El teléfono sonó a las 6.30 de la mañana, y Dave lo descolgó sin pensar. Fue un error. Hacía sólo una semana, anticipándose a esa llamada de cada año, había comprado un contestador Phone Mate en Wilson's, la tienda de venta por correo de Security Boulevard. Se suponía que ofrecían los precios más bajos, aunque Dave no estaba seguro del todo porque no se había tomado nunca la molestia de compararlos con los de otros sitios. En cualquier caso, como colega en el mundo del comercio, aunque fuese a una escala infinitamente menor, sentía admiración por el modo en que habían reducido costes a base de tener un mínimo de empleados y no necesitar tener sus stocks en la misma tienda. Los compradores repasaban los listados, marcaban el código del producto que querían, se ponían en la cola para recoger el producto, y hacían otra cola para comprar. Tal vez el truco consistía en convencer a la gente de que de este modo pagaban menos dinero por las cosas. Los clientes suponían que tanto tiempo haciendo cola tenía que redundar en su beneficio. Mientras los soviéticos hacían cola para adquirir papel higiénico, los norteamericanos hacían cola para comprar Phone Mates, máquinas para enjuague bucal Waterpiks y collares de oro de catorce quilates.
Los contestadores automáticos eran una tecnología nueva que surgió a partir del momento en que las leyes antimonopolio forzaron a separar en dos empresas la compañía telefónica AT &T, y de repente todo el mundo se compró un contestador en el que grababa toda clase de mensajes tontos, en ocasiones llegando al extremo de montarse numeritos o incluso cantar canciones. De repente resultó que Estados Unidos era un país de gente desesperadamente solitaria en el que todos los ciudadanos temían perder aquella llamada que iba a cambiar su destino. Dave, el antiguo Dave, el de «antes de…» habría resistido muchísimo tiempo antes de sucumbir y comprarse una de esas modernidades tecnológicas, suponiendo que llegara a comprarla. Pero cabía la posibilidad de que alguien llamase una sola vez, y no insistiera nunca más. Y estaban además las llamadas que preferías no descolgar, pues la máquina te permitía escucharlas y decidir si querías o no atenderlas. Dave aún no sabía cuál era el comportamiento educado para estos casos, cómo te las arreglabas tras haber revelado a quien fuera que habías espiado su mensaje, si podías en el futuro dejar de descolgar una llamada de esa misma persona. Tal vez lo mejor era no contestar nunca. Necesitó cerca de tres horas para decidir cuál era el mensaje que se iba a escuchar en la máquina. «Soy Dave Bethany y en este momento no estoy en casa…» Pero esa frase no era necesariamente la verdad, y no le gustaba mentir, ni siquiera mentir a extraños, y menos incluso dar una información que podía interesar a presuntos ladrones. «Ésta es la casa de la familia Bethany…» Pero ésa ya no era la casa de ninguna familia, sólo era una casa en la que vivía un único Bethany, una casa en la que nadie se ocupaba ya de hacer reparaciones, en la que nada funcionaba ya como debía, no porque se hubiese estropeado sino por falta de uso. «Soy Dave. Deja tu mensaje al oír la señal.» Muy poco original, pero servía.
Había configurado el PhoneMate para que sonara el timbre cuatro veces antes de que se escuchara la grabación, pero esa mañana Dave, aturdido por el cansancio de aquella forma de dormir sin soñar que ahora consideraba una bendición del cielo, estiró el brazo sin pensar y descolgó. En la fracción de segundo que transcurrió desde el momento de descolgar hasta que se acercó el receptor a la oreja, se acordó de la fecha, del motivo por el cual había decidido comprar un contestador. Demasiado tarde.
– Sé dónde están -dijo una voz de hombre, ronca y débil.
– Que te folie un pez -dijo Dave, y colgó violentamente, pero no antes de haber llegado a escuchar el ruido de un puño dando golpes furiosos.
Esas llamadas empezaron hacía cuatro años y eran siempre iguales, al menos en cuanto a las palabras pronunciadas. Cada año la voz sonaba distinta del año anterior, y Dave dedujo que quien las hacía estaba sometido a diversos tipos de alergias que afectaban su timbre. ¿Le había parecido que ese año la voz sonaba ronca? Una primavera precoz, el polen flotando abundante en el aire. Aquel tipo era su sabueso personal. Su «amigo telefónico», su PhoneMate.
Dave tomó nota obedientemente de la fecha, la hora y el contenido de la llamada en un cuaderno que guardaba junto al teléfono. El inspector Willoughby le dijo que debía informar de todo, incluso de las llamadas en las que le colgaban el teléfono sin decir nada, pero a pesar de que Dave lo registraba todo, jamás le había contado al inspector que existía ese rito primaveral. «Ya decidiremos nosotros qué es lo importante», le había dicho Willoughby muchas veces a lo largo de los últimos ocho años, pero Dave no era capaz de vivir así. Necesitaba establecer jerarquías, aunque sólo fuese para no perder la razón. No se podía convivir con la esperanza, había acabado descubriéndolo. La esperanza era una compañera demasiado exigente y abusiva. «Esa cosa con plumas», como escribió Emily Dickinson, pero la esperanza de la poetisa era una cosa diminuta y primorosa, una presencia amistosa que encontraba cobijo en el seno de su caja torácica. La esperanza que conocía Dave Bethany también tenía plumas, pero se trataba más bien de las plumas de un grifo de ojos centelleantes y pies dolorosos. No, se corrigió, no eran pies, sino garras. El grifo de los mitos era un ser con cabeza de águila y cuerpo de león. Y esa versión de la esperanza que habitaba en Dave Bethany solía instalarse en el interior de su pecho y le clavaba las uñas y le arrancaba pedazos de su corazón.
No tenía necesidad de levantarse hasta al cabo de otra hora, pero le pareció inútil tratar de conciliar nuevamente el sueño. Se levantó, fue a buscar el periódico a la entrada, y puso agua a hervir para prepararse un café. Dave se había empeñado en hacer café a la antigua, por mucho que Miriam reclamase una cafetera eléctrica, esas máquinas que se pusieron de moda cuando Joe DiMaggio comenzó a anunciarlas. Todos los norteamericanos obsesionados por la comida, unas personas muy decandentes en opinión de Dave, comenzaban ahora a regresar a los métodos antiguos de preparación del café, si bien tenían en casa unas máquinas que lo molían haciendo un zumbido pomposo, cacharros exageradamente grandes para los fetichistas que se consideraban grandes gourmets. «¿Lo ves? -le dijo a su invisible compañera de desayuno-. Todo acaba por regresar.» Y vertió el agua humeante sobre los granos del colador.
Nunca dejó de hablar con Miriam mientras desayunaba. De hecho, desde que ella se fuera le gustaba todavía más hacerlo, porque ahora ya no le llevaba la contraria ni le tomaba el pelo ni expresaba sus dudas. Él se mantenía en sus trece y Miriam estaba de acuerdo con todo lo que decía. Mejor solución, imposible.
Hojeó las páginas de información local del Beacon. No había mención alguna de la efeméride, pero eso era normal. Publicaron una información coincidiendo con el aniversario al cabo de un año y al cabo de dos, pero luego no volvieron a hacerlo. Le dejó perplejo que, al conmemorarse los cinco años, no hubiese tampoco nada. ¿Cuánto tiempo tenía que pasar para que les importase otra vez el destino de sus hijas? ¿Esperarían al décimo aniversario, al vigésimo? ¿Las bodas de plata, las de oro?
