– Podríamos mentir sobre los huesos -dijo Infante.
– ¡Pero si no hemos encontrado ningún hueso! -dijo Lenhardt-. Hemos sido incapaces de encontrar ninguna tumba.
– Por eso precisamente.
Infante, Lenhardt, Nancy y Willoughby se encontraban en la recepción del Sheraton, esperando a que bajara Miriam para ir a tomar el almuerzo dominical, un brunch en el que iban a tener que reconocer que no tenían ni la menor idea de cuál era la identidad de la mujer con la que ella iba a reunirse esa mañana, la mujer por la que había realizado aquel viaje de dos mil quinientos kilómetros. Tal vez fuese la hija de Miriam. O quizás una mentirosa de primera categoría que había decidido tomarles el pelo a todos ellos durante una semana entera. ¿Y con qué finalidad? ¿Dinero? ¿Aburrimiento? ¿Chifladura en grado supremo? ¿Era posible que estuviese ocultando su identidad actual porque ese nombre haría aparecer una orden de busca y captura dirigida contra la persona que era ahora? Esto último era lo único que para Infante tenía pies y cabeza. Estaba convencido de que aquella mujer no necesitaba proteger su identidad actual por ningún otro motivo. No trataba de preservar su intimidad. Al contrario, era una persona que disfrutaba de la atención que provocaba, que disfrutaba de todos los encuentros. No, lo que ocultaba era otra cosa, y lo ocultaba detrás de la identidad de Heather Bethany, y utilizaba el antiguo e infame asesinato de las niñas para desviar la atención de la policía.
– Hemos estado obsesionados con los huesos porque, si los hubiésemos encontrado, nos habrían proporcionado un montón de datos. Porque aunque los padres no fueran biológicos, las hermanas sí lo son. ¿De acuerdo?
Willoughby asintió con la cabeza. Hacía veinticuatro horas, Nancy había tenido que engatusarle hasta conseguir que accediera a ser testigo del interrogatorio. Y ahora, por mucho que le acusaran de querer meter las narices en donde no debía, no iban a convencerle de que se fuera. Lenhardt había bromeado con él, había tratado de evitar a toda costa herir sus sentimientos y provocar así que, sintiéndose ofendido, acabara saliendo en los telediarios contando cosas. Infante aún no entendía cómo el poli retirado había retenido en su casa todo el archivo del caso, y luego les había prácticamente convencido de que trajeran a Miriam de vuelta a Baltimore, pero sin explicarles que no se trataba de la madre biológica. ¿Qué pretendía el viejo? ¿Cómo se había atrevido a escamotearles un dato tan crucial? Infante no quería descartar ninguna posibilidad. Recordó una cosa que le había dicho Nancy sobre los casos sin resolver: al final, cuando alguna vez se resolvían, siempre resultaba que el nombre del culpable ya estaba en los archivos.
– Ya, pero ha sido ya informada de que no conseguimos encontrar los huesos -recordó Lenhardt.
– Lo que le dijimos es que no conseguimos encontrarlos en las señas que ella nos proporcionó. Pero yo acabo de regresar de Georgia, del sitio donde vivía Tony Dunham. ¿Correcto? Ella no tendría por qué saber que el hijo los desenterró y que se los llevó de allí antes de que su padre vendiera esas tierras, para evitar de esta forma que alguien pudiera descubrirlos accidentalmente.
– ¡Sería una proeza que un hijo se tomara tanto trabajo! -replicó Lenhardt-. No he conseguido nunca que mi chico pase siquiera la segadora.
– Hablo en serio…
– Ya, te escucho, estaba pensando adonde quieres ir a parar. Pongamos que le decimos que hemos encontrado los huesos de su hermana. Si miente, ¿crees que se rendirá simplemente al darse cuenta de que tendrá que permitir que la sometamos a ciertas pruebas y que esas pruebas demostrarán que no es pariente de la niña asesinada? No sé, esta mujer es muy rápida, listísima. ¿Qué pasaría si nos contesta que no hay garantía, que esos huesos que decimos tener puedan ser de otra persona, de otra niña? ¿Y si resulta que ésa no fue la única vez que Stan Dunham cometió esa clase de delitos, y si mató a más niñas?
– De todos modos creo que valdría la pena intentarlo. En este momento intentaría cualquier cosa que pudiera servir para arrancarle algún tipo de respuesta, todo lo que sirviera para que la madre recobre la tranquilidad sin tener que someterla a la tremenda experiencia de tener que encontrarse con ella, hablar con ella. Si consiguiéramos que esa mujer confesara…
– En todo caso, antes de almorzar no vamos a poder avanzar ni un paso en ese sentido -dijo Lenhardt, mirando a Willoughby-. Lo que hemos de hacer es decirle a la madre que está absolutamente todo en el aire. No deberíamos haberla hecho venir, pero, como padre, yo debería saber que después de haberla llamado era imposible conseguir que no viniera.
A Infante le fastidiaba un montón que Lenhardt alardeara de su categoría de padre de familia, y más aún en esos momentos, cuando también Nancy podía hacer señales afirmativas con la cabeza, porque también ella formaba ahora parte del club. Sin embargo, esta vez Infante se lo perdonó porque le pareció que sus palabras obedecían a un intento de aplacar los sentimientos de culpabilidad que pudiese tener Willoughby.
Intervino Nancy:
– Tengo la impresión de que esa mujer es capaz de aguantar bien lo que sea, no importa lo que le digamos. ¿Habéis visto ese programa de la televisión de pago en el que sale un tipo gordo con gafas que hace improvisaciones?
Los tres hombres se quedaron mirándola. Lenhardt y Willoughby como si les hablara en chino, e Infante sabiendo a qué se refería, ya que en el tiempo que trabajaron juntos Nancy le había hablado a menudo de toda esa cultura pop de la televisión.
– ¿Esa mierda? -dijo Infante-. Ni cobrando vería un minuto de ese programa. En cambio me reí mucho con ese otro programa de humor donde sale el negro súper encantador que se ríe hasta de sí mismo. ¿Cómo se llama el tío? Ah, sí, Wayne Brady… El que hace el papel de un chulo que le dice a la puta eso de…
– Hay que andarse con cuidado con los programas que uno pone si tienes contigo a una hijita que se despierta a medianoche -dijo Nancy, sonrojándose-. Sólo lo mencionaba porque esa mujer me ha recordado esa rapidez, ese talento para improvisar, y es capaz de hacer algo que pocos mentirosos consiguen, aceptar que se ha equivocado, porque sabe que todo el mundo se equivoca todo el tiempo. ¿Os acordáis de cuando dijo lo de que se oían grillos? No perdió pie por mucho que yo le dijera que en marzo no se oye cantar a los grillos. Supo que en ese momento la había pillado, pero no se atascó. Siguió como si tal cosa. El sargento tiene razón. Le dices lo de los huesos que tenemos y ni siquiera parpadeará.
Se abrieron las puertas del ascensor y, después de echar una ojeada a la recepción, Miriam distinguió a Infante. La noche anterior, cuando Infante fue a recogerla al aeropuerto, el policía esperaba ver a alguien vestido… mucho más a la mejicana. No con un sombrero de ala ancha, no era ningún ignorante. Pero quizás había imaginado que llevaría una de esas faldas acampanadas de colores intensos, o una blusa con bordados. También había dado por supuesto que iba a representar más años de los que tenía, que según sus datos eran sesenta y ocho. En cambio, resultó que Miriam Toles poseía esa clase de aspecto que Infante había visto en ciertas mujeres de Nueva York cuando él era un chaval: pelo cortito y plateado, grandes aretes de plata, ni una sola joya más.
Se fijó en Nancy, que bajaba la vista para estudiar su propio aspecto, con aquella blusa de color rosa y falda caqui que le iba un poco más ajustada de la cuenta, y supo que su ex compañera se sintió hortera y desaliñada. Infante habría apostado algo a que Miriam provocaba ese tipo de reacción en muchas mujeres. No era exactamente bonita, seguramente no lo había sido nunca. Pero sí era elegante, y se le notaba aún que había tenido un tipazo.
Notó que, a su lado, Chet Willoughby trataba de enderezarse un poco, que incluso encogía la tripa.
– Miriam -dijo el policía retirado, con una actitud algo envarada-, me alegro de volver a verte. Aunque, obviamente, es una pena que sea en estas circunstancias.
– Chet -dijo ella, tendiéndole la mano.
Lo cual dejó a Willoughby bastante frío. ¿Qué esperaba? ¿Un beso en la mejilla, un abrazo? Era curioso, pensó Infante, comprobar que aquel hombre cuya edad se aproximaba a los setenta casi temblaba de decepción. ¿Cuándo morían esa clase de expectativas? ¿Jamás? Recientemente, viendo que casi uno de cada dos anuncios hablaba de impotencia, o DE, disfunción eréctil, por decirlo con el eufemismo que solían emplear los publicitarios, Infante llegó a pensar que era una necedad pelearse con el propio cuerpo, que debía de ser tranquilizador ver que tu polla se mantenía floja en plena escena de acción, dispuesta por fin a retirarse. La suya no sería de ésas, estaba convencido, se conocía lo suficiente para no albergar dudas al respecto, moriría con las botas puestas, y le resultaba doloroso pensar en una impotencia derivada del uso de ciertos fármacos que pudieran producirla como efecto secundario. Pero sí suponía, e incluso deseaba, que la chifladura de los sentimientos terminaría algún día, todo ese desvivirse por la opinión que otra persona tuviera de ti. Sin embargo, viendo a Willoughby comprendió que, en efecto, esa chifladura terminaba un día: el día de tu muerte.
Miriam bajó la vista a la fruta sin brillo que cogió del bufet libre del brunch, tan repleto de trocitos de cosas, ninguna de las cuales estaba verdaderamente en su punto. No quería ser una de esas personas tan pesadas que se pasan el rato defendiendo las virtudes de su manera personal de vivir, pero ya estaba sintiendo nostalgia de México, de las cosas que durante los últimos dieciséis años había dado por descontadas: fruta madura, café fuerte, pastelería deliciosa. Aquel sobreabundante almuerzo deslucido le producía vergüenza ajena, por mucho que todos aquellos policías pareciesen encontrarlo magnífico. Incluso la mujer parecía comer con mucho apetito, si bien Miriam se fijó en que todo lo que había metido en su plato eran proteínas.
– De todos modos habría venido -dijo Miriam-. En cuanto oí el detalle del bolso… Es verdad que habría preferido que la información fuese más… definitiva, que ya supieran ustedes a qué atenerse. Pero incluso suponiendo que no sea mi hija, sabe algunas cosas sobre el día en que mis hijas desaparecieron. Tal vez lo sepa todo. Y bien, ¿qué deberíamos hacer ahora?
– Nos gustaría tener una biografía lo más completa posible de su hija, con detalles de esos que sólo ella podría saber. Cómo estaban dispuestas las cosas en la casa, las historias de la familia, los chistes privados y los sobreentendidos. Cualquier cosa, todo lo que pueda usted recordar.
– Para eso harían falta horas, incluso días. -«Y de paso se me rompería el corazón mil veces.» Hacía treinta años que Miriam sabía que no iba a tener más remedio que compartir con la policía hasta los más tristes secretos de la vida familiar: el fracaso del negocio de su marido, el amante que ella tuvo, la forma extraña en que Heather y Sunny terminaron siendo hijas suyas. En cambio, guardaba celosamente los recuerdos felices, los detalles mundanos, cotidianos. Eso les pertenecía solamente a Dave y a ella-. ¿Por qué no me dicen qué les ha contado ella hasta ahora, y vemos si algún detalle me parece falso? ¿Por qué no me permiten que la vea?
La mujer policía, Nancy se llamaba -para Miriam era un poco agobiante haber conocido de golpe a tanta gente-, hojeó su cuaderno de notas.
– No ha fallado en datos como las fechas de los cumpleaños, las escuelas a las que fueron, las señas de su casa. Aunque la verdad es que todo eso se puede encontrar en internet, sobre todo para una persona con cierta capacidad para profundizar en los archivos o en las hemerotecas. A ver, me habló de unas vacaciones en Florida, y de una persona que se llamaba… BopBop.
– Es cierto, era la madre de Dave. Decidió inventar ese nombre para sí misma, quería tener un nombre que sonara a joven. Le gustó muy poco ser madre, y ser abuela le parecía horrible.
– Ya, pero tampoco eso confirma nada al cien por cien. Heather habría podido contar lo del nombre de su abuela a alguna compañera de la escuela, por ejemplo.
