– ¿Es tuyo ese teléfono?
La mujer arrugada de sueño que miraba a Kevin Infante estaba furiosa por algo, cosa que a él no le pillaba de nuevas. Kevin no estaba seguro de cómo se llamaba ella, aunque estaba convencido de que lo recordaría en un instante. Tampoco eso le pillaba de nuevas.
No, era la suma de ambas cosas -la mujer desconocida unida a la mirada de odio- lo que convertía esa mañana en un momento único de lo que el sargento llamaba «los anales de Infante», un nombre extranjero que su jefe pronunciaba tan mal como podía. Si Infante no conocía a esa mujer lo bastante bien como para recordar su nombre, ¿qué diablos podía haberle hecho para merecer que le mirase con esos ojos de mártir que le odiaba? Normalmente Infante necesitaba tratar a una mujer tres o cuatro meses para fomentar en ella esa clase de furia.
– ¿Es tuyo ese teléfono? -repitió la mujer, con una voz tan tensa y peligrosa como la expresión de su rostro.
– Sí -dijo él. Era un alivio que la pregunta con la que estaba comenzando todo fuese tan sencilla-. Seguro.
Se le ocurrió que tal vez no sería mala idea tratar de localizar el teléfono, incluso contestar la llamada, pero el timbre había dejado de sonar. Esperó que la línea fija tomara el relevo del móvil, pero enseguida recordó que la habitación donde se encontraba no estaba en su casa. Rebuscó por el suelo con la mano izquierda, pues la derecha estaba situada todavía bajo el cuello de la mujer, y encontró los pantalones tirados, con el móvil en su funda sujeta al cinturón. Cuando lo cogió, el teléfono vibró en su palma y emitió un ruido estridente, riñéndole también.
– Ah, es la oficina -dijo, mirando el número.
– ¿Una urgencia? -preguntó la mujer, y si Infante hubiese estado algo más alerta habría mentido, habría dicho que sí, claro, era una urgencia, y se hubiera vestido y largado de allí a toda prisa.
Medio confundido aún por el sueño, contestó sin embargo:
– En mi departamento no hay urgencias.
– ¿No dijiste que eras un poli? -A la mujer se le notaba cómo iba acumulándose el cabreo, el enfado, en el filo de sus palabras.
– Inspector.
– ¿No es lo mismo?
– Más o menos.
– ¿Y los polis no tienen nunca asuntos urgentes?
– Sin parar. -Y esta vez era uno de esos asuntos-. Pero mi especialidad dentro de la policía… -Se interrumpió antes de identificarse como un inspector de la sección de Homicidios, por temor a que ella lo encontrase súper interesante y quisiera volver a verle, iniciar una relación en serio. Rondaban por ahí muchas fans de los polis, cosa de la que él solía sacar partido-. Yo trabajo con un tipo de personas… suelen ser muy pacientes.
– Vamos, que trabajas en el despacho…
– Podría decirse así. -Tenía, en efecto, una mesa de despacho. Un trabajo. A veces hacía su trabajo en el despacho-. Debbie. -Intentó no dar la sensación de que se sentía extraordinariamente orgulloso por haber sido capaz de acordarse del nombre de ella-. Sí, Debbie, podríamos decir que trabajo en el despacho.
Infante recorrió la habitación con la mirada en busca de un reloj, tratando también de ver dónde estaba. Era un dormitorio, claro, y la verdad es que no estaba nada mal, con unos pósters de flores la mar de artísticos, y decorado, por decirlo con la expresión de su ex esposa, la más reciente, con los colores organizados de acuerdo con un plan, que según ella era algo bueno, pero que a Infante le sonaba siempre mal. Un plan era un complot, un intento de salir sin ser pillado tras cometer alguna fechoría. Pensándolo bien, esa planificación de los colores era parte de la trampa, la que luego te conducía a comprar un anillo excesivamente caro, a pagarlo con tarjeta de crédito y a pedir una hipoteca, y que terminaba -y en su experiencia personal había ocurrido ya dos veces- en una de las salas de los juzgados del condado de Baltimore, donde la mujer se lo llevaba todo y él se quedaba con las deudas. El plan de colores estaba formado, en este caso, por verde y amarillo pálidos, y él no tenía en absoluto nada en contra de esa combinación, pero le producía ciertas náuseas. Mientras iba cogiendo su ropa y separándola de la de ella, comenzó a notar algunos detalles extraños de la habitación, cosas que no acababan de encajar. La mesa empotrada al pie del ventanal, la mini nevera con una funda de ropa encima, el pequeño microondas situado justo encima de esa neverita, la pancarta de tela que adornaba una pared, y que brindaba por los Towson Wildcats… «No te jode -pensó-. No te jode.»
– Y tú, ¿a qué te dedicas? -dijo él.
La chica, una chica de verdad, una chica sin más, que probablemente aún no había cumplido los veintiún años (por encima de los dieciséis ya estabas dentro del marco de lo legal, pero a Infante le gustaba cumplir ciertas reglas personales), le dirigió una mirada helada, y reptó por encima de él envolviéndose en la sábana amarilla y verde. Con mucho aparato, agarró de un gancho de la pared una bata de fibras esponjosas y se la puso encima, sin soltar la sábana hasta haberse anudado el cinturón de la bata. Pero él tuvo tiempo de echar una ojeada y recordar qué era lo que le había llevado hasta ese lugar. Bien sabía Dios que no era por las facciones, aunque seguramente le habían parecido más atractivas cuando no estaban tan hinchadas de sueño como ahora. A la luz de la mañana la tal Debbie tenía la piel demasiado pálida, era una de esas rubias con cara de huevo cuyos ojos, sin maquillaje, desaparecían. Se agachó para coger un cubo al pie de la alacena, lo cual provocó en él una fracción de segundo de pánico. ¿Iba a golpearle con el cubo? ¿Vaciárselo en la cabeza? Pero Debbie se limitó a escabullirse, camino de la ducha. Para, probablemente, lavar hasta la última huella de la noche que había pasado con Kevin Infante. ¿Tan mal había ido? Decidió no esperar. Largarse sin averiguarlo.
Era todavía temprano para lo que suelen ser los horarios universitarios, y apenas salía de la habitación cuando se cruzó en el camino de otra alumna, una chica rolliza y de ojos grandes a la que la presencia de aquel extraño pareció acobardar. No sólo era un varón, sino que vestía un traje, y era mayor, así que sin duda no era ni otro alumno ni un profesor.
– Policía -dijo él-. Condado de Baltimore.
Cosa que no pareció servirle a ella de consuelo.
– ¿Ha ocurrido algo?
– No, una simple comprobación rutinaria de los sistemas de seguridad. No olvides cerrar la puerta del cuarto por dentro, y evita pasar por las zonas sin luz de los parkings por la noche.
– De acuerdo, agente -dijo ella con solemnidad.
La mañana de marzo era fría; el campus, un desierto. Encontró su coche en una zona en la que estaba prohibido aparcar, cerca del pabellón de los dormitorios. Por la noche, cuando trató de desembarazarse de ella, había creído que era un bloque de pisos. Comenzó a recordar la velada. Había ido a Souris's, cansado de su bar de siempre, Wagner's, que era el sitio frecuentado por sus colegas. Había un montón parlanchín de chicas al final de la barra, y aunque se había dicho a sí mismo que entraba sólo para tomarse una copa y largarse enseguida, pronto sintió la compulsión de pillar a uno de los miembros del rebaño. No se fue con la mejor de todas, pero la que le acompañó estaba bastante bien. Como mínimo, tenía ganas de complacerle, y se la mamó en el coche cuando aparcó en Allegheny Avenue. Luego la llevó hasta el edificio de mediana altura y escasa belleza donde ella dijo que vivía, un sitio silencioso y vacío a las dos de la madrugada. Tenía la intención de esperar a que girara el llavín en la cerradura y luego largarse no sin hacer sonar el claxon prolongadamente a modo de despedida, pero era evidente que ella esperaba algo más, de manera que la siguió y entró en su cuarto con ella. Estaba seguro de haber dado la talla antes de caer dormido. Entonces, ¿qué le pasaba al chochito enfadado esa mañana?
