Tras especular sobre el significado de la frase, Faulkner fue tranquilizando su mente. Miró las casas con ojos inexpresivos. Poco a poco, los perfiles ya oscurecidos de las viviendas comenzaron a fundirse y debilitarse. Los largos balcones y las rampas, en parte ocultos por árboles de formas diversas, se transformaron en masas incorpóreas, gigantescas unidades geométricas.
Respirando con calma, cerró poco a poco su mente y luego, sin esfuerzo alguno, borró de su conciencia la identidad de las casas situadas frente a él.
Observaba ahora un paisaje cubista, una colección de azarosas formas blancas sobre un fondo azul. Varias motas verdes se movían con lentitud de un lado a otro. Se preguntó en vano qué representaban en realidad esas formas geométricas. Sabía que, tan sólo unos segundos antes, habían constituido una parte inmediatamente familiar de su existencia cotidiana. Pero, por más que las dispusiera de uno u otro modo en su mente, por más que buscara sus asociaciones, seguían siendo combinaciones al azar de formas geométricas.
Había descubierto en sí mismo ese mismo talento hacía sólo tres semanas. Un domingo por la mañana, mirando con desprecio el silencioso aparato de televisión de la salita, comprendió de repente que la total aceptación y asimilación de su forma física le imposibilitaba para recordar su función. Le costó un considerable esfuerzo mental recuperarse y lograr identificar otra vez la caja de plástico. Movido por la curiosidad, ensayó su nuevo talento en otros objetos y averiguó que resultaba particularmente eficaz con los aparatos ricos en asociaciones, como lavadoras, automóviles y otros productos de consumo. Desprovistos de sus atributos propagandísticos y sus imperativos sociales, quedaban tan alejados de la realidad que precisaba de poco esfuerzo mental para eliminarlos por completo.
El efecto era similar al de la mezcalina y otros alucinógenos, cuya influencia convertía las arrugas de un cojín en tan vívidas como los cráteres de la luna, y los pliegues de una cortina en los rizos que formarían las olas de la eternidad.
Faulkner había experimentado de manera metódica durante las semanas siguientes al descubrimiento, practicando su habilidad para cortocircuitarlo todo. El proceso fue lento, pero, de manera paulatina, pudo eliminar grupos de objetos cada vez mayores: los muebles de la salita, fabricados en serie, los superesmaltados aparatos de la cocina, su coche guardado en el garaje… El automóvil, una vez perdida su identidad, quedó en la penumbra como una enorme esencia vegetal, fláccida y reluciente. Faulkner casi perdió el juicio al tratar de volver a identificar aquella masa. «¿Qué demonios será?», se había preguntado inútilmente, mientras se retorcía de risa.
Y conforme se desarrollaba su talento, había empezado a vislumbrar que existía una ruta para escapar al mundo intolerable de Menninger Village, que le ahogaba.
Había descrito su habilidad a Ross Hendricks, otro profesor de la escuela de comercio, que vivía a pocas casas de distancia y era su único amigo íntimo.
– En realidad, quizás esté saliéndome del tiempo -especuló Faulkner-. Sin el sentido del tiempo, se hace difícil mantener la conciencia visual. Es decir, eliminar el vector tiempo del objeto que ha perdido su identidad libera a éste de todas sus asociaciones cognoscitivas cotidianas. Otra posibilidad consiste en que haya encontrado por casualidad un medio de anular los centros fotoasociativos que en estado normal nos permiten identificar objetos visuales, del mismo modo que a veces oyes hablar a alguien en tu propio idioma y ninguno de los sonidos tiene para ti el menor significado. Todo el mundo lo ha comprobado alguna vez. Hendricks meneó la cabeza.
– Sí, pero no centres en eso tu carrera -le contestó, observándole con atención-. No es tan sencillo ignorar el mundo. La relación sujeto-objeto no está tan polarizada como sugiere el Cogito ergo sum de Descartes. Te desvalorizarás a ti mismo en el mismo grado en que desvalorices el mundo exterior. Me parece que tu auténtico problema consiste en invertir el proceso.