– ¿Y esa compañera lo recordaría al cabo de treinta años? -preguntó Miriam, que enseguida respondió ella misma-: Sería imposible olvidar a BopBop una vez que la conocieras. Menudo carácter tenía.
Willoughby sonrió.
– ¿Ibas a decir algo, Chet? -preguntó Miriam, un poco más cortante de lo que había pretendido-. ¿He dicho algo gracioso?
Willoughby dijo que no con la cabeza, no quería hacer ningún comentario, pero Miriam le miró fijamente a los ojos, escrutándole. No iba a ser la única que contestara preguntas esa mañana.
– Eres exactamente tal como te recordaba. La… la sinceridad. Tal como eras entonces.
– Tal vez haya empeorado, ahora soy una mujer muy mayor y ya no me importa lo que la gente piensa o deje de pensar de mí. Bien, tenemos a una persona que conoce a BopBop y que sabe exactamente cómo era el bolso. ¿Por qué no la creen?
– Hay un detalle, el hecho de que no recuerde haber visto al profesor de música de Sunny, cuando él declaró reiteradamente que vio a Heather esa tarde -dijo Nancy-. Además, en nuestras notas figura un hecho. Usted declaró que en la habitación de Heather había una cajita donde la niña guardaba sus ahorros del cumpleaños y las navidades, y que el dinero, que según usted declaró era bastante, de cuarenta a sesenta dólares, no se encontraba en la caja. Es decir que Heather se llevó esa tarde todo el dinero de la caja al centro comercial. Sin embargo, cuando le pregunté por las cosas que había en el bolso…
– Cuando fue descubierto, el bolso estaba vacío.
– Exacto. Es un dato que conocemos. Pero Heather no tendría que haber conocido este hecho, a no ser que ella misma lo hubiese abierto y vaciado, y no parece que ocurriese nada así. Y en cambio, esa mujer no ha declarado eso, sólo ha dicho que en el bolso llevaba un poco de dinero, un cepillo del pelo y una crema de labios, porque ustedes no le permitían que usara todavía lápiz de labios.
– No es que tuviéramos normas específicas sobre maquillaje. Pero yo le decía que las niñas tan pequeñas con los labios pintados estaban ridículas, y que lo dejaba a su criterio. La crema de labios, en cambio, no me parece raro. Es plausible, como mínimo.
– Todo lo que dice esa mujer -suspiró Nancy- suena siempre plausible. Como mínimo todo su relato de lo que pasó ese día. Sólo cuando habla del secuestro y el… -Le tembló la voz.
– El asesinato de Sunny -la ayudó Miriam-. Hasta ahora ha tratado usted de no hablarme de esa parte de los hechos.
– Es tan horripilante… -dijo Nancy-. Como una escena de película de miedo. Mire, todos los detalles de su relato de ese día, todo suena a verdad: lo que tomaron para desayunar, el autobús número quince que cogieron para ir al centro comercial… pero, de nuevo, todas ésas son cosas que salieron en la prensa, como lo del acomodador del cine, que recordó haberlas echado de la sala donde proyectaban Chinatown. Pero cuando empieza con lo de que fueron secuestradas por un policía, que el hombre se las llevó a una casa de campo abandonada, y que decidió retenerla a ella tras haber asesinado a Sunny en su presencia… En cuanto llega a esta parte de la historia comienzan a fallar los detalles, y nada suena demasiado auténtico.
– ¿Quiere decir lo del policía? -dijo Miriam-. ¿Es eso de que el hombre fuese un policía lo que les parece increíble?
Miriam tuvo que admitir que ninguno de los inspectores reaccionó de manera excesivamente precipitada ni alterada ante su observación. Ninguno de ellos juró ante Dios que nada les resultaba más sencillo que suponer que uno de los suyos era un asesino y un depredador sexual. El primero en hablar fue Infante, el poli guapo que había ido al aeropuerto a recogerla.
– En muchos sentidos, lo de que fuese policía posee mucha lógica. Esto es lo que le permite engañar a las niñas y llevárselas, el poder mostrarles la placa, primero a una, luego a la otra, añadir que la otra hermana ha tenido problemas, pero que ya está con él. Cualquier niña iría a donde un policía le dijera.
– Pues a lo mejor no lo harían tan fácilmente en 1975 las hijas de Dave Bethany. Dave solía decir de los polis que eran unos cerdos, al menos hasta que nos encontramos con que le debíamos mucho a la policía, al menos hasta que Chet se convirtió en un amigo en el que confiábamos. -Miriam lanzó este piropo a Chet y lo hizo completamente aposta, tal vez para compensar el corte que le había pegado antes-. Pero entiendo lo que dice.
– El problema está en ese agente en particular. No encaja su perfil -prosiguió Infante-. Estaba especializado en atracos, era un buen tipo, les caía bien a sus compañeros. Ninguno de nosotros le trató personalmente, pero los que trabajaron con él se quedaron pasmados ante la idea de que pudiera haber estado metido en este asunto. Además, ya no se entera de nada, así que es un objetivo perfectamente bien elegido.
– Dunham -dijo Miriam-. Dijo que se llamaba Dunham. ¿Stan Dunham?
– Sí, su hijo se llamaba Tony. ¿Le dicen algo estos nombres?
– Dunham me suena remotamente. Conocíamos a alguien que se llamaba Dunham.
– Nunca me comentaste nada de ningún Dunham -intervino Chet, a la defensiva.
Miriam apoyó la mano en su brazo, tratando de consolarle, pero también con la intención de hacerle callar a fin de poder seguir recordando.
«Dunham. Dunham. Dunham nos está jodiendo…»
Miriam tuvo una visión de sí misma en la cocina de Algonquin Lañe, sentada a la mesa. No era una antigüedad propiamente dicha, sino una mesa vieja y desvencijada, un mueble que les dio BopBop cuando se fue de Baltimore, la había tenido la abuela en su apartamento. No fue un regalo, les obligó a quedársela, otro cachivache en una casa repleta de cachivaches. Hubo días en los que tenía la sensación de no poder atravesar uno de los cuartos sin tropezar con una mesa, un taburete o cualquier otro de los numerosos objetos que Dave iba acumulando. Dave pintó la mesa con laca amarilla como la de los taxis, y luego autorizó a las niñas a que pegaran calcomanías de flores, que al cabo de un tiempo comenzaron a saltar a trocitos, dejando restos de cola que acababa saltando y llevándose consigo peladuras de pintura. El verde del talonario de cheques producía un contraste horrible con el amarillo taxi. O quizá se lo parecía a ella cuando llegaba fin de mes y tenía que extender todos esos montones de cheques para pagar las facturas, y veía cómo se iban hundiendo cada vez más en el pozo, y tenía que jugar al juego de decidir a cuál de los acreedores trataba de engañar ese mes, aplazando el pago, cuál aguantaría sin quejarse demasiado en esa ocasión. Discutían a menudo sobre sus diversos gastos, pero nunca se ponían de acuerdo en cuáles eran los prescindibles. «La mantequilla para los rituales es baratísima», decía Dave cada vez que a Miriam se le ocurría insinuar que todo aquello del Quíntuple Camino era un gasto que la familia no podía permitirse. Y él empezaba con lo de que Miriam podía llevar a Sunny al instituto. «No puedo y lo sabes. Ahora trabajo fuera de casa, y esta familia necesita los ingresos que saco trabajando ahí. No pretenderás que renunciemos a ese dinero para hacerle de chófer a Sunny.»
«Podrías llevarla por la mañana… Pero ¿quién la recogería por la tarde…? Ese tipo nos está jodiendo, ese cabrón ha invertido la ruta por las tardes… Hemos de encontrar el modo de gastar menos.»
Ese año estaban discutiendo acerca de lo mismo cada mes, y cada mes Miriam había vencido, y había acabado firmando el cheque con el que pagaban la cuenta de Autocares Mercer, una empresa de Glen Rock, Pennsylvania. Ni siquiera tenía idea de dónde podía estar eso de Glen Rock. Y cuando los cheques regresaban, endosados por…
– … Stan Dunham… ya me acuerdo. Era el propietario de la empresa privada de transporte escolar. Autocares Mercer, la empresa de transportes que usaba Sunny para ir y volver del instituto cada día.
– La empresa se llamaba Mercer -exclamó, casi chilló, Nancy-. Era una sociedad limitada, hubo un cambio de propiedad y pensé que el propietario era un tal Mercer. En realidad, por lo que dice, Dunham no llegó a vender la empresa a ningún Mercer. Hubo algún cambio de nombre en las escrituras, pero de hecho el dueño seguía siendo Dunham. ¡Cómo se me pudo escapar una cosa así!
– Recuerdo que investigamos al chófer -dijo Chet-. Fue uno de los primeros con los que hablé. Pero tenía coartada, una coartada magnífica el día en que las niñas desaparecieron. Y Stan no era el chófer. -«Nunca me hablaste de Stan, Miriam.»
Miriam comprendió que Chet se sintiera tan frustrado, porque ella compartía ese sentimiento. Cuando investigaron la desaparición de las niñas, no hubo nadie que fuese considerado intocable, no dieron por supuesta la inocencia de nadie. Habían dado la vuelta a sus vidas como si fuesen un calcetín, habían buscado nombres, vínculos. Parientes, vecinos, maestros, lo revisaron todo, incluso investigaron a algunos sin decirles que eran objeto de la investigación. Comprobaron el historial de todos los empleados del centro comercial, miraron si alguno tenía antecedentes de delitos sexuales, aunque fuesen sólo faltas leves. Y los que tenían alguna mancha en su pasado fueron interrogados, como si el hecho de haber tenido tratos con una prostituta condujera necesariamente a secuestrar a un par de niñas. Investigaron a los compañeros de trabajo de Miriam, a los proveedores de Dave. Incluso localizaron al hombre que conducía esa tarde el autobús municipal de la línea 15, el hombre que para Miriam siempre fue quien condujo a sus hijas hasta la muerte, como si fuese Caronte al timón de la barca que cruzaba con los muertos la laguna Estigia. Las sospechas eran infinitas, pero el tiempo y las energías resultaron ser finitas. Dave padeció desde entonces el miedo, el pánico, a no haber hecho absolutamente todo lo que estaba en sus manos, y esa ansiedad hizo que su vida le resultara insoportable, siempre pensaba que todavía había alguna cosa que se podía hacer y no habían hecho, una comprobación, una investigación.
Y, finalmente, Dave había tenido razón. «Dunham nos está jodiendo -habían dicho a coro-. El cabrón de Dunham está jodiéndonos otra vez.» El hombre se había mostrado correcto, pero firme, y muy pronto comprendieron que a él no podían ponerle en la ruleta con la que decidían mes tras mes si pagaban o dejaban de pagar una factura. Temían que, si le ofendían, podía decidir que no iba a llevar a Sunny en su autocar. Pero Dunham sólo fue una firma, estampada en tinta negra, endosando un cheque que cada mes les era devuelto por un banco de Pennsylvania.
Mientras Lenhardt todavía le daba vueltas a cuál era la propina adecuada a la hora de pagar el brunch, Infante ya estaba telefoneando al juez de guardia para pedirle que les diera una orden de registro para la habitación de Stan Dunham en Sykesville. Fueron a ver al juez al restaurante Cross Keys, donde el magistrado estaba tomando su almuerzo dominical, y antes de una hora Infante y Willoughby se dirigían ya a la residencia. Kevin habría preferido que el poli retirado no le acompañase, pero no supo negarse. Cuando, hacía muchos años, habían llevado a cabo la investigación, se habían saltado un detalle. No era culpa de nadie. Eliminado el chófer, ¿a quién se le iba a ocurrir pensar en un oscuro tipo sin rostro que se limitaba a cobrar cheques desde Pennsylvania? Y sin embargo, Infante notó que Willoughby se fustigaba por no haberlo tenido en cuenta.
– ¿Sabes cómo localizamos la conexión con Penelope Jackson? -preguntó Infante.
Willoughby miraba por la ventanilla, estaban pasando cerca de un campo de golf vecino a la autopista.
– Supongo que con alguna comprobación hecha a través del ordenador.
