QUINTA PARTE

Viernes

Capítulo 19

– No puedo -dijo ella-. No puedo, no.

Qué curioso era que se te quedaran grabadas ciertas cosas de los tiempos de la escuela. Infante no había sido nunca un buen alumno, pero hubo una época de su adolescencia en la que le gustaba la historia. El viernes por la mañana, encontrándose en la habitación de la Mujer sin Nombre -y, ahora más que nunca, prefería pensar que era solamente la Mujer sin Nombre-, recordó una cosa que le contaron acerca de Luis XIV. O tal vez fuese Luis XVI. Lo que recordaba muy bien era que algunos reyes se empeñaban en que sus criados les viesen vestirse, porque eso les demostraba quién era el que mandaba. Vestirse, bañarse y Dios sabe qué cosas más. Cuando era un crío de catorce años en Massapequa, no quiso creérselo. Pensaba que nadie parecía tan desprovisto de poder como un hombre desnudo, o haciendo sus necesidades. Pero observando esa mañana a la Mujer sin Nombre mientras se iba vistiendo, recordó la lección de historia.

Y no es que ella se desnudara delante de él, en absoluto. Seguía con la bata del hospital puesta, con sus hombros huesudos cubiertos por un chal. Pero les estaba dando órdenes a Gloria y a la asistente social, o como se llamara esa mujer, y lo hacía como una reina, y actuando como si el policía no estuviera presente. Si él no hubiese sabido absolutamente nada de ella -e Infante estaba empeñado en partir de esa base- habría deducido que era una ricachona de mierda, una niña de papá como mínimo, alguien acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. Con los hombres, y con las mujeres también. Esas dos mujeres se plegaban a sus designios, parecían pugnar por tener el derecho de hacer lo que ella les dijera.

– Mi ropa… -comenzó a decir la Mujer sin Nombre, mirando las prendas que llevaba cuando la ingresaron, y el propio Infante comprendió por qué no quería volver a ponérsela. Era ropa de hacer gimnasia, unos pantalones de yoga y un chándal muy holgado, ambas prendas de una marca que gozaba de cierta fama, y olían a rancio, no tanto el olor acre a sudor seco de la ropa que ha sido usada para hacer ejercicio, sino esa clase de olor a cerrado de la ropa con la que uno ha dormido, con la que se ha vestido durante demasiado tiempo seguido. Infante se preguntó cuántos kilómetros había conducido antes de que se produjera el accidente. No parecía posible que hubiese partido de Asheville porque, sin dinero ni monedero, no habría podido ni siquiera repostar. ¿Y si había arrojado la cartera por la ventanilla del coche? Gloria insistía en que todo lo ocurrido después del accidente era consecuencia de que había sido víctima de un ataque de pánico en estado puro, y que las decisiones equivocadas las tomó impulsada por las descargas de adrenalina. Pero se hubiera podido contestar que todo obedecía al puro cálculo, que había huido del lugar del accidente para darse tiempo a pensar qué historia contaba.

Una historia a la que luego había añadido un detalle, la mención del policía dispuesto a abusar de las chiquillas, pero sólo en el momento en el cual supo que el fiscal del estado opinaba que había que llevarla ante un gran jurado o, en caso de que se negara, a la cárcel. Y, por supuesto, la reacción del fiscal había sido de sorpresa, y terminó aceptando que no fuera de inmediato a la cárcel con tal de que Gloria garantizase que no saldría de Baltimore. Infante tuvo que reconocer que había que tener un verdadero par de cojones para huir de Gloria. Aunque sólo fuera por cobrar su dinero, Gloria la perseguiría hasta el fin del mundo.

– Podríamos llevarla a los locales del Ejército de Salvación en Patapsco Avenue -dijo la asistente social; Kay, eso era, se llamaba Kay-. Las instalaciones están bastante bien.

– Patapsco Avenue -dijo la Mujer sin Nombre en tono meditabundo, como recordando algo muy antiguo, y a Infante le sonó todo aquello a tongo-. Había una pescadería barata en esa calle, hace mucho. Mi familia iba allí a comprar cangrejos.

Aquí saltó Infante:

– ¿Así que cruzaban toda la ciudad para ir a comprar pescado?

– Mi padre era un loco de las rebajas y los descuentos… Los descuentos y el hacer cosas con personalidad. Según él, era una tontería comprar los cangrejos a diez minutos de casa cuando podías comprarlos en el otro extremo de la ciudad, ahorrar un dólar la docena y tener además una buena historia que contar a los amigos. Pensándolo bien, ¿no estaba también por esta zona ese sitio donde vendían aros de pimientos verdes fritos y rebozados en azúcar cande?

– He oído hablar de eso -dijo Kay, negando con la cabeza-. Hay gente de Baltimore que los recuerda también, pero he vivido toda la vida en esta ciudad y jamás me encontrado un solo restaurante que tuviera ese plato en la carta.

– Que uno no haya visto algo no significa que esa cosa no exista. – La Mujer sin Nombre hablaba de nuevo como una reina, alzando el mentón-. Yo me he pasado años a la vista de todo el mundo, y nadie me ha visto.

Perfecto, por fin entraba en el tema de conversación que Infante esperaba desde hacía mucho tiempo.

– ¿No hubo alteraciones notables en su aspecto o fisonomía?

– En la peluquería me hice oscurecer un poco el cabello. Me hubiese gustado teñirme de pelirroja, como Ana de las Tejas Verdes, pero lo que yo dijera no importaba. -Miró a Infante a los ojos y añadió-: Ya noto que no es usted un fan de L. M. Montgomery.

– ¿Y ése quién era? -preguntó obedeciendo a la insinuación, aun a sabiendas de que se dejaba pillar en la trampa, y permitiendo que el trío de mujeres se riera de él.

– ¿No vio ni siquiera la miniserie de televisión basada en sus novelas? Por cierto, no era un hombre, sino una mujer. Maud Montgomery…

Infante pensó que se podía permitir que le tomaran el pelo así, utilizar las bromas a su costa en algún momento. Podía dejar que ella creyese que era tonto. Sería genial que Gloria y Kay se fuesen en ese momento de compras, a buscarle ropa. Pero era mucho esperar.

Hablo en serio…

– Comencé a crecer, claro -dijo la mujer, anticipándose a lo que dedujo que iba a decir Infante-, y aunque todo el mundo debía saber que si seguía viva iría creciendo conforme pasaran los años, creo que en parte nadie me reconoció por esa razón precisamente. Eso, y el hecho de que fuera una sola.

– Ya, su hermana… ¿Qué le pasó a ella? Sería un buen punto donde comenzar el relato.

– No -dijo la mujer-. No lo sería.

– Gloria afirmó que tenía usted muchísimas cosas que contarnos. Cosas acerca de un poli, precisamente. Me han hecho venir esta mañana porque se suponía que estaba usted dispuesta a contármelo todo.

– Le puedo hablar de algunas generalidades. No sé si estoy aún preparada para entrar en detalles. No tengo todavía la sensación de que esté usted de mi parte.

– Dice usted que fue una víctima, un rehén retenido en contra de su voluntad, e implícitamente está diciendo que a su hermana la mataron. ¿Por qué no iba a estar yo de su parte?

– Lo ve… «Dice usted», siempre sospecha, siempre duda. Duda acerca de quién soy de verdad, de que yo sea quien digo que soy. Y ese escepticismo suyo hace que me resulte muy difícil tenerle confianza. Eso, y que estoy convencida de que hará todo lo posible por desacreditar una historia que no confirma del todo lo que cuenta la policía.

Con esto último había tocado una fibra sensible, pero Infante se negaba a permitirle que ella supiera hasta qué punto le había fastidiado, hasta qué punto habían saltado en la policía toda clase de alarmas.

– Son sólo maneras de hablar. No trate de desentrañar ningún sentido profundo en eso.

La mujer se pasó la mano que no estaba vendada, la derecha, por el cabello, y no bajó la mirada. El desafío de los ojos de ambos siguió hasta que ella parpadeó, agitando las pestañas como si se sintiera agotada. Pero Infante tuvo la sensación de que lo hizo solamente con la intención de permitir que el poli creyese que había ganado, cuando en realidad ella habría podido seguir sosteniéndole la mirada muchísimo más tiempo. Era una persona testaruda, muy testaruda.

– Conocí a una chica -comenzó, los ojos aún cerrados.

– ¿Heather Bethany? ¿Penelope Jackson?

– Hablo de la época del instituto, cuando todavía estaba con él.

– ¿En dónde…?