Hendricks, por mucha que fuera su simpatía por Faulkner, no podía ayudarle. Además, resultaba placentero ver el mundo de otra manera, revolcarse en un panorama infinito de imágenes de brillante colorido. ¿Qué importaba que tuviera forma pero no contenido?
Un ruido agudo le despertó de pronto. Se incorporó, sobresaltado, y alcanzó torpemente el despertador, que debía despabilarle a las once en punto. Comprobó que sólo eran las diez cincuenta y cinco. Ni el despertador había sonado ni él había recibido la descarga de la pila. Y sin embargo, el ruido había sido muy claro. Nada extraño, con tantos servomecanismos y máquinas automáticas en la casa. Pudo haber sido cualquiera de los aparatos.
Una sombra cruzó el panel de vidrio opaco que formaba la pared lateral de la salita. Faulkner vio a través de ella, en el estrecho camino que separaba su casa de la de los Penzil, un automóvil que aparcaba y frenaba. Del coche salió una joven, vestida con una blusa azul, que entró en la otra vivienda. Se trataba de la cuñada de Penzil, una muchacha de veinte años que llevaba un par de meses viviendo con el matrimonio. En cuanto la recién llegada desapareció en el interior de la casa, Faulkner desató su muñeca y se puso en pie. Abrió las puertas de la veranda y paseó por el jardín, mirando hacia atrás por encima del hombro. La chica, Louise -Faulkner jamás había hablado con ella-, estudiaba escultura por las mañanas, y al regresar, solía darse una prolongada ducha, antes de tenderse a tomar el sol.
Faulkner se agachó, arrojó unas cuantas piedras al estanque y simuló enderezar algunas de las tablillas de la glorieta. Entonces advirtió que Harvey, un muchacho de quince años, hijo de los McPherson, se aproximaba hacia él desde el jardín adyacente.
– ¿Por qué no has ido a la escuela? -preguntó al chico, un joven larguirucho, de rostro inteligente y alargado bajo una melena de color castaño.
– Tendría que haber ido -contestó Harvey sin el menor embarazo-. Pero convencí a mi madre de que me sentía muy nervioso, y Morrison -añadió, refiriéndose a su padre- dijo que pasaba demasiado tiempo razonando. -Se encogió de hombros-. Los pacientes de aquí son excesivamente tolerantes.
– Por una vez, he de darte la razón -convino Faulkner, echando una ojeada a la caseta de la ducha por encima del hombro.
Una figura sonrosada entró en la caseta, ajustó los grifos y se oyó el sonido del agua brotando a chorros.
– Dígame, señor Faulkner, ¿se da cuenta de que, desde la muerte de Einstein, en 1955, no ha habido un solo genio? Desde Miguel Ángel, pasando por Shakespeare, Newton, Beethoven, Goethe, Darwin, Freud y Einstein, todas las épocas han contado con un genio viviente. Ahora, por vez primera en quinientos años, dependemos sólo de nosotros mismos.
– En efecto -asintió Faulkner, con la mirada fija en la caseta-. Yo también me siento terriblemente solo cuando pienso en ello.
Acabada la ducha, lanzó un gruñido a Harvey, se encaminó de regreso a la veranda, se sentó de nuevo en la silla y ató la correa de la pila a su muñeca.
Con firmeza, objeto por objeto, empezó a descomponer el mundo que le rodeaba. Las casas de enfrente, en primer término. Las blancas masas de los tejados y balcones quedaron pronto convertidas en rectángulos unidimensionales; las líneas de las ventanas, en pequeños cuadrados de color, como las cuadrículas de un Mondrian abstracto. El cielo fue un liso campo azulado. Un avión lo cruzó a lo lejos, entre el rugido de sus motores. Faulkner eliminó con cuidado la identidad de la imagen y observó después la afilada y plateada flecha, alejándose como el fragmento de una fantasía en dibujos animados.
Mientras esperaba que los motores se apagaran, oyó otra vez el ruido extraño que había escuchado antes. Sonó a muy poca distancia, cerca de la ventana francesa situada a su derecha. No obstante, se hallaba tan inmerso en el caleidoscopio que se revelaba ante él que no llegó a despertarse.
