Capítulo 1

Se le encogió el estómago cuando vio la torre de agua que, como una nave espacial recién llegada a la tierra, se elevaba por encima de los árboles quietos y desnudos. La torre de agua se había convertido en un punto de referencia del juego familiar, aunque no fuese el punto de referencia principal. En cuanto uno de ellos veía aquel disco blanquecino sobre sus patas flacas, sabían que tenían que estar preparados al igual que un atleta agachado con los pies en los bloques. «A sus puestos, preparados, listos… veo – veo…»

Al principio no era un juego. Avistar los grandes almacenes en la curva de la carretera de circunvalación era una suerte de concurso en el que ella sólo competía consigo misma, una manera de aliviar el tedio del largo regreso a casa desde Florida, dos días enteros en coche. Hasta donde le alcanzaba la memoria, la familia realizaba ese viaje cada año aprovechando las vacaciones de invierno, y eso que ninguno de ellos disfrutaba en lo más mínimo la visita a casa de la abuela. El apartamento de la abuela en Orlando era pequeño y maloliente, sus perros eran muy malos, sus comidas indigeribles. Todo el mundo se lo pasaba mal, incluso su padre, por mucho que fingiera disfrutar de la estancia, por mucho que se mostrase ofendidísimo si alguien se atrevía a insinuar siquiera que su madre era exactamente eso que ni él mismo podía negar: una mujer avara, extraña, antipática. Pero ni aun así lograba su padre disimular el alivio que sentía al acercarse de nuevo a casa, tanto que, al cruzar las sucesivas fronteras, cantaba alguna canción que hablara de cada uno de los estados por los que pasaban. «Georgia», gruñía, imitando la voz rasposa de Ray Charles. Pasaban la noche allí, en un anónimo hotel de carretera, y partían antes de que saliera el sol, y enseguida entraban en Carolina del Sur -de nuevo la letra de una canción, «¡No hay lugar más bello!»- y luego atravesaban los largos y lentos bosques de Carolina del Norte y Virginia, donde las únicas cosas interesantes eran, respectivamente, la parada para comer en Durham y las cajetillas de pitillos que bailaban en los carteles publicitarios a la entrada de Richmond. Hasta que por fin llegaban a Maryland, la maravillosa Maryland, «hogar, dulce hogar, Maryland», y apenas les quedaban setenta y cinco kilómetros, sólo otra hora de coche en aquel entonces. Ella había necesitado en ese día casi el doble de tiempo en la carretera atascada por los coches que volvían a casa después del día de trabajo, pero por fin comenzaba a haber menos tránsito, volvían a circular a una velocidad normal.

«Veo – veo…»

Los grandes almacenes Hutzler eran antiguamente la tienda más grande de la ciudad, y siempre señalaban la llegada de las Navidades poniendo una gigantesca chimenea de mentira sobre cuya repisa superior Santa Claus iniciaba un salto congelado que nunca terminaba de acabar. ¿Iba o venía?, se había preguntado ella de pequeña, y jamás logró encontrar la respuesta. Aprendió sin ayuda de nadie a vigilar la aparición de aquel rojo encendido que prometía la proximidad de su casa, de la misma manera que el vuelo de ciertas aves le decía al capitán de un barco que la playa ya estaba cerca. Había sido un ritual clandestino, parecido al de contar las líneas discontinuas de color blanco que iban desapareciendo bajo las ruedas delanteras del coche, una costumbre que siempre le sirvió para combatir el mareo que le producía el movimiento, un problema que no terminó de desaparecer del todo ni con los años. Ya de pequeña había sido una niña que mantenía un estricto silencio en relación con ciertas informaciones sobre sí misma, pues no quería que la gente pudiera confundir algunas de sus excentricidades, tal vez interesantes, con las costumbres compulsivas que hubiesen podido caracterizarla como una persona tan rara como, por ejemplo, la abuela. O, a fuerza de sincera, como su padre. A pesar de todo, la frase saltó cierto día a la superficie, feliz e inesperada, como otro fragmento de las conversaciones que ella sostenía consigo misma y que, de repente, se le escapaban en voz alta:

– ¡Veo los almacenes Hutzler!