– Se lo diré más tarde, a su debido tiempo. -Ahora la mujer había abierto los ojos, pero miraba en dirección a la pared de su izquierda-. Conocí a una chica, una chica popular entre todos los compañeros, buena estudiante, animadora del equipo de baloncesto. Encantadora. Una de esas chicas que obtienen el beneplácito de los adultos. Salía con chicos, muchísimo. Chicos mayores, de los últimos cursos, de la universidad. Allí, en esa población, había un lago, y las parejas iban a la orilla del lago las noches en que salían, bebían, hacían sus cosas. Los padres de la chica no querían que saliese por ahí con chicos sin experiencia. De manera que llegaron a establecer un pacto con ella. La dejaban ir con chicos y le dijeron que respetarían su intimidad, a condición de que se los llevara a su casa. Les dejaban la sala de juegos para ella y su novio. Sin límite de horarios, con toda la cerveza que quisieran, hasta cierto punto. Al fin y al cabo, les resultaba sencillo cruzar la frontera del estado, y en el de al lado el límite de edad para el consumo de bebidas alcohólicas era inferior. En la sala de juegos tenían cerveza, televisión, y sabían que, a no ser que ella gritara algo como que la violaban, o que se había declarado un incendio, sus padres no entrarían. Que sus padres permanecerían dos pisos más arriba, en su propio dormitorio, sin inmiscuirse. ¿Sabe qué pasó?

– Ni idea. -«Joder, ni me importa tampoco.» Pero tuvo que fingir que quería saberlo. A la mujer le encantaba ser el centro de atención.

– La chica hizo de todo. Absolutamente de todo. Perfeccionó el arte de las mamadas. Perdió la virginidad. Sus padres creían que con su plan estaba todo seguro, creían que podían darle entera libertad porque su hija tenía demasiadas inhibiciones como para utilizarla de verdad. Creyeron que la chica no iba a creer que ellos pensaban cumplir su palabra y que, temiendo que la espiaran, andaría con mucho cuidado antes de hacer según qué. De manera que esa chica encantadora, tan querida por todos sus compañeros, prácticamente hacía de actriz porno en su propia casa, y todo lo que ocurrió no alteró en lo más mínimo su reputación.

– ¿Me está contando algo de su propia vida?

– No. Le cuento una historia que ilustra que la imagen pública no coincide necesariamente con la realidad privada. En este momento de mi vida yo tengo una imagen. Soy una persona anónima, desconocida, corriente. Pero en cuanto empiece a contarle a usted lo que me pasó, pensará enseguida que soy un ser sucio. Horrible. Y no podrá evitar pensar así. La chica encantadora de la sala de juegos puede hacer todas las mamadas que le dé la gana. Pero la niña que no trata de huir del hombre que la secuestra y que abusa de ella, la niña que es violada cada noche, parece tener una conducta incomprensible. Si no huyó es porque le gustaba, ¿entiende? Y sólo falta que, encima, el hombre sea un poli.

– Yo soy policía -dijo Infante-. No creo que las víctimas sean culpables.

– Pero usted seguramente las clasifica. Digamos que lo que piensa de una mujer a la que su marido mata a palos no es lo mismo que lo que piensa de un traficante de drogas asesinado por su rival. La naturaleza humana es así. Y usted es un ser humano, ¿no? -Kevin aprovechó la pausa para mirar a Gloria. Todos los clientes de la abogada con los que había tratado eran controlados muy estrictamente por ella, que siempre estaba presente en los interrogatorios y siempre los interrumpía cuando ella lo juzgaba necesario. En este caso, sin embargo, permitía que aquella mujer dominase el espectáculo. Podría incluso decirse que aquella mujer la hipnotizaba-. Quiero ayudarle, pero quiero conservar la escasa normalidad que he logrado conquistar. No quiero ser el bicho raro de la semana en los reality shows. No quiero permitir que los polis metan las narices en mi vida actual, que vayan a hablar con mis vecinos, con los colegas de la oficina, con los jefes…

– ¿O los amigos y parientes?

– De eso no tengo.

– Sabe, sin embargo, que estamos tratando de localizar en México a Miriam, su madre.

– ¿Está seguro de que vive? Porque… -Se calló de golpe.

– ¿Porque qué…? ¿Porque usted cree que murió? ¿Porque usted contaba con que hubiese fallecido?

– ¿Por qué no me llama usted por mi nombre cuando habla conmigo?

– ¿Cómo?

– Gloria me llama Heather. Y Kay también. Usted no usa ningún nombre cuando habla conmigo. Acaba de pronunciar el nombre de mi madre, ahora mismo, pero el mío, jamás. ¿No me cree?

Esa mujer escuchaba bien, mucho mejor que la mayoría. Había que estar muy atento para haber captado ese nombre pronunciado por él, y para notar que había otro que no pronunciaba nunca. Porque esa mujer tenía razón, no la llamaba Heather ni pensaba hacerlo. Lisa y llanamente, Infante no la creía, le había puesto la etiqueta de mentirosa desde el primer momento.

– Mire, no es problema de que alguien te caiga bien ni de que yo confíe o deje de confiar. Me gusta trabajar a partir de datos comprobados. Las cosas se pueden verificar, y no me ha dado usted ningún dato comprobado. ¿Por qué está tan segura de que su madre falleció?

– Falleció más o menos al cumplir yo los dieciocho años…

– ¿En qué año fue eso?

– En 1981, el tres de abril. Por favor, señor inspector, sé muy bien mi fecha de nacimiento. Lo cual es casi un milagro, teniendo en cuenta cuántas fechas de nacimiento he tenido que tener a lo largo de mi vida.

– La fecha de nacimiento de Heather Bethany puede encontrarse a través de Internet. Las noticias del momento mencionaban esa fecha. Todo el mundo sabe que a Heather le faltaban unos días solamente para su cumplir los doce años cuando desapareció.

La mujer no se tomaba nunca la molestia de responder las cosas que no quería responder, una prueba más de su astucia.

– Fuera como fuese, más o menos por la época en que cumplí los dieciocho años, me encontré de repente sola. Me dejaron ir, me metieron en un autocar, me dieron unos preciosos regalos de despedida, y me dijeron «sayonara».

– ¿Dice que ese hombre la dejó libre, por las buenas? ¿Que el hombre la retuvo durante seis años y luego le dijo adiós, como si no le diera miedo adonde pudiera ir usted, ni qué iba a contar por ahí?

– Me estuvo diciendo cada día de mi vida que mis padres no me querían, que no me buscaba nadie, que no me quedaba familia a la que regresar, que mis padres se habían separado y alejado de la casa familiar. Terminé creyéndolo todo.

– En cualquier caso, ¿qué fue lo que pasó al cumplir usted los dieciocho? ¿Por qué la dejó ir?

– Yo no le interesaba ya -dijo ella encogiéndose de hombros-. Con el paso del tiempo, yo era cada vez menos maleable. Seguía manteniendo su dominio sobre mí con mano férrea, pero yo empezaba a darle mordiscos a esa mano, exigía cosas. Llegó el momento de dejar que me las apañara sola. Subí a un autocar…

– ¿En qué ciudad?

– Es pronto para decirlo. No voy a contarle dónde empezó todo. Pero me bajé en Chicago. Era abril y aún hacía muchísimo frío. Yo no sabía que abril pudiera ser un mes tan invernal. Ese día habían organizado en el centro de la ciudad un gran desfile de bienvenida para unos astronautas que acababan de regresar del espacio tras una larga estancia. Salí de la estación de autobuses, me fui hacia el centro y me encontré con el final de aquel desfile. Me había perdido lo más interesante. Me quedaba sólo la basura.

– Es una anécdota muy bonita, sin duda. ¿Es verdad, o sólo una metáfora?

– Qué listo es usted. -En labios de ella, era a la vez un piropo y un insulto.

– ¿Qué pasa, que los polis han de ser todos unos tontos?

– No, sorprende que sea listo porque es guapo. -Infante se sonrojó, cosa que le produjo un enfado notable. Y no era la primera vez en que una mujer se lo decía-. Estas cosas funcionan en las dos direcciones. Los hombres creen que las mujeres guapas son tontas, pero también las mujeres piensan eso mismo de cierto tipo de hombres. Una de las cosas peores que puede hacer una mujer es buscarse un novio más guapo que ella. Inspector Infante, usted no podría nunca ser mi novio.

Durante todo este largo diálogo Gloria Bustamante había permanecido tan quieta y callada como una gárgola de piedra, pero en ese momento carraspeó sonoramente, y su tosecilla llenó el tenso silencio que se había producido. Este giro de la conversación había resultado más violento para ella que para Infante.

– Heather ha decidido darte algo -dijo Gloria-. Un dato o algo así, algo que puedes comprobar y que servirá para demostrar de manera bastante irrebatible la autenticidad de todo lo que dice.

– Más sencillo no puede ser. Que haga una declaración formal -repuso Infante-. Fechas, lugares. Nombres. El nombre de la persona que las secuestró, a ella y a su hermana. Vivió con ese hombre seis putos años, imagino que al menos sabrá cómo se llamaba.

La mujer de la cama del hospital -Infante ya no sabía cómo llamarla- pegó un brinco, con los ojos inflamados de furia.

– ¿Un dato o algo así? ¿A qué viene esa manera de expresarse? No entiendo bien eso de que las palabras pierdan sentido y las frases puedan torcer su significado original. Lo que voy a darle es un dato.