Desaparecido el avión, centró su atención en el jardín. Suprimió en seguida la valla blanca, la falsa glorieta y el disco elíptico del estanque ornamental. El sendero se alargó hasta circundar el estanque y, en cuanto anuló sus recuerdos de las innumerables veces que había recorrido aquel trecho, se proyectó en el aire, igual que un brazo de terracota sosteniendo una enorme joya de plata.
Satisfecho por haber suprimido el Cajón y el jardín, comenzó a demoler la casa. Los objetos le resultaron más familiares, extensiones muy personalizadas de sí mismo. Inició su tarea a partir de los muebles de la veranda, transformando las sillas tubulares y la mesa recubierta de vidrio en un trío de espirales verdes. A continuación, giró levemente la cabeza y seleccionó el aparato de televisión, que estaba en la salita, a su derecha. El televisor se aferró con escasa fuerza a su identidad, y Faulkner no tuvo dificultad en apartar su mente de ella, hasta reducir la caja de plástico marrón, con sus falsos surcos de madera, a una masa amorfa.
Una por una, eliminó todas las asociaciones mentales de la estantería, el escritorio, las lámparas y los marcos de los cuadros. Como muebles arrumbados en algún almacén psicológico, todo quedó suspendido en el vacío. Los blancos sillones y los sofás semejaron adormecidas nubes rectangulares.
Vinculado a la realidad sólo por el mecanismo del despertador atado a su muñeca, movió la cabeza de izquierda a derecha, eliminando de manera sistemática todo vestigio de significado en el mundo que le rodeaba, reduciendo hasta el objeto más pequeño a su estricto valor visual.
Y poco a poco, también este valor visual se desvaneció. Las abstractas masas de color se disolvieron, arrastrando tras ellas a Faulkner, transportándole a un mundo de pura sensación psíquica, donde bloques de ideas flotaban como campos magnéticos dentro de una nube…
El despertador sonó con un estruendo estremecedor; la pila envió agudos espasmos de dolor al antebrazo de Faulkner. Sintió un hormigueo en el cráneo, que le hizo volver a la realidad, y se arrancó de un tirón la ligadura de la muñeca. Se frotó el brazo rápidamente y desconectó la alarma.
Permaneció sentado unos minutos, mientras seguía dándose masaje a la muñeca e identificaba los objetos que le rodeaban, las casas de enfrente, los jardines, su hogar…, consciente de que una pared de vidrio había quedado interpuesta entre ellos y su psique. Por mucho que concentrara su mente en el mundo exterior, una especie de pantalla continuaba separándole de ese mundo, una pantalla que aumentaba su opacidad de modo imperceptible.
También a otros niveles iban apareciendo mamparas.
Su esposa llegó a casa a las seis, agotada después de una jornada de duro trabajo. Se mostró consternada al encontrar a Faulkner deambulando en un estado de semiletargo y con la veranda sembrada de vasos sucios.
– ¡Oye, limpia eso! -chilló cuando Faulkner le cedió la silla y se dispuso a irse al piso de arriba-. No dejes la veranda así. Pero ¿qué te pasa? ¡Vamos, despierta!
Faulkner recogió un montón de vasos rezongando entre dientes, y trató de dirigirse a la cocina. Julia se interpuso en su camino cuando trataba de salir. Algo llevaba en mente. Tomó varios rápidos tragos de su martini y luego le lanzó unos cuantos comentarios insinuantes respecto a la escuela de comercio. Faulkner supuso que su mujer la había visitado con cualquier pretexto. Sus sospechas se vieron reforzadas cuando Julia se refirió a él mismo de pasada.
– Es muy difícil vincularse -le dijo Faulkner-. Dos días de vacaciones y ya nadie se acuerda de que trabajas allí.
Un colosal esfuerzo de concentración le había permitido no mirar a su esposa desde su llegada. De hecho, no habían intercambiado una mirada directa en toda la semana. Esperanzado, se preguntó si ese hecho la habría deprimido.
La cena significó para él una lenta agonía. El olor a la carne autococinada había impregnado la casa durante toda la tarde. Incapaz de tragar más de dos o tres bocados, no encontró nada en que centrar su atención. Por fortuna, Julia tenía mucho apetito, y él pudo fijarse en el pelo de su esposa mientras ésta cenaba y dejar que sus ojos vagaran por la habitación cuando ella alzaba la mirada.
