El quinto y último paso
del Quíntuple Camino,
el swadhayaya, es la liberación a
través del autoconocimiento:
¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí?
(Adaptación de diversas enseñanzas
en torno al Agnihotra)
En cuanto cruzó el umbral de la casa de Nancy Porter, donde ya había empezado la fiesta, Infante supo que en medio de la concurrencia había un objetivo interesante. Habría podido localizar a la desafortunada señorita incluso a un kilómetro de distancia. Era una morena vestida con un traje rojo. Estaba medio vuelta hacia la puerta. Y era bastante bonita. Bueno, excepcionalmente guapa, si bien con un estilo que solía gustar más bien a las mujeres: delgada, ojos luminosos, melena abundante. Eso era lo primero que llamaba la atención. La había invitado Nancy, que tenía buen ojo, según Infante tuvo que reconocer, pero al inspector le fastidiaba bastante esa actitud de casamentera, eso de «ponlos juntos y ya verás cómo acaban gustándose», como si él sólito no fuera capaz de encontrar pareja, como si eligiera siempre mal.
Bueno, ¿y qué pasaba si eso último fuese una verdad indiscutible? Era un chico mayor. Nancy debería cuidar de sí misma y dejar que Infante se buscara la vida.
Inspeccionó la habitación, buscando una conversación en la que sumergirse, tratando así de hacer más complicado que la amiga de Nancy encontrara la oportunidad. Y no valía la pena enfrentarse a Nancy, que naturalmente, como anfitriona, iba y venía de la cocina al comedor, llenando de nuevo las bandejas y los platos. Lenhardt aún no se había presentado, y el marido de Nancy no sentía la menor simpatía por Infante, cosa normal, pues a Andy Porter le disgustaba cualquier hombre que pasara horas solo con su mujer, incluso en las circunstancias más inocuas. Siguió escaneando la sala, notando que la morena se le iba aproximando, hasta que de repente la mirada de Infante se posó en un rostro conocido, pese a que le costó un segundo identificar a esa mujer, aquel rostro redondo y agradable. Kay… Kay ¿qué más? Sí, hombre, la asistente social.
– Hola -dijo ella, tendiéndole la mano-. Kay Sullivan, del hospital de St. Agnes, ¿me sitúa?
– Ah, claro, la…
– Esa misma.
Estaban los dos un poco tensos. Kevin comprendió que, si pensaba librarse de los planes de su querida Nancy, iba a tener que mostrar recursos mucho mejores.
– No sabía que Nancy y usted fueran amigas.
– Nos volvimos a encontrar en la Casa de Ruth. Vino a dar una conferencia sobre uno de los casos sin resolver más antiguos del condado, el caso Powers.
Infante lo recordaba muy bien. Jamás olvidaba sus propios casos. Era el de una mujer, separada del marido, y una dura pelea por la custodia de la hija. Ella salió una tarde del trabajo y ni ella ni su coche fueron vistos nunca más.
– Ah, ya. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Casi diez años. La niña ya es una adolescente. Su propia situación es tremenda. Imagine, vive sabiendo que el sospechoso número uno fue su padre, aunque jamás se pudiera demostrar nada. Lo que yo no recordaba es que el hombre había sido policía, antes de trabajar en la segundad privada.
– Ya.
Otra pausa tensa, preguntándose por qué razón Kay Sullivan había sacado a colación ese caso y ese dato. ¿Insinuaba que la policía de Baltimore tenía una naturaleza delictiva? Finalmente, Stan Dunham no hizo otra cosa que encubrir un asesinato.
– ¿Le ocurre alguna vez que…? -comenzó a decir Kay.
– No.