– Lo celebro. No he venido aquí a que hablemos de lingüística.

– Muy bien. Voy a darle lo que quiere. Subiendo por la carretera Interestatal 83, justo después de cruzar la frontera de Pennsylvania, en la primera salida de esa autopista, por la zona de Shrewsbury. En esa época la zona no estaba del todo urbanizada y puede que los nombres de las calles hayan cambiado. Pero en aquel entonces había una granja situada en lo que se llamaba Old Town Road, la pequeña carretera que llevaba de Glen Rock a Shrewsbury y subía luego hasta York. El correo de la granja iba generalmente a un apartado de correos, pero al pie del camino de entrada, junto a la carretera asfaltada, había un buzón con el número 13350. El camino hasta la casa es largo, un kilómetro y medio exactamente. La casa era de piedra y la puerta estaba pintada de un rojo muy vivo. Había un gran pajar. Y cerca del pajar estaba el huerto. Allí, al pie de un cerezo, encontrará usted la tumba de mi hermana.

– ¿Cuántos cerezos hay en ese lugar?

– Varios, y entre ellos había también unos cuantos árboles de otras especies. Manzanos y perales, y unos pocos arces para dar una nota de color. Cuando no me observaban, y a lo largo de los años, fui haciendo unas marcas en la corteza de ese cerezo. No puse las iniciales de mi hermana. Se habrían fijado. Hice un anillo de aspas en torno al tronco.

– Habla usted de algo que pasó hace treinta años. A estas alturas es probable que ese árbol haya sido talado. Que la casa haya desaparecido. La vida pasa…

– Pero los registros de propiedad permanecen. Y si investiga la dirección que le he dado, estoy convencida de que encontrará un nombre que coincidirá con el nombre de una persona que trabajó en el Departamento de Policía del Condado de Baltimore.

– Joder, ¿y por qué no me dice simplemente cómo se llamaba el cabrón que le hizo a usted todo eso?

– Quiero que me crea. Quiero que vaya a la granja, que vea el nombre de esa persona en los registros de la policía, quiero que encuentre los huesos de mi hermana. Y luego que le encuentre a él, si es que le encuentra; a estas alturas podría haber muerto. Pero cuando encuentre todo eso sabrá que lo que le digo es verdad.

– ¿Y por qué no se viene usted conmigo y me lo muestra? ¿No sería más sencillo, y más rápido? -«Te he pillado, nena, porque lo que no quieres es nada que sea sencillo ni rápido. Me gustaría saber a qué vienen tantas evasivas. Dónde está el truco.»

– No pienso hacerlo. Jamás -dijo ella-. Ni siquiera ahora, casi veinticinco años después. No quiero volver a ver ese sitio jamás en la vida.

Eso sí se lo creyó Infante. El pánico que había asomado al rostro de la mujer era real, el temblor de los hombros resultaba perceptible incluso bajo el chal. Sólo de pensar en ese viaje le daban arcadas. El martes, cuando tuvo el accidente, no iba a Pennsylvania, seguro que no.

Pero ni siquiera eso significaba que fuese de verdad Heather Bethany.

Capítulo 20

En cuando cruzó el umbral de casa de los Forrest, Heather arrugó la nariz.

– Tengo alergia a los gatos -le dijo a Kay, como si Kay fuese una necia vendedora de casas-. Esto no va a funcionar.

– Vaya, pero si te lo he explicado la mar de bien. Te he contado que Seth, mi hijo, se gana un dinerito cuidando de las plantas y los animales domésticos de toda la familia.

– Vaya, será que me fijé sólo en lo de las plantas. Lo lamento, pero no puedo… -Giró la cabeza y estornudó, un estornudo gazmoño y seco. De hecho, como si fuese el estornudo de un gato-. En cuestión de minutos me voy a poner toda roja e hinchada. Es imposible, no puedo vivir aquí.

Pareció, en efecto, que sus mejillas empezaban a enrojecer y que los ojos le lagrimeaban. Salió al exterior seguida por Kay y se plantó en el porche de piedra. Pasaba por la calle una mujer negra con su hija. La niña montaba una bici con ruedecillas laterales, y la mujer vestía de manera ostentosamente elegante, una especie de delantal amarillo a juego con zapatos del mismo color, que combinaba con una blusa verde apio. Se volvió a mirar a las dos mujeres del porche, con evidente recelo. Era una vecina, le había explicado la señora Forrest, Cynthia no sé qué, la fisgona oficial del barrio, que ni siquiera se habría fijado en esa casa durante las vacaciones de Pascua si no hubiera sido por las plantas y por Félix, el gato. Kay la saludó con la mano, confiando en que la mujer se tranquilizara con el saludo, pero ella ni le devolvió el saludo ni sonrió siquiera, se limitó a entrecerrar los ojos y hacer un ademán como diciendo: «Os estoy viendo. Recordaré vuestros rostros por si pasa algo.»

– Pues ahora sí que estoy hecha un lío-dijo Kay-. No puedes quedarte aquí pero tampoco puedo llevarte de vuelta al hospital. Y si no vale ninguna de estas dos cosas…

– La cárcel no -dijo Heather con la voz tomada, medio afónica, aunque tal vez fuesen todavía los efectos de la presencia del gato en la casa-. Puedes imaginarte perfectamente, Kay, los motivos por los cuales una mujer que ha lanzado una acusación contra un policía jamás se sentirá segura en una cárcel. Ya es bastante tener que aguantar que me pongan a un agente vigilando la puerta, esté donde esté, sea donde sea. Y un refugio para mujeres maltratadas tampoco me vale -añadió, como si se anticipara a la siguiente idea de Kay-. No aguantaría vivir en un sitio así. Tienen demasiadas reglas. Soy fatal con eso de las reglas, no soporto que la gente me diga lo que tengo que hacer.

– Es cierto que en las casas para momentos de urgencia tienen reglas estrictas, son los sitios donde protegen a las mujeres durante las primeras noches solamente. Pero hay residencias de tipo más permanente que funcionan de otra manera. Tampoco hay muchas, pero he llamado…

– Conmigo no funcionaría. Estoy demasiado acostumbrada a vivir sola.

– ¿Nunca has vivido con nadie? Nunca, desde que…

– ¿Desde que me fui de la granja? Bueno, un par de veces me he ido a vivir con mi pareja. Pero no me va. -Sonrió con la mitad de la boca solamente-. Necesito muchísima intimidad, ya puedes imaginártelo.

– ¿Has hecho algo de terapia?

– Jamás -dijo con fiereza, sintiéndose insultada-. ¿Cómo se te ha ocurrido pensarlo?

– Supuse que… Por algunas cosas que has dicho. Además, habiendo soportado lo que tuviste que soportar… Me parecería…

Heather se sentó en el porche, y aunque hacía frío y había muchísima humedad, tanta que se notaba incluso a través de las suelas de los zapatos, Kay pensó que lo más apropiado era ponerse al mismo nivel que ella en lugar de manifestar cierta superioridad permaneciendo en pie.

– ¿Y qué habría podido contarle a un psiquiatra? ¿Y qué habría podido decirme un psiquiatra a mí? Me robaron la vida antes de iniciar la adolescencia. Mataron a mi hermana delante de mí. Considerando las circunstancias, me las he arreglado bastante bien. Hasta hace apenas setenta y dos horas.

– Con eso de «bastante bien» quieres decir que…

– Tenía un trabajo. Ni excepcional ni interesante, pero me ganaba la vida. Los fines de semana, si hacía buen tiempo, paseaba en bicicleta. Y si hacía mal tiempo cogía un libro de cocina, buscaba una receta difícil y trataba de hacer un plato complicado. Y solía tener tantos éxitos como fracasos, aunque eso forma parte del aprendizaje. Alquilaba películas. Leía libros. Era… Tú habrías dicho que era feliz. Hace muchísimo tiempo que yo no intento siquiera ser feliz.

– Pero ¿digamos que estabas contenta, satisfecha? -Kay pensó en lo mucho que se compadecía a sí misma tras el divorcio, lo fácil que le resultaba andar soltando palabras como infelicidad, tristeza, depresión.

– Eso se aproxima más. Al menos lograba no sentirme infeliz. A eso aspiraba.

– Qué pena.

– Estoy viva. Mi pobre hermana no lo está.

– ¿Y tus padres? ¿Pensaste alguna vez en lo que podían estar pensando, sufriendo?

Heather se llevó dos dedos a los labios sellados. No era la primera vez que Kay se fijaba en ese ademán de la mujer. Era como si la respuesta estuviese ya dentro de su boca, a punto de saltar afuera, pero que prefiriese pensar en las consecuencias de decir lo que fuera antes de pronunciar palabra.

– ¿Podemos guardar secretos?

– ¿Legalmente? Yo no soy quién…

– No quiero decir legalmente. Ya sé que ante un tribunal pueden obligarte a decir cosas, pero confío en no tener que entrar en ninguno. Dice Gloria que ni siquiera hará falta que hable ante un gran jurado. Me refería a si crees que, como seres humanos, tenemos derecho a guardar secretos.