Su padre, a diferencia de su madre y su hermana, captó al instante el significado de sus palabras. Su padre parecía siempre captar el verdadero significado de todo lo que ella decía, lo cual resultaba un alivio cuando aún era muy pequeñita, pero fue pareciéndole más atemorizador conforme fue creciendo. Lo malo es que su padre se empeñó en convertir aquel saludo suyo, aquel sentirse de nuevo en casa, en un juego, en un concurso, de manera que lo que había sido algo privado terminó siendo compartido por toda la familia. A su padre le gustaba eso de compartirlo todo, eso de coger lo privado y convertirlo en comunitario. Le parecían muy bien las típicas discusiones familiares interminables, lo que él llamaba «sesiones de jazz» para hacerse el moderno, y aprobaba una política de puertas sin pestillo y semidesnudeces despreocupadas, aunque mamá había conseguido que abandonara esa costumbre. Si tratabas de guardar alguna cosa para ti misma -tanto si se trataba de una bolsa de caramelos comprada con tu propio dinero como de un sentimiento que preferías no expresar- te acusaba de ser una acaparadora. Te obligaba a sentarte, te miraba a los ojos y te decía que las familias no funcionaban así. Una familia era un equipo, una unidad, un país, una parte de la identidad de ella que permanecería invariable durante el resto de sus días. «Cerramos las puertas de casa para los extraños -decía-, pero jamás las cerramos para ninguno de nosotros.»

Así que le robó eso de «¡Veo los almacenes Hutzler!» y se lo regaló a toda la familia, y les animó a todos a competir, a ver quién era el primero en decirlo. En cuanto el resto de la familia aceptó jugar a este juego, el último kilómetro y pico de la carretera de circunvalación fue un rato de suspense insoportable. Las dos hermanas estiraban el cuello, adelantaban el cuerpo todo lo que se lo permitían aquellos antiguos cinturones de seguridad que las sujetaban por la cintura, y que sólo se ponían cuando se trataba de un viaje muy largo. Así eran las cosas en aquellos tiempos: los cinturones de seguridad sólo se ponían para los viajes largos, no existían cascos para ir en bici, y los skateboards se hacían con pedazos de tablones llenos de astillas montados encima de un par de patines viejos. Sujeta por el cinturón de seguridad, notó ahora que el estómago le daba un vuelco y que el pulso se le aceleraba. ¿Y por qué? Por el vacío honor de ser la primera que decía en voz alta lo que ella había sido siempre la primera en pensar. Como ocurría con todos los concursos de su padre, no había premio ni objetivo. Como ya no estaba segura de ganar, hizo lo que siempre había hecho: fingió que no le importaba.

Y sin embargo ahí estaba de nuevo, sola, segura de ganar si quería, por vacía que fuese la victoria, y su estómago todavía le daba un vuelco, pues él no había llegado a saber que aquellos grandes almacenes acabaron desapareciendo, ahora ya hacía muchos años, y que todo lo que había en aquellos prados de tréboles había cambiado por completo. Había cambiado, sí, se había tornado más vulgar. Aquel edificio señorial y ajado que eran los almacenes Hutzler había sido reemplazado por la horterada de Valué City. Enfrente, del lado sur de la carretera, el restaurante Quality Inn se había metamorfoseado en uno de esos sitios de almacenaje a tanto el metro cúbico. Desde esa altura ya no se podía ver como antaño si Howard Johnson, el restaurante de pescado frito al que acudía la familia en pleno para cenar una vez por semana, seguía encontrándose en el cruce, pero imaginó que ya no estaba allí. ¿Acaso seguía habiendo un restaurante Howard Johnson en algún rincón del mundo todavía? ¿Acaso existía ella todavía? Sí y no.