– Pero si ni siquiera sabe qué iba a preguntarle…
– He deducido que era sobre Sunny Bethany. -Kay enrojeció vivamente-. No, no estamos en contacto. Creo que Willoughby habla con su madre de vez en cuando. Lo cual me recuerda…
Volvió la cabeza, recordando que el policía retirado debía de ser uno de los invitados, y en efecto le vio, con un jersey de color arcilla y hablando, precisamente, con la morena del vestido rojo. Willoughby tenía muy buena vista para las mujeres, tal como Infante había podido comprobar desde que comenzó a jugar con él al golf. Le sorprendió, y también, justo era reconocerlo, le gratificó especialmente que Willoughby prefiriese su compañía a la de la gente de camisa almidonada que solía frecuentar en el club de Elkridge. Al fin y al cabo, los dos eran sobre todo policías. Y Willoughby era uno de esos hombres que gustan de calentarse al sol de la mirada que provocan en las mujeres guapas. Al viejo le gustaba mucho Nancy, salían a comer juntos una vez al mes, como mínimo. Y en ese momento lo más probable era que estuviera tratando de arrastrar a la morena hacia el muérdago, para arrancarle un beso.
– Disculpe, he de ir a saludarle.
– Claro -dijo Kay-. Naturalmente. Pero si tiene noticias de Sunny… Dígale que fue muy amable acordándose de devolverle a Grace sus pantalones recién salidos de la tintorería y remendados. Que se lo agradecí muchísimo.
Habló con voz tristona pero resignada, como si estuviese acostumbrada a que la dejaran sola en las reuniones sociales. Infante cogió un ravioli de col a la polaca de una de las bandejas, y lo mojó a fondo en la salsa amarga. ¡Bendito el pasado polaco de Nancy, una mujer que sabía organizar fiestas como nadie! Para Infante, los acontecimientos de la pasada primavera habían formado parte de su trabajo, pero para Kay tuvieron que representar una serie de historias emocionantes, una distracción para una vida sin alicientes, dedicada a… bueno, lo que fuera que hiciesen los asistentes sociales en un hospital. Pasarse el día peleando con los impresos del seguro, supuso.
– ¿Grace? -preguntó a Kay-. ¿Es su hija? ¿Qué edad tiene? ¿Es hija única?
Kay se animó de repente y comenzó a explicarle con detalle cosas de su hija y su hijo, e Infante escuchó diciendo que sí con la cabeza, mientras arremetía con los magníficos ravioli polacos. Al fin y al cabo, si quería algo, la morena podía esperar…
– ¿Cómo se llama? -preguntó en español el hombre que estaba delante de la tienda, y Sunny hizo un gran esfuerzo por no mirarle fijamente el defecto que tenía en la boca.
Su madre la había avisado de que la primera vez que le veías Javier resultaba un poco inquietante, y Sunny había deducido que además se trataba de alguien que no hablaba bien. En Virginia, mientras hacía los preparativos del viaje, imaginó que era mudo, una especie de Quasimodo que sólo se comunicaba con gruñidos y gemidos.
El hombre insistió, sin que el hecho de que la mirada de Sunny se alejara de su rostro le perturbara en absoluto, acostumbrado sin duda a esa clase de evasivas visuales, tal vez incluso agradecido por ello. Y le volvió a preguntar, de nuevo en español:
– Es la hija de la señora Toles, ¿verdad?
Aunque Sunny llevaba semanas escuchando cintas de un curso de español, y pese a que no tenía demasiados problemas con el español escrito, se dio cuenta de que tenía que traducir al inglés todo lo que le decían, palabra por palabra, pensar luego su respuesta en su lengua materna, y después traducir esa frase al español: todo un complicado proceso muy poco eficiente. Su madre le dijo que no siempre sería así, si decidía quedarse.
– Soy -empezó a decir en español, y luego se corrigió y volvió a empezar de nuevo-: Me llamo -dijo ahora- Sunny.