– La prensa hizo lo que pudo -había dicho Willoughby hacía apenas un mes mientras veían a los obreros cavando en una antigua granja de las afueras de Finksburg.
– Ya, pero aunque fuera sólo desde un punto de vista histórico, por el hecho de que hace tantos años que ocurrió…
Era una zona rural muy bonita. ¿Por qué era la primera vez que se acercaba a ese lugar, la primera que veía toda esa belleza? Hacía poco, sin embargo, que la carretera cruzaba esa zona. Antes de su construcción, nadie hubiese podido vivir allí e ir a trabajar cada día a la ciudad.
– Visto lo visto, tendremos que hacer una detención -dijo Willougby cuando el día llegaba a su fin y se habían cavado montones de hoyos, y el inspector creyó que no valía la pena continuar-. Podría ser alguien que sabe algo y que pretende utilizarlo para hacer un trueque. O tal vez se trate de alguien que ya está detenido por otro delito. Hay casos sin resolver que tuvieron muchísima publicidad, los de Etan Patz, de Adam Walsh…
– Se produjeron después… -dijo Dave como si se tratara de defender una primogenitura-. Y los padres de Adam Walsh al menos han encontrado el cuerpo.
– Sólo la cabeza -dijo Willoughby, permitiendo que asomara a la superficie su pedantería-. El cuerpo no lo han encontrado todavía.
– ¿Sabes qué te digo? A estas alturas mataría por tener al menos una cabeza.
La llamada acerca de Finksburg pareció prometedora. Para empezar, porque la hizo una mujer. Y si bien las mujeres estaban en general tan chifladas como los hombres, la suya no era una locura que buscara alguna clase de liberación burlándose de la familia de dos presuntas víctimas de homicidio. Además, era una vecina que había dado su nombre completo. Informó de que un hombre llamado Lyman Tanner se había mudado a la zona en la primavera de 1975, justo antes de la desaparición de las niñas. La mujer dijo recordar que le había visto lavar el coche muy temprano el domingo de Pascua, el día después de la desaparición, y que le había parecido muy raro, habían anunciado que iba a llover.
Según le contó Willoughby a Dave posteriormente, le preguntaron a la mujer cómo había recordado todo eso al cabo de ocho años.
– Muy sencillo -respondió ella, que se llamaba Yvonne Yepletsky-. Soy ortodoxa. Ortodoxa rumana, pero voy a la iglesia ortodoxa griega, como casi todos los ortodoxos rumanos de por aquí. En nuestro calendario la Pascua cae en otro día, y mi madre solía decir siempre: «En la otra Pascua, la de los otros, suele llover.» Y así es, por supuesto.
Seguía siendo bastante raro que lo del lavado del coche cuando se anunciaba lluvia lo hubiese recordado solamente hacía pocos meses, al morir Lyman Tanner y dejar su granja a unos parientes lejanos. Yvonne Yepletsky recordó entonces que su vecino trabajaba en la Seguridad Social, cerca del centro comercial, y que solía mostrarse hasta demasiado interesado por las hijas de la propia señora Yepletsky, que eran unas adolescentes cuando el hombre se mudó a la casa vecina. A aquel hombre ni siquiera le fastidió que hubiese un viejo cementerio al lado de esa propiedad, cosa que había disuadido a otros compradores potenciales.
– Además -dijo la señora Yepletsly-, cuando se instaló allí se puso a hablar de lo que pensaba cultivar, alquiló un tractor y estuvo arando con él todo el terreno, pero al final no llegó a sembrar absolutamente nada.
La policía del condado de Baltimore alquiló una pala excavadora.
Llevaban perforados ocho grandes hoyos cuando se presentó otro vecino para contar que a la señora Yepletsky le había fastidiado muchísimo la negativa de los herederos de Tanner a venderle las tierras, que el marido de ella quería adquirir. No eran un matrimonio de mentirosos, no del todo. Se habían creído las historias que se contaban sobre Tanner. Pensaban que no había nada más raro que unos herederos que no quisieran vender esas tierras por un buen precio. «Lavó el coche cuando anunciaban que iba a llover al día siguiente. Y eso fue en la época en que las niñas desaparecieron. Seguro que las secuestró él.» La esperanza, que durante una semana saltó al hombro de Dave, volvió a esconderse dentro de su pecho, clavándole de nuevo sus garras.
Como el desayuno de Dave consistía en una taza de café sin leche, y nada más, al cabo de veinte minutos ya se la había bebido, había leído el diario, había aclarado la taza y había vuelto al piso de arriba para vestirse. Eran apenas las 7 en punto. Trescientos sesenta y cuatro días al año mantenía cerrados los dormitorios de sus hijas, pero ese día los abría, cada año, y se permitía entrar y mirarlos un rato. Era como un Barbazul al revés. Si algún día una mujer fuese a vivir con él a esa casa -cosa más que improbable, pero teóricamente posible-, seguro que iba a prohibirle que entrara en esas habitaciones. Y sin duda ella no le haría caso y se colaría para mirarlas a espaldas de él. Y no para encontrar allí los cadáveres de las anteriores esposas de Dave, sino el mundo encapsulado y perfectamente conservado de sus hijas tal como estaba en abril de 1975.
En la habitación de colores rosa y blanco donde dormía Heather, seguía estando Max, el personaje de la historia de ¿Dónde se encuentra la vida silvestre?, que seguía dando la vuelta al mundo y encontraba por fin la isla de la vida silvestre, y sorprendentemente le daba tiempo a volver a casa para cenar. En las paredes, por encima de Max, habían ido encontrando refugio unos cuantos ídolos de adolescencia, unos chicos de fuerte dentadura, exactamente iguales los unos a los otros a los ojos de Dave. Al lado, en la habitación de Sunny, había un ambiente de chica bastante mayor, sin más huellas de la infancia que un colgante de pared, el trabajo manual que había realizado Sunny sobre biología marina, una escena submarina que ella elaboró con mucho esfuerzo en punto de cruz. Había merecido un sobresaliente por ese trabajo, pero antes la profesora estuvo interrogando a Miriam, incapaz de creer que la pequeña Sunny hubiera sido capaz de hacer aquello ella sola. Dave se puso furioso al saber que alguien se atrevía a dudar del talento y de la palabra de su hija.
Aunque hubiera podido pensarse que las habitaciones, tan cerradas siempre, habrían acumulado humedad y polvo, a Dave le parecía siempre que estaban vivas y nada mustias. Sentándose en cada una de las camas, y esa mañana lo hizo en las de los dos cuartos, parecía sensato confiar en que sus propietarias iban a regresar esa misma tarde. La propia policía, que durante algún tiempo consideró la posibilidad de que hubiesen huido de casa por propia voluntad, aceptó al final que ambos dormitorios demostraban que sus ocupantes tenían intención de regresar. Era cierto que parecía extraño que Heather se hubiese llevado todo su dinero al centro comercial, aunque tal vez ésa hubiera sido la causa que propició luego la desaparición. Había gentuza capaz de hacer daño a una niña por cuarenta dólares, y cuando encontraron el bolso de la pequeña no contenía ningún dinero.