– ¿Me estás preguntando si puedes confiar en mí?

– No pretendía llegar tan lejos. -Heather notó enseguida que sus palabras podían resultar poco amables, dañinas-. No confío en nadie, Kay, ¿crees que puedo hacerlo? En todo caso, por jodida que sea mi vida, es todo un éxito. Lo es que pueda levantarme cada día, que respire y coma y vaya a trabajar y cumpla con mi cometido y vuelva a casa y me encierre a ver la tele, y que al día siguiente me levante y haga todo eso otra vez. Y que nunca le haya hecho daño a nadie… -Al decirlo, comenzó a temblarle el labio-… Nunca le he hecho daño a nadie a propósito.

– El chico del accidente se recuperará. No hay daños cerebrales ni en la espina dorsal…

– ¿No hay daños cerebrales…? ¿Sólo se ha roto una pierna? ¡Dios mío!

– Y el padre es tan culpable como tú, de hecho lo es más incluso. Habrá padecido lo suyo.

– La verdad, eso sí que me cuesta aceptarlo. El dolor de los demás. Cuando estoy en la oficina y oigo a mis compañeros decir que tal o cual cosa que piensan les resulta dolorosa, difícil de aceptar, me parece que tengo ganas de reventar, como si quisiera que me saliera de las tripas una sustancia viscosa y horrible, igual que en una película de ciencia ficción. A la gente le parecen dolorosas cosas de muy poca monta. En cuanto al padre de ese niño, que se fustigue cuanto quiera por lo del accidente. Lo que hizo no fue más que reaccionar una vez que yo cometí el error…

– Un error provocado por las condiciones en que se encontraba el asfalto, y que no habías causado tú -le recordó Kay.

– Sí, claro… ¿Crees que la persona del accidente anterior, o el empleado municipal que no limpió del todo la carretera, crees que a ellos se les habrá ocurrido relacionar sus propios errores con el accidente ocurrido después en ese mismo sitio? No, jamás en la vida. La culpa recae en quien recae, tanto si es justo como si no lo es.

Heather había estado a punto de soltar una confidencia, pero la conversación las había llevado lejos de allí. Kay dudó si tratar de llevarla de regreso a ese punto. No era por fisgar, de eso estaba segura en esta ocasión. Sólo que pensaba que, si Heather tenía un aliado al que no guiara ninguna clase de interés, ése era ella. Porque para la policía, o Gloria incluso… esa mujer sólo era para ellos un asunto más, un caso entre otros muchos casos. A Kay, en cambio, no le importaba en lo más mínimo saber cuál era su identidad actual, ni pretendía resolver el misterio de su desaparición.

– Sí podemos. Las personas podemos tener secretos -dijo, recordando la frase del comienzo-. Puedes contarme cosas, y no las repetiré ante nadie. No lo haré a no ser que callar suponga que te harías daño o que le haría daño a otra persona.

De nuevo, una media sonrisa.

– Todos buscamos escapatorias.

– Me refiero a principios éticos.

– Muy bien, mi secreto es éste: en cuanto volví a vivir por mi cuenta traté de encontrar a mis padres, y lo hice durante años. Fue fácil localizar a mi padre, aún estaba en nuestra vieja casa. Me dijeron que ya no vivía allí, pero no era cierto. En cambio, mi madre… no pude localizarla. Mejor dicho, encontré su pista pero la volví a perder, hace dieciséis años, más o menos. Y entonces supuse que había fallecido, aunque no llegué a investigar a fondo, no me esforcé hasta el límite, no hice todo lo que podía hacer. Pensar que había muerto me proporcionaba un tipo de alivio extrañísimo, y es que había acabado creyéndome lo que me decían, que a ella le daba igual, que no querría verme.

– ¿Cómo pudiste creer una cosa así?

Respondió encogiéndose de hombros de la misma manera que lo habría hecho una adolescente, como Grace, la hija de Kay.

– Y en lo que se refiere a mi padre… -dijo, sin tomarse la molestia de responder la pregunta de Kay-. Bueno. No quiero entrar en demasiados detalles. Un día supe que ya no estaba en la misma dirección de siempre, y me resultaba imposible imaginar que se había ido a vivir a otro lado. Fue allá por 1990, más o menos. A sus cincuenta y tantos años. Me revolvió las tripas, porque supe que tenía que haber muerto por culpa de un cáncer o algo del corazón. Por eso he vivido calculando que no cumpliré más allá de los cincuenta y tantos. Y ahora, al oír que mi madre está viva, me cuesta mucho creerlo. Hace tanto tiempo que para mí estaba muerta… Y aunque me gustaría mucho verla, también me da miedo. Porque no será la persona que he recordado durante todos estos años, ni yo seré la persona que ella recuerda.

– ¿Has mirado alguna vez…? Ay, perdona, no debería preguntarte eso…

– Pregunta lo que sea.

– ¿Has mirado alguna vez esos dibujos que se encuentran por Internet? ¿Esos en los que tratan de mostrar el aspecto que tendría cada persona al ir envejeciendo?

Esta vez la sonrisa de Heather no era irónica, sino auténtica.

– Da mucha cosa, ¿verdad? Da repelús que acierten tanto, a veces. Aunque en muchos casos sería distinto. Hay gente que engorda… ¡Ay, disculpa!

De no haber sido por las excusas, Kay no habría pensado que la frase podía tener que ver con ella. Era una de las diversas ocasiones en las que había notado esa falta infantil de tacto por parte de Heather.

– Oye -dijo Heather, que ya había olvidado su metedura de pata-, me imagino que no ganas mucho dinero, pero ¿no podrías alojarme en un motel, alguno de esos de cadenas baratas? El Quality Inn de la Ruta 40 puede que haya desaparecido, pero seguro que habrá algo así. Dales tu tarjeta de crédito, y confiemos en que todo este asunto se resuelva pronto. Te devolveré tu dinero. A lo mejor, mi madre te lo podría devolver enseguida.

La sola idea le parecía divertida a Heather.

– Lo siento mucho -dijo Kay-, pero mis hijos y yo apenas si llegamos a fin de mes. Y no sería correcto. No soy más que una asistente social. Hay fronteras que no debo cruzar.

– Bueno, de hecho no eres mi asistente social. Lo único que hiciste fue ayudarme a encontrar a Gloria. Ya veremos cómo evolucionan las cosas en ese sentido.

– ¿Qué ocurre, no te gusta Gloria?

– No es que me guste o me deje de gustar, sólo que no estoy segura de que su interés personal y el mío coincidan plenamente. Y puestos a elegir entre el suyo y el mío, ¿cuál crees tú que ella elegiría?

– El interés de su cliente. Gloria es bastante peculiar, lo admito, y le encanta todo lo que redunde en publicidad a su favor. Pero estará de tu lado. Al menos si no le mientes.

De nuevo el golpecito de los dos dedos contra los labios sellados. Kay recordó una cosa que hacían los niños cuando jugaban a indios hacía muchos años, bailando y dándose golpecitos como aquel de Heather encima de los labios para marcar el ritmo. Kay se preguntó si los niños jugaban aún de aquella manera, o si la especial sensibilidad por las minorías les había hecho abandonar últimamente esa clase de juegos. Con los años, había iconos culturales que acababan desapareciendo. Ya no jugaba nadie a cavernícolas, ni los chicos andaban arrastrando a sus mujeres por la cabellera. Y nadie sentía nostalgia de aquellos tiempos. ¿Todavía mantenían inacabables discusiones Andy Capp y su esposa Fio en las tiras de dibujos? Llevaba años sin echar ni siquiera una ojeada a las páginas de dibujos en los diarios.

– Venga, Kay, tiene que haber una solución.

– ¿Y si me llevo a mi casa al gato que vive aquí?

– No serviría de nada. La casa está llena de pelo y olor de gato. ¿Qué te parece si tú y tus hijos os venís aquí, y yo me alojo en vuestra casa?

Heather lo propuso de una manera tan aparentemente sensata que Kay se quedó perpleja y desarmada. Ni le pareció una rareza ni pensó que trataba de imponerle esa solución. A Kay no le gustaba andar lanzando términos clínicos por ahí, pero Heather tenía una actitud muy narcisista. Tal vez, sin embargo, era parte esencial de su capacidad de supervivencia.

– Seth y Grace no lo aceptarían. Como la mayor parte de los críos, adoran la rutina. Aunque…

Kay sabía que estaba caminando por la cuerda floja. Que se estaba metiendo en camisa de once varas y que lo que hiciera podía suponer un riesgo serio para su empleo. Pero terminó tirándose de cabeza:

– Tenemos una habitación pequeña, encima del garaje. No tiene calefacción ni aire acondicionado, pero en esta época del año eso no ha de ser ningún problema. Pondremos una estufa eléctrica. Había sido utilizada como despacho, pero hay un catre y un baño pequeño con ducha. Podrías vivir allí unos días, hasta que llegue tu madre.