Un poli de la universidad estaba a punto de empapelarle el coche, pero Infante le mostró su placa y el tipo hizo marcha atrás, y eso que tenía ganas de pelea. Probablemente ése hubiera sido el gran momento de la jornada para él, una discusión por una simple multa de aparcamiento. Infante comprobó los mensajes del móvil: Nancy Porter, su ex colega, susurrando de forma apremiante «¿Dónde estás?» Mierda, volvía a llegar tarde. Si pretendía ir al curro con una puntualidad aunque fuese mediocre, no le quedaba otro remedio que elegir entre una ducha o el desayuno, un desayuno de los de verdad, algo que tranquilizara su estómago. Llegó a la conclusión de que iba a resultarle más tolerable andar por ahí con el estómago vacío que soportando su propio hedor, de modo que dirigió el coche a su apartamento de Baltimore Noroeste. Siempre podía excusarse diciendo que había estado siguiendo una pista… del caso McGowan, sí, eso es. Tuvo el instante de inspiración bajo la ducha, y se quedó allí más tiempo de lo debido, dejando que el agua caliente le golpeara la piel mientras sus poros soltaban los olores de la noche. Diría que había estado buscando al ex novio de la chica, no el último ni el anterior, sino tres novios atrás. Pensándolo bien, no era mala idea. La muerte de la chica McGowan, un asunto de estilo antiguo, navajazo y luego el cadáver abandonado en el parque estatal de Gunpowder Falls, se caracterizaba por una brutalidad que no solía producirse cuando el asesino era un desconocido. No había sido suficiente con clavarle el navajazo. Quien la mató tuvo luego que quemar el cadáver montando con ramas secas una pequeña hoguera que hizo que acudieran al escenario varios coches de bomberos, cuando, sin esta circunstancia, el cadáver habría podido languidecer, sin ser descubierto por nadie, durante días, semanas, meses. A los ciudadanos les sorprendía siempre que la poli no fuera capaz de localizar un cadáver, pero por mucho que fueran construyéndose más y más casas y bloques en toda el área metropolitana de Baltimore, aún había hectáreas y más hectáreas de terrenos solitarios. Por eso, de vez en cuando, algún cazador tropezaba con un montón de huesos y acababan comprobando que eran de la víctima de un crimen de hacía cinco y hasta diez años.
Al comienzo de su carrera en la poli, Infante tuvo que trabajar en uno de esos casos, un asesinato evidente, pero en el que no había modo de localizar el cadáver. Se trataba de una familia rica y con buenas relaciones, con recursos suficientes para volver loco a todo el departamento. Cuando se les dijo que las cosas que exigían -rastreos, trabajo de laboratorio muy sofisticado- iban a comerse el presupuesto de toda la policía para un año entero, se encogieron de hombros. «¿Y?», dijeron. Tuvieron que pasar tres años antes de que apareciese el cadáver, apenas a diez metros de la carretera estatal de la playa norte, descubierto por un tipo que andaba mal de la próstata y era además muy tímido, y que había caminado por entre los hierbajos costeros para echar una meada. «Traumatismo producido con un objeto contundente y sin filo», dijo el forense que examinó el cadáver, de modo que era un asesinato, sin duda. Pero ni en el cadáver ni en el lugar donde fue hallado había ningún indicio más, y el marido, que desde el principio había sido el principal sospechoso, había fallecido antes del descubrimiento. La única pregunta que rondaba la cabeza de Infante era si el golpe fatal había sido un accidente, una pelea más de sábado por la noche en una familia muy proclive a esta clase de enfrentamientos, o si el golpe era plenamente intencionado. Infante se pasó muchas horas con el marido antes de que el cáncer de esófago se lo llevara. El marido llegó a imaginar incluso que Infante iba a verle a su casa por amabilidad, o por un sentimiento amistoso. Hacía un gran espectáculo del dolor que le había infligido la pérdida de su esposa, e Infante llegó a la conclusión de que aquel tipo se veía a sí mismo como la verdadera víctima. Pensó que el hombre le había dado a su mujer un empujón, no más fuerte que ninguno de los empujones que le había dado durante años a su esposa, sólo que esta vez ella no volvió a levantarse. Así que el buen maridito la recogió del suelo, la arrojó en algún lugar desierto y se dedicó el resto de sus días a pensar que era inocente. Lo normal habría sido que la familia de la esposa estuviera satisfecha cuando se produjo la muerte de él, un proceso muy feo y doloroso, pero no les bastó. Hay gente para la cual nunca es suficiente.
Infante salió de la ducha. En teoría llevaba un retraso de media hora solamente. Pero estaba mareado de hambre; y lo suyo no era ir a cualquier establecimiento de comida rápida y coger la comida desde la ventanilla del coche.
Se encaminó al Bel Loe Dinner, donde las camareras revolotearon a su alrededor, se aseguraron de que le llegara un filete con huevos cocinado exactamente como a él le gustaba, con las yemas casi líquidas todavía. Clavó la punta del tenedor en ellas, dejó que el espeso jugo amarillo se desbordara por encima del filete y volvió a preguntarse: «¿Qué cono hice para que Debbie estuviera tan mosqueada conmigo?»
– Tenemos a una lunática babeante en el Hospital de St. Agnes, dice que tiene pistas de un asesinato de hace años -dijo Lenhardt, su sargento-. Vete para allá.
– Estoy siguiendo una pista del caso McGowan. De hecho, iba a pillar a un tipo esta mañana, antes de que se fuese al trabajo. Por eso he llegado tarde.
– Tengo que mandar a alguien, hemos de hablar con ella. Y le ha tocado en suerte al que ha llegado tarde.
– Te he dicho que tengo que ir…
– Sí, claro. Ya he oído lo que me has dicho. Pero no es motivo para llegar tarde por la mañana, tonto del culo.
Lenhardt había formado pareja con Infante el año anterior, faltaba personal en el departamento, y desde que había regresado a sus tareas como sargento a jornada completa se mostraba mucho más cabrón que antes, como si Infante necesitara que le recordasen quién mandaba allí.
– ¿Y para qué hay que escucharla? ¿No dices que está chiflada?
– Lo está o finge estarlo para desviar la atención del hecho de que ha abandonado el escenario de un accidente grave.
– ¿Sabemos al menos cuál es el caso que promete resolver?
– Ayer noche murmuraba no sé qué del caso Bethany.
– ¿Bethany Beach? Si ni siquiera está en este condado. Eso es en otro estado…
– Habla de las niñas Bethany, graciosillo. Un caso de personas desaparecidas, ocurrió hace muchos años.
– ¿Y dices que la tía está chiflada?
– Exacto.
– Y me mandas a verla para hacerme perder medio día… St. Agnes está tan lejos de aquí que es como ir más allá de la frontera del condado… ¿En serio quieres que vaya a hablar con ella?
– Exacto.
Infante dio media vuelta, irritado y furioso. De acuerdo, se merecía que le tocasen las pelotas un poco, pero Lenhardt no podía saber que lo que le había contado era un camelo, así que era injusto.
A su espalda oyó la voz del sargento:
– ¡Eh, Kevin!
– ¿Sí?
– ¿Has oído alguna vez eso de que un tío tiene la cara manchada de huevo? [1] Siempre había pensado que era una metáfora, pero esta mañana me has hecho pensar que se puede tomar al pie de la letra. ¿De verdad llevas toda la mañana hablando con gente por ahí, y nadie te ha dicho que tienes una mancha de huevo en la cara?
Infante alzó la mano prestamente, y enseguida localizó el trocito de yema delator pegado en la comisura de sus labios.
– Hemos hablado mientras desayunábamos -dijo-. Era un informador que podía saber algo del caso McGowan.
– ¿Te salen las mentiras así, automáticamente? -El tono del sargento no era antipático-. ¿O haces ejercicios para no perder la costumbre hasta que te cases otra vez?
El médico joven se tomó su tiempo para elegir el desayuno. Primero señaló una rosquilla, luego una galleta danesa, para finalmente regresar a la rosquilla. A su espalda, Kay Sullivan pudo percibir el placer anticipatorio del médico, y también la manera libre de culpa con la que tomaba su decisión. Al fin y al cabo apenas debía de tener veintiséis o veintisiete años, era flaco como un galgo, y disfrutaba de las descargas de adrenalina propias de su profesión de médico residente. Le faltaban muchos años antes de llegar al momento en que tendría que pensar muy bien qué se llevaba a la boca, suponiendo que ese día le llegase. Había gente que nunca tenía esa clase de preocupaciones, sobre todo entre los hombres, y éste era de los que disfrutaban con la comida. Esa rosquilla enharinada de azúcar iba a ser para él, sin duda, el momento más especial de la mañana, un premio merecido tras una noche larga de trabajo. El placer que experimentaba el médico era tan intenso que Kay tuvo la misma sensación que si hubiese elegido ella esa golosina, de modo que se sintió menos ascética cuando se conformó con el café solo y los dos paquetes de galletas de régimen.