Por supuesto, cuando la policía dejó de sospechar que las niñas podían haber huido, Dave se convirtió en el principal sospechoso de las investigaciones. Había pasado mucho tiempo, y aún tenía que llegar la hora en que Willoughby admitiera ante él o le pidiese disculpas por ese recelo tan injusto como extraño, ya que habían perdido un tiempo precioso investigando en esa errónea dirección. Al cabo de un tiempo Dave averiguó que los miembros de la familia solían ser sospechosos en casos parecidos, si bien las circunstancias de su caso -los problemas matrimoniales, los de la tienda, el dinero invertido por los padres de Miriam para pagar los futuros estudios universitarios de las niñas- hicieron que tal suposición resultara especialmente odiosa. «¿Cree usted que maté a mis hijas por dinero?», preguntó Dave a Willougby, casi amenazándole físicamente. El inspector no se tomó su actitud como cosa personal. «No creo nada, de momento -le dijo encogiéndose de hombros-. De momento me limito a analizar las preguntas y a buscar las respuestas. Sólo eso.»
Y ni siquiera en ese momento sabía Dave qué le parecía peor: que sospecharan que había matado a sus hijas por dinero o que le acusaran de haberlas matado para fastidiar a la esposa infiel. Miriam actuó de manera muy honesta cuando decidió revelar su secreto a la policía en el primer momento, pero su secreto les proporcionaba, a ella y a su amante, una coartada perfecta. «¿Y si fueron ellos? -preguntó Dave a la policía-. ¿Y si lo hicieron y me tendieron una trampa para convertirme en sospechoso y largarse ellos por ahí?» Ni siquiera él creyó nunca en esa posibilidad.
No le importó demasiado que Miriam le abandonase, pero lo que no le perdonó fue que además se fuese de Baltimore. Significaba abandonar la espera. No tenía el carácter lo bastante fuerte como para resistir la presencia agobiante y dolorosa de la esperanza, para escuchar con paciencia todas aquellas posibilidades imposibles que esa misma esperanza le susurraba al oído. «Están muertas, Dave -dijo Miriam la última vez que hablaron, hacía ya dos años-. Sólo tenemos que esperar la confirmación oficial de lo que ya sabemos que es cierto. No podemos agarrarnos a otra cosa que a creer que tal vez su muerte no fuera tan horrorosa como siempre hemos temido que fuera. Que alguien las secuestró y las mató de un tiro, o que las mató de una forma que no las hizo sufrir. Que no fueron violadas, que…»
«Calla, calla, calla, ¡CALLA!»
Ésas fueron casi las últimas palabras que dirigió a Miriam. Ninguno de los dos quería que fuese así, de modo que luego él pidió disculpas y ella pidió disculpas, y las últimas palabras que se cruzaron fueron esas disculpas mutuas. Miriam, a quien siempre habían gustado las cosas nuevas, se puso un contestador automático el año antes de que lo hiciera él. A veces él la llamaba y escuchaba su voz grabada, pero nunca le dejó ningún mensaje. Dave se preguntaba si Miriam escuchaba los mensajes de su contestador, y si contestaría al escuchar un mensaje en el que identificara la voz de su ex marido. Tal vez no.
La ley del estado de Maryland permitía solicitar que declarasen legalmente muertas a las niñas a partir de 1981. Una vez obtenida la confirmación judicial, el dinero para sus estudios se hubiera liberado. Pero a Dave no le interesaba el dinero de las niñas ni mucho menos tener que acudir a un tribunal para dar testimonio y conseguir que sus temores más terribles adquiriesen una codificación oficial. De modo que dejó que ese dinero languideciera. Así todo el mundo se enteraría de lo que valían ciertas sospechas.
«A lo mejor las robó una familia de gente amable -le susurraba al oído el grifo de la esperanza-. Una familia amable, gente de una agencia de voluntarios, como el Peace Corps, que se las llevó a África. O tal vez se cruzaron con una pandilla de espíritus libres, alguna nueva versión de un hippie como Ken Kesey y su banda de rock, y se largaron carretera adelante, e hicieron lo que tú mismo habrías hecho de no haber tenido hijos.»
«Pero, si es así, ¿por qué no han llamado nunca?»
«Porque te odian.»
«¿Por qué?»
«Porque los niños odian a sus padres. Tú odiabas a los tuyos. ¿Cuándo llamaste a tu madre por última vez? Las conferencias de larga distancia no son tan caras.»
«Y en realidad, ¿no hay otras opciones? ¿Sólo puede ser que estén vivas pero inflamadas de odio contra mí y es por eso que no me llaman? ¿O tal vez me quieren muchísimo, pero han muerto?»
«No, hay otras posibilidades. Es posible también que algún loco rematado las tenga encadenadas en el sótano de su casa y allí…»
«Calla, calla, calla, CALLA.»
Por fin llegó la hora de irse a El hombre de la guitarra azul. La tienda no abría sus puertas hasta tres horas más tarde, pero tenía mucho que hacer antes de ese momento. De todas las ironías de su vida, ésa era la más dolorosa. La publicidad indirecta provocada por la desaparición de sus hijas hizo que la tienda comenzara una fase de prosperidad. Primero la gente iba a meter las narices y ver la cara del pobre padre, aunque se encontraron con que la tienda la llevaba Wanda, la empleada de la panadería. Se le presentó voluntariamente y le dijo que ella se ocuparía de la tienda todo el tiempo necesario, hasta que Dave pudiera volver al trabajo. De hecho insistió en afirmar que Dave debería volver. De los mirones se pasó a los clientes, y el boca a boca sobre la tienda corrió tan rápidamente que el negocio comenzó a crecer hasta más allá de lo que en sus más modestos sueños hubiera podido imaginar. Tuvo que ampliar el tipo de género que vendía, incluyó ropa y cacharros de mesa y cocina, jerséis y platos de cerámica para colgar en la pared. Y sus importaciones de México se acabaron poniendo muy de moda. El conejito de madera que la señora Baumgarten desdeñó se vendía ahora a treinta dólares, nada menos. Pero un museo de San Francisco que iba a inaugurar una sección de artesanía ofreció mil dólares a Dave por esa misma escultura diminuta: por fin alguien reconocía su valor, una obra maestra realizada por artistas de Oaxaca anteriores al momento en que sus artesanías comenzaron a estereotiparse. Dave decidió prestarlo para la inauguración, en lugar de venderlo.
Al salir se detuvo en el porche, embebiéndose de la luz. Los árboles estaban casi desnudos, y con la hora oficial pendiente aún del cambio estacional, la claridad de las mañanas era agridulce. La mayor parte de la gente aprobaba el ahorro de electricidad que suponía el cambio de la hora oficial de los relojes, pero a Dave le parecía que en ese canje se perdía algo muy importante, la luz de los amaneceres a cambio de un poco más de luz por las tardes. La última vez que había sido feliz fue una mañana. O feliz o casi feliz. Esa mañana Dave trataba de serlo, se centró en las niñas porque le pareció que Miriam tramaba alguna cosa, aunque él no estaba preparado para enfrentarse a lo que fuera. Por eso trató de distraerse, hizo el papel de papá súper atento, y Heather se lo tragó, creyó que era una actitud auténtica. En cuanto a Sunny… a Sunny no la engañó. La mayor supo que en realidad su padre no estaba allí, que estaba perdido en sus propios pensamientos. Ojalá hubiese podido estar realmente con ellas, ojalá no se hubiese empeñado en que Sunny se llevara a Heather consigo. Ojalá… Pero ¿a qué venían esas cábalas? ¿De verdad hubiera preferido perder a una hija a cambio de conservar a la otra? Era la historia de La decisión de Sophie, un libro que Dave no había tenido el valor de leer, y eso que otra obra, de William Styron, Las confesiones de Nat Turner, era una de sus novelas favoritas. Styron tuvo que utilizar el Holocausto para explicar cuál era la peor situación a la que un padre podía enfrentarse. Y Dave pensaba que ni siquiera eso era suficiente. Dave pensaba que seis millones de muertos no eran nada comparándolo con la pérdida de tus propios hijos.