Lo que ocurrió a continuación pasó en cuestión de segundos. Todo pasa en cuestión de segundos, mirándolo bien. Eso fue lo que diría más tarde, cuando fue interrogada. «La Edad del Hielo ocurrió en cuestión de segundos, sólo que fueron muchísimos segundos.» Siempre tuvo la capacidad de conseguir que la gente se enamorase de ella si le parecía absolutamente necesario y, aunque esa táctica no era tan esencial para su supervivencia ahora como cuando era una niña, le costaba abandonar esa costumbre. Quienes la interrogaron fingieron sentirse exasperados, pero ella supo que se producía en la mayor parte de ellos el efecto deseado. A esas alturas, la forma en que les describía el accidente era vivísima, un número perfectamente ensayado. Miraba hacia la derecha, al este, tratando de recordar todos los puntos de referencia infantiles, olvidando la antigua admonición según la cual «los puentes se congelan antes que las carreteras», y de repente notó una sensación extraña, casi como si el volante se le escapara de entre los dedos, y que el coche dejaba de tener contacto con la carretera, perdía fuerza de tracción, y eso que la nevada no había comenzado aún y el asfalto parecía estar completamente seco. No era hielo, sino aceite, una mancha de un accidente anterior, pero lo supo demasiado tarde. ¿Cómo controlar el coche si patinaba en aquella película de aceite, invisible en el crepúsculo de marzo, que había quedado allí por la falta de esmero o por el esmero limitado de unos obreros a los que no conocía, a los que no conocería jamás? En algún lugar de Baltimore, esa misma noche, alguien cenaba tranquilamente sin saber que había destruido la vida de otra persona, y ella envidió su ignorancia.

Agarró con fuerza el volante y pisó el pedal, pero el coche ignoró sus esfuerzos. El sedán achaparrado se deslizó hacia la izquierda, como si fuese la aguja de un tacómetro enloquecido. Brincó por encima del muro de Jersey, giró en redondo y se deslizó hacia el lado contrario de la carretera. Durante un momento le pareció como si no hubiese más conductores que ella, como si todos los demás coches y quienes los conducían se hubiesen quedado helados, en señal de deferencia y atávico temor. El viejo Valiant -cuando lo compró, le pareció que ese nombre era una buena señal, un recordatorio del Príncipe Valiente y de todo lo que defendía ese personaje de los tebeos dominicales- avanzó veloz y airoso, como un auténtico bailarín entre los impasibles y pesados vehículos que formaban las últimas oleadas de la atascada circulación del regreso a casa tras un día de trabajo.

Y entonces, justo en el instante en que a ella le dio la sensación de que por fin volvía a controlar el Valiant, cuando los neumáticos volvieron a tomar contacto con el asfalto, notó un golpe flojito a su derecha. El Valiant se había deslizado junto a un todoterreno blanco, y aunque el coche de ella era mucho más pequeño, fue como si el todoterreno se tambaleara, igual que si un elefante hubiera sido tumbado por una cerbatana. Llegó a entrever la cara de una niña, o le pareció haberla visto, una cara con una expresión no tanto de miedo como de sorpresa, la expresión de alguien que no da crédito a que pueda haber algo que colisione con su vida, tan pulcra y ordenada. La niña llevaba un anorak y unas gafas grandotas y feas, y en cierto sentido su imagen acababa de estropearse por culpa de unas orejeras, peludas y de color blanco, con forma de orejas de conejo. Tenía la boca redonda, una puerta roja de asombro. Era pequeña, de doce, once años tal vez, y los once eran la edad que tenía ella cuando… y entonces el todoterreno blanco comenzó a caer dando tumbos perezosos pendiente abajo.

«Lo siento, lo siento, lo siento», pensó. Sabía que debía frenar, detenerse, comprobar el estado del todoterreno, pero un coro de bocinazos y frenos chirriantes se elevó a su espalda, una inmensa falange de sonidos que la empujó a seguir aun a su pesar. «¡No ha sido culpa mía!» A esas alturas, todo el mundo debería saber que los todoterrenos tienden a perder la vertical. Aquel mínimo empujoncito que su coche le dio no podía en modo alguno haber provocado un accidente aparentemente tan terrible. Además, había sido un día larguísimo y estaba ya casi llegando. Tenía que dejar la carretera de circunvalación al llegar a la siguiente salida, apenas a un kilómetro de allí. Aún podía meterse en el tránsito de la 1-70 y dirigirse hacia su destino, rumbo oeste.