Seguro que a Javier le importaba poquísimo cuáles pudieran ser sus demás nombres, sus otras identidades, qué nombre ponía en su carnet de conducir y en su pasaporte. En esos documentos figuraba el nombre de Cameron Heinz. Sin embargo, ese nombre fue quedando atrás a medida que avanzaba en el recorrido que la llevó de aeropuerto en aeropuerto, y después en el itinerario que hizo hasta llegar finalmente a esa calle de San Miguel de Allende, que en muchos sentidos era una recreación del viaje que había llevado a cabo su madre hacía ya dieciséis años. Sunny no lo sabía aún, no lo sabría hasta más tarde, cuando fueron juntas con Miriam a Cuernavaca. Mientras, en Estados Unidos, Gloria Bustamante esperaba a que Cameron Barb Ruth Sunny decidiera quién quería ser. La elección no resultaba fácil, y las cosas se habían complicado todavía más ese mismo verano con la muerte de Stan Dunham, que había dejado unos bienes que, según Gloria, Sunny tenía que reclamar por el hecho de haber sido indirectamente la víctima del viejo Dunham así como, durante un periodo breve, su nuera. ¿Podía reclamar esa herencia? ¿Debía hacerlo? Y si al reclamar esa herencia, el resto de los ahorros de Stan Dunham, lo hacía como Sunny Bethany, ¿cuánto tiempo tardaría en ser descubierta? Y Sunny, mejor que nadie, sabía que cada ordenador y cada pulsación de cada tecla dejaba tras de sí un rastro.
En cambio, en San Miguel de Allende podía llamarse como quisiera. Durante las dos semanas siguientes.
– Me llamo Sunny -dijo en español.
Javier rio y señaló al cielo.
– ¿Como el sol? ¡Qué bonito nombre!
Sunny se encogió de hombros, no entendiendo casi nada. Una cosa era parlotear de cosas sin importancia en inglés, y otra muy diferente hacerlo en ese idioma que apenas conocía. Empujó la puerta de la tienda, y al abrirla hizo sonar una campana de viento. Se acordó de El hombre de la guitarra azul, que también tenía una de esas campanas en la puerta de la calle. El sonido de la tienda de su padre, sin embargo, era bastante más grave, y mucho menos alegre.
La madre de Sunny -¡su madre!- estaba atendiendo a una clienta, una mujer bajita y fornida de voz ronca, que daba golpecitos y empujones a los pendientes que Miriam iba disponiendo sobre el mostrador, como si aquellos objetos la disgustaran.
– Ésta es Sunny, mi hija -dijo Miriam, pero el obstáculo que significaban el propio mostrador y la clienta le impidieron salir a darle el abrazo que sin la menor duda era lo que su madre quería hacer en ese momento.
«Quiere darme un abrazo, a que sí.» Aquella mujer inspeccionó durante un instante a Sunny, y se dio la vuelta otra vez para torturar de nuevo las joyas. Era como si cada uno de los pendientes perdiera brillo cuando ella los tocaba, como si se ensombreciera y se doblara nada más sentir el tacto de sus dedos rollizos. Sunny se preguntó si algún día dejaría de ver así a todos los extraños, si seguiría toda la vida centrándose en observar sus defectos, si dejaría de intentar descubrir desde que los conocía, y lo antes posible, si se trataba de personas que tenderían a ayudarla o a perjudicarla. Era obvio que esa actitud no era buena.
– Debe de haber salido a su padre -dijo la mujer, y Sunny recordó lo feliz que se sintió el día en que derramó sobre la cabeza de la señora Hennessey, en la sala de descanso de la redacción de la Gazette , una lata entera de Pepsi Light. Lamentaba, por decirlo con acritud, algunas de las cosas que había hecho en la vida, pero ésa no la lamentaba en lo más mínimo. Todo lo contrario, era uno de los momentos más brillantes de su vida. Tenía que contarle esa historia a su madre, lo haría cuando viajaran juntas a Cuernavaca. Pensándolo bien, era una de las pocas cosas que podía contarle, una de las muy escasas que no las entristecerían ni inquietarían.