Subió a la vieja furgoneta Volkswagen, otra reliquia de la que se negaba a desprenderse, otro elemento de una vida, la suya, que le recordaba a la de la rica y desdichada señorita Havisham de Grandes esperanzas, la novela de Dickens. La esperanza pasó a ocupar el asiento al lado del suyo, y la vieja tapicería de plástico gimió y crujió bajo sus garras siempre inquietas. El grifo volvió sus ojos de color de bilis hacia Dave, y le recordó que tenía que ponerse el cinturón de seguridad.
«¿Y a quién le importa que yo viva o muera?» «A nadie -admitió la esperanza-. Pero, cuando mueras, ¿quién las recordará? ¿Miriam? ¿Willoughby? ¿Sus compañeras de curso, algunas de las cuales habrán terminado la carrera universitaria? Eres lo único que tienen, Dave. Sin ti habrán desaparecido del todo.»
Miriam estaba secretamente enamorada: su amor era el yogur de nuez de pacana de la marca No Me Creo Que Sea Yogur. En realidad, estaba convencida de que sí lo era. Es más, a diferencia de casi todo el mundo, ella creía que no se trataba de un alimento de régimen, y le daba igual que tuviera muchas o pocas calorías. Aunque la publicidad de la marca No Me Creo Que Sea Yogur insinuara, directa o implícitamente, que apenas tenía calorías, a ella no le importaba. Le gustaba apasionadamente, y estaba dispuesta a dar incluso un gran rodeo para comprar uno. Era un día caluroso, al menos para ella, aunque a los téjanos pudiera parecerles que no, lo bastante caluroso como para pensar que resultaba de lo más razonable ir esa tarde a Barton Springs. De hecho, pensó seriamente en la posibilidad de tomarse la tarde libre e ir hasta allí, e incluso acercarse al lago, pero la sucursal de Clarksville tenía dos compradores potenciales, y había establecido sendas citas con ellos.
Aunque al final no lo hizo, le preocupó un poco pensar que había considerado esa posibilidad, la de coger el coche e ir a la zona donde se podía nadar, porque significaba que ya se había establecido en Texas. Si no se andaba con cuidado, pronto formaría parte del coro colectivo que solía empezar sus frases diciendo aquello de «No sabes lo que te perdiste, si hubieses estado aquí cuando…» Las quejas constantes que hablaban de lo moderno, lo barato, lo precioso que era Austin hasta hacía bien poco. O esa invocación de lugares o tiendas que ya habían desaparecido, como Armadillo, o el restaurante Liberty. O lo horrible que era ahora ir a Guadalupe Street y al Drag, no había modo de encontrar un sitio donde aparcar. Tendría que olvidarse de su yogur y tratar de llegar a tiempo a la primera cita.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo, y trató de dar marcha atrás en el hilo de sus pensamientos hasta localizar lo que le producía tanta ansiedad. Aparcamiento… Austin… Barton Springs… el lago. Era el lago. Hubo un doble asesinato allí el pasado otoño, dos chicas cuyos cadáveres fueron localizados en el solar donde iban a construir una gran mansión. Dos chicas, no eran hermanas, pero eran dos, y aquel suceso y sus circunstancias llamaron su atención, el hecho de que no hubiese habido manera de encontrar un motivo para los crímenes. Miriam, cuya experiencia le permitía leer entre líneas en las informaciones de la prensa, concluyó que la policía no tenía ni idea de nada. Sus amigas, en cambio, habían especulado a partir de los más mínimos detalles y concebido toda clase de extrañísimas conspiraciones. La televisión las había entrenado para que buscaran como fuese «una historia», un relato comprensible y «satisfactorio», aunque ésa era una palabra norteña que ninguna de sus amigas de Austin hubiera utilizado. Sus amigas estaban obsesionadas por los cambios que la ciudad experimentaba, una auténtica «mutación», como decían sus habitantes más veteranos. Los recién llegados hablaban en cambio de crecimiento y progreso, eran gente que había apostado mucho dinero en ese fenómeno de urbanización galopante. Para unos y para otros, los asesinatos tenían que tener su causa en ese fenómeno del enorme crecimiento. Las chicas asesinadas, las típicas que van con motoristas y rockeros, pertenecían a familias arraigadas en la ciudad, gente que vivía allí desde antes de que la zona se convirtiera en una de las más deseadas. Según las informaciones de la prensa, hacía tiempo que usaban aquella caleta del lago Travis para sus fiestas, y a ninguno de ellos se le había ocurrido dejar de merodear por la zona por la sencilla razón de que alguien comenzara la construcción de una casa en ese lugar. A Miriam le pareció que en realidad las chicas habían sido víctimas de las malas compañías con las que solían ir, aunque la policía llegó a interrogar al propietario del solar y a algunos de los obreros de la construcción que trabajaban allí.
Las amistades de Austin, centrándose en el choque entre lo viejo y lo nuevo, entre el progreso y el pasado, no se daban cuenta de que en realidad vinculaban los crímenes a sus propias vidas, y trataban así de convertir lo que era un caso horroroso, pero aislado y sin sentido, en algo que se podía narrar, por odiosa que fuera esa forma de entenderlo. No, la ciudad de Austin, tan liberal en sus costumbres, no podía aceptar un caso como aquél. De Austin se suponía que era una ciudad tolerante y amable, aunque Miriam comenzaba a sospechar que tal vez no fuera así en absoluto.
Por ejemplo, con la reintroducción de la pena de muerte en Texas, y de eso hacía sólo un año. Sus colegas del trabajo, sus vecinos, todo el mundo anduvo discutiendo ese hecho, diciendo que era una vergüenza, que no tenía sentido que Texas volviese a legalizar las ejecuciones, siguiendo el ejemplo de Utah. Y eso que sólo se había aplicado una única vez la pena de muerte de nuevo legalizada. Miriam prefería no participar en esta clase de discusiones, temía acalorarse y acabar sacando su experiencia personal como ejemplo para sus argumentos, y eso era precisamente lo que pretendía evitar a toda costa. Desde su llegada a Texas, hacía siete años, había disfrutado del lujo de que nadie la tratase como la madre mártir, la pobre y triste Miriam Bethany. De hecho, para todo el mundo ella era ahora Miriam Toles. Si alguno de sus conocidos recordaba el caso de las niñas Bethany, si esos nombres salían a la luz en el curso de las interminables discusiones sobre los asesinatos del lago Travis, a nadie se le podía ocurrir siquiera que Miriam tuviese relación alguna con ellas. Siempre pasaba de puntillas por sus años en Baltimore. «Un mal matrimonio, no funcionó, no tuvimos hijos, gracias a Dios, yo soy de Ottawa, me gusta más el clima de Texas.» Era todo lo que la gente sabía de ella.