Pero en cuanto se encontró en la larga recta que llevaba a la 1-70, se vio forzada a girar a la derecha en lugar de hacerlo a la izquierda, hacia donde indicaba la señal que decía TRÁFICO LOCAL SOLAMENTE, hacia esa extraña autopista inacabada a la que su familia siempre llamó «la autopista que no lleva a ninguna parte». Cómo disfrutaban cuando daban instrucciones para llegar a su casa. «Coge la interestatal hacia el este, hasta donde termina.» «¿Cómo que hasta donde termina? ¿Cómo puede una interestatal terminar?» Y entonces su padre procedía a narrar triunfalmente la historia de las protestas, la movilización de ciudadanos de todo Baltimore a fin de preservar el parque y la vida salvaje y la hilera de casetas, en aquel entonces modestas chozas para alojar barcas, que formaba un anillo junto al puerto. Era uno de los escasos triunfos de su padre, pese a que su papel en todo aquello no tuvo apenas importancia: un firmante más de las solicitudes, otro manifestante de las marchas contra la autopista. Nunca fue uno de los oradores de los mítines, y eso que a él le habría gustado muchísimo que le hubiesen designado para esa función.

El Valiant hacía un ruido espantoso, la rueda trasera derecha rozaba el parachoques semi- hundido. Se sentía tan agitada que le pareció que lo más sensato era aparcar en el arcén y continuar andando, a pesar de que ya comenzaba a caer la ventisca, y a cada paso que daba más tenía la sensación de que algo iba mal. Le dolían mucho las costillas, tanto que cada vez que respiraba era como si le clavasen la punta afilada de una pequeña navaja, y le costaba horrores llevar el bolso tal como le habían enseñado a llevarlo, bien pegado al cuerpo en lugar de permitir que colgara al extremo del brazo, donde resultaba una tentación para los ladrones. No llevaba el cinturón de seguridad abrochado, y anduvo pegando brincos dentro del Valiant, golpeándose contra el volante y la puerta. Tenía sangre en la cara, pero no sabía bien de dónde le manaba. ¿De la boca? ¿La frente? Estaba acalorada, estaba helada, vio estrellas negras. No, no eran estrellas. Más bien unos triángulos que giraban y se retorcían, colgados del alambre de un móvil invisible.

Apenas llevaba diez minutos caminando cuando se detuvo a su lado un coche patrulla que llevaba las luces intermitentes encendidas.

– ¿Ese Valiant de ahí atrás es suyo? -le gritó el agente, bajando la ventanilla del lado del pasajero, pero sin atreverse a apearse del coche.

Se preguntó si, en efecto, era suyo. El joven policía no podía imaginarse lo complicado que resultaba contestar su pregunta. De todos modos, asintió con la cabeza.

– ¿Lleva alguna identificación?

– Claro -repuso ella, rebuscando en el interior del bolso, pero incapaz de localizar la cartera. «Oh, vaya, me pide eso, nada menos…» Se puso a reír al comprender hasta qué punto era perfecta la pregunta. Por supuesto que no tenía identificación. En realidad carecía de identidad-. Lo siento. No… mire… -Y era incapaz de dejar de reír-. Ha desaparecido.

El policía se apeó del coche patrulla y trató de cogerle el bolso y mirar por sí mismo. El grito que soltó la conmocionó a ella misma más que al policía. Notó un dolor rabioso en el antebrazo izquierdo cuando el agente trató de tirar del bolso y sacarlo del gancho que formaba el codo. El agente se volvió para hablar y pidió ayuda. Sacó las llaves del bolso, regresó al coche de ella, estuvo revolviendo por dentro, y luego volvió a su lado y se quedó junto a ella bajo la lluvia helada que por fin había empezado a caer. Le dijo entre dientes algunas palabras que sonaron familiares, pero por lo demás permaneció callado.

– ¿Es grave? -preguntó ella.

– Ya lo dirá el médico cuando la lleve a urgencias.

– No, no me refiero a mí. Quiero decir el otro coche.

Le respondió el lejano zumbido de un helicóptero. «Lo siento, lo siento, lo siento.» Pero no había sido culpa de ella.

– No ha sido culpa mía. Era incapaz de controlar el coche… En todo caso, no he hecho nada…

– Le he leído sus derechos -dijo él-. Todo lo que diga… todo cuenta. De todas formas, no hay ninguna duda respecto a que usted abandonó el escenario del accidente.

– Iba a por ayuda.

– Esta carretera termina de golpe en un parque. Si de verdad quería ayudarles, tendría que haber aparcado allí mismo o haber tomado la salida de Security Boulevard.

– En Forest Park esquina Windsor Mili está la farmacia Windsor Hills. Pensaba telefonear desde allí.

Ella supo que aquellas palabras le habían pillado con la guardia bajada, sobre todo por el modo en que había utilizado aquellos nombres tan exactos, que demostraban su conocimiento del barrio.