– Sí, fue Nancy. El primer día yo mismo estuve haciendo las comprobaciones típicas, mirando en todas las bases de datos que se suelen mirar. Pero no se me ocurrió comprobar en la puta prensa, por si acaso esa Penelope Jackson había salido en alguna noticia y, en cambio, no había sido objeto de pesquisas policiales. De no haber sido porque a Nancy se le ocurrió hacer comprobaciones en los diarios, jamás habríamos establecido la conexión entre Tony y Stan Dunham. E incluso luego, sabiendo lo que sabíamos, se nos olvidó fijarnos en la fecha. El abogado de Dunham me dijo que hacía unos cuantos años que había vendido esa propiedad, pero no me empeñé en pedirle que me dijera la fecha. Di por supuesto que hablaba de cuando Dunham le vendió la casa a Mercer S.L., pero él hablaba de la venta de Mercer al constructor.
– Te lo agradezco, Kevin -dijo Willoughby con una voz quebradiza, como si Kevin le hubiese ofrecido una aspirina o algo perfectamente innecesario-. Pero tú te estás refiriendo a que pasaste por alto un dato en las primeras veinticuatro horas de tu investigación de un accidente en el que se produjo la huida de uno de los conductores implicados, y de una mujer sospechosa. Yo estuve trabajando en el caso Bethany durante catorce años, y si la información sobre Dunham resulta finalmente correcta, supondrá que en todo ese tiempo fui incapaz de hacer un solo descubrimiento significativo acerca de la desaparición de las niñas. Piénsalo así. Tantísimo trabajo. Tantísimo tiempo, y nunca logré averiguar nada de nada. Patético.
– Cuando Nancy comenzó a trabajar en el análisis de los casos sin resolver, me dijo que comprobó que el nombre del culpable siempre está en los archivos; de una u otra forma, siempre estaba allí. Pero Stan Dunham no estaba en el archivo. Llamaste a la empresa de autocares, te dieron el nombre del chófer que hacía esa ruta, y llegaste a comprobar que no había sido él. Además, aún no sabemos nada, sólo que existe algún tipo de vínculo entre Stan Dunham y la familia Bethany.
– Un vínculo que una niña no podía conocer, porque ninguna niña de once años se entera nunca de quién endosa un cheque. -La mirada de Willoughby volvió a desviarse hacia el paisaje por el que circulaban, pese a que no había ningún elemento especial-. No estoy seguro de si esto me hace confiar más en la mujer misteriosa, o menos… Podría ser alguien a quien Stan Dunham le hubiese contado algo, por la razón que fuera. O, más probable incluso, que se lo hubiese contado Tony Dunham. Un pariente de ellos, una amiga. Nancy me dijo que esa mujer insistió mucho en que comprobaseis los registros del colegio, que estaba segura de que ibais a encontrar a una tal Ruth Leibig registrada como alumna de la escuela católica de York.
– Sólo que eso no demostraría que ella es Ruth Leibig, sino solamente que hubo una tal Ruth Leibig que fue alumna de ese colegio. Dicen que no se puede demostrar un dato negativo, pero la verdad es que está resultando diabólicamente difícil determinar quién es esa mujer. ¿Y si lleva toda la vida adoptando identidades ajenas, primero una y luego otra y otra? Ruth Leibig ha muerto. Esta mujer es la Reina de los Muertos, el cielo la confunda.
Salieron de la autopista y tomaron la carretera que se internaba hacia el norte. Las urbanizaciones de chalets unifamiliares habían ido creciendo cada vez más al norte en los años transcurridos desde que Infante llegó a Baltimore, pero en la zona de Sykesville quedaban rastros de vida campestre. La residencia de ancianos era un edificio peculiar, de estilo muy moderno, más impresionante a primera vista que la residencia donde vivía Willoughby. ¿Cómo podía permitirse un policía viejo, aunque tuviera una pensión vitalicia, esa clase de lujos? Infante recordó que tras la venta de su propiedad en Pennsylvania, Dunham había conseguido una renta vitalicia, y eso ocurrió siendo el ex policía relativamente joven, según su abogado. El tipo era muy capaz de planificar las cosas. La pregunta era si había planificado sus crímenes tan detalladamente como planificó el respaldo financiero que iba a necesitar durante sus últimos años de vida.
Cuando se encaminaron al edificio que hacía las funciones de clínica terminal, Willoughby se estremeció levemente. Allí era donde estaba ahora Stan Dunham. Infante se sorprendió de la reacción de Chet, pero luego recordó que la mujer de Willoughby había fallecido en un lugar como aquél, con menos de sesenta años había dado el breve paso que conducía de una residencia para gente mayor a una unidad de cuidados intensivos. Para no salir viva de allí.
– El señor Dunham está prácticamente sin habla -dijo la enfermera joven y guapa que les acompañó a verle.
Se llamaba Terrie. Enfermeras… ¿Por qué no salía más a menudo con enfermeras? Encajaban muy bien con la vida de los policías. Era una pena que cada vez más a menudo las enfermeras hubiesen abandonado la tradición de los uniformes blancos, muy ajustados en la cintura y con esa especie de cofia con alas en la cabeza. Ésta llevaba pantalones verde- menta, blusa floreada y unos espantosos zuecos verdes, y aun así estaba buenísima.
– Emite algunos sonidos -añadió Terrie-, a veces nos indica de esa manera cómo se siente, pero apenas si puede comunicar sus necesidades más elementales. Está en la fase terminal.
– ¿Por eso le trasladaron a este sitio, al hospicio? -preguntó Willoughby, mostrando cierta dificultad para pronunciar la última palabra.
– Los trasladamos solamente cuando el diagnóstico les da menos de seis meses de vida. Hace tres meses, al señor Dunham le diagnosticaron un cáncer en fase cuatro, pobrecillo. Ha tenido muy mala suerte.
«Eso, pobrecillo», pensó Kevin.
– Tenía un hijo, ¿venía a visitarle? -preguntó.
– No sabíamos que su hijo viviera. El único contacto que tenemos es con su abogado. Tal vez no se llevaban bien. Ocurre a veces.
«Tal vez el hijo no quería saber nada del padre. Tal vez el hijo sabía qué cosas pasaban en su casa, hacía ya muchos años, tal vez se lo contó a Penelope, su novia, y ésta se lo contó a alguien, a alguien que casualmente conducía el coche de la tal Penelope.»
Kevin sabía muy bien que una persona que padece un estado de Alzheimer avanzado no puede proporcionar ninguna clase de información interesante, pero cuando vio por fin a Stan Dunham su decepción fue incluso mayor. No era más que una sombra, un residuo humano metido en un pijama a cuadros y un albornoz. Las únicas señales de vida eran el pelo bien peinado y la barba afeitada. ¿Se encargaba la enfermera de esos cuidados? Los ojos de Dunham se iluminaron cuando ella se le acercó, pasaron sin mostrar apenas interés por Willoughby e Infante, y enseguida regresaron a Terrie.
– Hola, señor Dunham -dijo la enfermera con entusiasmo y energía, pero sin hablar a gritos ni imitar una vocecita infantil-. Tiene usted visita. Dos antiguos compañeros de trabajo.
Dunham siguió mirándola sólo a ella.
– Yo no trabajé con usted -dijo Infante, tratando sin éxito de imitar la entonación de Terrie, y fracasando tristemente, pues apenas si le salió un tono de mal vendedor de coches usados-. Pero Chet, mi acompañante, era de su época. ¿Le recuerda? Seguramente todos los de aquella época le recordarán, porque se encargó del caso Bethany. El caso Bethany.
Infante repitió las tres últimas palabras, lo hizo lentamente, con cuidado de pronunciar bien, pero no registró ninguna reacción en Dunham. Por supuesto. Estaba seguro de que iba a ser así. Pero no pudo evitar fijarse muy bien, por si acaso. Dunham siguió mirando a la guapísima Terrie. Con ojos como de perro, cargados de afecto, mostrando su profunda dependencia de la enfermera. Si era el secuestrador de las niñas Bethany, se trataba de un auténtico monstruo. Pero los monstruos también envejecían, se iban haciendo cada vez más frágiles. Los monstruos también morían.
Infante y Willoughby se pusieron a abrir cajones y armarios de forma sistemática, buscando cualquier indicio, cualquier objeto.
– No tiene muchas posesiones -dijo Terrie-. No vale la pena… -No terminó la frase, como si el hombre que permanecía sentado en la silla, el hombre cuya mirada seguía su rostro con aquella decidida atención, pudiera llevarse una sorpresa al saber que estaba agonizando-. Pero guarda un álbum de fotos que a veces miramos juntos. ¿Verdad, señor Dunham?
Terrie se agachó bajo la otomana y sacó un gran álbum polvoriento, encuadernado en tela de satén blanco, que con el tiempo había amarilleado considerablemente. En la portada había un dibujo de un niño con pañales azules que decía: «¡Ha sido chico!»
Cuando Infante lo abrió, se fijó en la letra, evidentemente femenina, una caligrafía inclinada, fina y bonita, que registró los datos de un tal Anthony Julius Dunham desde su nacimiento (tres kilos con cincuenta gramos) hasta su bautizo y su graduación escolar. A diferencia de otras madres, la suya no perdió la paciencia y siguió registrando cada uno de los logros de su hijo. El certificado según el cual había realizado un curso completo de lectura un verano, la tarjeta de la Cruz Roja donde decía que había alcanzado el grado «intermedio» en un cursillo de natación celebrado en el Campamento Apache. Las notas de diversos cursos -no especialmente destacadas- estaban sujetas aquí y allá con clips grandes. Viendo aquellas fotos, Infante sintió nostalgia de su propio padre. Y no porque su padre y Stan Dunham de joven se pareciesen, éste era bastante más robusto y joven, entre otras cosas, sino porque esas fotografías captaban los momentos típicos de la vida familiar, comunes a todo el mundo. Juegos alrededor de la casa, proezas de las vacaciones, ceremonias bajo un sol que forzaba a guiñar los ojos. La misma caligrafía femenina explicaba cada circunstancia. «Stan, Tony y yo, en Ocean City, 1962.» «Tony de excursión con el colegio, 1965.» «Tony termina sus estudios, 1970.» En nueve breves años, el chico había pasado de llevar el pelo a cepillo y vestir una camiseta a rayas a convertirse en un melenudo de aspecto hippie. No era lo que un poli esperaba de su hijo, sobre todo en aquellos tiempos, pero por mucho que cambiara el estilo de Tony, sus padres siempre sonreían con orgullo.
La última foto -donde aparecía Tony en algo que recordaba una gasolinera- decía «El nuevo empleo de Tony, 1973». Allí terminaba el álbum, aunque quedaban algunas páginas en blanco. Dos años antes de la desaparición de las niñas. ¿Por qué esa mujer había dejado de documentar con tanto esmero cada una de las fases de la vida de su hijo? ¿Se fue de casa en 1973? ¿Se encontraba en el domicilio familiar cuando su padre se presentó con una niña, en 1975? ¿Qué les dijo Stan Dunham, cómo explicó la presencia de aquella cría que ni siquiera había comenzado la adolescencia?
– Mira lo que hay dentro, Kevin -dijo Willoughby. Estaba apartando unos almohadones que, tal vez, habían puesto de manera que ocultaran una gran caja de cartón situada en el último estante de un armario. Terrie le ayudó, casi cediendo bajo el peso de la caja, e Infante acudió a su vez a sostenerla, apoyando una mano en el hombro de la enfermera. Ella le miró divertida, como si estuviera acostumbrada a esa clase de truquitos, e Infante se sintió viejo y carrozón, como si fuese otro de los ancianos que estaban a su cuidado y tratase de toquetearla un poco.
La caja estaba llena del tipo de residuos que coleccionan los estudiantes. Calificaciones, programas de cursos, periódicos. Todo ello pertenecía, según pudo observar enseguida Infante, al colegio de las Hermanas de la Florecilla, y salía por todas partes el nombre de Ruth Leibig. Ruth, quienquiera que fuese, no había merecido que le hicieran un álbum para ella sola, pese a que sacaba notas bastante mejores que las de Tony. No había tampoco ninguna foto, y ninguna fecha anterior a otoño de 1975. Vio un diploma, del año 1979. Lo más extraño que encontró fue un magnetofón de un modelo anticuado, una caja de color rojo intenso en forma de monedero. Pulsó un botón y no ocurrió nada, claro. La cinta que había dentro era de Jethro Tull, Aqualung. En la cara inferior tenía una etiqueta igualmente anticuada, y decía «Ruth Leibig».
Infante metió la mano hasta el fondo de la caja y encontró algo todavía más raro. Un certificado matrimonial fechado en 1979. El certificado según el cual Ruth Leibig y Tony Dunham habían contraído matrimonio, actuando como testigos Irene y Stan Dunham.