Hubo momentos -la camaradería de las muchas copas o los porros, casi siempre a las tantísimas de la noche- en los que había estado a punto de dejar escapar alguna confidencia ante alguien. Nunca ante un hombre, pues si bien le resultaba notablemente fácil hacer amistades y meterse en la cama con ellos, no quería novios de ningún tipo, y una revelación de esa categoría habría podido propiciar que alguno de ellos tratara de tomarla muy en serio. Pero sí había tenido muy buenas amigas, y una de ellas, Rose, llegó a confiarle sus propios secretos. A sus treinta y siete años era todavía estudiante de Antropología, siguiendo una costumbre muy propia de Austin, donde abundaban las personas decididas a ser estudiantes toda la vida, y una noche se quedó con Miriam hasta muy tarde, después de una fiesta, y aceptó la idea de Miriam de darse un baño en la piscina de agua caliente. Mientras se bebían entre las dos una botella de vino, Rose comenzó a hablarle de cierta aldea remota de Belice donde había vivido unos cuantos años. «Un sitio surrealista -dijo Rose-. Habiendo vivido allí, creo que el realismo mágico no es una forma literaria. Esos narradores cuentan la realidad tal cual es allí.» Surgió el tema de la violación, contado de tal modo, sin pronombres, que no hubo modo de averiguar si Rose se refería a que había sido ella misma víctima de una violación o simplemente un testigo que no hizo nada por impedir que ocurriese. Miriam y ella estuvieron danzando esa noche en torno a la hoguera de sus respectivos pasados, proyectando bellas sombras que permitían a la otra sacar conclusiones. Pero en ningún otra ocasión volvieron a hablar de cosas personales, para alivio de Miriam y, tal vez, también de Rose. De hecho, casi no habían vuelto a encontrarse.
Cuando llegó al siguiente semáforo, Miriam abrió la agenda que había dejado en el asiento contiguo y buscó el lugar exacto de la primera cita. Un hombre se quedó mirándola desde la acera, y Miriam supo que estaba viendo en ella a la mujer que se ha hecho a sí misma, aunque en su caso la frase hecha abarcaba sólo una parte de su historia. Era cierto que las cosas le habían ido económicamente muy bien, y eso que había comenzado su vida en Austin casi desde cero. Pero su agenda encuadernada en piel, las medias y los zapatos de marca Joan Vass, el Saab con aire acondicionado: todo anunciaba públicamente que era una mujer de éxito al estilo de Austin. A Miriam, sin embargo, le interesaba más haber sido capaz de hacerse a sí misma en otro sentido, el haber podido crear a otra persona, Miriam Toles, que podía vivir su vida sin necesidad de que la tragedia asomara el hocico cada vez que daba un paso. Ya resultaba bastante duro ser Miriam Bethany por dentro. Miriam Toles era el caparazón, el envoltorio de color caramelo, la débil costra que le permitía, más o menos, esconder las complicaciones internas.
– Mamá, mira, se derrite todo -le dijo un día Heather mostrándole a su madre la palma de la mano manchada de amarillo, naranja, rojo y verde-. ¿Por qué mienten de esta manera?
Y Sunny intervino para afirmar tajantemente:
– Todos los anuncios mienten. -Con apenas once años, ya era una marisabidilla. E -insistió-: ¿Te acuerdas de cuando pedimos las muñecas que te regalaban enviando el cupón del tebeo de Millie la Modelo ¿Recuerdas que eran diminutísimas? -E hizo un ademán con los dedos para mostrar lo enorme que era la mentira y lo pequeñas que eran las muñequitas.
Mientras el coche seguía en punto muerto, Miriam se fijó en la fecha: 29 de marzo. Era el día. Por vez primera había llegado a esa fecha sin tener la abrumadora conciencia de que se aproximaba el «aniversario», la primera vez que no se metía en la cama sin temer la llegada de esa fecha, la primera vez que no despertaba en mitad de la noche bañada en el sudor de las más horribles pesadillas. El hecho de que las primaveras en Austin fuesen tan distintas ayudaba mucho, a finales de marzo casi comenzaba a hacer calor. Y también ayudó que la Pascua se hubiese adelantado bastante ese año. En cuanto quedaba la Pascua atrás, Miriam tenía la sensación de entrar en un periodo menos peligroso. Si estaban vivas… «Dios mío, si estuvieran vivas Sunny tendría veintitrés años, y Heather estaría a punto de cumplir los veinte.»
Pero no lo estaban. Si estaba segura de algo era de eso.
Una bocina, luego otra, otra, y Miriam pisó el acelerador casi a ciegas. Trataba de encontrar motivos por los cuales a Sunny y a Heather les alegraría no estar ahí. ¿La administración Reagan? No, ninguna de las dos habría sacrificado su vida para evitarse ese periodo. La música había mejorado, al menos desde el punto de vista de Miriam, y también era mejor la ropa, esa combinación de moda y comodidad, al menos en algunas marcas. Y a las dos les hubiera gustado Austin, por mucho que los antiguos habitantes de la ciudad pensaran que había acabado estropeándose del todo. Podrían haber ido a buenas universidades baratas, pasar largas noches en los clubs, comer hamburguesas en Mad Dog & Beans, probar migas en Las Mañanitas, tragar ruidosamente las pizzas congeladas de Jorge's y comprar en Whole Foods, la cadena de tiendas que combinaba milagrosamente lo orgánico con lo decadente, el mijo con cinco tipos distintos de queso bree. Sunny y Heather, ya mayorcitas, pensó Miriam, habrían disfrutado con ella de su sentido del humor, se habrían reído con ella de las absurdas contradicciones de Austin, de sus grandes virtudes. Habrían podido vivir allí.
Y morir allí. También en Austin se moría la gente. Algunas chicas eran asesinadas en un solar donde había una casa en construcción. Otras habían muerto en accidentes de coche provocados por conductores ebrios que perdían el control del volante en las carreteras serpenteantes de Hill Country, camino del mercado. Otras habían fallecido ahogadas en las inundaciones del Memorial Day de l981, cuando el agua, furiosa y velozmente, había crecido hasta convertir las calles en ríos traicioneros.
Miriam creía secretamente -o quería pensar secretamente- que el destino de sus hijas era morir asesinadas, que por mucho que pudiera regresar a aquel día aciago para cambiar las circunstancias, lo único que habría hecho sería posponer y cambiar la configuración de la tragedia. Sus hijas llevaban esa marca desde su nacimiento, tenían la señal de un destino que Miriam no habría podido cambiar. Ésa era una de las extrañas peculiaridades de los padres adoptivos, la sensación de que había factores biológicos que no podrías controlar jamás. En su momento a Miriam le pareció saludable, había admitido una cosa que los padres biológicos -en lugar de «naturales», aunque en Austin había personas que usaban todavía esa expresión carente de tacto, por muy buena que fuera la intención de quien la empleara- tenían graves problemas para aceptar. Que no era posible controlar a los hijos en todo, en absolutamente todo.