Kay había pensado que sería cuestión de uno o dos días como máximo. Y, oficialmente al menos, no se le había asignado encargarse de Heather como asistente social. Sería hacerle un favor a Gloria. Además, no podía permitir a la policía que encerrasen a Heather. Para una mujer que había pasado toda la adolescencia como una prisionera, la cárcel podía tener efectos devastadores.

– ¿Crees que es rica?

– ¿Quién?

– Mi madre. Nunca lo fuimos, más bien al contrario, pero dicen que vive en México, eso suena a gente de dinero. A lo mejor resulta que soy una rica heredera. Siempre quise saber qué había ocurrido con la tienda y la casa de mi padre, al morir él. A veces leía los listados de propiedades de cuyos herederos no se tiene noticia. Cuentas bancarias y cajas de seguridad que nadie sabe de quién son… Pero mi nombre no salía nunca. Supongo que papá no me puso en su testamento, al fin y al cabo todo el mundo creía que yo había muerto. Tampoco sé qué pasó con los ahorros que había guardado para cuando nos enviaran a la universidad. No había mucho dinero, de todos modos.

Kay sintió que la humedad de la piedra le había empapado del todo la falda, pero extrañamente notó las palmas de sus manos sudorosas, calientes.

– Y ahora resulta que va a regresar. Tengo que llamar a Gloria para saber qué opina ella de todo esto. A lo mejor debería presentarme mañana por la mañana y contarles la historia entera. Seguro que entonces me creen.

Capítulo 21

En la pantalla del ordenador flotaban bebés. No, en realidad no eran bebés en plural, sino uno solo, el bebé, el único que importaba en el nuevo milenio. «Échate a un lado, niño Jesús -pensó Kevin Infante-, ha llegado Andrew Porter Jr. y te ha quitado el sitio.» La madre del bebé, tan puesta al día últimamente en asuntos digitales, había guardado en su ordenador incontables imágenes de su hijito, y cuando su ordenador entraba en fase de reposo comenzaba el desfile de diapositivas del pequeño Andrew. Andy, el diminuto bebé, acunado por un padre increíblemente gigantesco. Andy comiendo, Andy con un libro para colorear, Andy mirando con ojos bizcos al árbol de Navidad. Los genes de su padre eran muy visibles en el rostro y en el cuerpo regordete del niño, pero a Infante le daba la sensación de que el gesto ceñudo, suavemente escéptico, lo había heredado de su colega, de Nancy Porter. «¿Dices que este crío es un regalo del cielo también para mí? ¡Vaya por dios! ¿Y qué diablos tiene que ver el árbol de Navidad con todo esto?»

– Los registros del estado de Pennsylvania están hechos un caos -dijo Nancy, deslizando el cursor y haciendo que su hijo Andy desapareciese de la pantalla. En su lugar apareció una página web archivada-. O eso, o es que no entiendo cómo funcionan. En Maryland me basta con unas señas y el nombre del condado, y con eso puedo ver el historial de cualquier propiedad a lo largo de muchísimos años. Pero en Pennsylvania no hay ninguna página así, o no la he encontrado. Buscando esas señas que me diste sólo me ha salido un dato, que fue propiedad de una S.L., la cual vendió ese inmueble hace unos cuantos años.

– ¿De una S.L.?

– No era de un particular sino de una sociedad limitada, vete a saber, una empresa pequeña que averigüé que se llamaba Mercer, Mercer S.L. No tengo ni idea de a qué se dedicaba, al comercio, la limpieza de domicilios, yo qué sé. Y no encuentro ningún agente de policía con el apellido Mercer en nuestros registros de personal, de manera que estás buscando a un propietario anterior.

Nancy era guapa y con muchas curvas antes de ser madre, pero ahora había pasado a estar declaradamente gorda, cosa que a ella no le importaba lo más mínimo, en apariencia. Al volver a trabajar pidió encargarse de casos antiguos sin resolver, cosa que a Infante no le merecía ningún respeto, aunque no se lo dijo. A él le sonaba a asuntos tediosos, a pasarse la vida revolviendo viejos archivos con la vana esperanza de encontrar un hilo del que poder tirar, la aparición de un testigo que al cabo de muchísimos años se mostraba por fin dispuesto a decir toda la verdad, la esposa que se hartaba de guardar secretos durante tanto tiempo. Comprendía que habiendo sido mamá Nancy prefiriese un trabajo con horario fijo, pero desde su punto de vista aquello y el curro de un poli de verdad no tenían mucho que ver. Pero a Nancy le encantaban los ordenadores y se manejaba bien con ellos, y tenía la capacidad de encontrar informaciones interesantes sin levantarse de su asiento. «La diosa de las pequeñas cosas», como la rebautizó Lenhardt. Y si antes era capaz de encontrar en cualquier calle el casquillo de una bala de calibre pequeño, ahora localizaba datos invisibles en cuestión de minutos.

Para ella no había obstáculos infranqueables, pero en ese caso había tropezado con uno debido al modo en que se guardaban los datos en aquel estado vecino.

– Será como buscar una aguja en un pajar -dijo Infante mientras Nancy hacía clic en el mapa y le mostraba el lugar-. Pero subiré hasta allí, preguntaré a los vecinos, a ver qué encuentro.

– Hablamos de hace treinta años. De veinticuatro, si es cierto que en 1981 se fue de allí, según ha contado. Me temo que hoy en día la gente no vive fija en el mismo sitio durante tanto tiempo.

– Nos basta con que quede un solo vecino de los de entonces. Sobre todo si es un fisgón con una memoria infalible y un buen álbum de fotos.

Kevin se fue hacia el norte, maravillándose ante la notable cantidad de coches que bajaban hacia el sur a esa hora del mediodía. Lenhardt vivía por ese lado, y se quejaba siempre de lo pesado que era ir y volver desde casa en coche a la comisaría. Hablaba del tránsito como si se tratara de una guerra, en la que libraba cada día una nueva batalla. «¿Y para qué vives allí?», preguntaba Infante cuando se hartaba de oír tantas quejas. La respuesta era la de siempre: que si los niños, los colegios, todos esos problemas que un tipo solitario como él no sabía ni de qué iban.

Estuvo a punto de dejar de serlo, sin embargo. Hubo un momento de pánico, durante su primer matrimonio. O así vieron la situación más tarde, una vez que comprobaron que era una falsa alarma, que su mujer no estaba embarazada. En realidad, cuando ocurrió no lo vio de forma tan negativa, pero terminó pensando así más tarde, tras el divorcio. De hecho, podía decir que llegó incluso a jugar mentalmente con la idea de ser papá, y pensó que no le iba mal del todo a su carácter. La más preocupada era Tabitha, temía que iba a perder su nuevo empleo en la agencia hipotecaria y echar a rodar un gran futuro como agente de compraventa inmobiliaria. Por eso lo llamaron una falsa alarma, y a partir de ahí ella extremó el cuidado para evitar embarazos. Hasta que ella dejó de acostarse con él, y él comenzó a engañarla con otras. En el momento de la tramitación del divorcio hubo peleas en torno a ese asunto, disputas por saber qué era antes, si el huevo o la gallina. Lo que más enfureció a Infante fue que incluso cuando ella admitió que la verdad era la tesis defendida por él, es decir, que no empezó a echar polvos por ahí hasta que ella dejó de follar con él, Tabitha se negó a admitir que había entre ambas cosas una relación de causa- efecto.

– ¡Si quieres que tu matrimonio dure has de pelear por él! -le decía ella a gritos-. ¿Por qué no me dijiste nada, por qué no pediste algún tipo de asesoría, por qué no pensaste qué era lo que yo necesitaba para… para volver a sentirme como una mujer?

Infante no tenía respuesta para esto último, se le ocurría que tal vez ella insinuaba que hubiese tenido que rascarle la planta de los pies, o quizá prepararle baños de espuma, o hacerle regalos sorpresa.

– ¡Pues bien que peleo ahora! -replicaba él, también a gritos-. Te estoy hablando. Voy contigo a ver al asesor matrimonial, que, por cierto, se paga a tocateja porque la Seguridad So cial no cubre estas historias.

Pero se había terminado, y la decisión la había tomado ella. Mirara donde mirase, los divorcios eran siempre iguales: ellas lo decidían. Es cierto que había tíos verdaderamente gilipollas, hombres que dejaban tirada a su mujer por una modelo, que no les importaban los sentimientos de nadie. Pero según había comprobado Infante mirando a su alrededor, esta clase de necios eran los menos. Casi todos los divorciados que conocía eran gente como él, tíos que habían cometido errores pero que no pretendían separarse. Lenhardt, cuyo segundo matrimonio le había convertido en un tipo algo gazmoño en todo lo referido a la vida familiar feliz, solía afirmar que, cuando una esposa le decía a su marido que fuesen a consultar a un asesor matrimonial, era señal de que la tía estaba a punto de dejarle.