Según Nancy y Lenhardt, el único dato que sorprendió a la mujer durante la entrevista fue cuando oyó que Tony había fallecido. No pareció entristecerla el hecho. Pero la conmocionó, incluso la enfureció. Pero no mostró ninguna tristeza. Al mismo tiempo, en su relato no había mencionado nunca a Tony, no había pronunciado su nombre ni una sola vez.
– ¿Qué pasó? -dijo Infante mirando a Stan Dunham, a quien el tono pareció sorprender, la fuerza con la que le habían hablado-. ¿Quién era Ruth Leibig? ¿Secuestró usted a una niña, asesinó a su hermana, y luego se folló a la pequeña hasta que fue demasiado mayor, y entonces se la regaló a su hijo? ¿Qué ocurrió en esa granja, sucio cabrón?
La enfermera estaba escandalizada. No iba a hacerle el menor caso como se le ocurriera llamarla para salir al cabo de unos días. «¿Te acuerdas de mí? Soy el poli que le dijo esas cosas terribles al viejo que a ti te parece tan encantador. ¿Salimos un día de éstos?»
– No debería usted hablarle de esa manera, señor…
Por su parte, Dunham no parecía haberse enterado de nada.
Infante abrió el álbum de fotos, señaló la última imagen de Tony.
– Está muerto. Se quemó en un incendio. Tal vez provocado. ¿Sabía él lo que hiciste? ¿Lo supo su novia?
El viejo sacudió la cabeza, gimió y miró por la ventana, como si el que padeciese demencia fuera Infante, como si fuese un loco furioso al que no había que hacer el menor caso. ¿Entendía algo? ¿Sabía algo? ¿Se conservaban los hechos bien guardados en su cerebro, o se habían borrado para siempre? Daba lo mismo, porque Infante no iba a tener acceso a esa información. Stan Dunham volvió a mirar a la enfermera, como si confiara en que ella pudiera garantizarle que aquella brusca interrupción de la rutina diaria iba a terminar enseguida. «¿Cuándo volveremos a estar solos otra vez}», parecía preguntarle. Terrie le habló en un tono aplomado y suave, mientras le daba unos golpecitos en la mano.
– Está prohibido -dijo, mirando a Infante con gesto preocupado-. No nos permiten tocar a los pacientes así. Pero es el hombre más encantador de la tierra, mi preferido de todos los que tengo a mi cuidado. No se puede imaginar.
– No -dijo Kevin-. No puedo imaginármelo.
«No, tú podrías imaginar lo que te habría hecho él cuando eras una adolescente.»
Chet había seguido revolviendo el contenido de la caja, mirando papeles, hasta que en ese momento estudió de nuevo, a través de sus gafas de concha, el certificado de matrimonio.
– Aquí hay algo que falla, Kevin. No es fácil decirlo de manera terminante, pero si nos basamos en esto, es altamente improbable que Ruth Leibig sea Heather Bethany.
El comedor de Kay estaba separado de la sala por unas puertas acristaladas, y a lo largo de los años había llegado a comprender que sus hijos creían ser invisibles cuando les separaban de ella esos cristales. Cosa que Kay aprovechaba a veces, se sentaba en su butaca preferida y de vez en cuando alzaba la vista para contemplar a Grace o a Seth actuando sin ninguna timidez, algo que resultaba cada vez más difícil a medida que pasaban los años. La adolescencia era como una costra, como un tejido generado por una cicatriz, que poco a poco iba ocultando el alma, que a esa edad era muy frágil para permitir que batiesen contra ella los elementos. A Kay le hacía gracia ver a Grace mordisqueando la punta de sus cabellos mientras resolvía uno de aquellos complicados problemas de matemáticas. También ella, de pequeña, había tenido esa costumbre. Seth, con once años cumplidos, todavía hablaba solo, y se narraba su propia vida usando un monólogo lento y pausado que a Kay le recordaba el modo de hablar de los locutores de los torneos de golf. «Merienda, ésta es mi merienda», decía por ejemplo su hijo mientras disponía en filas y dibujos bien ordenados las galletas. «Son galletas Oreo, de las de verdad, si no lo son se nota enseguida. Y esto es la leche, marca Giant, semidescremada, la leche es leche. ¡¡¡Eso eees!!!» Cuando decía lo de la leche a Kay le parecía estar viendo regresar un boomerang, el eco de su actitud en los primeros momentos después del divorcio, cuando decidió ahorrar y no volver a comprar cosas de marca, y decidió que sólo metería en el carrito artículos de marca blanca. Incluso llegó al extremo de obligar a sus hijos a hacer pruebas de cata a ciegas, a fin de demostrarles que eran incapaces de notar la diferencia entre las distintas marcas de patatas fritas o de galletas.
Resultó que sí, que podían notar las diferencias, de manera que al final trató de llegar a una solución de compromiso. Marcas reconocidas para las galletas, las patatas fritas y los refrescos, y marca blanca para la leche, la pasta, el pan y la comida en lata.
A veces sus hijos la sorprendían cuando ella los miraba a través de los cristales, pero no parecía importarles apenas. Tal vez les gustara, porque en momentos así Kay no les tomaba el pelo ni se reía de ellos. Se encogía de hombros, sintiéndose culpable, y volvía a su libro como si fuese ella la que había sido pillada in fraganti.
Quien se encontraba ese día al otro lado de los cristales era Heather, y frunció el entrecejo cuando captó la mirada de Kay desde el otro lado, pese a que Heather estaba sencillamente leyendo el diario dominical mientras Kay pensaba lo bonita que estaba bajo aquella luz tan tenue. Leía el diario, que sostenía al extremo de los brazos estirados del todo, como si tuviera vista cansada, y Kay se fijó en que no había ninguna arruga en su frente y que la piel de la mandíbula inferior se mantenía tensa y suave. Lo único que traicionaba su concentración era la línea vertical que había entre sus dos cejas.
– ¿Cuándo dejaron de poner la tira del Príncipe Valiente? -preguntó cuando Kay entró en el comedor con una cafetera llena, moviéndose como si no tuviera intención alguna de molestarla. Pero antes de que Kay tuviese tiempo de responder, y en realidad no habría sabido qué contestar, Heather sacó sus propias conclusiones-: No era el Beacon, claro. El diario que publicaba la tira del Príncipe Valiente era el Star. Entre semana nos traían el Beacon, pero los domingos teníamos los dos. Mi papá era un loco de las noticias.
– Hace años que no oía mencionar el Beacon. En los años ochenta se fusionó con el Light, más o menos cuando cerró el Star. Pero esta ciudad es especial, y la gente todavía habla del Beacon como si aún existiera. Ahora mismo, oyéndote hablar, lo hacías como una auténtica vecina de Baltimore.
– Y es que lo soy -dijo Heather-. O lo fui durante años. Ahora ya soy de otro sitio, supongo.
– ¿Naciste aquí?
– ¿No me digas que no has encontrado ese dato buscando a través de Google? ¿Lo preguntas por ti, o en nombre de ellos?
– No es justo, Heather -dijo Kay sonrojándose-. No he tomado partido en ningún momento. Permanezco neutral.
– Mi padre solía decir que la neutralidad no existe, que incluso cuando alguien trata de ser neutral, ya está tomando partido.
La actitud era desafiante, pensó Kay. Era como si estuviese acusándola de alguna cosa, pero no supo de qué.
– No le dije a nadie que ayer nos paramos en el antiguo centro comercial.
– ¿Y por qué habrías tenido que hacerlo?
– No tenía por qué, pero… Ya te imaginas que podrían haberse mostrado interesados. Quiero decir que si hubieran sabido…
Sonó el teléfono y Kay dio las gracias porque estaba tartamudeando, muy confundida, aunque no habría sabido decir por qué razón era ella la que estaba sintiéndose abochornada. Desde algún lugar del piso superior sonó la voz de Grace, que siempre se emocionaba una barbaridad cuando alguien llamaba por teléfono.
– ¡Ya lo cojo yo!
Y al poco rato se oyó otra vez su voz, en un tono decepcionado, neutro, el tono de quien ha visto aplastadas todas sus expectativas.
– Es alguien que dice llamarse Nancy Porten Quiere hablar con Heather.
Heather se dirigió a la cocina y cerró la puerta batiente a su espalda, sin disimular. Pero Kay pudo oír sus respuestas, secas, breves. «¿Qué?» «¿Y por qué tantas prisas?» «¿No podemos dejarlo para mañana?»
– Quieren que vuelva allí -dijo Heather empujando la puerta tan fuerte que se quedó abierta-. ¿Te importaría llevarme? Dicen que dentro de media hora he de estar allí.
– ¿Han de hacerte más preguntas?
– No estoy segura. Es difícil creer que podría haber más preguntas después de todo lo que tuve que aguantar ayer. Pero dicen que ha llegado mi madre y quieren que nos veamos ahora. Una reunión muy bonita, ¿no? Nada menos que en una sala de interrogatorios de la policía, en un sitio donde van a poder grabar y escuchar cada una de nuestras palabras. Seguro que se han pasado toda la mañana haciéndole preguntas a ella, contándole que en su opinión yo soy una mentirosa, rogándole que les ayude a demostrar que no soy quien digo ser.
– Tu madre te reconocerá -dijo Kay, pero Heather pareció ignorar el tono tranquilizador en que lo dijo, la promesa implícita de su neutralidad. En realidad, Kay no era neutral, la creía a ella. A Kay se le pasó por la cabeza la idea de que Heather era más creíble cuando no trataba de demostrar hasta qué punto era de fiar. Cuando hablaba de los diarios del domingo y de las cosas que solía decir su padre, Heather era Heather sin necesidad de esforzarse por parecerlo.
– Mira, voy a mi cuarto, me cepillo el pelo y los dientes, y nos vamos, ¿te parece? Nos encontramos otra vez aquí en un momento.
Avanzó por el sendero de losas que cruzaba el patio de atrás y conducía al garaje, que se encontraba al fondo del terreno, junto al camino. Había sido una estupidez decir lo de Google. ¿Y si alguien se metía en el ordenador de Kay y seguía la pista de los movimientos de su invitada? Cualquier informático experimentado podía abrirse paso hasta la página web de su empresa y leer el correo electrónico que había enviado a su jefe. Se preguntó si Kay estaba observándola, si valía la pena subir a lo que era su habitación esos días. ¿Para qué, si no necesitaba nada de allí? El mismo día en que la detuvieron, la policía se quedó con sus llaves. Se sintió aliviada pensando que aquel llavero no iba a traicionarla. Una turquesa sin tallar montada sobre una pieza de plata. Un objeto encontrado en una tienda de regalos, carente de significado. Por motivos obvios, jamás había personalizado ninguna de sus pertenencias, nunca había bordado las iniciales en su ropa, a pesar de que en su adolescencia le enseñaron a hacerlo en los delantales del colegio y en las servilletas, cuando era la «novia» de Tony Dunham. «Claro que sí, tía, no hay nada en el mundo que desee más que comenzar a preparar mi jodido ajuar.» Lo de «jodido» le mereció una sonora bofetada, aunque nunca se la ganó por joder, precisamente. Menuda familia. Menudo embrollo de familia se ocultaba detrás de aquellas cortinas a cuadros y aquellas macetas rebosantes de petunias en los alféizares.
Deseó tener algo de dinero o una tarjeta de crédito. Ojalá no hubiera extraviado el billetero, aunque ahora estaba convencida de que en realidad se lo había robado Penelope: era una de esas personas que andaba siempre tramando cosas, un ser incapaz de mostrar ni la menor gratitud. Y esa primera noche, ella no estaba apenas confusa ni desorientada como le dio a entender al policía. Habría podido perfectamente convencer a ese primer agente de que en realidad no había cometido ninguna infracción, por mucho que no llevara permiso de circulación y el coche estuviera registrado a otro nombre. Aunque, por lo que sabía de Penelope, era perfectamente posible que la matrícula hubiera caducado, o que tuviera una lista enorme de multas de aparcamiento sin pagar, bien guardadas en el ordenador de algún municipio de algún estado.
Miró hacia atrás. Kay seguía en la cocina, tomando sorbos de café junto al fregadero. Mierda. Tendría que subir. ¿Y luego?