Sunny estaba algo nerviosa, de hecho, pensando en cuáles eran las cosas de las que podía charlar con su madre. Sin embargo, todo resultó ser mucho más fácil de lo que ella se imaginaba. Al día siguiente, yendo en tren hacia México D.F., comenzaron a hablar de Penelope Jackson, especularon sobre dónde podía encontrarse, pues seguía en paradero desconocido. Por fortuna, apenas cuarenta y ocho horas después de separarse de ella y llegar a Seattle, Penelope había dejado de utilizar las tarjetas de crédito de Sunny. Menos mal. Ya habían subido al autobús que las llevaría a Cuernavaca cuando por fin Miriam tuvo arrestos para preguntarle a Sunny si en su opinión Penelope había matado a Tony, y Sunny contestó que ella creía que sí, pero que no lo había hecho por dinero, que a Penelope sólo se le ocurrió reclamar la pensión vitalicia de Tony después de que éste hubiera muerto, y que sólo entonces descubrió que esa pensión terminaba con su muerte.
– Pero sí me pareció claramente capaz de matar a alguien. Su mirada era muy malvada. Desde el primer momento supe que era capaz de obligarme a hacer lo que ella quisiera.
Hablaron también del inspector Willoughby, que seguía enviando correos electrónicos en los que, mediante toda clase de complicados rodeos, insinuaba que cualquier día bajaría a México para jugar al golf, y preguntaba si había algún buen campo cerca de San Miguel de Allende. Miriam dijo que no tenía la menor intención de animarle a viajar hasta allí. Y Sunny replicó que debería hacerlo, al fin y al cabo, tampoco pasaba nada por tenerle de vecino una temporada.
Al final -no fue al día siguiente, ni tampoco al otro, sino al cabo de unos cuantos días, cuando estaban sentadas en el jardín de Las Mañanitas, viendo pasear a los pavos reales blancos-, Sunny le preguntó a Miriam si le parecía verdad una afirmación que le había oído a Kay, hacía ya un montón de tiempo. Eso de que las tragedias servían para revelar los puntos fuertes y los puntos débiles de las personas, de las familias. Las «fisuras», ésa era la palabra que empleó Kay.
– Lo que me estás preguntando en realidad -dijo Miriam- es si fue por tu culpa que tu padre y yo terminamos separándonos, me parece. Mira, Sunny, las separaciones no son jamás por culpa de los hijos. En cualquier caso, vuestra desaparición sólo acabó retrasando la fecha en que me fui. Hacía años que lo estaba pasando muy mal.
– Pero me refiero justamente a eso -dijo Sunny-. Volviendo la vista atrás, durante todos los años de lejanía, siempre me decía a mí misma que la nuestra era una familia feliz, que yo había sido muy tonta cuando anhelaba otra clase de familia. ¿Te acuerdas del día en que encontramos entre las raíces de los árboles aquel montón de platitos de una vajilla de muñecas? ¿Recuerdas la vez que papá compró dos ejemplares del libro ¿Dónde se encuentra la vida silvestre?, les arrancó las tapas y utilizó las ilustraciones para decorar la habitación de Heather con la historia de Max y su viaje? La casa de Algonquin Lañe estaba llena de magia, siempre lo creí, y sin embargo para ti era una cárcel. O yo me equivocaba, o te equivocabas tú.
– No es necesariamente así -replicó Miriam-. Por cierto, quien puso las ilustraciones del libro, una por una, en la habitación de Heather fui yo. Pero si en lugar de decírtelo me lo callase, ¿cambiaría tus recuerdos? ¿Significaría que tu padre no os quería tanto como tú pensabas? En absoluto.
Al final de la jornada, cuando ya se había hecho oscuro, tan oscuro que ya no se veían los rostros y no quedaba nadie más en todo el jardín, y tenían la sensación de estar completamente solas en aquel lugar, por fin se decidieron a hablar de Stan Dunham.
– Si tú o Heather hubieseis hecho alguna cosa mala, vuestro padre habría actuado del mismo modo -dijo Miriam.