Miriam tuvo la suerte, sin duda, de conocer parcialmente a la familia de Sunny y Heather, a Estella y Herb Turner, los abuelos maternos. Al conocer la totalidad de la historia, Miriam se había sentido muy culpable, sobre todo cuando supo que Sally, la guapísima hija de los Turner, había huido de casa con sólo diecisiete años para casarse con un hombre que ellos no aceptaban, y después se negó a dejarse ayudar hasta que fue demasiado tarde. Era en 1959, cuando huir de casa para casarte con tu novio era presentado todavía como una aventura casi cómica: la escalera al pie de la ventana, la pareja atrapada siempre, aunque para acabar consiguiendo la bendición paterna. Eran tiempos en los que los matrimonios de la televisión dormían en camas individuales, y todo lo relativo a la sexualidad permanecía tan oculto que los jóvenes debían de pensar que aquellas sensaciones y aquellos sentimientos que albergaban, pero de los que nadie hablaba jamás, iban a hacerles estallar cualquier día. Sí, Miriam sabía, Miriam recordaba. No era mucho mayor que Sally Turner.
El resto de la historia la recompuso por su cuenta. El guaperas campestre y brutal procedente de una clase inferior, las objeciones de los Turner, que para Sally no eran sino muestras de esnobismo social, aunque en realidad demostraban el acertado instinto de los padres. Después de huir y casarse con aquel chico malo, Sally debió de sentirse muy orgullosa, tanto que no quiso llamar a sus padres para pedirles ayuda cuando su matrimonio resultó cada vez más violento. Sunny tenía justo tres años, y Heather era apenas un bebé, cuando su padre mató de un tiro a su madre, y después se suicidó. Los Turner supieron de modo casi simultáneo que su hija había muerto y que les dejaba a dos nietas necesitadas de alguien que las cuidara.
Por desgracia, hacía en ese momento sólo un mes que se habían enterado de que Estelle tenía cáncer de hígado.
Fue idea de Dave ofrecerse voluntariamente a adoptar a las niñas, y si bien Miriam sospechaba cuál podía ser la verdadera motivación de su marido -pues pensaba que Dave estaba más interesado en establecer aquel vínculo con los Turner que en las propias niñas-, ella misma se sintió más que dispuesta a la adopción. A sus apenas veinticinco años, había sufrido ya tres abortos. Y ahí tenían dos niñas preciosas, listas para irse con ellos, y cuya adopción no iba a ser un proceso largo ni complicado. Los Turner, como custodios de las niñas -pues las pequeñas no parecían tener otra familia, según pudo comprobar posteriormente el inspector Willoughby al investigar si el padre tenía parientes-, podían designar sin problemas a los padres adoptivos. Fue todo muy sencillo. Y, aunque pudiese parecer cruel, Miriam sintió un gran alivio cuando Estelle terminó falleciendo y Herb se largó de la ciudad, que es lo que todos pensaban que acabaría haciendo. Las niñas le recordaban demasiado a la esposa y la hija que había perdido. Y aunque sintió gratitud por el hecho de que desapareciera del mapa, también le despreció por la misma razón. ¿Qué clase de hombre tenía que ser para no querer participar en la vida de sus nietas? Incluso luego, conociendo toda la historia, Miriam seguía sintiendo aquella antipatía inicial que le produjeron los Turner, el exagerado cariño de Herb por Estelle, y su incapacidad para querer o apreciar absolutamente a nadie más. Seguro que Sally había huido porque en aquella preciosa mansión de Sudbrook no había sitio para ninguna otra persona, por culpa del desproporcionado amor que Herb sentía por Estelle.
Las niñas nunca llegaron a conocer toda la historia. Sabían, naturalmente, que eran hijas adoptivas, pese a que Heather se negó siempre a creerlo, mientras que Sunny alardeaba de tener muchísimos más recuerdos de lo que en realidad podía tener. («Teníamos una casa en Nevada -le contaba a Heather-, y había una valla alrededor. ¡Y teníamos un poni») Pero el súper honesto Dave, siempre partidario de la verdad en cueros, no soportaba la idea de contarles a las niñas ningún detalle: los novios que huían de casa, la furia asesina de su padre, la muerte de dos personas, la incapacidad de Sally para telefonear a sus padres y pedirles que la ayudaran a huir de su marido, aquel joven que tan mal les había caído a ellos en cuanto le conocieron. Miriam siempre había opinado que era mejor no contarles a las niñas toda la verdad, ni de pequeñas ni más tarde, mientras que a Dave le parecía que contarles esa historia serviría para marcar el paso de las niñas a la edad adulta, más o menos a los dieciocho años.
En cambio, a Miriam no le gustó nada la amable fantasía que inventó Dave como explicación ofrecida a las niñas en espera de que llegara de ese ulterior momento.
– Cuéntame cosas de mi mamá -le decían a Dave las niñas cuando las acostaba.
– Era muy guapa…
– ¿Y yo me parezco a ella?
– Muchísimo.
Era cierto, se le parecían. Miriam había visto fotos en los álbumes de casa de los Turnen Sally tenía el cabello rubio muy lacio, y un cuerpo de huesos delgados y pequeños.
– Era muy guapa y se casó con un hombre y se fueron a vivir lejos. Pero hubo un accidente…
– ¿Un accidente de coche?
– Más o menos.
– Pero ¿qué fue?
– Eso, un accidente de coche. Murieron en un accidente de coche.
– ¿Y nosotras, íbamos en el coche?
– No.
En realidad, sí estaban en la casa cuando ocurrieron las muertes. Eso preocupaba mucho a Miriam. Encontraron a las niñas en la casa, Heather en su cuna, y Sunny en un parque. Estaban ambas en otra habitación, pero ¿qué vieron? ¿Qué oyeron? ¿Y si Sunny recordaba alguna cosa más real que una casa en Nevada y un poni en el jardín?
– ¿Dónde estábamos nosotras?
– En casa, con la canguro.
– ¿Cómo se llamaba la canguro?
Y así seguía Dave, inventando los detalles hasta que toda aquella historia se convirtió en la mentira más colosal que Miriam había oído contar en su vida.
– Les contaremos la verdad cuando cumplan dieciocho años -decía siempre Dave.
¿Cómo se le podía ocurrir que la verdad había que decirla a cierta edad, como beber cerveza o tener el derecho a votar? Dave y Miriam se habían comportado como una pareja de ajetreados pero inexpertos castores que construían presas improvisadas para proteger sus secretos, y tratando de frenar el goteo de un riachuelo, cuando un auténtico terremoto amenazaba a sus espaldas con destruirlo todo. Al final todas sus mentiras acabaron saliendo a la luz y al mundo, pero pese a ello nadie se fijó, porque ¿quién iba a fijarse en aquellos jueguecitos en medio del universo post- apocalíptico, cuando ya estaban rodeados de tales montañas de escombros? El día en que Estelle y Herb Turner fueron a verles para pedir ayuda, Miriam creyó que estaba proporcionando un nuevo comienzo a dos criaturas inocentes. Al final, sin embargo, fueron las dos niñas quienes le proporcionaron a ella la oportunidad de volver a inventarse a sí misma. Y cuando las chicas desaparecieron, Miriam comprobó que con ellas había desaparecido también aquella nueva parte de su personalidad.
«Mierda -pensó girando a la izquierda pese a la señal de prohibición-, me voy a Barton Springs.» Pero al cabo de otra manzana regresó a su ruta anterior. El mercado inmobiliario de Austin comenzaba a perder fuerza. No podía arriesgarse a perder un solo cliente.
– Piensas más deprisa que la caja -dijo Randy, el encargado de la tienda de Swiss Colony.
– ¿Cómo?
– Esta caja registradora es capaz de calcular el cambio que hay que devolver, piensa por ti. Pero tú no le das tiempo. Te anticipas siempre, Sylvia.