– Para las mujeres, esto de las parejas es como el ajedrez -decía-. Ellas ven todo el tablero, calculan hasta cinco jugadas anticipadas. Son la reina, ¿no? Nosotros somos el rey, no podemos movernos más que de casilla en casilla, sea cual sea la dirección, nos pasamos la puta partida a la defensiva.

Infante y Patty, su segunda mujer, ni siquiera se tomaron la molestia de visitar a un asesor. Saltaron directamente al cuadrilátero, contrataron abogados muy caros que no podían permitirse, y acabaron endeudándose en la pelea por quedarse con unas propiedades irrisorias. De nuevo Infante se sintió afortunado por el hecho de que no hubiese hijos. Patty, que no era una experta en asuntos bíblicos ni, si vamos a eso, una estudiosa de absolutamente nada, habría estado dispuesta a partir un crío por la mitad incluso antes de que Salomón se lo propusiera. Sólo que, en lugar de hacer un corte limpio desde la cabeza hasta el dedo gordo del pie, habría cortado por la cintura y le habría ofrecido a Infante la mitad inferior, la que caga y mea. Y la cuestión fue que él supo que era así, lo supo desde siempre. Incluso el día de la iglesia (porque Patty, pese a que cargaba a esas alturas con dos matrimonios anteriores, se empeñó en hacer una gran celebración), incluso ese día Infante supo que ella era así, y que la boda era un grave error. Viéndola avanzar hacia él por el pasillo tuvo la sensación de que era un camión a punto de atropellarle.

Pero follaban de cine.

Inmediatamente después de cruzar la frontera de Pennsylvania, la Interestatal 83 se convertía en una carretera vecinal, y el límite de velocidad bajaba en 15 km por hora. Pese a todo era fácil comprender por qué había gente de Baltimore que prefería vivir y hacerse sesenta kilómetros cada día para ir al curro en coche, y no era solamente porque los impuestos eran más bajos. Era un lugar bonito, con sus campos llanos de cereales ambarinos que parecían un mar de suave oleaje. Tomó la primera salida y, obedeciendo las instrucciones de Nancy, que le imprimió una hoja de ruta sacada de Internet, se metió por una carretera serpenteante que se dirigía al oeste y después giraba al noreste. Pasó delante de un McDonald's, un par de supermercados, ésa era una zona bastante habitada. Le pareció que los neumáticos del coche gemían de preocupación. Al atravesar esa parte tan urbanizada comenzó a comprender que las probabilidades de que lo que él buscaba estuviera tal como antaño eran bien pocas.

En realidad, nulas. Llegó a la manzana del número 13350, pero siguió conduciendo algunos kilómetros más, dejando a su espalda la urbanización Glen Rock, y un rato después dio media vuelta. Confiaba en haberse equivocado. No era así. Las señas que la mujer del hospital les había proporcionado correspondían ahora a una urbanización que prometía «un paraíso de exclusividad con casas para ejecutivos en parcelas enormes». «Enormes» significaba en ese caso concreto unos terrenos de unos 4.000 metros cuadrados, y las casas para ejecutivos de la publicidad eran edificios de hacía al menos dos o tres años, a juzgar por lo flacos y enanos que eran todavía los árboles, y la escasa eficacia del ajardinamiento. En cuanto a los ejecutivos, a juzgar por los coches que tenían aparcados junto a las casas, se trataba de gente más bien de nivel medio, pues los modelos eran Subaru, Camry y algún Jeep Cherokee como mucho. Si se hubiese tratado de una urbanización de ricos de verdad, se habrían visto Mercedes y Lexus. De hecho, la gente adinerada no necesitaba irse tan lejos de la ciudad para disponer de casas grandes con garaje parados coches.

¿Había por lo menos algún huerto? Si lo había habido, hacía tiempo que se lo habían cargado.

– Pues qué bien -se dijo a sí mismo en voz alta, imitando la entonación del conocido presentador del «Saturday Night Live».

La mujer le pareció más que convincente cuando mostró tanto miedo ante la idea de regresar a ese lugar, pero ahora Infante se preguntaba si no era miedo a tener que fingir sorpresa al ver que no había nada de lo que decía. Cogió un lápiz y anotó el nombre de la constructora que había creado la urbanización. Preguntaría a la policía local si se habían encontrado huesos en el curso del movimiento de tierras, y le pediría a Nancy que cruzara datos de varias fuentes para comprobar si había algún indicio al respecto. Por mucho que Baltimore y York fuesen condados vecinos, lo normal no era que si aparecían huesos en uno de ellos alguien comprobase si podían corresponder a un desaparecido del condado de al lado. Y mucho menos que alguien rastreara hasta el caso de una desaparición de dos niñas ocurrida treinta años atrás. Era un fastidio, pero no existía ninguna base de datos que cubriese el país entero, una web donde tecleando cierta información salieran en un santiamén todos los casos de personas desaparecidas. Llamó al móvil de Nancy.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó ella-. Porque yo tengo…

– Han urbanizado la zona. Pero se me ha ocurrido una idea. ¿Te importaría entrar en los archivos informáticos del condado de York y poner, no sé, algo así como «huesos» y el nombre y el número de la calle, a ver qué sale? Si había una tumba, al preparar los terrenos para hacer la parcelación, seguro que la tendrían que haber encontrado, ¿no?

– Ah, ¿quieres que haga una búsqueda de datos booleana?

– ¿Cómo dices? ¿Boole qué?

– Da lo mismo. Ya te he entendido. Pero déjame que te explique lo que he encontrado yo mientras estaba confortablemente sentada ante mi ordenador…

Infante prefirió no decir lo que pensaba que le ocurría a Nancy de tanto estar confortablemente sentada, es decir, que su culo estaba creciendo desmesuradamente.

– Cuéntame…

– Por fin he localizado los datos del registro de la propiedad. Ese terreno fue adquirido por la empresa Mercer S.L. en 1978, pero anteriormente residió en la casa un tal Stan Dunham. Y Dunham era, en efecto, miembro de la policía del condado. Llegó a ser sargento, y estaba especializado en atracos a mano armada. Se retiró en 1974.

Así pues, hubo alguien llamado Dunham que había sido policía, al menos hasta poco antes del momento de la desaparición de las niñas, aunque esa diferencia no tenía que ser significativa para una cría de tan poca edad. En cualquier caso, cambiaba un poco las cosas a la hora de que el departamento tuviese que digerir según qué mala noticia. Un poco, al menos.

– ¿Vive todavía?

– En cierto modo. Cobra su pensión en unas señas del condado de Carroll, por la zona de Sykesville. Vive en algún tipo de residencia asistida o algo así. A juzgar por lo que me han dicho en ese sitio, más que residir allí, está teniendo que ser asistido.

– ¿Qué quieres decir?

– Que le diagnosticaron un Alzheimer hace tres años. Ya no sabe ni quién es, la mayor parte de los días. No tiene parientes vivos y, según los que llevan la residencia, no hay datos de ninguna persona a la que dirigirse el día en que la palme, pero dio poderes a un abogado.

– ¿A quién?

– Se llama Raymond Hertzbach, y vive al norte, en York. Podrías ir a visitarle antes de regresar… Lo siento por ti.

– Eh, tía, que a mí sí me gusta salir de la oficina. No me hice policía para pasarme el día sentado.

– Ni yo tampoco, pero la vida cambia ciertas cosas.

La actitud hubiera podido parecerle algo suficiente a otra persona, pero Infante sabía que Nancy no era nada presuntuosa. Era posible que hubiese oído algún comentario acerca de lo que le estaba pasando a su trasero desde que trabajaba todo el día sentada. Ningún problema.

La carretera degeneraba todavía más al acercarse a la capital del condado, y Kevin se alegró de no estar usando su coche particular para meterse en los baches y charcos de Pennsylvania. Hertzbach, el abogado, tenía aspecto de ser el pez más grande de aquella pequeña pecera, tenía un anuncio muy grande al lado de la carretera y una oficina en un edificio Victoriano rehabilitado. Rollizo y lustroso, llevaba camisa de color rosa y corbata con estampado de flores sobre fondo rosa, lo cual armonizaba con su tez también sonrosada.

– Stan Dunham vino a verme justo cuando vendió la casa.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace cinco años, me parece.

– El nuevo propietario debió de comprar y vender en poco tiempo, sacando una buena tajada de la doble transacción.

– Tuvo un golpe de suerte, y fue un hombre prevenido que supo que había que pensar a largo plazo. Había fallecido su esposa, de hecho me dio la impresión de que en vida de ella no habría vendido la casa, y me dijo que no tenía hijos ni herederos de ninguna clase. Compró diversos tipos de seguros, siguiendo mi consejo, un par de pensiones vitalicias, productos que lleva un amigo mío del Rotary Club, Donald Leonard, vive también aquí.

«Y tú te llevaste una buena comisión», pensó Infante.

– ¿Recuerda si Dunham pidió algún tipo de consejo en relación con alguna clase de delitos…?