No fue sencillo abrir la ventana del baño con un solo brazo, aquella madera vieja estaba hinchada y combada y ofrecía mucha resistencia, pero todavía le costó más trabajo colarse por la estrecha abertura y después saltar un piso hasta el suelo. Pero lo consiguió. La adrenalina era fantástica. Se sacudió la tierra de los pantalones, unos pantalones de Grace que, por fortuna, eran de su talla -a pesar de que si una cosa le dolió fue llevarse los pantalones favoritos de una adolescente, y encima dejarles las rodillas sucias- y trató de orientarse. La calle comercial más próxima era Edmonson, y quedaba a su derecha. Llevaba directamente a la carretera de circunvalación, pero una vez allí no iba a poder hacer autostop. Mejor probar en la Ruta 40, que, sin embargo, iba de este a oeste, mientras que ella necesitaba dirigirse al sur. En fin, se las arreglaría. Llevaba muchos años arreglándoselas.
Comenzó a caminar a buen paso, frotándose los brazos. Cuando el sol se pusiera del todo haría frío, pero tal vez tuviera suerte y a esa hora estuviese ya en casa. Bastaría llegar al aeropuerto y una vez allí dirigirse a la estación de ferrocarril. Se preguntó si las líneas de cercanías funcionaban los domingos, como las de Amtrak. Si conseguía llegar a New Carrollton sin que la pillaran, problema resuelto. Estaba segura de que, incluso en un tren de cercanías, era perfectamente capaz de enrollarse con el revisor y conseguir que le permitiera ir sin billetes unas cuantas estaciones, convencerle de que había perdido el billete, o incluso decirle que la habían asaltado y robado todo lo que llevaba encima, aunque esta última posibilidad tenía un riesgo, y es que iban a exigirle que fuese a presentar denuncia a una comisaría. «Si hubiese cogido el tren el pasado martes, que era lo que había tenido intención de hacer originalmente…» Se le ocurrió una idea mejor, decirle al revisor que se había peleado con… con su novio, y que él la echó del coche de un empujón, eso es, y que se había quedado en mitad de ninguna parte, y que sólo quería volver a su casa. Era una buena historia, convincente. Recordó la historia de una mujer de Richmond. La habían desahuciado y consiguió hacer todo el recorrido hasta Washington sin billete, explicándole a todo el mundo que no cejaría hasta conseguir que la dejasen hablar con el presidente. Sí, a nadie la echaban de un tren en marcha, así que tenía que llegar a la estación de la línea Unión, y con eso ya estaría. Podía telefonear a alguno de sus compañeros de trabajo, o incluso a su jefe directamente, o tal vez saltarse el torniquete de entrada en el metro, cualquier cosa con tal de estar de nuevo en casa. Pensando así refrenó el impulso de ponerse a correr hacia la calle comercial, que estaría llena de coches avanzando velozmente en ambas direcciones. Era como ir hacia un mundo en el que reinara el movimiento, la confusión, un mundo en el que podría de nuevo desaparecer y recobrar la tranquilidad. Tenía que meterse lo antes posible en ese mundo y una vez allí romper el muro que lo separaba de ese otro mundo imaginario en el que había vivido durante los últimos cinco días.
Sin embargo, cuando estaba llegando ya al final del camino surgió de la nada un coche patrulla y le cortó el paso. Y salió del coche aquella mujer policía, aquella inspectora rolliza y presumida que la había interrogado.
– He intentado localizarla por teléfono -dijo Nancy Porter-. No estábamos seguros de que trataría de huir, pero queríamos averiguar qué reacción tendría usted cuando le dijéramos que iba a tener un encuentro cara a cara con Miriam. Infante está al otro extremo de la calle. Y en la fachada de la casa hay un agente uniformado.
– Había salido a dar un paseo -dijo ella-. ¿Estoy infringiendo alguna ley?
– Esta tarde Infante ha visitado a Stan Dunham y ha averiguado unas cuantas cosas interesantes.
– Stan Dunham no está en condiciones de contarle nada a nadie.
– Vaya, es curioso que conozca usted ese dato, porque ayer logró no mencionar que lo conocía, cuando hablaba conmigo, y yo procuré no decírselo, quería que usted temiera que él pudiese contradecirla. En realidad, me dijo usted que hacía muchos años que no había tenido ningún contacto con él.
– Y así es.
La inspectora abrió la puerta trasera del coche. Era un coche patrulla con todas las de la ley, incluyendo una mampara de plástico que separaba los dos compartimentos.
– No quiero esposarla. Por cómo tiene el brazo, y porque no ha sido acusada de nada… todavía. Pero ésta va a ser, Ruth, la última ocasión que vamos a darle de que nos diga qué ocurrió realmente con las niñas Bethany. Suponiendo que lo sepa.
– Hace muchísimos años que no soy Ruth -dijo ella, entrando en el coche-. De todos los nombres que he usado, Ruth es el que más he odiado. Ruth es el que más he odiado.
– Y bien, hoy tendrá que decirnos cuál es su verdadero nombre, o tendrá que pasar la noche en comisaría. Le hemos dado cinco días de margen, pero ahora ya no le queda ni un día más. Va a decirnos quién es usted, y va a decirnos todo lo que sabe de la familia Dunham y de las niñas Bethany.
De haberle pedido alguien que le pusiera un nombre a lo que sentía en ese momento, habría dicho tal vez que se sentía aliviada. Aliviada de saber que aquello iba a terminar de una vez por todas. Pero también habría podido decir otra cosa. Que lo que sentía era pánico. Un pánico ilimitado.
– Puede usted verla a través del circuito cerrado de televisión -le ofreció Infante a Miriam- o podemos hacer que cruce la recepción por delante de usted, de forma que la pueda ver directamente.
– ¿Es absolutamente imposible que sea Heather?
– Absolutamente, si se trata de Ruth Leibig, y ella ha admitido prácticamente que ése era su nombre, o que lo fue. Ruth Leibig se graduó en el instituto de York, Pennsylvania, el año 1979, y se casó con el hijo de los Dunham ese mismo año. Heather habría tenido en ese momento dieciséis años solamente. Eso no habría impedido que el matrimonio fuera legal, sobre todo actuando los Dunham como testigos. Pero ¿cómo iba Heather a terminar los estudios en el instituto con tanta antelación, dos años antes de lo normal?
– Fui yo el que se fijó en este detalle -intervino Willoughby.
Pero Infante no le envidió ese momento de jactancia. Tarde o temprano el propio Infante se habría acabado fijando también. Pero era cierto que todos los datos de las niñas Bethany estaban grabados a fuego en algún rincón del cerebro de Chet Willoughby, por mucho que él tratara de negar hasta qué punto seguía obsesionado por el caso.
– No parece posible. Heather era espabilada, pero no tanto como para ganar dos cursos -admitió Miriam-. Ni siquiera en un colegio parroquial de la zona rural de Pennsylvania.
Infante fue alumno de un colegio católico, y a él le había parecido que los curas eran bastante rigurosos, pero en ese momento no quería llevarle la contraria a Miriam.
– Entonces, ¿qué les ocurrió a mis hijas? -preguntó Miriam-. ¿Dónde están? ¿Qué tiene todo esto que ver con Stan Dunham?
– Lo que suponemos en este momento es que fue él quien secuestró a sus dos hijas, que las asesinó, y que Ruth, la esposa del hijo de Dunham, averiguó de algún modo los detalles del caso -dijo Infante-. Todavía no sabemos por qué quiere mantener en secreto su identidad actual, pero lo probable es que esté en busca y captura por algo que no tiene nada que ver con todo esto. O bien porque sabe con absoluta seguridad que Penelope Jackson fue quien originó el incendio en el que murió Tony Dunham, y trata de protegerla, a pesar de que sigue empeñada en negar cualquier clase de relación con Penelope Jackson. Cuando le preguntamos por el coche, se nos va por la tangente. Cuando le preguntamos lo que sea, se nos va siempre por la tangente.
Nancy se adelantó sobre la mesa, acercándole a Miriam un vaso de agua.
– Le hemos dicho que, si denuncia a Penelope Jackson como la responsable del asesinato de Tony Dunham en Georgia, podríamos llegar a un trato en relación con su huida del escenario del accidente en el que se vio envuelta, dependiendo de lo graves que sean las consecuencias de ese accidente. Lo malo es que, aparte de admitir que en tiempos se llamó Ruth Leibig, no está soltando prenda, no habla ya ni siquiera con Gloria Bustamante, su abogada. Y eso que ella ha estado apremiándola, diciéndole que acepte un trato, que nos diga todo lo que sabe. Pero esa mujer parece encontrarse ahora en estado catatónico.
– Ya somos dos -dijo Miriam-. Estoy aturdida. Desde el primer momento me he estado diciendo que no era posible, que tenía que ser una impostora. He estado pensando… He tratado de protegerme frente a cualquier clase de esperanza. Y ahora me doy cuenta de que en realidad deseaba que fuese verdad, que viniendo aquí haría que fuese verdad.
– Naturalmente -dijo Lenhardt-. A cualquier padre o madre le habría pasado lo mismo. Mire, esperemos a mañana. El lunes habremos podido recomponer algo más el rompecabezas. Tendremos datos sobre el posible divorcio de Tony y Ruth, en qué lugar se divorciaron, cosas así. Seguiremos la pista de los antiguos alumnos del colegio, aunque la parroquia ya no exista. Por vez primera tenemos indicios, y son muy sólidos.
– Mira, Miriam. Esa mujer no es Heather, pero tiene las respuestas -dijo Willoughby-. Sabe lo que pasó, aunque sea información de segunda mano. Es posible que Dunham le contara cosas a su nuera después de enterarse del diagnóstico, tal vez ella fuera la confidente del viejo.
Miriam se hundió en el asiento, era el que solía usar Lenhardt. En ese momento se le notaban los años, incluso parecía mayor, perdida la compostura, hundidos los ojos. Infante sintió deseos de decirle que ya había dado un gran paso acudiendo a su llamada, que había valido la pena hacer aquel largo viaje, pero no estaba seguro de que fuese cierto. A la larga habrían entrado en la habitación de Dunham para ver qué encontraban, incluso si Miriam no hubiese ido a Baltimore, aunque ella no hubiese establecido la relación entre su familia y la del policía. A nadie le pareció, cuando surgió su nombre por primera vez, que fuese urgente ir a visitarle en la residencia donde ahora languidecía, pues la demencia no lo convertía en un testigo útil, pero tarde o temprano habrían acabado metiendo las narices allí. Qué diablos, si el propio Infante no había creído hasta esa misma tarde que hubiese alguna conexión entre Dunham y nadie más, aparte de Tony Dunham y de la siempre ilocalizable Penelope Jackson. Ésos eran los vínculos que habían podido establecer por su cuenta: la mujer misteriosa tenía alguna relación con Penelope Jackson; y Tony Dunham tenía relación con Stan Dunham.
A fuerza de sincero, sin embargo, Infante tenía que admitir que no resultaba sencillo deducir por qué razón había en realidad decidido no ir a ver a Stan Dunham en cuanto supo su nombre. ¿Tal vez porque era un policía? ¿Cabía la posibilidad de que hubiese dudado e incluso tomado la decisión equivocada, solamente porque no podía creer que uno de los suyos, un miembro del cuerpo de policía, estuviera metido en un crimen tan repugnante? ¿No habría sido tal vez mejor llevarse a la mujer misteriosa del hospital a la comisaría, la primera noche, y forzarla una vez en esa situación a que lo soltara todo? La mujer había estado jugando con todos ellos, Gloria incluida, había engañado incluso a su abogada, les había puestos obstáculos, ganando tiempo para no tener que confesar quién era en realidad. Pero seguro que no iba a ser lo bastante cínica, lo bastante depravada, para tratar de colarle la mentira a la madre de las niñas Bethany. Seguro que aún le quedaba un resto de decencia, seguro que ésa era la frontera que no iba a ser capaz de cruzar. Por lo tanto, si había tratado de huir era para evitar el tener que enfrentarse con la madre.
O bien lo había hecho porque creía que Miriam, con una sola mirada, haría lo que todos ellos no habían sabido hacer durante toda esa semana: eliminar con certeza la posibilidad de que fuese Heather Bethany.
– Será mejor que la haga pasar delante de mí-dijo Miriam en voz baja-. No quiero hablar con ella. O, mejor dicho, quiero gritarle, formularle un millón de preguntas, gritárselas… Pero sé que no debo hacer nada de eso. Quiero verla, nada más.