– Me gusta que me llamen Syl -dijo ella estirándose las mangas del uniforme que la cadena Swiss hacía llevar a sus dependientas, aquel absurdo traje imitación de campesina de Baviera, con sus mangas abombadas y sus bordados. A las chicas les parecía odioso vestir esas blusas de escote bajo que dejaban los pechos al descubierto cada vez que se inclinaban a coger queso o salchichas de los mostradores refrigerados. Aunque en invierno les ponían un jersey de cuello de cisne por debajo del corpiño, en primavera, y abril estaba a punto de comenzar, resultaba difícil ponerse el jersey.
– Llámeme Syl, no Sylvia -insistió ella.
– Como tú digas, pero -dijo el encargado- has de espabilarte un poco y aprender a vender de verdad. Mira, si viene un cliente y te pide salchichas de verano, tienes que forzarle a llevarse también mostaza. Y si quieren una cestita para regalar, colócales la cesta grande, aunque te pidan la pequeña.
«No nos dan comisiones», iba a soltarle ella, pero sabía que era mejor callarse. Se arremangó la manga derecha, y la izquierda le resbaló hasta la muñeca. Se arremangó la izquierda, y la derecha resbaló. Bien, si Randy quería mirarle el hombro, que lo hiciera.
– ¿Es que no necesitas este empleo, Sylvia?
– Llámeme Syl -dijo ella-. Es un diminutivo de Priscilla, no de Sylvia.
Trataba de subrayar el nombre que había elegido, pretendía convertirse en Priscilla Browne, una joven de veintidós años, de acuerdo con los datos de los documentos que les había mostrado: un certificado de nacimiento, una tarjeta de la Seguridad So cial y una tarjeta de identificación estatal, aunque no tenía carnet de conducir.
– Estás un poco malcriada…
– ¿Cómo dice?
– No tienes experiencia laboral, prácticamente. Dices que no te dejaron trabajar cuando ibas al instituto… Y ahora, ¿dónde dices que te has matriculado…? -El encargado bajó la vista para mirar los datos de la hoja que tenía en una carpeta-. ¿El Fairfax College? Una universidad de niñas bien, ¿eh?…
– ¿Cómo?
– Tu papá te daba mucho dinero, te malogró del todo. No te hizo falta trabajar, claro.
– Bueno, digamos que sí. -«Es cierto, ese hombre me malogró del todo.»
– En fin, el negocio no marcha demasiado bien estos días. Después de Navidad se pararon las ventas, y sigue así. Tengo que adelgazar la estructura…
El hombre la miró con actitud expectante. Era uno de los momentos que más temía ella. Desde que la echaron de la casa y se vio forzada a vivir por su cuenta, se había visto sometida con frecuencia a esa clase de situaciones, y forzada a hablar en el dialecto que ella creía que era el de la «normalidad». Las palabras eran más o menos las mismas del idioma que ella conocía, pero se hacía líos en cuanto a su significado. Si alguien dejaba una frase abierta y esperaba que ella la completara, tenía siempre mucho miedo a confundirse y decir cualquier barbaridad, algo que no encajara en absoluto y la delatara de forma automática. Al oír lo de «adelgazar» ella supuso que tenía que comprender que lo que el encargado estaba pensando era en la necesidad de incluir en su oferta una línea de productos de dieta, bajos en calorías. Pero enseguida comprendió que no, que «adelgazar la estructura» significaba otra cosa muy distinta. Lo que quería decir era que… ¡Oh, no, iban a despedirla! ¡Otra vez!
– No te llevas bien con la gente -dijo Randy-. Eres lista, pero como vendedora no vales mucho.
– ¿Seguro que no? -dijo ella, con los ojos a punto de soltar lágrimas.
– Tienes que vender -insistió él-. Ése es tu cometido, vender.
– Mejoraré -dijo ella-. Venderé más y envolveré las cosas muy bien… -Miró a Randy desde debajo de sus pestañas humedecidas, y prefirió callar. El encargado no iba a dejarse convencer. En esto, su instinto no le fallaba nunca-. ¿Tengo que irme hoy mismo? ¿Puedo terminar el resto de mi jornada?
– Eso lo decides tú misma -dijo él-. Si quieres cobrar las cuatro horas que te quedan, sigue trabajando. Y si te vas, no las cobras.
Durante un segundo entero pensó en quitarse el uniforme allí mismo y largarse en ropa interior. Vio a una actriz hacer exactamente eso en una película, y su actitud había resultado impresionante de verdad. Pero su propia situación era distinta, allí no había nadie dispuesto a aplaudirla si decidía liberarse. En ese momento la tienda estaba vacía, y eso había sido parte del problema. Ni siquiera la vendedora más concienzuda y más capaz de presionar a los clientes iba a vender más quesos, simplemente porque no había a quien venderle nada. La cuestión era que había que prescindir de un empleado, y le había tocado a ella: por ser la última en llegar, por ser la menos competente, la más tristona. No era capaz de engatusar a los clientes para que comprasen más. Más bien intentaba convencerles de que no comprasen ciertos productos, sobre todo esos quesos tan malolientes, porque cuando se ponía a envolverlos le daban ganas de vomitar.
Era el segundo empleo que perdía en apenas ocho meses, y otra vez era por la misma razón. No se llevaba bien con la gente. No tenía iniciativa. No era capaz de imponerse. Quiso discutir, explicar que trabajos como el suyo, por los que apenas pagaban el salario mínimo, no eran de los que permitían al dueño exigir ninguna clase de iniciativa por parte de sus empleados. Finalmente, ella sabía dejar correr las horas. Sabía soportar el lento paso del tiempo. Soportaba el aburrimiento mucho mejor que nadie. ¿No bastaba con eso? En apariencia, no.
En noviembre pasado, cuando acudió a la entrevista de selección de personal, cuando contrataban dependientas para la campaña de Navidad, ya sospechó que Randy no se sentiría muy dispuesto a contratarla a ella, precisamente. No le estimulaba su instinto protector. Randy era gay, pero el motivo no era ése. Si podía evitarlo, ella hacía lo posible por no utilizar el sexo a su favor. Sencillamente, había personas a las que les caía muy bien y otras a las que no, y hacía ya mucho tiempo que no trataba de averiguar el porqué. Lo importante era solamente hacer lo posible por identificar a aquellos a los que, en caso necesario, se veía capaz de manipular. A su modo, el hombre al que le hacían llamar tío quiso quedarse con ella, mientras que tía la odiaba. Tenía la impresión de que la gente necesitaba sólo un minuto para saber si les gustaba o no, y no había modo de hacerles cambiar esa primera reacción.
– ¿Sabe qué le digo? -dijo a Randy-. Que si me va a despedir, no tengo las menores ganas de seguir trabajando aquí. El viernes vendré a por mi última paga. Entonces le dejaré el uniforme.
– No voy a pagarte -dijo Randy.
– A que no se atreve. -Y le dio la espalda haciendo que la ancha falda roja flotara un instante en el aire.
– Lo quiero de la tintorería -dijo él-. Me lo devuelves recién salido de la tintorería.