A Hertzbach le pareció un comentario gracioso.

– Sabe muy bien que si lo hubiera hecho no podría decirle nada, serían cosas confidenciales.

– Entiendo que ese señor ya no es competente…

– Es cierto, está muy deteriorado.

– Y si muere, ¿no hay que notificárselo a nadie? ¿Ningún pariente, ningún amigo?

– No, que yo sepa. Pero hace no mucho me llamó una mujer, se mostró interesada por su situación financiera.

A Infante le pareció que su cerebro se ponía a silbar como una calentadora de agua para el té cuando el agua comienza a hervir: una mujer había llamado, y estaba interesada por el dinero.

– ¿Le dijo cómo se llamaba?

– Estoy seguro de que me lo dijo, pero para averiguar el dato tendría que pedirle a mi secretaria que revisara nuestros diarios, y para eso tendría que recordarle la fecha… Era una mujer… yo diría que áspera. Insistía en saber qué nombres, si es que había alguno, se mencionaban en su testamento, y cuánto dinero tenía. Le pregunté qué relación tenía con Dunham, y justo entonces colgó. Pensé que podía ser alguien de la residencia, una persona que pretendía ganarse sus simpatías, cuando aún tenía conciencia en algunos momentos. Lo pensé por el momento en que llamó.

– ¿Qué momento era ése?

– Justo en febrero, cuando lo trasladaron a la parte de Cuidados Clínicos. Ese traslado significa que imaginan que no durará más de seis meses.

– ¿Se puede morir alguien de Alzheimer? No sabía que eso fuera posible.

– De cáncer de pulmón, y eso que dejó de fumar a los cuarenta años. Tengo que admitir que es una de las personas más desafortunadas que he conocido en toda mi vida. Vende su terreno por poquita cosa, y luego le falla la salud. Hay que saber aprender esta clase de lecciones en cabeza ajena.

– ¿Y cuál es la lección que hay que aprender en este caso?

Kevin no pretendía provocar, pero Hertzbach se quedó perplejo, como aturdido por la pregunta.

– Pues… Pues que… No sé, que hay que aprovechar cada día de nuestras vidas -dijo por fin-. Vivir a fondo.

«No sabes cómo te agradezco tan profundo consejo, amigo.»

Se fue del bufete y volvió a pegar brincos con el coche por la carretera que regresaba a Maryland, dándole vueltas a la coincidencia de aquella llamada de una mujer que, según dijo luego la secretaria del abogado, había dicho que se llamaba Jones, un apellido original donde los hubiere. Una mujer extraña que hacía preguntas acerca del dinero de un ex policía. ¿Sabía esa mujer que le quedaba poco tiempo de vida? ¿Cómo lo había averiguado? ¿Tenía tal vez la intención de reclamarle daños y perjuicios? Si era quien él pensaba, esa mujer sabía que el delito no iba a prescribir, que seguiría siendo culpable de la muerte de su hermana.

«Pero también debía saber que en un caso criminal no se podía reclamar dinero.»

De nuevo le llamó poderosamente la atención que todo encajara tan bien. Que la vieja casa hubiese desaparecido, que nadie supiera qué le había ocurrido a la supuesta tumba. Que el viejo estuviera como muerto.

Al cruzar la frontera de Maryland buscó con la mano el móvil y llamó a Willoughby para preguntarle si le sonaba el nombre de Dunham. Lenhardt no se acordaría, llevaba menos de diez años en el condado. La llamada no obtuvo respuesta. Decidió probar otra vez con Nancy, a ver qué había descubierto.

– Infante -dijo al descolgar. A él le dejaba aún perplejo eso de que su número apareciese en la pantalla de Nancy, que ya no hubiese misterio alguno cuando se hacía una llamada porque su identidad aparecía, antes de que oyeran su voz.

– He sacado alguna que otra cosilla del abogado, pero Dunham está más allá de todo a estas alturas. ¿Te has convertido ya en la principal experta en asuntos relativos a los Bethany?

– Voy avanzando. He localizado a la madre. En la agencia inmobiliaria donde trabajaba, la última donde estuvo cuando vivía aún en Estados Unidos. Está en Austin, y sabían cómo localizarla. No ha descolgado ni tenía contestador, aunque Lenhardt seguirá intentándolo. Pero el gran hallazgo es…

– Será mejor que la mantegamos alejada de aquí hasta que estemos más seguros.

– Sí, claro. Pero escúchame…

– Porque la madre querrá estar segura de que su hija está viva, tenemos que controlar ese aspecto de la situación. Y no debemos hacerle perder el tiempo si conseguimos desacreditar a esa mujer.

– Escúchame…

– Y como mínimo habrá que hacerle comprender que no hay garantías de ninguna clase, que…

– ¿Podrías callarte y escucharme un momento? Hice un intento al azar. He puesto el nombre de Penelope Jackson en la base de datos Nexis, a ver qué pasaba. Una intuición. ¿Verdad que tú no hiciste esa comprobación?

«Mierda.» Le jodía de verdad que Nancy le dejara en ridículo de esa manera.

– He revisado registros de delincuencia y cosas así. Y he mirado en Google, pero había cientos de menciones. Es un nombre bastante corriente. Además, ¿por qué tenía que interesarme que ese nombre saliera en no sé dónde dices que has mirado?

– Nexis, la base de datos de la prensa. Sale en una noticia de un diario de Georgia. -Hizo una pausa para teclear y encontrar lo que había guardado-. El Brunswick Times, se llama. Es de Navidad del año pasado. Murió un hombre en un incendio, la Nochebuena, se trató de un accidente según la investigación. Su novia, que no estaba con él en ese momento, se llamaba Penelope Jackson.

– Podría ser una coincidencia.

– Podría serlo -dijo Nancy, mostrándose algo engreída y dejando que eso se notara incluso en el móvil y pese a la cobertura imperfecta-. Pero ¿qué me dices del nombre del fallecido? Se llamaba Tony Dunham.

– El abogado de ese hombre dice que él no mencionó la existencia de ningún heredero, y se lo dijo hace ya cinco años.

– Y los polis de Georgia interrogaron a la novia, y ella les dijo que no había parientes próximos a los que notificar la muerte, que los padres de Tony habían fallecido. Pero la edad es la misma, ese hombre tenía cincuenta y tres años al morir, y su número de la seguridad social empieza por veintiuno, lo cual significa que se registró en Maryland.

«Seguramente los Dunham vivieron en Maryland antes de mudarse a la casa de Pennsylvania.

– Pero, Nancy, hace treinta años ese hombre que dices tenía solo veintitrés. Podía residir en cualquier clase de hotel. Podría haber sido llamado a filas. -Y ahora ese hombre con ese apellido había muerto, en un accidente. ¿Por qué terminaba en un callejón sin salida, incluso en una muerte, todo lo que tenía que ver con esa mujer? Con semejante historial, todos los que habían estado cerca de ella debían dar las gracias si se encontraban bien-. En fin, ¿has comprobado en las bases de datos de los militares?

– Aún no -reconoció ella, y esta circunstancia le dio a Infante una cierta satisfacción, por mezquina que fuera. «Se me ha ocurrido seguir una pista en la que tú no habías pensado, guapa.»

– ¿Y dónde cae eso de Brunswick, por cierto? -dijo Infante-. ¿Cómo se va?

– El sargento te ha reservado un vuelo a Jacksonville que sale a las siete. Eso está muy abajo. Y Brunswick está a una hora de Jacksonville, hacia el norte. Penelope Jackson trabajaba en un restaurante, el Mullet Bay, en no sé qué zona turística de la isla de St. Simons, pero dejó ese trabajo hace un mes. Podría ser que viviese aún por esa zona, pero ya no se la encuentra en su anterior casa.

Claro, porque a lo mejor estaba ahora mismo en Baltimore, jugando a una extraña tomadura de pelo con todos ellos.

Capítulo 22

– ¿Estarás bien? ¿Seguro?

– Seguro -dijo ella, pensando: «Vete, vete, por favor»-. Si Seth no quiere irse, puedo cuidar yo de él.

– ¡Bien! -exclamó el chico, mientras Kay respondía.

– ¡Cómo se me iba a ocurrir imponerte una cosa así!

«Lo que no se te ocurriría es correr un riesgo así. Pero no importa, Kay. Tampoco yo me confiaría a mí misma el cuidado de ningún niño. Me he ofrecido a hacerlo para que no sospecharas de mis intenciones.»

– ¿Te importa que me quede en la casa, viendo la televisión?

Notaba que Kay no tenía ganas de ofrecerle una hospitalidad que llegara hasta esos extremos. Kay no se fiaba de ella, y hacía bien desconfiando, aunque no se diera cuenta. Hubo en Kay una breve lucha interna, pero al final triunfó el espíritu de justicia. A ella le encantaba Kay, una persona que siempre haría lo más adecuado, lo correcto. Sería fantástico ser como Kay, pero ella no podía permitirse lujos como la amabilidad o el espíritu de justicia.