– Yo pensaba… -empezó a decir Sunny. Pero su madre no tenía intención de dejarla hablar en ese momento.
– Eso es lo que suelen hacer los padres, Sunny, tratan siempre de rectificar los errores cometidos por sus hijos, tratan siempre de protegerles. Para que, aunque los padres se sientan muy desgraciados, los hijos puedan seguir siendo felices. Ningún padre puede ser feliz si su hijo se siente desdichado.
Sunny le dio vueltas mentalmente a esa frase. Y no iba a quedarle más remedio que aceptar la palabra de su madre. Si sabía algo acerca de sí misma es que no se sentía preparada para ser madre. No le gustaban nada los niños. Casi todos la fastidiaban, como si le hubiesen robado su vida. Pensaba así, por mucho que supiera que eso carecía de lógica. Era ella quien se había dedicado a robar vidas ajenas, la que se había apropiado de los nombres y de la historia de unas pobres niñas que jamás habían llegado a vivir más allá del jardín de infancia.
– De todos modos, siempre he pensando que vuestro padre jamás le hubiera causado a nadie tantísimo daño como el que Stan Dunham nos infligió a nosotros -dijo Miriam-. Dices que fue amable contigo, y me alegro de que fuera así, se lo agradezco. Pero no le puedo perdonar que nos hiciera lo que nos hizo, ni siquiera ahora que ya está muerto.
– En cambio me has perdonado a mí.
Ése era exactamente el golpe que no podía dejar de toquetearse Sunny, de la misma manera que de pequeña fue incapaz de dejar de andar tocándose la costra de la vacuna, y por eso, porque no la había dejado en paz, estaba tan tierna y fue por lo tanto tan vulnerable al golpe que le dio Heather con el matamoscas.
– Tenías sólo quince años, Sunny. No hay nada que perdonar. No eres responsable de nada. Y tu padre, si todavía viviese, tampoco te echaría a ti ninguna culpa. No, Sunny, no eres culpable de nada.
– Heather sí me echaría la culpa.
Sunny se quedó pasmada cuando vio que esa frase provocaba una carcajada por parte de su madre.
– Mira, puede que sí. Heather se agarraba a sus resentimientos con la misma fuerza que a una moneda de un centavo. Pero me parece que ni siquiera Heather podría negar que tú no le deseaste nunca ningún daño.
Se oyó el chillido casi humano y estremecedor de un pavo real. Sunny pensó en la mera posibilidad de que Heather pudiese expresar su opinión. Por mucho que su madre creyese que Heather pensaría así, Sunny supo que jamás en la vida estaría segura de que su hermana habría bendecido su comportamiento.
Pero todas estas conversaciones no llegarían hasta mucho después, conforme los viajes, el tiempo y la oscuridad permitieron que llegaran a tener momentos de mucha intimidad.
En ese momento se encontraban aún en la tienda de San Miguel, todavía se sentían extrañas, como dos personas que no se conocieran demasiado bien. Y justo entonces, por encima de la figura bajita de la clienta, Miriam hizo un gesto de burla, puso los ojos en blanco y sacó la lengua sin que la mujer se diera cuenta. «La misma cara que pongo yo -pensó Sunny-, cada vez que alguien se carga el sistema porque ha descargado lo que no debía, y tengo que ponerme a arreglarlo porque no tienen ni idea y tocan lo que no tendrían que tocar.»
– Sí, salió a su padre -contestó Miriam a la observación de aquella cliente antipática-. Es la primera vez que viene a México, y vamos a pasar las Navidades en Cuernavaca, en el hotel Las Mañanitas.
– No iría a Cuernavaca aunque me pagaran -dijo la señora-. Las Mañanitas, unos precios exagerados, la verdad.
Y dicho esto se apartó del mostrador ayudándose de un empujoncito, lo mismo que quien se aparta de una mesa tras haber comido de forma tan excesivamente copiosa que no ha acabado de gustarle, y con su paso bamboleante se largó de la tienda sin tomarse siquiera la molestia de decir gracias ni adiós.