Miriam esperó en la recepción de la comisaría. Pensó ponerse gafas oscuras, y casi se parte de risa al pensar en hacer algo tan aparatoso. Al fin y al cabo, esa mujer no la conocía. Incluso si había visto fotos antiguas de Miriam, y pese a que los años no la habían maltratado en absoluto, jamás en la vida nadie podría reconocerla teniendo como referencia una foto de cuando ella tenía treinta y ocho años. En realidad, a los treinta y nueve ya no recordaba cómo había sido justo un año antes. Ella misma notó hasta qué punto se había transformado cuando la prensa publicó las fotos en el primer aniversario. Su rostro había cambiado, y lo había hecho de forma irrevocable. No era debido a la edad ni al dolor. Era debido a una cosa más profunda, casi como si hubiese sufrido un accidente y hubieran tenido que recomponerle los huesos de la cara, disponiéndolos de forma parecida a como estaban antes, pero ligerísimamente fuera de su sitio.
Los ascensores funcionaban muy despacio, y así lo había comprobado ella cuando bajó, y la espera en la recepción se le hizo interminable. Pero al final vio a Infante y a Nancy que salían del ascensor, uno a cada lado de una mujer delgada, rubia, a la que sujetaban por los codos. La mujer llevaba la cabeza gacha, y resultaba por tanto difícil verle la cara. Pero Miriam se puso a estudiarla, estudió a esa mujer que tal vez fuese Ruth Leibig, se fijó mucho en los hombros estrechos, en las caderas apenas marcadas, en aquellos pantalones absurdamente juveniles, tan fuera de lugar en una mujer de mediana edad. «Si fuese mi hija no tendría tan mal gusto, pensó Miriam.»
La mujer alzó la vista y Miriam captó su mirada. No pretendía mirarla a los ojos, pero se dio cuenta de que no podía apartar su mirada. Se puso lentamente en pie, cerró el camino del trío, y no le importó que Infante y Nancy se mostraran tensos. Nadie le había dicho que actuara así. Sus instrucciones eran que debía quedarse sentada, mirando. Lo había prometido. Los policías debieron de temer que le diera una bofetada a la mujer, o un empujón, que la insultara, que escupiera una sarta de improperios dirigidos contra la última impostora, la última charlatana que trataba de divertirse metiéndose en la vida de Miriam.
– Mir… Señora -tartamudeó Infante, tratando de ocultar el nombre-. Estamos conduciendo a una persona detenida. No lleva esposas porque tiene esa herida en el brazo. Haga el favor de cedernos el paso.
Miriam le ignoró, cogió la mano izquierda de la mujer misteriosa entre las suyas, la apretujó levísimamente, como diciendo «No te haré ningún daño», y procedió a subirle la manga del jersey de punto, procurando no forzar el brazo vendado. Siguió arremangando el jersey y llegó hasta el brazo, y una vez allí miró hasta encontrar la marca que buscaba, la cicatriz ancha aunque leve que se había hecho cuando saltó la costra con un golpe de matamoscas. La mosca se salvó, pero al saltar la costra brotó un poco de pus mezclado con sangre, y la herida tardó varias semanas en curarse porque ella estuvo rascándosela a menudo, por mucho que le dijeran que no se la tocara, que si no la dejaba en paz acabaría quedándole una cicatriz bastante grande y permanente. Y allí estaba, era una marca fantasmal, tan imperceptible que nadie más la habría notado. De hecho, tal vez no había ninguna marca, tal vez sólo Miriam la veía. Miriam encontró la marca.
– Pero, Sunny -dijo Miriam-, ¿se puede saber qué es lo que pasa?
«Las ruedas del autobús giran y giran, giran y giran, giran y giran.»
Querían saber en qué pensaba, qué era lo que daba vueltas en su cabeza, y era eso, exactamente eso, la canción infantil que de repente recordó la tarde en que iba en el autobús de la línea 15, con Heather sentada al otro lado del pasillo y tarareando como solía, fastidiosamente contenta, alegremente fastidiosa. Heather no era todavía más que una cría, una niña pequeña. Sunny había dejado de serlo. Sunny estaba a punto de ser mujer. Ese autobús, el de la línea 15, llevaba a otras personas al centro comercial para ir de compras o hacer recados normales y corrientes. A ella no, a ella la llevaba a reunirse con quien iba a ser su marido.
Los autobuses eran especialmente mágicos. Fue otro autobús el que la llevó a ocupar su lugar en la vida, el que la condujo al momento en el que todo iba a cambiar. Huía de casa de la misma manera que su madre lo había hecho. Su madre de verdad, la madre de pelo rubio y ojos azules como los de ella. Su madre de verdad sí hubiera entendido lo que estaba haciendo, a ella hubiese podido contarle todas las cosas que ahora tenía que guardar bien encerradas en su corazón, aquellos secretos tan explosivos que no había llegado a escribir en ningún sitio, ni siquiera en su diario. Sunny Bethany tenía quince años y estaba enamorada de Tony Dunham, y todas las canciones que oía y todos los sonidos que oía, parecían latir haciéndose eco de esa circunstancia, incluso el ruido de las ruedas del autobús.
«Las ruedas del autobús giran y giran, giran y giran, giran y giran.»
Todo había empezado en otro autobús, el autobús de la escuela, cuando cambiaron el sentido de la ruta de regreso por culpa de la insistencia de los padres de los otros colegiales, y una vez que cambiaron la ruta le tocó a ella hacer el tramo final del recorrido completamente sola.
– ¿Te importa si pongo la radio? -le preguntó un día el chófer. Era el sustituto del chófer de siempre, y era joven y guapo, muy distinto del señor Madison, que solía encargarse de esa ruta-. Pero sólo la pondré si me guardas el secreto. No nos permiten poner la radio. Mi padre, que es el dueño de la empresa, es muy estricto.
– Puedes ponerla -dijo ella, avergonzada porque su voz le sonó algo chillona-. No diré nada.
Y más tarde, no al día siguiente, ni después de dos días, sino al
cuarto día, en noviembre, cuando comenzaba a hacer más fresco, el mismo chico le dijo:
– ¿Por qué no te acercas? Siéntate aquí delante y háblame, así me harás compañía. Sentado aquí delante me siento horriblemente solo.
– Pues, claro -dijo ella cogiendo los libros y apretándolos contra el pecho, y sintiéndose muy tonta cuando el autobús pilló un bache y se dio un golpe con la cadera contra uno de los asientos.
Pero Tony no se rio de ella, no le tomó el pelo.
– Disculpa -dijo-. Intentaré evitar toda clase de sobresaltos de aquí en adelante, princesa.
Y en otra ocasión, tal vez fuese la quinta, o la sexta… los encuentros eran ya tan frecuentes que se le entremezclaban los unos con los otros, y eso que apenas le veía un par de veces al mes, como mucho, él le dijo:
– ¿Te gusta esta canción? Se llama Chica solitaria. Cuando la escucho me acuerdo de ti.
– ¿Enserio?
Sunny no estaba convencida de que le gustara esa canción, pero se fijó mucho en la letra, sobre todo el último verso, que hablaba del «chico solitario». «¿Significa eso que…?» Pero Sunny mantuvo la vista clavada en el cuaderno de tapas azules. Algunas de sus compañeras escribían el nombre de los chicos de los que se enamoraban en la tapa, pero ella no se había atrevido nunca a hacerlo. Al cabo de unas semanas escribió, muy pequeñitas, las iniciales «TD» en la esquina de abajo a la derecha.
– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Heather, la fisgona de Heather, siempre espiando.
– TienDa, es la tienda de papá -contestó Sunny. Al cabo de unos días transformó las letras y les dio relieve gracias a los trucos que había aprendido en clase de geometría.
Tony comenzó a hablarle de sí mismo cada vez más, mientras sonaba la música. Había intentado alistarse en el ejército e ir a Vietnam, pero no le admitieron, lo cual fue un alivio muy grande para su madre, pero a él le produjo una enorme decepción. Sunny no tenía ni idea de que pudiese haber personas que desearan ir a la guerra. Tony tenía algún defecto en el corazón, dijo algo de un prolapso en la válvula mitral. A Sunny le pareció imposible que tuviera algún problema en el corazón. Su pelo era ligero y se lo peinaba a menudo con un cepillo pequeño que llevaba en uno de los bolsillos de los vaqueros, y le colgaba una cadena de oro del cuello. Fumaba Pall Malí, pero no encendía ningún pitillo hasta que se apeaban del autobús todos los demás colegiales.
– No me delates -dijo Tony, guiñándole el ojo a través del retrovisor-. Eres muy guapa. ¿No te lo habían dicho nunca? Tendrías que peinarte como Susan Dey. Pero no te hace falta, como lo llevas ya estás monísima.
«Las ruedas del autobús giran y giran.»
– Me encantaría que pudiéramos pasar un rato juntos. Un rato de verdad, no sólo cuando estamos en el autobús. ¿No te encantaría? ¿No sería maravilloso estar solos en algún sitio?
Sunny pensaba que sí lo sería, pero no tenía ni idea de cómo organizar las cosas para poder hacerlo. No hacía ninguna falta preguntarles a sus padres. Por mucho que fueran abiertos y tolerantes, por mucho que creyeran serlo, seguro que no iban a dejarla salir con un chico de veintitrés años, el chófer del autobús de la escuela. No sabía muy bien qué era lo que más les iba a disgustar, que tuviera veintitrés años o que fuera conductor de autobús, o que hubiera querido alistarse e ir a Vietnam.
Hasta que un día Tony le dijo que quería casarse con ella, que si un sábado se reunía con él en el centro comercial, irían en coche a Elkton, y allí se casarían en una capilla a la que solían ir a casarse las parejas de Nueva York, allí no te hacían esperar ni te hacían análisis de sangre. Ella le contestó que no, que no creía que estuviese hablando en serio.
– Te hablo en serio, completamente en serio. Eres muy bonita, Sunny. No creo que exista en el mundo nadie que no quisiera casarse contigo.
Y ella se acordó de su madre, de la de verdad, la que se había escapado de casa a los diecisiete años para casarse con el chico del que estaba enamorada, el chico que era el verdadero padre de Sunny, y pensó que la gente ahora se hacía mayor mucho antes. Sus padres lo decían a menudo. «Hay que ver los niños de hoy en día, se hacen mayores mucho antes.»
En su siguiente encuentro, la semana del 23 de marzo, Sunny le dijo que sí, que se reuniría con él donde dijera. Y ahora, apenas seis días más tarde, iba en un autobús que no era el que conducía él, pero iba a reunirse con Tony. Aquella noche iba a ser su luna de miel. Tembló un poco al pensarlo. Apenas habían llegado a tener la oportunidad de darse un beso, y breve, pero toda ella se había estremecido por dentro.
El padre de Tony conocía perfectamente los horarios del trayecto de su hijo, le interrogaba si llegaba con retraso, olisqueaba el interior del autobús para averiguar si había fumado. Era curioso, pero el hecho de ser hijo del dueño de la empresa de autobuses no le confería ningún privilegio, al contrario. El único motivo por el cual Tony, con veintitrés años, vivían aún con su familia, era según él que, si no lo hacía, a su madre le daría un ataque.
– Pero cuando ya nos hayamos casado -dijo Tony- no viviremos con ellos. Ni siquiera mi madre creería que iba a ser así. Alquilaremos un apartamento en la ciudad, o quizá nos iremos al norte y viviremos en York.
– ¿Como Peppermint Patty?
– Igual que Peppermint Patty, la de los Peanuts.
«La ruedas del autobús giran y giran.»
Y entonces apareció Heather, dispuesta a estropearlo todo, empeñándose en seguir a Sunny no sólo al centro comercial sino hasta la sala donde echaban Chinatown. Justo donde tenía su cita con Tony. Así lo había llamado él, su «cita». Cuando las echaron del cine, Sunny se largó corriendo sin saber adónde ir. ¿Cómo encontrar a Tony? Se dirigió a la tienda de discos. Al fin y al cabo, la música les había unido, era su vínculo. Seguro que Tony acabaría encontrándola, pero estaba furiosa y desconcertada, tenía la sensación de que toda la culpa de que el plan hubiera fracasado era suya y sólo suya. Y luego Heather les vio a los dos, localizó a Sunny cogida de la mano de un hombre, justo delante de Who Records. Heather empezó a armar un auténtico jaleo, comenzó a decir que ese hombre era el mismo que había tratado de hablar con ella cuando se encontraba delante de la tienda donde vendían órganos. Insistió en que ese hombre era malo. Dijo que iba a contarlo todo. Y se empeñó en ir con ellos dos. Así que Sunny le dijo a Tony que, si la dejaba sola, Heather iría con el cuento a sus padres y les estropearía todos sus planes. Entonces le prometieron caramelos y dinero a Heather, le dijeron que la dejarían volver a casa después de que ellos ya se hubiesen casado, que podía hacer de madrina y llevarle a su hermana el ramo de flores, que sería testigo de la ceremonia. Lo de llevar el ramo de flores parecía estar a punto de convencerla. Pero una vez en el aparcamiento Heather cambió de opinión, dijo que no quería ir, y Tony la agarró de mala manera y a empujones la metió en el coche. En medio de la refriega a Heather se le cayó el bolso, pero Tony se negó a regresar para ir a buscarlo. Y desde ese momento Heather estuvo gimoteando y llorando por el bolso.