Se llevó el café a una mesa del rincón y se dispuso a tomar una buena dosis de su libro de bolsillo de emergencia, que en esta ocasión sacó del bolso. Kay rellenaba con libros de bolsillo todos los huecos y rincones de su vida: el bolso, la oficina, el coche, la cocina, el baño. Cinco años atrás, cuando el dolor del divorcio era todavía reciente y agudo, los libros empezaron a ser una manera de olvidarse del hecho de que carecía de vida personal. Pero con el paso del tiempo terminó dándose cuenta de que prefería los libros a la compañía de otras personas. Leer no era para ella una derrota, sino un estado ideal del ser. Cuando estaba en casa tenía que hacer un gran esfuerzo para no usar los libros como modo de alejarse de sus hijos. Así que dejaba el libro a un lado y trataba de ver el programa de televisión que Grace y Seth hubieran elegido, sin dejar de lanzar miradas de nostalgia hacia el volumen que tan cerca tenía. En el trabajo, donde hubiese podido reunirse con multitud de colegas durante los ratos de descanso y las comidas, casi siempre se sentaba sola y leía. Los colegas decían a su espalda que era una persona antisocial, o eso era al menos lo que ellos opinaban. Pero para Kay, vivir siempre inmersa en sus libros no suponía perderse nada que valiera la pena.
Esa mañana, por ejemplo, se había enterado de algunos detalles de la historia de la persona que la gente del hospital llamaba la Mujer sin Nombre. Fue a los pocos minutos de llegar y mientras preparaba su mesa de trabajo. Había un consenso generalizado según el cual la mujer fingía, decía cosas absurdas por pura desesperación, aunque era cierto que se había hecho una pequeña herida en la cabeza, y que eso podía haber afectado en varios sentidos su memoria. Iban a someterla a un examen psiquiátrico, pero Kay había abandonado ese departamento hacía más de un año, así que el asunto no le afectaba directamente. Las heridas que presentaba la mujer eran recientes, parecía que se las había producido durante el accidente de coche, y tampoco había dicho que no tuviera un hogar, o un empleo, o que fuese víctima de abusos o violencia de género, que eran los asuntos en los que Kay estaba especializada. Desde luego, la mujer se había negado a explicar si tenía o no algún seguro médico, pero eso no era de momento más que un problema administrativo y económico. Si resultaba que no tenía seguro, y en una situación económica como la de ese momento había un cincuenta por ciento de probabilidades de que no tuviera, eventualmente le correspondería a Kay encontrar el modo de solucionar el pago de los servicios hospitalarios, y ver si se le podía hacer una factura a través de algún programa de ayuda estatal o federal.
Pero por ahora la Mujer sin Nombre no era un problema suyo, sino de otros, y Kay estaba la mar de tranquila metida en el mundo de Charlotte Bronté. Jane Eyre, el libro recomendado del mes en su club de lectores. Kay no sentía un gran interés por ese club, una organización vecinal a la que se asoció cuando su matrimonio estaba a punto de expirar, pero le proporcionaba una civilizada coartada social para su afición a leer a todas horas. «Es del club de lectura-podía responder, mostrando el libro de bolsillo que estuviera leyendo en aquel momento-, y voy atrasada, como siempre.» De hecho ese club de lectura dedicaba más tiempo a los chismorreos y a hablar de comida que al libro que leían todos los miembros cada mes, pero eso a Kay no le preocupaba en lo más mínimo. Raras veces tenía ganas de hablar de lo que leía con los demás. Hablar de los personajes de un libro que le había gustado le parecía como chismorrear acerca de las vidas de unos buenos amigos.
Un grupo de médicos charlatanes y muy jóvenes se sentó a una mesa de distancia. Kay era una experta cuando se trataba de desconectarse del ruido ambiental, pero la única mujer del grupo poseía una de esas voces agudas y estridentes que cortaban el aire como un cuchillo.
– ¡Un asesinato! -exclamó. Kay leyó: «Transcurrió una semana sin que llegaran noticias del señor Rochester; diez días y seguía sin regresar.» La voz estridente continuó-: ¡Como si eso fuese una noticia en Baltimore! ¿Cuántos hay, quinientos asesinatos al año?
«Menos de trescientos contando sólo la ciudad», le corrigió silenciosamente Kay. Y una tercera parte de esa cifra en el resto del condado. En el mundo de Jane Eyre, la joven institutriz luchaba contra los sentimientos que le inspiraba el amo, y que ella sabía que eran impropios. «Llamé inmediatamente al orden a mis sensaciones; y fue maravilloso ser capaz de superar mi grave error temporal, poder corregir el error que fue el suponer que las idas y venidas del señor Rochester eran un asunto en el que yo tenía derecho a interesarme como si en ello me fuera la vida.»
– Mis padres se llevaron un verdadero susto cuando supieron que iba a trabajar aquí. Ya que iba a venir a Baltimore, decían, ¿por qué no ir a Hopkins, al hospital universitario? Les mentí, dije que St. Agnes estaba en una zona residencial muy agradable.
Un comentario que provocó un coro de risillas suficientes. St. Agnes era un buen hospital con una notable dotación presupuestaria, y contaba con un elevado número de empleados que lo situaba en el tercer puesto de la ciudad de Baltimore, pero esa buena suerte no había resultado útil al barrio que lo rodeaba. La verdad era que toda la zona había empeorado bastante en los últimos años, y había pasado de ser una zona obrera tranquila y honrada a convertirse en un barrio problemático y marginal. Los núcleos más próximos, que habían tenido sus mejores momentos en épocas no tan remotas, estaban ahora comprobando dolorosamente que los problemas de la vida urbana no respetan las fronteras imaginarias de los mapas. Las drogas y la delincuencia habían salido disparadas del antiguo centro urbano camino de la periferia de la ciudad. Quienes contaban con medios para hacerlo, habían ido alejando cada vez más su lugar de residencia. Mientras, el centro experimentaba ahora un renacimiento gracias a la llegada de los yuppies, los solterones ricos y la gente mejor pagada de la vecina Washington, que habían decidido que querían vivir en un sitio con vistas al mar y buenos restaurantes. ¿Ya quién le importaba que los colegios de allí fueran una mierda? Kay estaba contenta de haberse agarrado a su casa de Hunting Ridge, por impráctico y ruinoso que hubiese parecido en su momento quedarse en la ciudad. Su valor se había multiplicado por más de tres, y eso le permitía tirar de créditos en los peores momentos. Y su ex corría con los gastos del colegio privado. Era un talento para los grandes negocios, pero no tenía ni la menor idea de lo que costaba el día a día de un niño, ni cuánto suponía al año el comprarle las zapatillas deportivas, la mantequilla de cacahuete con la que untaba el pan o los regalos de cumpleaños.
– Alguien decía que esa mujer tiene… ¿cuántos años… cuarenta? -Una frase pronunciada para subrayar que la cuarentena era equivalente a la ancianidad-. ¿Y anda diciendo que eso ocurrió hace treinta años? ¿Vamos, que mató a alguien cuando tenía solo diez y hasta ahora no se le había ocurrido mencionarlo?
– Me parece que no ha dicho que fuese ella quien mató a alguien -se interpuso la voz más lenta y grave de un hombre-. Sólo ha insinuado que sabe algo acerca de un crimen que quedó sin resolver. Un crimen famoso. O eso afirma ella.
– ¿Algo así como lo del hijo de Lindbergh?
Kay se quedó bastante perpleja al escuchar esa frase. ¿Trataba esa mujer de hacer una hipérbole, o en serio creía que el secuestro del hijo de Lindbergh había ocurrido hacía solamente treinta años? Los médicos jóvenes, por muy brillantes que fueran en su especialidad, podían resultar escandalosamente ignorantes respecto a todo lo demás, sobre todo si se habían concentrado exclusivamente en su objetivo profesional, como ocurría a menudo.
Luego, tan repentinamente como cuando te asalta una migraña, Kay comprendió lo insegura que se sentía la mujer que había cometido aquel desliz. Esa manera de expresarse era la tapadera con la que trataba de protegerse una persona que carecía de la distancia y la frialdad imprescindibles para el desarrollo de su profesión. Seguro que lo iba a pasar bastante mal ejerciéndola. Tal vez lo mejor fuera que eligiera una especialidad como la Pa tología, que trata con pacientes que ya han fallecido, y no por falta de sentimientos, sino por exceso. Emociones desbordadas, pobrecilla. Kay se sintió casi físicamente enferma, exhausta, dolorida como cuando tienes la gripe. Como si esa extraña joven doctora se hubiese sentado en su regazo pidiendo consuelo. Y ni siquiera Jane Eyre podía protegerla en ese momento. De modo que cogió su café y salió del bar.
Cuando era una mujer de veinte y hasta de treinta y pocos años, Kay creía que esos ataques repentinos de intuición se limitaban a comprender lo que de verdad querían o pensaban sus hijos. Los sentimientos de los críos se derramaban sobre ella, se mezclaban con los suyos. Kay experimentaba cada una de las alegrías, frustraciones y tristezas filiales. Pero cuando Grace y Seth fueron haciéndose mayores, Kay comprobó que también tendía puentes con los sentimientos de otras personas, al menos en ciertas ocasiones. Por lo general le ocurría con gente jovencísima, gente que aún no ha aprendido a esconder sus sentimientos. Pero, en ciertas situaciones, también captaba los de ciertas personas adultas. Esta forma de empatía, tan capaz de envolverla completamente, era un problema para una persona que trabajaba de asistente social, y había tenido que aprender a controlarse en situaciones profesionales. Pero en otras ocasiones, cuando estaba tan tranquila, le ocurría a veces que cierta persona no la pillaba en guardia, y se sentía invadida por el oleaje sentimental ajeno.