– Y pensar -dijo Miriam mientras rodeaba el mostrador para acercarse a Sunny y abrazarla- que he estado a punto. ¡A punto de invitar a esa mujer tan encantadora a venir con nosotras a Cuernavaca!
»¿Qué tal te ha ido el viaje, Sunny? ¿Estás muy cansada? ¿Prefieres ir a mi "casita" y echar la siesta, o prefieres que vayamos primero a comer?
»¿A qué hora te has tenido que levantar esta mañana? Menudo viaje, seguro que se te ha hecho interminable…
«Sólo he tardado treinta años», estuvo a punto de decir Sunny. Treinta años, y una mancha de aceite en la carretera.
Pero decidió decir algo más sencillo, algo que sabía que su madre iba a comprender a la primera, expresar una necesidad que una madre, que cualquier madre, entendería enseguida. Al igual que Max, el personaje del libro que iba en busca de los lugares donde se encontraba la vida salvaje, que acabó cansado de aquella expedición, que navegó de vuelta a su casa y se quitó el disfraz de lobo. Eso quería Sunny, estar de una vez en un lugar en donde alguien la quisiera de verdad, a pesar de que ella estaba aún convencida de haber perdido todo derecho a esa clase de amor sin condiciones.
– Tengo hambre -dijo-. En los aviones ya no te dan ni siquiera comida, al menos en clase turista. En realidad, no me había subido a un avión desde que fui a Ottawa contigo, y entonces era una cría.
De repente se vio a sí misma y a Heather, las dos con los vestiditos iguales, el de Sunny manchado de los M &M que habían ido repartiéndose durante el vuelo, y el de Heather, en cambio, impecable y sin arrugas, como si fuesen sendas copias femeninas de los personajes de aquel antiguo cómic de Goofus y Gallant. Qué diablos, Sunny tuvo que admitir interiormente que Heather supo que Tony era un mal bicho, y lo supo desde la primera vez que le vio. Apenas era una cría de once años, a punto de cumplir los doce, y ya era muchísimo más espabilada que ella, que ya tenía quince.
– ¿Vamos a comer por ahí? -dijo finalmente Sunny.
Se cogieron del brazo y salieron a la calle, animadísima y llena de gente, bañada de luz, y Javier les dijo algo, a voz en grito porque en ese momento pasaba por allí un autobús muy ruidoso. Sunny no entendió nada de nada, pero interpretando los complicados ademanes con los que acompañó sus palabras, dedujo que lo que les decía era que daba gusto verlas, que qué par de mujeres tan guapas, madre e hija, juntas al fin. Entrelazó los dedos, para expresar así lo muy unidas que estaban. Y Sunny se acordó de un juego de los carnavales en el que tenías que ir con cuidado de no apretar demasiado unas pajitas para evitar que te quedasen los dedos atrapados.
Miró a Javier a los ojos, y esta vez ya no sintió temor alguno por la deformidad del rostro de aquel hombre, porque ahora ya sabía dónde estaba su defecto, aquel agujero, aquella falta de algo, porque ahora ya sabía también cómo podía enfrentarse al mundo, que era lo que le faltaba a ella. Todos podían mirarla ahora a los ojos, nadie iba a tener que desviar la mirada para no ver cierta ausencia.
– Gracias -le dijo a Javier en español, y supo que ésa era la más importante de todas las palabras, la que mejor suena a los oídos de cualquiera, la que tanto había necesitado escuchar ella, aunque no fuese de verdad, aunque no se la mereciera. Fingiendo que era Heather, Sunny había conseguido devolverla a la vida, la Heather de siempre, testarudamente segura de sí misma, y jamás en la vida lamentaría haber actuado así. Había sido muchas personas diferentes a lo largo de su vida, y tal vez aún tendría que ser unas cuantas más, pero de todas ellas su preferida era y sería siempre Heather Bethany-. Gracias, Javier.