– He perdido el bolso. Y llevaba dentro la crema de labios. Y el cepillo del pelo, que era un souvenir de Rehoboth Beach. He perdido el bolso… -gimoteaba todo el rato.
Encima, cuando llegaron a Elkton no hubo boda. El juzgado estaba cerrado y no podían obtener la licencia de matrimonio. Tony fingió sorprenderse, aunque de hecho ya había reservado una habitación en un motel de Aberdeen, cerca de allí. «¿Cómo es que llamaste para reservar una habitación y no llamaste para asegurarte de que el juzgado estaba abierto?» Sunny notó fuertes náuseas, fue muy desagradable y no se parecía en nada a los temblores que sentía cuando se daba besos con Tony. Una vez que se encontraron los tres en la habitación, viendo a Tony frustrado por no poder estar a solas con Sunny y a Heather gimoteando por el bolso, Sunny se sintió atrapada, confundida. No sabía si estaba furiosa o aliviada por el hecho de que Heather le hubiese estropeado la luna de miel. Una luna de miel que comenzaba a parecerle una idea la mar de estúpida. Porque Sunny soñaba con ir al instituto primero, luego a la universidad, y finalmente, con la mochila a la espalda, como su padre, ir por ahí a correr mundo. Se ofreció a ser ella quien fuera al otro lado de la calle a comprar cena para los tres. Decidió que lo mejor sería no explicar que pensaba pagarla con el dinero que había sacado de la caja de Heather.
Había un restaurante cochambroso que se llamaba New Ideal, uno de esos sitios anticuados que tanto le gustaban a su padre, no tenían nada precocinado. Las hamburguesas tardaban bastante más en estar listas, pero también estaban mucho más buenas. Su padre sólo comía hamburguesas en esa clase de antros. «Los locos de la salud también tenemos derecho a relajarnos de vez en cuando», decía. Por la mañana les había preparado tortitas de chocolate, y ella no se había terminado la suya. Ojalá lo hubiera hecho. Ojalá pudiera retroceder a esa mañana, pero no era posible. Pero le quedaba una sola salida, volver a casa. Volver a su habitación. Le diría a Tony que las dejara en casa, y allí contaría alguna mentira, y conseguiría que Heather no la traicionase, le compraría el favor pagando a su hermana con el dinero que le había robado.
Pagó las hamburguesas con queso, y en la vida se le habría ocurrido pensar que, mientras ella esperaba la comida en el New Ideal Diner, la vida de Heather pudiera haber terminado.
Cuando Sunny regresó a la habitación, Heather yacía tendida en el suelo, muy quieta.
– Un accidente -dijo Tony-. Estaba dando saltos encima de la cama, le he dicho que se estuviera quieta y dejara de armar tanto jaleo, la he cogido del brazo y al soltarse se ha caído.
– Llamemos a un médico, llevémosla al hospital, a lo mejor no está muerta del todo.
Pero eran palabras inútiles pronunciadas ante el cadáver de Heather, que estaba indudablemente muerta, con la nuca tan aplastada como una calabaza al día siguiente de Halloween, con la sangre empapando una toalla que había debajo de su cabeza rubia. ¿Por qué le había colocado Tony esa toalla debajo de la cabeza? ¿Cómo puedes darte un golpe tan descomunal al caerte de la cama? Pero ésas eran preguntas que durante muchos años Sunny no se atrevió a formularse ni siquiera interiormente.
– No vale la pena -dijo Tony-. Ha muerto. Llamemos a mi padre. El nos dirá qué podemos hacer.
Stan Dunham resultó ser mucho más amable que el tirano del que había hablado su hijo durante los meses de confidencias en el autobús. No chilló, no gritó, no les dijo, como acostumbraba a decirle su madre, «¿Se puede saber en qué estabas pensando, Sunny? ¿Por qué no utilizas a veces la cabeza?»
Sunny comprendió que, por muy estricto que pudiera ser a veces, aquel hombre no era una persona que pudiese atemorizar a nadie, a nadie. Si estabas metida en un buen lío, era la clase de persona con la que tendrías ganas de hablar.
– Veo las cosas así-dijo Stan Dunham, sentado en la cama de matrimonio del motel, con las manos apoyadas en las rodillas-. Hemos perdido una vida, y no vamos a poder recuperarla. Si llamamos a las autoridades, detendrán a mi hijo, le acusarán de homicidio. Nadie va a creerse que ha sido un accidente. Y Sunny tendrá que vivir el resto de sus días junto a sus padres, y ellos la acusarán de ser la responsable de la muerte de su hermana.
– No lo soy -dijo Sunny-. No he sido…
Stan Dunham alzó la mano y Sunny calló.
– No será fácil que tus padres lo vean de otra manera. ¿Lo entiendes, verdad? Los padres son también seres humanos. Aunque no deseen odiarte, te odiarán. Lo sé, yo soy padre.
Sunny agachó la cabeza., se había quedado sin argumentos.
– Permíteme, Sunny, te llamas Sunny, ¿verdad?, permíteme que te lo explique tal como yo lo veo. Tony y tú habíais concebido un plan, aunque me parece que Tony no sabía que una chica de quince años no puede contraer matrimonio sin el consentimiento escrito de los padres, al menos en este estado. -Lanzó una mirada severa a su hijo-. Pero ése era vuestro plan, y vamos a organizar las cosas de modo que ese plan se pueda cumplir. Es una actitud honorable: hacer lo que uno ha dicho que pensaba hacer. Te vendrás a vivir con nosotros, bajo un nombre supuesto. Y en casa podrás ser la esposa de Tony, tal como deseabas. Os permitiré que tengáis una habitación para vosotros solos, no me opondré. Fuera de casa tendrás que seguir yendo al colegio, Sunny, al menos durante algún tiempo, bajo otro nombre. Y cuando tengas la edad adecuada, podrás casarte con todas las de la ley. Ya lo arreglaré yo para que podáis hacerlo. Ya lo arreglaré todo. Os doy mi palabra.
Y dicho esto cogió en brazos a Heather, como si fuese un padre cogiendo a su hija dormida, encajó su cabeza en el hueco sobre su hombro, y se la llevó al coche en el que había llegado, diciéndole a Sunny que le siguiera. Y, sorprendiéndose a sí misma, Sunny hizo lo que él le decía, y entró en el coche y así entró en una nueva vida, en otro mundo en el que dejaría de ser la chica que había sido la causante de la muerte de su hermana. A Tony le dijo su padre que se quedara y limpiara la habitación, que pasara la noche allí de acuerdo con su plan inicial, para evitar de esta manera que los encargados del motel sospecharan que en la habitación 249 podía haber ocurrido algo grave. «Tony no tenía ni la menor intención de casarse conmigo», se dijo Sunny, sentada en el coche de Stan Dunham, con el cadáver de su hermana en el maletero. Tony pensaba llevarla a ese feo motel de la carretera, acostarse con ella, devolverla luego a casa, y confiar en que la vergüenza que iba a sentir ella impediría que les contara nada a sus padres ni a nadie.
Probablemente hubiera sido todo así. Al regresar a la casa de Algonquin Lañe ella se hubiese inventado cualquier excusa que sirviera para explicar su desaparición durante todas esas horas. Pero sin Heather ya no podía volver a casa. En eso el señor Dunham tenía razón. Jamás la perdonarían. Jamás se lo perdonaría a sí misma.
Le pusieron de nombre Ruth, dijeron a los vecinos que era una prima lejana, de la que sólo habían tenido noticias cuando un incendió acabó con toda su familia. Fuera de la casa no era más que eso, una prima lejana que podía enamorarse o no del primo al que acababa de conocer, pero desde el día en que cruzó el umbral de esa casa, una vez dentro se convirtió en la esposa de Tony. Compartió con él la cama, y enseguida supo que eso era algo que no le gustaba. La dulzura de las palabras de Tony, los miramientos de los meses del autobús, terminaron al punto, para ser reemplazados por unas urgencias, una actividad sexual que llegaba al borde de la brutalidad, y que se caracterizaba sobre todo por ser brevísima. Cuando sentía nostalgia de casa, cuando se atrevía a decirse a sí misma que tal vez lo mejor sería volver con los suyos, que tenía que haber una manera, Stan Dunham le decía que se olvidara de esa idea, que ya no tenía una familia ni una casa. Que sus padres se habían peleado y separado. Que su padre era un fracasado, y su madre, una adúltera. Además, Sunny se había convertido ahora en cómplice de una muerte, en alguien que había contribuido a ocultar un crimen, y que si contaba algo la acusarían de todo eso.
– He sido policía muchos años -dijo Stan Dunham-. Estoy al corriente del avance de las investigaciones. Te irá mejor si sigues con nosotros.
A Sunny no se le escapaba un detalle importante, que los Dunham representaban la clase de familia «normal» a la que ella había anhelado pertenecer durante muchos años. Con un padre que tenía un trabajo de verdad, y una madre que se quedaba en casa y hacía pasteles en el horno, y que solía ponerse un delantal para llevar a cabo sus labores. Irene Dunham parecía tener más delantales que vestidos, y todos los días laborables cocinaba pasteles. Le decía a Sunny que hacía unos hojaldres famosos en la zona, y presumía de sus habilidades culinarias hasta extremos que en otras mujeres solía criticar con saña. Sin embargo, aunque hubiese incluso ganado muchos premios con ellos, aquellos pasteles se convertían en polvo inmasticable una vez en la boca de Sunny, y nunca jamás se acabó ni siquiera una ración. A Irene Dunham le importaba muy poco lo que Sunny hiciera o dijera, pensaba que toda la culpa de lo ocurrido era de ella, y siempre defendía a su hijo, hiciera lo que hiciese.
Cuando Sunny se fue haciendo algo mayor, a veces trató de decirle que no a Tony cuando él pretendía acostarse con ella, y entonces él le pegaba, una vez le dejó un ojo amoratado, otra le dislocó la mandíbula, y a menudo le daba tales puñetazos en el estómago que Sunny creyó que jamás podría volver a respirar. Y una vez, la última, a punto estuvo de matarla. Es cierto que eso ocurrió después de que ella le diera con el atizador de la chimenea, el mismo atizador que Sunny utilizó para romper la cabeza de porcelana de las muñecas de Irene.
Eso ocurrió en su noche de bodas oficial.
Era casi medianoche, y los Dunham viejos ya dormían, como de costumbre, pero en esa ocasión no pudieron seguir ignorando el ruido procedente de la habitación de Tony. Irene Dunham corrió a socorrer a su hijo Tony, pese a que apenas tenía un arañazo en la mejilla, consecuencia del único golpe que ella consiguió darle antes de que él le arrancara el atizador de las manos y comenzara a usarlo para golpearla a ella, y luego a darle patadas. Pero Stan Dunham corrió al lado de Sunny, y en el instante en que él la miró y ella le miró a los ojos, Sunny supo que él sabía lo que pasaba, que lo supo desde un buen principio. Que sabía que su hijo Tony había matado a Heather, que no fue un accidente. Que su hermanita no se había matado al caer de la cama y darse un golpe en la cabeza. Sino que Tony la había golpeado, o tirado al suelo, y le había dado patadas sin parar hasta partirle la base del cráneo. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Tony era violento, un hombre lleno de frustraciones. Y Heather era una cría parlanchina que había echado sus planes a perder. Tal vez no había necesitado más motivos que ése. Quizá no habría nunca justificación posible para lo que había hecho.
– Tendrás que irte -dijo Stan Dunham dirigiéndose a Sunny, y aunque la esposa y el hijo de Stan pudieran creer que esas palabras eran un castigo, enviarla al exilio, ella supo que aquel hombre trataba de salvarla.