Regresó a su despacho a tiempo de interceptar a Schumeier, un médico del departamento de Psiquiatría, que estaba en ese momento dejándole una nota en la puerta. Puso cara de compungido al verse descubierto, y Kay se preguntó por qué razón se había arriesgado a encontrársela, cuando podía haberle dicho lo que fuera por medio de un correo electrónico. Schumeier era la prueba viviente de que la psiquiatría atraía con frecuencia a las personas que más necesitaban del tipo de tratamiento que ofrecían sus colegas. Evitaba casi siempre el contacto cara a cara y podría decirse que incluso evitaba el contacto voz a voz, por así decirlo. Los correos electrónicos eran un regalo del cielo para una persona como él.
– Hay una mujer, la trajeron ayer noche -comenzó a decir.
– ¿ La Mujer sin Nombre?
– Sí. -No le sorprendió que Kay hubiese oído hablar de esa mujer, al contrario. Probablemente se había acercado allí confiando en que no hiciera falta dar explicaciones, y que no fuese necesaria una conversación extensa-. Se niega a someterse al examen psiquiátrico. O sea, ha hablado un momento con el médico, pero en cuanto las preguntas comenzaban a tratar de cosas concretas ha dicho que no iba a hablar con nadie sin que estuviera presente un abogado. Pero se niega a tener un abogado de oficio, y dice que no conoce a ninguno.
Kay soltó un suspiro.
– ¿Tiene dinero?
– Dice que sí, pero no es fácil comprobarlo. Ni siquiera quiere decir su nombre. Ha dicho que no hará nada de nada si no es en presencia de un abogado.
– ¿Y quiere usted que yo…?
– ¿No tiene una… una amiga que es abogada? Esa que sale todos los días en los telediarios…
– ¿Gloria Bustamante? La conozco. No somos amigas, pero las dos formamos parte de la dirección de la Casa of Ruth. -«Y no soy lesbiana», habría añadido Kay, convencida de que el cerebro de Schumeier funcionaba de esa manera. Si Gloria Bustamante, la abogada de actitudes sexualmente ambiguas, era conocida de Kay Sullivan, la cual no había salido con ningún hombre desde que su matrimonio terminó, seguro que Kay también era lesbiana. A veces Kay pensaba que lo mejor sería encargar una chapa que dijera: NO ES QUE SEA GAY, SÓLO QUE ME GUSTA LEER.
– Sí, ella. ¿Le importaría telefonearla?
– Antes de hacerlo, digo yo, tendría que hablar con la Mu jer sin Nombre. No voy a hacer venir a Gloria Bustamante a no ser que sepamos que esa mujer estará dispuesta a hablar con ella. Teniendo en cuenta el tipo de tarifas que cobra Gloria, por un simple desplazamiento hasta aquí pedirá al menos seiscientos dólares.
Schumeier sonrió.
– A que siente curiosidad… A que quiere echarle una ojeada a la mujer misteriosa que ha llegado esta noche al hospital…
Kay bajó la cabeza y rebuscó en el bolso, tratando de encontrar un bombón de chocolate y menta de la última vez que se sintió derrochona y llevó a Grace y a Seth a un restaurante. Siempre le había fastidiado la manía de Schumeier de andar diciéndoles a los demás lo que sentían o lo que pensaban. Era otra de las razones por las que pidió que la enviaran a otro departamento. «Por muy psiquiatra que sea usted, eso no le convierte en alguien capaz de leer el pensamiento», tuvo ganas de decirle. Pero se limitó a murmurar:
– ¿En qué habitación está?
El joven policía apostado junto a la puerta de la habitación 3030 estuvo interrogando interminablemente a Kay, encantado de tener por fin algo que hacer, pero al final la dejó entrar. La habitación estaba a oscuras, las persianas bajadas cerraban el paso a la luz brillante y casi invernal de la mañana, y la mujer parecía haberse dormido con el cuerpo tieso de cintura para arriba y la cabeza torcida incómodamente hacia un lado, como una criatura en la silla de seguridad en un coche. Llevaba el cabello corto, cosa siempre arriesgada para un rostro carente de una estructura ósea exquisita. ¿Era por seguir la moda, o había tenido que someterse a quimioterapia recientemente?
– Hola -dijo la mujer, abriendo repentinamente los ojos.
Y Kay, que había asesorado a víctimas de quemaduras graves y de accidentes de coche, a mujeres cuyo rostro había sufrido la violencia más bestial por parte de un hombre, quedó más atemorizada incluso que en tales ocasiones ante la mirada relativamente tranquila de esa mujer. Nada hasta entonces la había afectado tanto. No era una simple víctima de un accidente de coche, con su expresión típicamente temblorosa. Su expresión mostraba una fragilidad que era casi dolor extremo. Era como si toda ella fuese una magulladura horrible, y su piel la protegía de las miradas externas tan poco como la cascara de un huevo. El corte que se había hecho en la frente no era nada en comparación con la mirada herida que lanzaban sus ojos.
– Soy Kay Sullivan, una de las asistentes sociales del hospital.
– ¿Y para qué quiero una asistente social?
– No la necesita para nada, es cierto, pero el doctor Schumeier ha creído que tal vez yo pueda ayudarla a encontrar un abogado.
– No quiero abogados de oficio. Necesito a alguien de primera, alguien que se ocupe de mí solamente.
– Es cierto que los de oficio llevan muchísimos casos. De todos modos son…
– No piense que no siento admiración por ellos, por su compromiso social. Pero yo necesito a alguien… alguien que sea independiente. Alguien que no tenga vínculo de ninguna clase con el gobierno. Los abogados de oficio cobran del gobierno, en último término. En último término, como decía siempre mi padre, nunca olvidan quién les unta la mantequilla en el pan. Son funcionarios. Él lo fue, sólo durante un tiempo. Y detestaba profundamente a los funcionarios.
Kay se sintió incapaz de decir qué edad tenía aquella mujer. En el bar habían dicho que cuarenta, pero podía tener cinco años menos o cinco años más. En todo caso, era demasiado mayor para hablar de su padre con esa veneración, como si fuese un oráculo. Ésa era una actitud que la mayor parte de las personas abandonaban a los dieciocho años, como muy tarde.
– Ya… -dijo Kay, tratando de encontrar un modo de hablar con ella.
– Ha sido un accidente. Tuve un ataque de pánico. Mire, si supiera la cantidad de cosas que me rondaban la cabeza en ese momento, hacía… siglos que no pasaba por esa carretera… ¿Y la niña, cómo está? Vi a una niña. Me mataría si… Ah, no puedo ni decir esa palabra en voz alta. Soy un veneno. Mi mera existencia me convierte en un veneno. Llevo conmigo el dolor y la muerte. Fue él quien me lanzó esa maldición. Y haga lo que haga soy incapaz de librarme de ella.
De repente Kay se acordó de la parada de monstruos de la feria de Timonium, la vez que a los trece años tuvo la valentía de meterse en esa tienda para encontrarse con que no había más que personas un poquito raras -gordos, flaquísimos, enormes-, todas ellas sentadas plácidamente bajo la lona. Al fin y al cabo, Schumeier estaba en lo cierto: Kay había ido a visitar a la Mujer sin Nombre en parte por voyerismo, quería mirar, nada más. Pero esa persona hablaba con ella, la arrastraba hacia su mundo, parloteaba como si Kay lo supiera (o debiera saber) todo sobre ella. Kay había trabajado con muchos pacientes de ese estilo, gente que hablaba como si fueran famosos cuya existencia entera, hasta el último detalle, estuviera constantemente expuesta en la prensa del corazón y los programas de la tele.
Sin embargo, esa mujer al menos daba la sensación de ver a Kay, cosa que por lo general no podía decirse de los muchos pacientes a los que atendía, ya que todos ellos solían estar encerrados por completo en sí mismos.
– ¿Es usted de por aquí? -preguntó la mujer.
– Sí, he vivido aquí toda mi vida. Crecí en Baltimore Noroeste.
– ¿Y tiene usted… cuántos, cuarenta y cinco años?