– Desde luego que no. Y si quieres comer alguna cosa…

– ¿Después de una cena tan maravillosa? -Se dio unos golpecitos en el estómago-. No soy capaz de tragar nada más.

– Se necesita haber estado dos días en el hospital para decir que la comida para llevar de Wung Fu es maravillosa.

– Mi familia iba a ese restaurante chino. Bueno, ya sé que no es exactamente el mismo ni lo lleva la misma gente. Pero cuando nos dirigíamos en coche hacia allí me acordé de cuando nosotros íbamos.

Kay la miró con escepticismo. Tal vez estaba exagerando la nota, pero era verdad, esa parte era verdad. Quizás había llegado al punto en el que las mentiras que contaba eran más auténticas que las verdades. ¿Era consecuencia de haber vivido tantísimo tiempo una mentira?

– Salsa de pato -dijo, tratando de no atropellarse al hablar, de no parecer demasiado animada-, de pequeña yo pensaba que era algo que salía de los patos, como la leche salía de las vacas. Estaba convencida de que, si un día nos levantábamos muy temprano e íbamos al parque de Woodlawn, encontraríamos a los chinos ordeñando a los patos. Los imaginaba con sus sombreros de paja, dios mío, los llamábamos sombreros de culi. ¡Qué racistas éramos en aquellos tiempos!

– ¿Por qué? -preguntó Seth.

A ella le gustaba aquel niño, y también le caía bien Grace, casi a pesar suyo. Por lo general despreciaba a los niños, le fastidiaban. Pero los de Kay eran cariñosos, poseían una amabilidad heredada o aprendida de su madre. Dependían muchísimo de ella, debido tal vez al divorcio.

– Porque éramos unos ignorantes. Y probablemente, dentro de treinta años, hablando con un niño, tengas que reconocer algo parecido delante de él, y el niño tendrá la sensación de que lo que tú dices ahora, tu forma de vestir y de pensar, resulta increíble.

Supo, viendo la expresión de Seth, que no le había convencido, pero era un crío muy educado que ni soñó en la posibilidad de contradecirla. Él pensaba que su generación lo haría todo bien, que sería perfecta en todos los sentidos, que desvelaría todos los misterios. Al fin y al cabo, ellos tenían sus i- Pods, y era como si tenerlos les hiciera creer que todo era posible, que podrían controlar la vida de la misma manera que controlaban y administraban la música, para lo cual bastaba con darle vueltas a una ruedecita. «Pues muy bien, cariño. La vida será una gigantesca lista de canciones esperando a que tú decidas cuál quieres escuchar, será un mundo feliz, fácilmente controlable. Será lo que tú quieras y cuando lo quieras.»

– No tardaremos más de una hora -dijo Kay.

– No te preocupes por mí. -«O por decirlo como solía el hombre al que yo tenía que llamar tío: no te vuelvas loca por irte; vete, simplemente.»

Cuando la dejaron sola puso la televisión y se forzó a permanecer sentada viendo un programa estúpido durante diez minutos. «Los niños siempre se olvidan algo -pensó-, pero al cabo de diez minutos en el coche, ningún padre regresa a por esa cosa a no ser que se trate de algo realmente esencial.» Cuando comenzó la segunda tanda de anuncios, se levantó y conectó el ordenador familiar.

«Que no tenga contraseña, que no tenga contraseña», rezó, y naturalmente no tenía. Aquel sencillo ordenador Dell no opuso resistencia. Dejaría rastro, por fuerza, pero ¿a quién se le ocurriría buscar allí su rastro? Trabajó con celeridad, buscó su correo electrónico en la web, miró si había algo urgente. Y después le escribió un correo al supervisor de su departamento, le explicó que había sufrido un accidente y que se había producido una urgencia de tipo familiar -lo cual era verdad: ella misma era su propia familia- y que había tenido que irse de la ciudad de manera precipitada. Lo envió y salió de su correo electrónico al instante, por si acaso el supervisor estaba conectado y le enviaba una respuesta inmediata. Después, a sabiendas del riesgo que corría, tecleó «Heather Bethany» en el buscador Google.

Apenas había pulsado dos teclas, la «H» y la «e» cuando Google repitió su búsqueda anterior. Vaya con la fisgona de Kay. Llevaba unos días haciendo horas extras en su propia casa. De todos modos, eso fue un alivio, pensar que Kay no era sólo noble, una mujer dispuesta a ayudar en lo que fuera, sino que también tenía instintos tan básicos como la curiosidad más rastrera. Revisó el historial de búsquedas, tratando de averiguar por dónde había estado mirando Kay, pero no eran más que los sitios más evidentes y elementales. Llegó a los archivos del diario Beacon Light, pero se negó a pagar por mirar páginas antiguas. No importaba, esas noticias se las sabía de memoria. Estaba la web de los niños desaparecidos, con aquellas fotos fantasmales del pasado, los datos más básicos. Y un blog estremecedor en el que cierto señor de Ohio afirmaba haber resuelto el caso Bethany. «Muy bien.»

Deseó que Kay, siendo como era asistente social, hubiese tenido libre acceso a ciertos archivos secretos del gobierno, las webs donde se guardaban los datos confidenciales. Pero en realidad eso no existía, y en caso de haber existido ella sola habría acabado encontrando el modo de colarse y revisarlos. Hacía siglos que ella sólita había agotado todos los recursos que ofrecía por ahora Internet.

A pesar suyo, se desconectó y apagó el ordenador. Echó de menos su ordenador personal. Hasta ese mismo momento nunca había calibrado hasta qué punto era intensa su relación con él, ni comprendido la enorme cantidad de horas diarias que dedicaba a mirar su pantalla. Sin embargo, ahora que se daba cuenta, esa información acerca de sus propias costumbres y sus propios sentimientos no le resultó tan patética como pudiera parecer. Todo lo contrario. Le encantaban los ordenadores, que fueran tan pulcros y lógicos en su funcionamiento. Durante los años más recientes se había reído a gusto de toda esa preocupación por la existencia de Internet, por la posibilidad que ofrecía de establecer contacto con niños y niñas, por el aumento de difusión de la pornografía infantil: ¡como si el mundo hubiera sido absolutamente seguro antes de la aparición de los ordenadores!

Si su propia tragedia hubiese comenzado en un chat, sus padres habrían podido enterarse y cortar aquello de raíz. Pero lo que a ella le pasó comenzó en la calle, en una relación real y personal, con una conversación normal y corriente, la más inocente que se pudiera imaginar.

«¿Te gusta esta canción?»

«¿Qué?»

«¿Te gusta esta canción?»

«Sí.» En realidad no le gustaba. No era en absoluto la clase de canción que le gustaba, pero la conversación… la conversación era otra cosa. Pensó que ojalá no terminase nunca. «Sí, me gusta.»

Capítulo 23

Y al final sonó el teléfono.

Así recordaría siempre Miriam ese momento. Comenzó a crear el recuerdo en el mismo instante en que todo empezaba a ocurrir, revisando el presente desde el propio presente. Luego se diría a sí misma que supo de la importancia de la llamada oyendo sonar el timbre, que le pareció más sordo, más inexpresivo que nunca, como el timbre que te dice que la cena está lista.

Pero de hecho no lo supo hasta instantes más tarde, después de oír carraspear a un hombre que se aclaraba la garganta para hablar con un acento muy de Baltimore, con aquellas vocales extrañas, rasposas y sin embargo tan conocidas para ella después de tantos años. Fue entonces cuando lo supo.

Las habían encontrado.

Habían encontrado unos cadáveres y podían ser los de las niñas.

Otro chiflado había comenzado a contar historias en la cárcel, dispuesto a lo que fuera por mejorar su suerte, o tratando de llamar la atención.

Las habían encontrado.

Unos cadáveres, y podían ser los de las niñas.

Un chiflado largando sin parar en la cárcel, pero había que prestarle oído no fuera a ser…

«Encontradas.»

Sunny. Heather. Y Dave muerto, el pobre Dave ya fallecido, ausente en el momento en que se iba a conocer el final de la historia. O tal vez fuese el afortunado Dave, que iba a librarse de oír una verdad, tal vez algo que hubiese preferido no admitir jamás.

Las habían encontrado.

– ¿Miriam Bethany? -Lo delató el que usara su apellido de casada. Sólo seguía siendo una Bethany en relación con la historia de sus hijas.

Diga.

– Me llamo Harold Lenhardt, soy sargento del Departamento de Policía del Condado de Baltimore.

«Encontradas, encontradas, encontradas.»

– Hace unos días, una mujer que tuvo un accidente de coche afirmó, cuando un agente se presentó en el lugar del accidente…

Una chiflada, una chiflada, otra jodida chiflada. Otra loca, indiferente ante el dolor y el daño que podía causar.

– Esa mujer dijo que es su hija. La pequeña, Heather. Dice que es su hija Heather.

Y el cerebro de Miriam estalló.

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