– Farmacia no recuerdo que haya ninguna, pero en ese cruce está la gasolinera, aunque… ¿Y no tiene un teléfono móvil?

– No tengo ninguno de uso personal, aunque en el trabajo me proporcionaron uno. No suelo comprar cosas hasta que funcionan del todo bien, hasta que las perfeccionan. Con los móviles estás siempre fuera de cobertura, y hay que hablar a gritos, y entonces no hay modo de preservar la intimidad. Me compraré un móvil cuando funcionen igual de bien que los fijos.

Oyó el eco de la voz de su padre. Después de tantísimos años, lo tenía en su cabeza, aquellas frases tan tajantes de siempre. «Cuando aparezcan nuevos avances tecnológicos, no corras a ser la primera en adquirirlos. Ten siempre los cuchillos bien afilados. No comas tomates si no es en plena temporada. Trata a tu hermana amablemente. Cuida de tu hermana. Algún día tu madre y yo habremos desaparecido, y vosotras seréis todo lo que la otra tenga.»

El joven agente la miró muy serio, con una expresión tan grave como la de un niño que mira a otro que se ha portado mal. Era absurdo que se mostrase tan escéptico ante lo que ella le estaba contando. Viéndola con tan poca luz, con esa ropa, con los rizos despeinados, probablemente parecía más joven de lo que realmente era. La gente solía creer que tenía hasta diez años menos de lo que en realidad tenía, incluso en las raras ocasiones en las que se ponía elegante. Cuando el año pasado se cortó la larga melena, todavía rejuveneció más su aspecto. Era curioso lo de su cabello, que siguiera siendo testarudamente rubio a una edad en la que la mayor parte de las mujeres tenían que recurrir a los productos químicos para conseguir ese color tan claro. Era como si su cabello estuviera quejándose de los largos años de prisión forzosa bajo la luz artificial de la tienda de muebles Nice'n Easy Sassy Chestnut. Su cabello era tan capaz de albergar motivos de rencor como ella misma.

– Bethany -dijo-. Soy una de las niñas Bethany.

– ¿Cómo?

– ¿No le suena? -preguntó ella-. ¿No se acuerda? Aunque, claro, usted parece tener apenas… ¿cuántos años, veinticuatro? ¿Veinticinco?

– Cumpliré veintiséis la semana que viene -respondió él.

Ella se esforzó por contener la sonrisa, era como ver a un crío alardeando de que no tenía dos años sino que ya había cumplido los dos y medio. ¿A qué edad dejamos de desear ser mayores de lo que somos?, ¿cuándo empezamos a dejar de añadirnos aunque sea unos meses más? Más o menos cuando se llega a los treinta, imaginó, aunque a ella le había ocurrido eso mucho antes. A los dieciocho habría hecho cualquier cosa por renunciar a la madurez, por conseguir que le dieran otra oportunidad de vivir su infancia.

– Así que ni siquiera había usted nacido cuando… Además, probablemente ni siquiera es de por aquí, así que, claro, ese apellido no tiene por qué sonarle de nada.

– El coche está registrado a nombre de Penelope Jackson, de Asheville, Carolina del Norte. ¿Es usted? Cuando miré en el registro, no había ninguna denuncia diciendo que el coche hubiera sido robado.

Contestó que no con la cabeza. Hablar con él sería perder el tiempo. Mejor esperar a que apareciera alguien capaz de apreciarla en su justo valor, alguien capaz de comprender la importancia plena de lo que estaba tratando de explicarle a ese joven. Ya estaba haciendo esa clase de cálculos que se habían ido convirtiendo para ella en su segunda naturaleza. ¿Quién estaba del lado de ella? ¿Quién estaba en contra, quién iba a traicionarla?