Cómo le dolió eso a Kay. Estaba acostumbrada a la versión de sí misma que entreveía en los espejos y ventanas, y era una imagen que le gustaba bastante, pero ahora se veía obligada a tomar en consideración lo que aquella desconocida estaba viendo: el cuerpo bajito y chaparro, el cabello gris hasta los hombros, que era lo que más edad le hacía aparentar. Todos los parámetros internos estaban muy bien, pero la presión sanguínea, la densidad ósea, los niveles de colesterol perfectos no eran cosas que se traslucieran a través de la forma de vestir o de conversar.
– En realidad tengo treinta y nueve.
– Voy a decirle un nombre.
– ¿El de usted?
– No se precipite, aún no. Voy a decirle un nombre…
¿Sí?
– Es un nombre que les suena a todos ustedes. O tal vez no les suene. Según cómo lo diga, cómo lo pronuncie. Había una niña, y esa niña está muerta, y eso no sorprenderá a nadie. Creían que estaba muerta, hace años que todos lo creían. Pero es que además había otra niña, y esa otra niña no murió, y eso es lo más difícil de explicar.
– ¿Es usted…?
– Las niñas Bethany. El domingo de Pascua de 1975.
– Las Bethany… ¡oh! ¡Oh! -Y es que de repente Kay lo recordó. Dos niñas que habían ido… ¿a dónde era, un cine? ¿A una zona comercial? Podía ver sus rostros: la mayor con sendas colas de caballo lisas sujetas detrás de las orejas; la pequeña con trenzas. Y recordó la ciudad presa del pánico, y los niños convocados a reuniones donde les proyectaban películas poco explícitas pero con advertencias claras. «Cuidado, niños. Cuidado, niñas.» Kay era tan pequeña que no entendía las advertencias, siempre envueltas en eufemismos. «Después de acompañar a unos chicos un poco raros a la fiesta de la playa, Sally fue encontrada, descalza y confusa, caminando sola por la carretera…
Los padres de Jimmy le habían dicho que no era culpa suya que Greg hubiese trabado amistad con él o que le hubiese llevado de pesca, pero le explicaron con toda claridad que esa clase de amistades con hombres mayores no eran naturales… La niña entró en el coche del desconocido… y no volvió a ser vista nunca jamás.»
Hubo además rumores, gente que decía haber visto a las niñas en sitios tan lejanos como Georgia, falsas peticiones de rescate, miedo de que hubieran sido víctimas de cultos satánicos y de gente de la contracultura. Al fin y al cabo, cuando se produjo esa desaparición hacía apenas un año que se habían llevado a Patty Hearst. Los secuestros eran muy frecuentes en los años setenta. La mujer de un empresario fue liberada tras el pago de un rescate de cien mil dólares, una cifra que en aquel entonces pareció una fortuna, y una niña rica había sido enterrada dentro de una caja y provista de un tubito para respirar, y al heredero de los Getty le cortaron la oreja. Pero las Bethany no eran ricas, Kay no recordaba que lo fuesen, y luego transcurrió el tiempo sin que hubiese una explicación oficial que pusiera fin a ese caso, y la gente comenzó a olvidar la historia. La última vez que Kay se acordó de las hermanas Bethany fue el día en que estuvo en el cine de Security Square, y de eso hacía al menos diez años. Eso era… el centro comercial de Security Square, en aquel entonces un sitio relativamente nuevo, aunque ahora se hubiese convertido en una ciudad fantasma.
– ¿Es usted…?
– Consígame un abogado, Kay. Y que sea de los buenos.
Infante tomó la ruta del cuervo para dirigirse al hospital, cruzando la ciudad en línea recta en lugar de rodearla por la carretera de circunvalación. «Mierda», el antiguo centro de Baltimore se estaba poniendo de lujo. Nadie hubiese podido imaginárselo. Casi lamentó no haberse comprado un piso por esa zona hacía diez años, aunque a esas alturas ya lo habría perdido. Además, él creció en los barrios periféricos de Nueva York, en Massapequa, un barrio de Long Island, y de hecho lo que le gustaba en el fondo eran esas redes de carreteras secundarias que se entrecruzan en las afueras de las grandes urbes, y los bloques de pisos modestos como los de Parkville, donde ahora vivía. Los barrios donde había muy cerca hileras de tiendas como Toys 'R' Us y otras grandes superficies como IHOP, Applebee's, Target, junto con gasolineras, tiendas de artesanía, eso era lo que él consideraba su hogar. Tampoco tenía la menor intención de volver a vivir en Nueva York, ni siquiera suponiendo que su salario de policía se lo permitiera. Pero seguía fiel a su equipo de la infancia, los Yankees, y para diversión de sus colegas conservaba a veces su acento neoyorquino.
En todo caso, mentalmente estaba convencido de que Baltimore y su empleo de poli eran su destino. Era bueno en su trabajo, y tenía uno de los niveles de casos resueltos más elevados de todo el departamento. «Mi segundo idioma es la jerga callejera de Baltimore», solía decir. Lenhardt le insistía en que se preparase para el examen de sargento, pero él era de los que pensaban que había que hacer lo que uno sabía hacer. «Hazte bombero en Long Island», le decía su padre. «Quédate conmigo a ver Ley y orden», le decía su primera mujer. Ella quería que su serie favorita fuese también la serie favorita de él. Incluso intentó conseguir que dejara de beber Budweiser y se pasara a Rolling Rock, la marca que ella prefería.
Como si su mujer tratara de ir haciendo marcha atrás y, a partir de lo que al comienzo fue pura calentura y deseo, tuviesen que ir retrocediendo hasta convertirse en dos personas que estaban juntas porque coincidían en todo.
En este sentido le recordaba a Infante su propia actitud en tiempos del instituto. Allí decidió que quería estudiar en el Nassau Community College, no porque fuese la universidad con el nivel intelectual más elevado posible sino porque no podían pagarle otra cosa, pero a continuación le dio a su asesora universitaria todos los datos adecuados para que su ordenador terminara diciendo que esa era la opción más adecuada para él. De ese modo, su única opción se convirtió en algo que él había elegido.
Recorrió la ciudad sin encontrarse con atascos, y llegó al hospital en menos de cuarenta minutos. Pero ni siquiera así fue suficiente. Para cuando llegó, se encontró en mitad del pasillo ni más ni menos que a Gloria Bustamante, la mayor tocahuevos de toda la abogacía del lugar, varón o hembra, hetero o gay.
«Hay que joderse.»
– Infante, tienes un aspecto francamente alicaído -le dijo aquel mal bicho alcoholizado-. Tengo la impresión de que no había necesitado usar ese término hasta ahora mismo, pero veo que puede resultar una descripción literal. Alicaído. Como un gallo de corral que anda pisándose las puntas de las alas.
Sacudió la frente para resituar su flequillo, un gran mechón de pelo castaño rojizo en cuya raíz destacaba un centímetro entero de cabellos encanecidos. Bustamante tenía su habitual aspecto desastroso. El pintalabios entraba y salía del perfil de sus labios, le faltaba un botón en el vestido. Los zapatos, que cuando compró debían de ser de los más caros, estaban gastados y tenían la puntera abombada y raída, como si le hubiese estado propinando patadas insistentes a algún objeto muy duro. Algo así como la mandíbula de un inspector de policía.
– ¿Te ha contratado?
– Yo diría que hemos llegado a un acuerdo…
– ¿Sí o no? ¿Eres su abogada, Gloria?
– Por ahora lo soy. He aceptado defenderla porque la he creído cuando me ha dicho que tiene dinero, que podrá pagarme. -Alzó la vista hacia Infante-. Imagino que no has venido por el accidente, sino por el asunto del homicidio, ¿es así?
– Lo del coche me la sopla.
– Si te cuenta lo del homicidio, ¿nos olvidaremos completamente del accidente? En realidad no tuvo la culpa, la pobre se asustó…
– Joder, tía. ¿Quién cojones te has creído que eres? ¿De verdad piensas que me vas a vender eso del accidente a cambio de lo que pueda estar escondido detrás del telón? No puede haber ningún acuerdo sin la aprobación del fiscal, lo sabes de memoria.
– Si es así, lo más probable es que no te permita hablar con ella esta mañana. Está agotada, tiene una herida en la cabeza. Me parece que lo mejor sería que no hablase con nadie hasta que la vea un médico y determine si la herida de la cabeza ha podido afectarle o no la memoria.
– Ya la vieron los médicos ayer por la noche.
– Le curaron las heridas, nada más. Y acaban de someterla a un examen psiquiátrico. Pero quiero que la vea un especialista, un neurocirujano. Podría no recordar la colisión. Podría no saber siquiera que abandonó el escenario del accidente.
– Guárdate toda esa mierda legal para el momento adecuado, Gloria, y pon tus cartas sobre la mesa. Tengo que determinar si este asunto nos concierne a nosotros o no.
– Entra de lleno en tu jurisdicción, inspector. -Gloria lo dijo como si fuese una guarrada, era su modo de dirigirse a los varones.
