, los planteaba de manera muy lógica, y en cambio casi nunca se salía con la suya. Heather utilizaba mucho más la picardía, y ganaba muchas más veces. Y consiguió seguir siendo el bebé de la casa, aunque no porque convenciera a nadie. Resultó que el nuevo bebé no era lo bastante fuerte para sobrevivir el tiempo suficiente en la tripa de su madre.
Al morir el bebé, su padre se empeñó en explicarles a Heather y a Sunny en qué consistía exactamente un aborto. Para lo cual hizo falta que les explicara de antemano de qué manera había entrado el bebé dentro de su madre. Y las dos niñas se quedaron muy atribuladas oyéndole pronunciar todas las palabras exactas: pene, vagina, útero.
– ¿Y por qué te permitió mamá que le hicieras eso? -quiso saber Sunny.
– Porque así es como se hacen los bebés. Además, es muy agradable. Cuando eres mayor -añadió su padre- es una cosa agradable de hacer, aunque no sea para hacer un bebé. Es una cosa sagrada y es la manera de mostrar tu amor.
– Pero por ahí sale el pipí. ¿Y si te haces pipí dentro de ella?
– Se llama orinar, Sunny. Y el pene ya sabe cómo actuar para no hacer eso cuando está dentro de una mujer.
– ¿Y cómo lo sabe?
Su padre se puso a explicarles que, cuando quería hacer un bebé, el pene crecía, y que se llenaba de un líquido distinto que contenía la semilla y que se llamaba esperma, pero hubo un momento en el que Sunny se tapó los oídos con las manos y dijo:
– ¡Eh, eh! No quiero saberlo. Por mucho que digas, el pene podría confudirse, podría hacer pipí ahí dentro.
– ¿Se hace de verdad muy grande? ¿Cuánto de grande? -preguntó Heather. Su padre respondió abriendo los brazos, como un pescador que cuenta lo grande que es el pez que pescó, pero Heather no le creyó.
Como antes de terminar el jardín de infancia ya sabía todo lo relativo a cómo se hacen los bebés, Heather se llevó una gran sorpresa cuando comenzó la escuela elemental y resultó que no daban clases de educación sexual hasta los diez años, y todo el mundo consideraba que era una cosa muy seria y había que obtener incluso autorización paterna para estar en esas clases. Pero ni alardeó acerca de sus conocimientos ni quiso que nadie supiera lo que ya sabía. Otra de esas cosas que Sunny era incapaz de comprender, que guardar para sí ciertas cosas pudiera ser bueno, que no fuese adecuado salir corriendo a contarlo todo voluntariamente y de pe a pa.
Pero cuando Heather aún era pequeña, la madre de su amiga Beth quedó embarazada, y los padres de Beth le dijeron que era Dios quien había metido al bebé ahí dentro. Y Heather, al igual que su padre, no soportaba las informaciones inexactas. Convocó a su amiga a un rincón oculto detrás de la zona del gimnasio, y allí dijo todo lo que sabía sobre lo de hacer bebés. Los padres de Beth se quejaron, y la dirección de la escuela hizo ir a los padres de Heather, pero su padre no sólo se negó a pedir disculpas, sino que incluso se mostró orgulloso de su hija.
– No me siento responsable de nada ante quienes prefieren contarles mentiras a sus hijos -dijo, delante mismo de Heather-. Y no pienso pedirle a mi hija que diga que no hizo bien por contar la verdad acerca de lo que no es más que un hecho natural.
Lo natural era bueno. Su padre no conocía una forma más elevada de aprobación que decir de algo que era natural. Tejidos naturales, comida natural, cabello natural. Cuando montó la tienda se dejó crecer el pelo hasta que le quedó un peinado afro enorme, y la pobre Sunny se moría de vergüenza. Y se lo peinaba formando un signo del Black Power, un puñal cuya empuñadura terminaba en forma de puño cerrado. De hecho, criticaba mucho los pantalones que no hacía falta planchar, porque si no se arrugaban seguro que tenían algún tratamiento antinatural. Sin embargo, Heather estaba segura de poder convencerle a él o a su madre de que debían permitirle comprarse unos pantalones de ésos si los compraba con el dinero que le regalaban por su cumpleaños.
De modo que esa tarde terminó yendo a la tienda de pantalones. El profesor de música de Sunny, el señor Pincharelli, estaba tocando el órgano en la tienda de música cuando Heather pasó por delante. Sunny había estado un poco enamorada de él, Heather lo había leído en el diario de su hermana. Pero la última vez que estuvieron juntas en el centro comercial, al pasar por la tienda de música Sunny aceleró el paso, como si le avergonzara la actitud del profesor. Heather le vio esa tarde tocando de pie Desfile de Pascua, haciéndolo de manera muy enérgica, rodeado de una pequeña muchedumbre. Tenía la cara perlada de sudor, y había manchas alrededor de las axilas en su camisa blanca de manga corta. A Heather le parecía imposible enamorarse de un hombre así. Si hubiera sido su profesor de música, se habría burlado de él sin parar. Pero la gente que se había parado a escucharle daba la sensación de estar divirtiéndose y de sentir por él una gran admiración, de modo que Heather se vio arrastrada por esos sentimientos y se sentó al borde de una fuente cercana, a escuchar. Estaba preguntándose por el significado de una frase de la letra de esa canción cuando notó que alguien la cogía del codo.
– Eh, se suponía que tenías que estar…
Era una voz iracunda, que no gritaba, pero que se oía por encima de la música, tanto que los que estaban cerca se volvieron a mirar. El hombre le soltó enseguida el brazo y murmuró: «Da igual», y desapareció entre la multitud de paseantes. Heather le miró mientras se alejaba. Estaba contenta de no haber sido la niña que ese hombre andaba buscando. Una niña que iba a pasarlo mal, seguro.
Después de Desfile de Pascua el profesor Pincharelli comenzó a tocar Superstar, la canción de los Carpenters, no la de Jesucristo. La semana anterior, precisamente, Sunny le había dado a Heather todos sus álbumes de los Carpenters, diciendo que eran demasiado blandos para ella. Probablemente valiera la pena tratar de imitar los gustos de Sunny en una sola cosa, la música, y si ella creía que los Carpenters eran demasiado blandos, Heather no tenía intención de convertirse en su admiradora. Tenía cinco dólares, recordó, suficiente como para comprarse un álbum y que le quedara todavía algo de dinero. Tal vez no fuera mala idea ir finalmente a Harmony Hut y comprarse algo de… Jethro Tull. Un tío que hacía música guay. Y si resultaba que Sunny rondaba por la tienda de discos… «éste es un país libre», le diría.