Al día siguiente él localizó para Sunny un nuevo nombre oficial y le explicó en qué consistía el truco, cómo podía disfrazarse bajo la identidad de una chica muerta y a la que nadie reclamaba.
– Ha de ser alguien nacido más o menos en la época adecuada, y alguien que haya fallecido antes de haber obtenido el número de la Seguridad Social. Necesitas exactamente eso.
Stan Dunham le compró un billete de autobús, le dijo que podía contar siempre con él, y siempre fue fiel a su palabra. A los veinticinco años, cuando decidió que necesitaba aprender a conducir, Stan Dunham fue a verla a Virginia los fines de semana y le enseñó pacientemente aprovechando los circuitos vacíos de las autoescuelas. Y cuando en 1989 se le ocurrió a Sunny que quería tener la formación adecuada para trabajar como técnica en informática, él la ayudó a conseguirlo. Al morir Irene, cuando Stan respiró más tranquilo al no tener que andar evitando la vigilancia de su esposa, también ayudó a Sunny económicamente. No era mucho dinero, pero sí bastante como para que ella pudiera ir pagando los plazos del coche. Y también fue haciendo ingresos en su cuenta de ahorros, que ella había abierto con la idea de algún día poder comprarse un piso de propiedad si los precios de la vivienda bajaban de verdad.
Solamente el día en que Penelope Jackson se presentó a la puerta de su casa, Sunny supo que también Tony había estado recibiendo ayuda económica de su padre. Y que, estando borracho, le había contado a Penelope la historia del crimen que había cometido, la historia de su matrimonio, y le dijo que jamás permitiría que se alejara de él, le confesó que en el pasado había matado a una chica, y que había conseguido ocultar el crimen con la ayuda de su padre y de la hermana de la chica asesinada.
– Y entonces me arrancó un mechón de pelo -dijo Penelope, mostrándole a Sunny la calva que le había quedado detrás de la oreja. Y luego, dándose un golpecito en un diente agrisado, añadió-: Y esto de propina. El hijoputa me empujó escaleras abajo, y todo porque se me ocurrió replicarle. Al enterarme de que su padre había puesto mucho dinero a nombre de otra mujer, se me ocurrió visitarla, averiguar qué había tenido que aguantar para merecer que los Dunham le pagasen. Porque lo único que Tony Dunham me ha prometido siempre es que si me atrevía a dejarle pensaba perseguirme y darme caza y matarme. Ahora mismo sigue mis pasos. Ayúdeme, o hablaré con las autoridades, les diré lo que sé de usted. Usted encubrió un asesinato, y eso es prácticamente lo mismo que ser un asesino.
Tuvo que dedicar a la tarea tres días casi enteros, pero utilizando los métodos que le había enseñado Stan Dunham encontró otro nombre para Penelope Jackson, y después consiguió los documentos que ella necesitaba para empezar una nueva vida. Y también sacó de su cuenta de ahorros cinco mil dólares y se los dio a Penelope, que enseguida tomó un vuelo en el aeropuerto de Baltimore Washington International con destino a Seattle. Sunny le pidió a Penelope que tomara un vuelo que saliera de otro aeropuerto, el Dulles o el National, pero Penelope quería volar en la compañía Southwest.
– En muy poco tiempo te dan muchos puntos y vuelos gratis. Premio rápido, lo llaman.
De modo que por vez primera en casi veinticinco años, Sunny cruzó el río Potomac y entró en el estado de Maryland, y luego subió hasta el aparcamiento del aeropuerto Baltimore Washington.
– Puedes quedarte con el coche, si quieres -dijo Penelope, aunque a Sunny le pareció una mala idea.
Tendría que explicar que tenía un coche viejo y, encima, con matrícula de Carolina del Norte. Su idea era dejarlo aparcado en el aeropuerto, ir en tren a Washington D.C. y seguir a casa en metro. Pero estaba tan cerca de su casa que al final pensó que no pasaba nada si conducía ese coche unos cuantos kilómetros al norte hasta coger la carretera de vuelta a casa. Cuando se encontraba cerca de la Ruta 1-70 se le ocurrió visitar a Stan, cosa que hasta esa fecha no se había atrevido ni a pensar, por muy enfermo que estuviera, porque si le visitaba tendría que firmar en el libro de visitas, dejar huellas. Pero Penelope le había dicho que el viejo Dunham se encontraba muy mal, padecía demencia, estaba casi muerto. Si no le pedían un documento que la identificase, podía dar cualquier nombre supuesto. También se le ocurrió subir en coche hasta Algonquin Lañe, ver si aquélla era todavía la casa de sus sueños, o un simple chamizo en un oscuro rincón de Baltimore.
Hasta que perdió el control del coche, y de paso perdió el control de su vida, y en medio del pánico y la confusión empezó a decir cosas, para lamentarlo al siguiente instante. «Soy una de las niñas Bethany», llegó a afirmar. Si lo contaba todo, irían a por Tony, la obligarían a reconocer que la muerte de su hermana fue por culpa suya y sólo suya. Además, ¿qué mentiras podía contar Tony, a qué formas de violencia podía someterla? Y decidió echarle las culpas de todo a Stan, sabiendo que a su modo él ya estaba protegido por su propio estado mental y físico, y entonces dijo que era Heather Bethany. Heather, que no había hecho nada malo, como no fuera andar espiando a su hermana mayor. Siempre habían sido muy parecidas, y ella lo sabía todo acerca de la vida de su hermana. Ser Heather iba a ser muy fácil.
En cuanto se enteró de que Miriam estaba aún viva, supo que acabarían sabiendo quién era en realidad. Pero intentó hacer frente a la situación, darles respuestas plausibles con la esperanza de desaparecer antes de que llegara Miriam. Irene había fallecido y Stan se encontraba muy lejos del alcance de la justicia. Si hubiese sabido desde el primer momento que Tony había muerto, no habría dudado en contar toda la verdad. Pero Penelope Jackson se lo ocultó, le dijo que Tony vivía, y que ella necesitaba dinero porque él estaba dispuesto a perseguirla y hacerle la vida imposible por haberlo abandonado. Penelope había prácticamente dicho que era culpa de Sunny que Tony siguiera rondando por ahí y haciendo daño a las mujeres, cosa que era cierta. Si esa noche hubiese llamado a la policía, cuando estaban en el motel… Si se hubiese puesto a gritar y llamar la atención de los demás huéspedes, del encargado… Pero estaba muerta de miedo, se calló, quiso creer que existía una buena manera de no tener que decirles a sus padres que Heather había muerto, y que era por su culpa. «Cuida de tu hermana. Algún día tu madre y yo habremos desaparecido, y vosotras seréis todo lo que la otra tenga», le dijo una vez su padre. No había sido exactamente así.
– Pero… -empezó a decir Miriam, pero le tembló la voz como si se enfrentara a una tarea superior a sus fuerzas, como si tuviese tantas preguntas que hacer, que elegir una sola para empezar no pareciera factible.
Sunny recordó el montón de preguntas que suelen hacer las madres, día sí, día no, «¿Dónde has estado?» «¿Qué has estado haciendo?» «¿Qué ha pasado hoy en clase?» Recordó que comenzó a burlar la curiosidad de su madre al empezar el instituto y conocer a Tony, recordó que en ese momento empezó a aprender a ocultar todas sus emociones y todos sus secretos tras el muro de laconismo propio de la adolescencia. «En ningún sitio. Nada. Nada.» Ahora estaba dispuesta a responder a todo lo que su madre le preguntara, sólo necesitaba que ella supiera qué quería saber. Sunny decidió que lo mejor era brindar información de la manera más sencilla y personal. Justo lo que se había negado a hacer hasta ese momento, creyendo que su historia verdadera era lo último, lo único que era suyo y de nadie más.
– Trabajo en el departamento de informática de una empresa de seguros, en Reston, Virginia. Uso el nombre de Cameron Heinz, pero todos me llaman Ketch.
– ¿Qué nombre es ése?
– Un diminutivo de ketchup… por lo del apellido Heinz, ¿entiendes? Es el nombre de una mujer que murió en Florida, a mediados de los años sesenta, en un incendio. Los incendios son muy útiles. Y quiero volver a ser esa persona, pero también quiero ser Sunny, y vivir contigo, ahora que sé que estás viva. ¿Podría hacer ambas cosas? Hace tanto tiempo que he vivido con otros nombres que no sé si puedo ser quien soy, sin que todo el mundo se entere.
– Existe una posibilidad -dijo Lenhardt- si puede mantener cierto engaño.
– Me parece que ya he demostrado que puedo mantener cierto engaño.
Al cabo de dos semanas la policía del Condado de Baltimore emitió un comunicado según el cual unos perros habían descubierto los huesos de Heather Bethany en Glen Rock, Pennsylvania. Una mentira de pies a cabeza, y Lenhardt se divirtió viendo con qué facilidad se tragaron la mentira los periodistas y la gente de Baltimore. Unos perros carroñeros encontrando los huesos de una persona que había muerto hacía treinta años, y cuya identificación se llevó a cabo con presteza y sin dudas, como si no fuese posible que la ciencia engañase, pese a lo escasos que eran los presupuestos estatales dedicados a estas cosas, pese a lo complicado y lento de la burocracia en los últimos tiempos. La policía informó de que se había podido localizar la tumba gracias a las informaciones proporcionadas por una persona cuya identidad se iba a mantener en secreto. Técnicamente, esto último era cierto si se consideraba que Cameron Heinz era una informadora cuya identidad había pedido ella misma que se mantuviera en secreto, y si además no se tenía en cuenta que era la misma Sunny Bethany quien les había dado el dato. Se dijo que la policía logró determinar que el asesino era Tony Dunham, y que sus padres habían conspirado activamente para mantener el crimen en secreto y que tuvieron secuestrada a Sunny, la hermana superviviente. Ésta logró al final huir de esa casa, en una fecha que no se comunicó, y seguía viva, aunque vivía con nombre supuesto. A través de un comunicado leído por Gloria Bustamante, su abogada, Sunny había pedido a la prensa que se respetara su intimidad, y que se le concediera el privilegio del anonimato, como a toda víctima de abusos sexuales. Y manifestó que no deseaba hablar de lo ocurrido. En cualquier caso, dijo Gloria a la prensa, y disfrutando del momento como siempre que tenía ocasión, su cliente vivía en el extranjero, al igual que su madre, la única otra superviviente de la familia.
– En efecto -dijo Lenhardt-. La ciudad de Reston, Virginia, es el puto extranjero por lo que a mí respecta. No sé si habéis estado. Es horrible, un sitio lleno de rascacielos y aparcamientos para oficinistas. Un sitio donde sería fácil desaparecer.
– Es fácil desaparecer en cualquier lado -dijo Infante.
– Eso era exactamente, al fin y al cabo, lo que Sunny Bethany había conseguido hacer durante más de treinta años: transformada en una alumna de una escuela parroquial, como vendedora de quesos suizos, como encargada de los anuncios por palabras de un diario y como experta en informática en una multinacional de los seguros. Al igual que esos pájaros que ocupan los nidos abandonados de sus congéneres, Sunny había habitado las vidas de chicas que habían desaparecido hacía mucho tiempo, convencida de que nadie que las conociera Isa identificaría jamás, y era como si el mundo hubiera disfrutado con la idea de concederle ese privilegio. Era, por propio deseo, una de tantas mujeres anónimas que circulaban por calles y centros comerciales y zonas de oficinas un día y otro, una mujer aún atractiva, una de las que merecen que te vuelvas a echarles otra ojeada, pero finalmente alguien que no llamaba la atención. ¿Acaso aquel gran clasificador de mujeres que era Infante se habría fijado en ella, en alguno de sus diversos disfraces? Probablemente no. Sin embargo, ahora que se tomaba su tiempo para estudiar sus facciones, se dio cuenta de que el rostro de Sunny era notablemente parecido al retrato de la Sunny entrada en años que resultó de la proyección realizada por ordenador a partir de su foto de adolescencia, con la sola diferencia tal vez de que el ordenador había exagerado un poco las arrugas y le había puesto unas patas de gallo y unos pliegues a ambos lados de la boca que no aparecían en la Sunny real. Podría haber pasado por alguien que tenía cinco o incluso diez años menos. Pero se conformó con tres.
«Cómo imaginar -pensó Infante cerrando la ventana del ordenador en donde estaban los retratos proyectados de las dos hermanas-, que Sunny Bethany no iba a tener los pliegues de la sonrisa.»