Cuando la trató las primeras veces, Infante creyó que aquel tono cargado de insinuaciones era una fachada por parte de Gloria Bustamante, una manera de ocultar su verdadera inclinación sexual. Pero Lenhardt le explicó que se trataba de una forma de ironía muy sofisticada, el tipo de jodienda que una abogada lista y cabrona como Gloria usaba para descolocar al personal.
– Entonces, ¿qué?, ¿puedo hablar con ella?
– Del accidente, nada. Sólo de lo que pasó hace años.
– Joder, Gloria, soy de Homicidios. Me importa un puto huevo que haya habido una colisión en la carretera de circunvalación. A no ser que… Oye, ¿no será que lo hizo aposta? ¿Trataba de matar a los ocupantes del otro vehículo? ¡A ver si resulta que hoy es mi día de suerte y resuelvo dos casos de una sola vez! -Y chasqueó los dedos.
Gloria le lanzó una mirada fugaz, mostrando lo mucho que la aburría oírle decir mamonadas.
– Deja las bromitas para tu sargento, Kevin. Él sí que tiene sentido del humor. Tú eres el guaperas.
La mujer que se encontraba tendida en la cama del hospital mantenía los ojos muy cerrados, como un niño jugando al escondite. La luz de la habitación hacía destacar la fina pelusa rubia del brazo y la mejilla. Y tenía unas ojeras muy profundas, la marca de un agotamiento de años y años. Los ojos se abrieron apenas un instante, y luego volvieron a cerrarse.
– Estoy muy cansada -murmuró la mujer-. Oye, Gloria, ¿tenemos que hacer esto ahora mismo?
– No te entretendrá mucho rato, cariño. -«¿Cariño?»-. Sólo necesita que le cuentes la primera parte.
¿La primera parte? ¿Cuál era la segunda?
– Pero ésa es la parte que más me cuesta contar. ¿Por qué no se lo dices tú y que me deje en paz?
Kevin sintió la necesidad de consolidar su posición, y dejar de esperar a que Gloria le presentara, cosa que la abogada no parecía tener ninguna prisa por hacer.
– Soy Kevin Infante, inspector de Homicidios del condado de Baltimore.
– ¿Infante? ¿Como «niño» en italiano o en español?
Lo dijo manteniendo los ojos todavía cerrados. Kevin pensó que necesitaba que los abriese. Hasta ese día mismo, jamás se había dado cuenta de cuan esencial era para su trabajo ver la expresión de los ojos. Naturalmente, había pensado en el contacto visual como algo importante, había analizado el modo en que cada persona utilizaba ese contacto, conocía el significado de la incapacidad de ciertas personas para sostenerle la mirada. Pero era la primera vez que tenía que enfrentarse a alguien que estaba sentado ante él -mejor dicho, tendido en la cama- con los ojos completamente cerrados.
– Eso es -dijo Kevin, como si fuese la primera vez en la vida que alguien le hacía esa clase de comentario sobre su apellido, como si no hubiese tenido que aguantar a dos ex esposas echándole siempre en cara que se comportara de manera infantil, de acuerdo con ese nombre.
Y en ese momento la mujer abrió los ojos. Eran de un azul especialmente intenso, demasiado para una rubia. Sus preferidas eran las morenas de ojos azules, la combinación de lo claro con lo oscuro, o al revés, las rubias de ojos negros, una chica de origen irlandés a la que le hubiesen metido los ojos con los dedos sucios.
– No parece usted un niño -dijo la mujer. A diferencia del tono que empleaba Gloria, en el de la mujer de la cama no había coqueteo de ninguna clase. No jugaba a ese juego-. Qué gracioso, no sé por qué me he acordado del personaje de tebeo, ese bebé gigante con pañales y gorrito.
– Baby Huey -dijo Kevin.
– Eso. ¿Era un patito? ¿O un pollo? ¿No era un bebé, bebé humano?
– Me parece que era un pollito. -Tal vez fuese importante que pasara a examinarla un neurocirujano, a fin de cuentas-. Había comentado usted que tiene información sobre un asesinato que ocurrió aquí en Baltimore, hace tiempo. De eso necesito hablar con usted.
– Empezó en el condado de Baltimore. Y terminó… bueno, en realidad no sé dónde terminó. No sé si llegó a terminar.
– ¿Insinúa usted que hubo alguien que comenzó a cometer el asesinato de una persona en el condado de Baltimore, y que terminó de cometerlo en otro lugar?
– No estoy segura. Al final… Bueno, no al final sino cuando las cosas horribles empezaron a ocurrir… Y a estas alturas ya no tengo ni idea de dónde estábamos.
– ¿No sería mejor que me contara toda la historia, y ya trataré yo de averiguar dónde pasó?
La mujer se volvió hacia Gloria.
– ¿Recuérdala gente…? ¿Se nos conoce… todavía les sonamos?
– Los que vivían aquí en aquel entonces lo recuerdan -dijo aquel mal bicho en un tono mucho más amable que de costumbre. ¿Le gustaba esa mujer? ¿Era por esa razón que se había arriesgado a llevar un caso sin estar completamente segura de que al final acabaría cobrando? A veces no resultaba fácil saber qué les ponía calientes a los otros tíos, y todavía parecía más difícil entender los gustos de las tías. En cualquier caso, Kevin Infante no recordaba que jamás Gloria hubiese tomado decisiones como la de aceptar a un cliente basándose en sus sentimientos-. Tal vez no recordarían el caso al oír el apellido, pero seguro que les sonará si alguien les comenta las circunstancias. En cualquier caso, este inspector no es de por aquí.
– Entonces, ¿de qué servirá hablar con él? -Dicho esto cerró de nuevo los ojos y se recostó sobre la almohada. Gloria se encogió de hombros como diciendo ¿«y qué quieres que haga»?
Infante no la había visto nunca mostrarse tan amable con un cliente, tan solícita. Protegía siempre los intereses de las personas a las que representaba, pero les demostraba todo el rato que la que mandaba era ella. Ahora en cambio se mostraba muy deferente, y le indicó a Infante por señas que saliese con ella al pasillo. El se negó con un ademán de la cabeza, e insistió.
– Bien, Gloria, ponme tú en antecedentes.
– En marzo de 1975 dos niñas, hermanas, salieron de casa para ir al centro comercial de Security Square. Eran Sunny y Heather Bethany. No fueron vistas de nuevo. Nunca más. Y no fueron vistas en el sentido de que la policía dedujo qué había ocurrido, pero nunca lo pudo demostrar. No fue como en el caso Powers.
Powers era una manera abreviada de hablar de un caso imposible de demostrar. Un homicidio ocurrido hacía un decenio, y en el que había una mujer desaparecida. Nadie dudaba de que el marido al que ella había abandonado recientemente estuviera vinculado a la desaparición de su ex esposa. Pero la policía no fue capaz de demostrarlo. Imaginaron que el tipo contrató a alguien para hacerlo, y logró que no le delataran, quizá porque encargó el trabajito al asesino a sueldo más callado y más leal de toda la historia, un tipo que jamás encontró motivos para vender la información a cambio de algún favor. Un tipo al que no metieron nunca en chirona y que tampoco le dijo nunca a una novia, alardeando en plena borrachera: «Pues claro, nena, a ésa me la cargué yo…»
– ¿Y ella sabe lo que pasó?
– Les oigo la mar de bien -dijo la mujer de la cama-. Estoy aquí.
– Mire, si quiere participar en la conversación es muy libre de hacerlo, señora -dijo Infante. Se preguntó si, teniendo los ojos cerrados, era posible ponerlos en blanco. La expresión de la mujer varió sutilmente, como si fuese una adolescente deseando que papá y mamá la dejasen de una vez en paz, pero no añadió ni media palabra más.
– Al principio pareció que encontraban algunos indicios. Un intento de cobrar un rescate. Algunas personas que parecían tener algún interés en que ocurriera, como diríamos ahora. Pero no salió nada de nada. Virtualmente, ni una sola prueba…
– Sunny era el diminutivo de Sunshine -dijo la mujer de la cama-. A ella le parecía odioso. -Comenzó a llorar, pero parecía no darse cuenta de que estaba llorando, se mantuvo en la cama tal como estaba, dejando que las lágrimas se deslizaran por su rostro.
Infante trataba todavía de echar cuentas. Hacía treinta años, un caso de dos hermanas. ¿De qué edad? Gloria no lo había mencionado. No muy mayores, lo bastante pequeñas, sin duda, para que se descartara la hipótesis de la huida y se diera por supuesto que era un homicidio. Dos. ¿Quién secuestra a dos niñas a la vez? Sin duda, un plan chiflado de tan ambicioso, y con altas probabilidades de fracaso. ¿Llevarse a las dos hermanas no hacía pensar enseguida en un asunto personal, alguna represalia contra la familia?