Después de la cena, gracias a Dios, llegó el momento de la televisión. El crepúsculo difuminaba las demás casas de Menninger Village cuando el matrimonio tomó asiento a oscuras frente al aparato. Julia refunfuñó.
– ¿Por qué vemos la televisión todas las noches? -preguntó-. Me parece una absoluta pérdida de tiempo.
– Se trata de un interesante documento social -replicó Faulkner.
Hundido en su sillón de orejas, con las manos aparentemente enlazadas detrás del cuello, se tapaba los oídos con los dedos, eliminando los sonidos del programa.
– No prestes atención a lo que dicen -recomendó a su mujer-. Le encontrarás más sentido.
Observó a los personajes, que gesticulaban en silencio, como peces enloquecidos. Los primeros planos de los melodramas resultaban particularmente divertidos. Cuanto más intensa la situación, mayor la farsa.
De pronto, recibió un fuerte golpe en la rodilla. Alzó los ojos y vio a su esposa inclinada sobre él, con el entrecejo fruncido y los labios moviéndose con furia. Sin apartar los dedos de los oídos, Faulkner examinó el semblante femenino con indiferencia, especulando por un instante sobre la posibilidad de completar el proceso y suprimir a Julia, lo mismo que había hecho con el resto del mundo unas horas antes. Si obraba así, ya no tendría que preocuparse por poner el despertador…
– ¡Harry! -la oyó gritar.
Se irguió con un sobresalto. El estruendo del televisor se mezclaba con la voz de Julia.
– ¿Qué ocurre? Estaba dormido.
– Estabas en trance, querrás decir. ¡Por el amor de Dios, respóndeme cuando te hablo! Te decía que vi a Harriet Tizzard esta tarde.
Faulkner gruñó, y su mujer se apartó de él.
– Ya sé que no soportas a los Tizzard, pero he decidido que deberíamos conocerlos mejor…
Mientras su esposa parloteaba, Faulkner se hundió entre las orejas del sillón. Y en cuanto Julia volvió a sentarse, se llevó las manos detrás del cuello, emitió unos cuantos monosílabos discretos, deslizó los dedos en sus oídos y aniquiló así la voz femenina. Después, miró tranquilamente hacia la silenciosa pantalla.
A las diez en punto de la mañana siguiente, volvió a situarse en la veranda, con el despertador atado a su muñeca, para disfrutar durante una hora de las formas incorpóreas suspendidas a su alrededor y liberar su mente de ansiedades. Al avisarle la alarma, a las once en punto, se sintió fresco y sosegado, capaz por unos instantes de examinar las casas cercanas con la curiosidad visual que los arquitectos habían pretendido. Gradualmente, sin embargo, todo volvió a secretar su veneno, su capa de irritantes asociaciones. Al cabo de diez minutos, consultó malhumorado su reloj de pulsera.
El coche de Louise Penzil frenó. Faulkner desconectó la alarma del despertador y se adentró en el jardín, con la cabeza baja para esconderse de las viviendas cercanas en la medida de lo posible. Apostado junto a la glorieta, fingió reparar las tablillas aflojadas por las rosas. Harvey McPherson asomó de repente la cabeza por encima de la valla.
– Harvey, ¿continúas en casa? ¿No piensas ir a la escuela?
– Bueno, sigo el curso de relajación de mamá -explicó Harvey-. Creo que el contexto competitivo del aula es…
– También yo trato de relajarme -le interrumpió Faulkner-. Dejémoslo así. ¿Por qué no te largas?
– Señor Faulkner -prosiguió Harvey, sin alterarse-, hay un problema metafísico que me preocupa. Quizás usted pueda ayudarme. Se supone que la velocidad de la luz es la única magnitud absoluta en el espacio-tiempo. Pero se acepta que toda estimación de la velocidad de la luz implica el componente tiempo, subjetivamente variable… Entonces, ¿qué nos queda?
– Mujeres -contestó Faulkner.