Salió a los pasillos del centro comercial, un lugar tristón y anticuado que se había quedado sin buena parte de su clientela desde el día en que inauguraron Tysons Córner en el barrio oeste, un nuevo y más reluciente centro comercial. El antiguo tenía en cambio la ventaja de contar con una parada de metro al lado mismo, y por eso lo había elegido ella. No tenía coche. De hecho, ni siquiera sabía conducir. El hombre al que tenía que llamar tío se negó a enseñarle. Y cuando decidieron que a la chica no le quedaba otro recurso que irse de casa, no quedaba tiempo de ir a una escuela y aprender a conducir. Luego, incluso cuando ya llevaba algún tiempo trabajando seguido, le costaba hacerse a la idea de pagar todo el dinero que pedían en las academias. Tendría que seguir trabajando en lugares a los que pudiera ir usando el transporte público, al menos hasta encontrar a alguien que quisiera enseñarle gratis a llevar un coche. Se paró a pensar en la clase de relación que tendría que establecer para que alguien quisiera enseñarle a conducir, e hizo una mueca de disgusto. Y no era que no sintiera nunca el impulso natural de tener relaciones sexuales. Le gustó mucho ver a Mel Gibson en una película titulada Mad Max. Viéndola tuvo la sensación de que en ese mundo ella se hubiera manejado bastante bien, en caso necesario, un lugar en donde había un solo bien que se intercambiaba, y en donde cada uno cuidaba de sí mismo. O de sí misma. El problema radicaba en que ella se había acostumbrado a mantener, en las relaciones sexuales, una actitud a la defensiva, tratando de no salir perjudicada. «Vale, vale, lo haré, pero no vuelvas a hacerme daño.» Para ella, el sexo era como una moneda y no sabía verlo de otra manera. Si Randy no hubiera sido gay, por ejemplo, probablemente habría acabado arrodillándose delante de él, aunque eso fuera para ella el último recurso. Lo mejor era prometerlo, y no darlo casi nunca. Le había funcionado con su jefe en Chicago, en la pizzería. Hasta el día en que apareció la esposa de aquel tipo.
Cuando el hombre al que tenía que llamar tío le dio cinco mil dólares y le proporcionó otro nombre, pensó que lo mejor era irse a vivir a una gran ciudad. En las ciudades era más fácil mantener el anonimato, y en medio de tantísima gente y de edificios tan grandes pensó que se sentiría más segura. Decidió primero irse a San Francisco, a Oakland, pero no encajó bien. Gradualmente, casi sin darse cuenta, comenzó a regresar hacia el este siguiendo un camino en zigzag. Phoenix, Albuquerque, Wichita, Chicago otra vez. Finalmente llegó al norte de Virginia, a la ciudad de Arlington, una población densa y enérgica, pero sobre todo un lugar de paso, un sitio donde la gente iba y venía tan rápidamente que nadie pretendía establecer grandes amistades con nadie. Se instaló a vivir en Crystal City, la ciudad de cristal, y ese nombre la hacía reír. Le parecía súper falso, como el escenario de una película de ciencia ficción. Baltimore estaba a no más de setenta kilómetros, Glen Rock a unos cuarenta más, pero el río Potomac le parecía tan ancho y tan imposible de navegar como si fuese un océano, un continente, una galaxia. Procuró no acercarse nunca al centro.
Cuando salió de la tienda fue a sentarse en un banco, sin salir del centro comercial. La enorme falda se le hinchó a los costados, la aplanó con las manos, pero en cuanto la soltó se hinchó de nuevo. Centro comercial: una expresión que conocía bien. Todos eran parecidos, en todas las ciudades por las que pasaba. Los había deslumbrantes y modernísimos, y en ellos latía la energía de la gente que los abarrotaba, mientras que otros, como aquel en el que había trabajado en esta ocasión, eran más bien tristes, unos lugares casi abandonados y solitarios. Pero en todos había cosas similares: el olor intenso a canela y pastelería dulzona, el aroma a ropa nueva, las numerosas perfumerías.
Bajó hasta la galería de vídeos, adonde solía ir cuando le llegaba el tiempo de descanso. Jugaba a videojuegos infantiles, a Pac Man y Frogger, y comenzaba a dominarlos, tanto que, con apenas uno o dos dólares, podía jugar una hora entera. Captaba las pautas y los ritmos, entendía las posibilidades, que eran finitas. A esa hora, como faltaba bastante para que los críos salieran de los colegios, se encontró casi sola, y estaba segura de tener un aspecto la mar de raro: una joven disfrazada de campesina bávara agarrada a un joystick y tratando de conseguir que una mancha amarilla se zampara unos huidizos puntitos. Ese día avanzó lo suficiente en el desarrollo de la partida como para alcanzar la fase final de la cacería, pero gastó la última de sus vidas antes de que llegara el bebé Pac en su cochecito. Con esa máquina raras veces llegaba al bebé Pac. Estaba programada a un ritmo demasiado rápido para ella, y acababa siempre fracasando en la última parte del juego, cuando contaba hasta cada milisegundo.
Utilizó la última moneda de veinticinco centavos que le quedaba para comprar el Washington Star, y leyó los anuncios clasificados en el metro, metiendo de vez en cuando la mano en el bolso para comerse unos cuantos M &M. Estaba estrictamente prohibido comer y beber en el metro, pero a ella le gustaba violar esa clase de reglas tan estúpidas. Solía decirse que tenía que practicar ese tipo de rebeldía, por si un día se veía obligada a engañar a quien fuera. Le hubiese gustado ser capaz también de ser más lista que el sistema de billetes del metro, que cobraba tarifas diferentes según la ruta recorrida y exigía presentar el billete a la salida. Saltar el torniquete no era en absoluto su estilo, pero imaginaba que debía de haber alguna manera de burlar el pago, que no era barato precisamente.
No había pretendido ser de esa manera. Un ser furtivo y tramposo. Se podía argumentar que, en todo caso, ya no necesitaba serlo. Tenía un nuevo nombre y con él una nueva vida. «Una pizarra en blanco -le prometió tío-. Una oportunidad para empezar de cero, sin nadie que te fastidie. Podrás ser lo que tú quieras. Y si me necesitaras alguna vez, me tendrás siempre aquí, a tu disposición.» Pero no podía siquiera imaginar la posibilidad de necesitarle. Confiaba en no volver a verle nunca más. Se tapó la cara con las manos, en un ademán instintivo. Pero las apartó enseguida, olían a queso y a plástico. Aunque no había hecho su horario completo, las manos le olían a queso y a plástico de envolver.
Una vez de vuelta en su casa, un pequeño estudio, se quitó el disfraz de campesina y luego lo bajó a la lavandería del sótano. Aunque Randy dijo que había que llevarlo a la tintorería, en realidad no hacía ninguna falta. Randy era un chulo de mierda. Pero se olvidó de fijarse en lo que estaba haciendo, y lo tuvo en la secadora a la temperatura máxima durante una hora, sin darse cuenta de que esas máquinas eran muy potentes, y cuando lo sacó se había encogido tanto que parecía un vestidito para una niña de doce años, o para una enana. Seguro que Randy aprovecharía el accidente para negarse a pagarle la última paga, y de todos modos obligaría a una dependienta pequeñita a ponérselo pese a todo, para que algún cliente de los que compraban sus estúpidos quesos se riera a gusto. «Que se joda.» Tiró el uniforme a la basura y subió otra vez al estudio, tenía mucho que hacer. Le tocaba terminar un trabajo para la clase de Estadística, tenía que haberlo entregado hacía algunos días. Por suerte el profesor de esa asignatura era un anciano de manos temblorosas que apenas protestaría por su poca diligencia.