– Arthur Goode secuestró a más de un chico -dijo Gloria, como si estuviera leyendo sus pensamientos-. Pero eso ocurrió también antes de que vinieras a trabajar aquí. Secuestró a un chico que repartía diarios en Baltimore, y le obligó a mirar mientras… En todo caso, soltó al chico sin haberle hecho daño. Goode fue ejecutado más tarde en Florida, tras haber sido declarado culpable de delitos similares a los cometidos aquí.
– Recuerdo ese caso, porque era parecido al nuestro, pero no era como el nuestro -dijo la mujer de la cama-. Porque nosotras éramos hermanas y porque…
Al llegar ahí se le rompió la voz. Alzó las rodillas contra el pecho y las abrazó con el brazo bueno, el que no llevaba vendado y sujeto, y lloró como una persona que siente unas náuseas terribles tras haberle sentado muy mal una comida que estaba envenenada. Las lágrimas y los sollozos seguían brotando, incontenibles. Infante pensó que como siguiera así iba a deshidratarse.
– Se llama Heather Bethany -dijo Gloria-. O así es como se llamaba, hace muchos años. Parece ser que lleva mucho tiempo sin utilizar su verdadero nombre.
– ¿Dónde ha estado? ¿Qué le ocurrió a su hermana?
– A mi hermana la mataron -gimió la mujer-. Fue asesinada. Le cortaron el cuello delante de mí.
– ¿Y quién lo hizo? ¿Dónde ocurrió? -Infante había permanecido en pie todo ese rato, pero ahora cogió una silla, sabiendo que iba a pasar allí muchas horas, que tendría que poner en marcha la grabadora, tomarle declaración de manera oficial. Se preguntó si el caso era tan sensacional como había afirmado Gloria. Pero aunque hubiese exagerado la fama que lo rodeó en su momento, era el tipo de historia que acabaría convirtiéndose en un jodido espectáculo mediático en cuanto corriera la voz. Habría que avanzar lentamente, manejarlo todo con delicadeza-. ¿Dónde ha estado usted durante todo este tiempo? ¿Por qué le ha costado tanto dar el paso adelante y empezar a contarlo?
Apoyándose en el brazo derecho, Heather se incorporó hasta sentarse de nuevo, y luego se secó los ojos y la nariz con el dorso de la mano, como una niña.
– Lo siento, pero no se lo puedo decir. No puedo. Ojalá no hubiese mencionado nada.
Infante le lanzó una mirada que decía «no me joda, oiga». Ella volvió a encogerse de hombros, tan desvalida como antes.
– No quiere ser Heather Bethany -dijo Gloria-. Prefiere regresar a la vida postiza que ha construido para sí misma, dejar atrás todo eso. La muerte de su hermana. Dice que sus padres también fallecieron ya, es lo que yo recordaba. Heather Bethany, para bien o para mal, ya no existe.
– Que se llame como quiera llamarse, y da igual donde haya estado, pero la cuestión es que ella ha dicho que fue testigo del asesinato de una… ¿Cuántos años tenía su hermana?
– Quince, y yo estaba a punto de cumplir los doce.
– Del asesinato de una niña de quince años, su hermana. No puede soltar una bomba así y largarse tan campante.
– No podrá detener a nadie -dijo la mujer de la cama-. Ese hombre murió hace tiempo. Hace mucho que todos murieron. Todo esto carece de sentido. Me di un golpe muy fuerte en la cabeza. He dicho una cosa que pretendía no decir. ¿Por qué no nos olvidamos de todo?
Infante le indicó a Gloria el pasillo.
– ¿Quién es esta mujer?
– Heather Bethany.
– No, quiero decir el nombre con el que se la conoce ahora. ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica? El poli que la trajo al hospital dijo que el coche estaba registrado a nombre de Penelope Jackson. ¿Es ella?
– Aunque tuviera esa información, y no estoy diciendo que la tenga, no estaría autorizada a dártela.
– Autorizada… mis cojones. Mira, Gloria, la legislación lo dice claramente, hasta el puto Tribunal Supremo lo dice. Esa mujer conducía un coche y se ha visto involucrada en un accidente. Tiene que proporcionar una identificación, demostrar quién es. Y si se niega, irá directamente del hospital a la cárcel.
Por un momento Gloria abandonó todos sus trucos de siempre, la ceja enarcada, la sonrisa afectada. Era curioso, así no resultaba tan atractiva.
– Ya lo sé, ya lo sé. Pero hazme caso. Esta mujer ha pasado por un verdadero infierno, y si tienes un poco de paciencia te dará información, éste podría ser el caso de tu vida. ¿Por qué no le das un día o dos de tiempo? A mí me da la sensación de que le da verdadero pánico revelar su identidad actual. Antes de contártelo todo necesita confiar en ti.
– ¿Y por qué? ¿Dónde está el problema? Como no sea que la buscan por algún otro delito grave…
– Jura que no es así, que lo único que le preocupa, y cito sus palabras literalmente, es convertirse «en el monstruo de la semana en las noticias por cable». En cuanto se sepa que es Heather Bethany, la vida que lleva ahora se acabará de golpe. Trata de encontrar la manera de contarte la historia sin delatarse a sí misma y perder esa otra vida.
– No sé qué decirte, Gloria. No me toca a mí decidirlo. Un asunto así tiene que subir por la cadena de mando hasta mucho más arriba, y cuando se enteren mis superiores seguro que me exigen que la enchirone.
– Como la enchirones no te dirá nada del caso de las hermanas Bethany. Declarará que fue un delirio provocado por el accidente. Mira, tío, deberías estar como loco por aceptar las condiciones que te está pidiendo. No quiere publicidad, y a tu departamento le fastidia salir en los telediarios. La única que pierde soy yo, tío, la única que expone algo, y que quizá termine sin cobrar un céntimo.
Y, diciéndolo, Gloria volvió a sus trucos de siempre, le abanicó con sus pestañas e hinchó la boca hasta formar con los labios un morrito monstruoso. «Mierda, la que sí se parece a Baby Huey es Gloria, con ese hocico de pez y esa nariz que parece un pico de pájaro.» Un pico, eso era, ahora había conseguido acordarse, ver la imagen. Un pico, pero ancho, no de pollo, sino de pato. Eso es lo que Baby Huey era, un patito. No te jode.
Sonaba una radio en algún lugar. O tal vez fuese un televisor en la habitación contigua. En su propia habitación reinaba un silencio mortal, y por fin comenzaba a amortiguarse la luz de la ventana, y eso le permitía descansar. Pensó en su trabajo. ¿La habían echado ya de menos? El día anterior había llamado para decir que estaba indispuesta, pero ahora no sabía qué hacer. No era una llamada local, sino de larga distancia, y no llevaba encima una tarjeta prepago, y no estaba segura de qué podía ocurrir si la llamada pasaba a través de la centralita del hospital, y tampoco podía llegar a la cabina que había visto antes de entrar, fuera de la habitación, sin que el policía que patrullaba junto a su puerta se enterase. ¿Servían las tarjetas prepago para ocultar el lugar desde donde se llamaba? No podía jugársela. Tenía que proteger lo único que tenía a esas alturas de su vida, la existencia que durante dieciséis años había construido, una vida postiza que ocultaba una muerte, de la misma manera que todo en su vida lo había hecho posible esa muerte. Ésa era su vida real, para bien o para mal, la vida más larga en la que había logrado refugiarse hasta la fecha. Durante dieciséis años había logrado vivir una vida normal, ese tesoro que disfrutaban sin esfuerzo todos los demás, y no pensaba echarlo a perder.
No era una gran vida, sin duda. No tenía amigos de verdad. Solo colegas amistosos, oficinistas que la conocían lo suficiente como para saludarla con una sonrisa. Ni siquiera tenía un animal de compañía. Pero tenía su apartamento, pequeño y modesto y pulcro. Tenía un coche, su maravilloso Camry Valiant, una adquisición que meditó largamente y justificó porque su trabajo estaba lejos de su casa, a una hora de distancia los días en que había menos atascos. Últimamente se ponía audiolibros durante el desplazamiento, gruesas novelas femeninas, eso pensaba ella. Libros de Maeve Binchy, Gail Godwin, Marian Keyes. Y de Pat Conroy, que no era una mujer, naturalmente, pero narraba como si lo fuera, un escritor que no temía ni las fuertes emociones ni las súper historias. ¡Vaya!, tenía que devolver a la biblioteca tres cintas de audio ese mismo sábado. Durante dieciséis años no se había retrasado jamás, en nada: el pago de una factura, la devolución de un libro a la biblioteca, la llegada a una cita. No se había atrevido. ¿Qué podía ocurrir si se retrasaba en la devolución de las cintas? ¿Subía el precio de la multa por cada día adicional? ¿Mandaban una denuncia a algún lado?