En el Hospital de St. Agnes siguió murmurando por lo bajo y sólo eligiendo bien a quién le dirigía la palabra. Las únicas preguntas directas que se dignó responder eran las que se referían a lo que le dolía. Las heridas que se había producido eran relativamente leves, una herida abierta, como una cuchillada, pequeña y no muy profunda, en la frente, que le cerraron con cuatro puntos, y que le dijeron que ni siquiera iba a dejarle cicatriz visible, y algo que se le había desgarrado y roto en el antebrazo izquierdo. Le dijeron que, aunque el brazo ya estaba curado y vendado, con el tiempo necesitaría cirugía. El policía de tráfico debió de transmitir el apellido Bethany, porque la persona encargada de la factura insistió mucho en él, pero ella se negó a volver a referirse a eso por mucho que la empujaran o metieran el dedo en la llaga. En circunstancias normales, después de haberla curado habrían dejado que se marchara. Pero las circunstancias estaban muy lejos de ser normales. La policía puso un agente de uniforme delante de la puerta de su habitación y le dijeron que no estaba autorizada a abandonar el hospital por mucho que la gente del hospital le dijera que ya podía irse. «La ley lo dice claramente, tiene que decirnos quién es usted -le dijo otro agente, un hombre bastante mayor que el otro, que dijo estar investigando el accidente de coche-. Si no fuese por las heridas que se ha hecho, esta noche la pasaría usted en comisaría.» Pero ella siguió negándose a decir nada, pese a que la sola idea de una celda la aterrorizaba. No poder entrar y salir a su aire, ser retenida, donde fuera… No, eso no iba a volver a soportarlo nunca más. La doctora puso en la hoja de registro «Mujer sin nombre», y añadió entre paréntesis la indicación «¿Bethany?». Era el cuarto apellido de la lista, o tal vez el quinto. Resultaba fácil hacerse un lío habiendo usado tantos nombres.

Conocía bien St. Agnes. O, mejor dicho, había conocido ese hospital hacía mucho tiempo. Tantos accidentes, tantas visitas. La vez que se le cayó un tarro lleno de luciérnagas y se hizo un corte profundo porque los trozos de cristal rebotaron en la acera y uno de ellos le arañó la curva del muslo. Un inocente golpe que le dieron con un matamoscas justo en el sitio en donde le habían puesto la vacuna de la varicela, que se infectó. Una rodilla abriéndose como una flor tras una caída en el bosque, y revelando de forma aterradora la sangre y el hueso ocultos por la piel. El mentón arañado por la válvula herrumbrosa de un viejo neumático, en realidad la cámara de aire gigantesca de la rueda de un tractor o un camión, con el que su padre les había construido un castillo de mentirijillas, erigido en homenaje a la anglofilia de su madre. Las expediciones a la sala de urgencias habían sido asuntos familiares, nuevas muestras de la manía de su padre por hacer que fueran todos juntos a la más mínima, tan terroríficos para quien se había hecho daño como tediosos para los demás, aunque después había un helado de premio para todo el mundo, con lo cual a fin de cuentas valía la pena haber ido.


«No es la bienvenida a casa que me había imaginado», pensó luego, tendida en la habitación a oscuras, dejando que la autocompasión, aquella vieja amiga, fuese a visitarla y la abrazara.

Porque, en efecto, había imaginado el regreso, ahora lo comprendió, aunque no estuviera previsto que tuviera que ocurrir precisamente ese día. Algún día, sí, con el tiempo, pero a su manera y no porque lo decidiese otro. Hacía tres días que su vida tan ordenada, no sin mucho esfuerzo, había saltado de un sentido al contrario de la carretera, tan descontrolada como el Valiant de color verde guisante. Ese coche… era como si aquella máquina ocultase un fantasma en su interior desde el primer día, algo que la impulsó a ir hacia el norte, hasta los viejos puntos de referencia, hacia un momento que ella no había elegido. En la salida de la 1-70, cuando lo más sencillo era dirigirse hacia el oeste, hacia el destino original de su viaje, con lo que casi con toda seguridad no habría sido detectada, el coche había girado hacia la derecha y se había detenido por su propia voluntad. El Príncipe Valiente la había llevado de vuelta a casa, había tratado de engañarla y forzarla a hacer lo que había que hacer. Por eso había salido el apellido. O era por el coche, o por culpa de la herida en la cabeza, o por los acontecimientos de los tres últimos días, o por la ansiedad que sentía pensando en la niña que iba en el todoterreno.

Flotando en analgésicos, fantaseó acerca de lo que ocurriría a la mañana siguiente, qué pasaría al pronunciar su verdadero apellido, por vez primera en diez años. Cuando contestara una pregunta a la que la gente respondía sin pensárselo dos veces: «¿Quién es usted?»

Y luego comprendió cuál sería la siguiente pregunta.

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