Era curioso, dado que su trabajo consistía en el análisis y resolución de los fallos en los sistemas informáticos, pero durante mucho tiempo había vivido sintiendo pánico a todo lo que fuera la centralización de los datos, el día en que las máquinas aprendieran a hablar entre sí, a comparar sus notas las unas con las otras. Aunque le pagaban un sueldo para contribuir a evitar problemas como el del «efecto 2000», secretamente había deseado que se produjera una quiebra sistémica que borrase todas las cintas, que destruyese hasta el último dato registrado por las instituciones en su memoria digitalizada. Porque las piezas sueltas rondaban por ahí, esperando que alguien lograse hacer que encajaran. «Esta mujer… tiene el mismo nombre que una niña que murió en Florida en 1963. Qué extraño, porque esta misma mujer, que se le parece, tiene el nombre de una niña que murió en Nebraska en 1962. Y sin embargo esta mujer es una niña que murió en Kansas en 1964. ¿Y esta otra? Era de Ohio, nacida también en 1962.»
Al menos sería fácil recordar quién era ahora: Heather Bethany, nacida el 3 de abril de 1963. Residente en Algonquin Lañe de 1966 a 1978. Alumna brillante de la escuela elemental de Dickey Hill. ¿Dónde había vivido antes su familia? En un apartamento de Randallstown, pero nadie iba a imaginar que ella podía recordar cosas de esa época. Ahí estaba el problema. No recordar lo que hubiese tenido que saber, y recordar lo que no podía saber.
¿Qué más? Escuela número 201. En la colina Dickey, «esa colina es la polla», solían decir, jugando con el sentido que tenía la palabra «dick» en argot, los críos más atrevidos. En aquella época era un edificio recién estrenado. Con un gimnasio provisto de cuerdas que colgaban como lianas en la selva, barras paralelas de tres alturas, un tobogán que los días calurosos de junio estaba caliente al tacto, con los diagramas de una rayuela y un juego de las cuatro esquinas pintados de amarillo luminoso en el suelo del patio. También había un tiovivo, pero no de los grandes, con caballitos, sino pequeño, metálico y de tracción manual. Bueno, no, no estaba en la misma escuela, sino muy cerca, era un sitio que estaba medio prohibido o algo así. ¿Se encontraba en los apartamentos Wakefield, que formaban un círculo en torno al edificio de la escuela? Recordaba el camino de tierra que rodeaba ese pequeño tiovivo, porque le tocaba más veces empujar que montar. Con la cabeza gacha, como un caballo con la guarnición puesta, le tocaba a menudo hacer cola detrás de los chicos, estirando el brazo izquierdo para sujetar la barra y corriendo con todas sus fuerzas, y los que tenían la suerte de estar arriba gritaban y reían a carcajadas. Luego entrevió el dedo gordo de su pie. Le costó un poco recordar el calzado que llevaba. No eran zapatillas de deporte, y fue por eso que tuvo problemas. Llevaba los zapatos de ir al colegio, unos zapatos marrones, siempre eran de color marrón, porque era el más práctico. Pero ni siquiera ese marrón evitaba que los zapatos se pusieran perdidos con el polvo anaranjado del patio, y sobre todo con el barrillo claro que se formaba cuando llegaban las lluvias de abril. Su madre se enfadaba mucho cuando la veía llegar a casa con trozos de aquel barro pegado a los zapatos.
¿Qué más les podía contar? Ese año había en el colegio ocho maestros. A Heather le había tocado una maestra muy amable, la señora Koger. Les hicieron los exámenes de ingreso ese curso, y ella sacó casi un diez en todas las asignaturas. Y en otoño comenzaron a hacer prácticas de Ciencias Naturales. Pescó cuatro cangrejos con una red en Gwynns Falls y les construyó un acuario, pero se le murieron todos. Su padre emitió una teoría para explicarlo: que el agua clara supuso para ellos un golpe demasiado fuerte, porque estaban acostumbrados a las aguas contaminadas y sucias del río, y ella analizó esa hipótesis en un trabajo y sacó la nota más alta del curso. Habían pasado treinta años desde entonces, y ahora empezaba a saber cómo se sintieron los cangrejos. Ella, como ellos, sabía lo que sabía y quería lo que quería, aunque fuese literalmente una mierda.
Naturalmente, no era eso lo que pretendían arrancarle. No querían que les contase la vida de Heather Bethany antes de 1975. Querían información sobre los treinta años siguientes, y con los detalles pequeños no iban a darse por satisfechos. No les aplacaría contándoles anécdotas sobre su pequeño magnetofón. Fue lo primero que le autorizaron a que comprara, el premio que obtuvo por haber cumplido las reglas que ellos le imponían durante seis meses, por haberles demostrado que era merecedora de su confianza. Les pareció bien que se comprara el magnetofón, pero les escandalizó que además se comprase aquellas cintas. The Who, Jethro Tull, incluso alguno de los primeros grupos de punk. Se tumbaba en la cama, sobre la colcha y, sin haberse siquiera quitado el uniforme, se ponía música de las New York Dolls y luego de los Clash. «Baja el volumen», le ordenaban. «Quita los zapatos de la colcha.» Obedecía, pero se mostraban escandalizados. Tal vez sabían que ella, como Holly en la canción de Lou Reed, tenía intención de subirse al autobús y pasear por el lado oscuro de la vida, «take a walk on the wild side»…
Lo más irónico fue que fuesen ellos los que la metieron en el autobús, los que la alejaron de casa como si se tratara de una delincuente. Pretendían ser amables con ella. Él al menos quiso serlo. ¿Y ella? Ella se alegró de que Heather se fuera de casa. A Irene le había fastidiado tenerla en su casa con ellos, y no tanto por lo que hubiese que fingir de cara al exterior, sino debido a la realidad de lo que había pasado en esa casa. Era Irene la que más jaleo armaba por lo de los zapatos sobre la colcha, la que insistía en que bajara la música hasta convertirla en un susurro. Era Irene la que no le ofreció consuelo ni cuidados para los moretones, la que ni siquiera se esforzó por inventar un cuento que sirviese como tapadera de aquellas ligeras muestras de resistencia: el corte en un labio, el ojo amoratado, la leve cojera. «Tú sola te metiste en eso -parecía decirle Irene con su actitud plácida-. Tú sola te metiste en eso y de paso arruinaste mi familia.» Y ella, mentalmente, le respondía a gritos: «¡Si no soy más que una niña! ¡No soy más que una niña!» Pero sabía que no había nada peor que alzarle la voz a Irene.
La música lo ahogó todo. Incluso bajándola hasta convertirla en un susurro, la música lo borró todo, toda la violencia, la física y la espiritual, el agotamiento que le provocaba su doble vida y que en realidad era una triple vida, la tristeza que asomaba al rostro de él cada mañana. «Por favor, que termine todo eso», le suplicaba ella silenciosamente cada mañana desde el otro lado de la mesa redonda en la que desayunaban, aquella mesa tan hogareña y cálida, tan exactamente como ella hubiera querido que fuese. «No puedo», contestaba él con los ojos. Y los dos sabían que era mentira. Quien lo había empezado era él, y él era la única persona del mundo que podía ponerle fin. Con el tiempo él llegó a demostrar que desde el primer momento tenía el poder de salvarla, pero para entonces ya era demasiado tarde. Para cuando la dejó ir, estaba más rota que Humpty Dumpty, más destrozada que las cabezas de las preciosas muñecas de porcelana de Irene, aquellas muñecas que una luminosa tarde de otoño la propia Irene rompió con un atizador de la chimenea. Perdida por completo la compostura, Irene se lanzó luego contra Heather, chillando, e incluso él fingió no comprender qué motivos podía tener para semejante arrebato.
– Me miran todo el tiempo, todos me miran -dijo.
El verdadero problema era, por supuesto, que no la miraba nadie, que nadie veía nada. Salía a la calle todos los días y no podía esconderse más que detrás de un nombre y un color del pelo, y sin embargo nadie lo había notado nunca. Se sentaba a la mesa del desayuno, sintiendo un tremendo dolor en partes de su cuerpo que ella apenas conocía aún, y lo único que le decían era, «¿Quieres mermelada para la tostada?» O: «Hace frío esta mañana, te he preparado una taza de chocolate.» «See me», mírame, cantaba Roger Daltrey en un pequeño magnetofón rojo. «See me.» Desde el pie de las escaleras Irene gritaba: «Baja ese estruendo.» Y ella contestaba también gritando: «Es una ópera. Estoy escuchando una ópera. Olvídame. Tienes cosas que hacer.»
Montones de cosas que hacer, pero su tortura no terminaba ni de noche. A veces hacía una lista. La lista de A Quién Odio Más De Todos, e Irene salía como mínimo la tercera, y a veces incluso aparecía en segundo lugar.
Pero la primera era ella y sólo ella.