Miró por encima de su hombro hacia la casa de los Penzil y luego, malhumorado, volvió la espalda a Harvey. El muchacho arrugó la frente y trató de arreglarse el pelo.
– ¿Cómo ha dicho?
– Mujeres -repitió Faulkner-. Ya sabes, el sexo débil, las féminas.
– ¡Oh, no!
Harvey se alejó hacia su casa, meneando la cabeza y murmurando.
«Eso te mantendrá callado», pensó Faulkner. Escudriñó la casa de los Penzil a través de las tablillas de la glorieta, hasta que distinguió a Harry Penzil, de pie en el centro de su veranda, mirándole ceñudo.
Faulkner se volvió con rapidez, simulando arreglar un rosal. Cuando regresó a la veranda, descubrió que estaba sudando. Harry Penzil era el tipo de hombre capaz de saltar por encima de la valla y asestarle un puñetazo.
Se preparó un combinado en la cocina, lo llevó a la veranda y se sentó, esperando a que se calmara su desasosiego antes de disponer el despertador.
Se hallaba atento a cualquier sonido que llegara de la casa de los Penzil cuando oyó un familiar y tenue ruidito metálico, procedente de la vivienda de la derecha.
Faulkner se inclinó hacia delante, para examinar la pared de la veranda. Estaba formada por una gruesa lámina de vidrio muy deslustrado, absolutamente opaco, que sostenía algunas de las vigas del techo y las planchas de polietileno acanalado. Justo detrás de la veranda, ocultando las porciones más próximas de los jardines adyacentes, había una celosía de tres metros, que se extendía otros seis a lo largo de la valla del jardín y aparecía repleta de camelias japonesas.
Faulkner inspeccionó con todo cuidado la celosía. De pronto, descubrió el contorno de un objeto negro y cuadrado, montado sobre un pequeño trípode que se apoyaba detrás del primer soporte vertical, a tres metros de la abierta ventana de la veranda. El disco de un pequeño ojo de vidrio observaba imperturbable a Faulkner a través de una de las ranuras horizontales.
¡Una cámara! Faulkner saltó de su silla, mirando incrédulo el instrumento. Llevaba varios días en funcionamiento. Sólo Dios sabía cuántas escenas de su vida privada habría filmado Harvey para su propia diversión.
Colérico, avanzó hacia la celosía, arrancó una de las partes metálicas del soporte y agarró la cámara. Al tirar del aparato a través del hueco, cayó el trípode con gran estrépito. Faulkner oyó que alguien, en la veranda de los McPherson, saltaba con precipitación de su silla.
Forcejeó hasta arrancar el cable del control remoto unido a la palanca del obturador. Abrió la cámara, extrajo la película, la tiró al suelo y la aplastó con el tacón de su zapato. Luego recogió los fragmentos, dio unos pasos y arrojó lo que quedaba de ella por encima de la valla, al extremo opuesto del jardín de los McPherson.
El teléfono sonaba en el vestíbulo cuando volvió a la casa para acabar su bebida.
– ¿Sí, qué hay? -gritó en el receptor.
– ¿Harry? Soy Julia.
– ¿Quién? -contestó Faulkner, sin pensar-. ¡Ah, sí! Bueno, ¿cómo va todo?
– No muy bien, al parecer. -La voz de Julia se había endurecido-. Acabo de sostener una larga conversación con el profesor Harman. Me ha dicho que renunciaste a tu trabajo en la escuela hace dos meses. Harry, ¿a qué estás jugando? Apenas me atrevo a creerlo.
– Apenas me atrevo a creerlo yo mismo -replicó Faulkner, burlón-. Es la mejor noticia que me han dado desde hace varios años. Gracias por confirmármela.
– ¡Harry! -vociferó su esposa-. ¡Contrólate! Si piensas que voy a soportarte, estás muy equivocado. El profesor Harman me dijo que…
– Ese idiota de Harman… -la interrumpió Faulkner-. ¿No te das cuenta de que pretendía volverme loco?
La voz de Julia ascendió hasta un chillido de histeria. Faulkner se apartó del receptor y lo colgó en silencio. Después de unos momentos, volvió a levantarlo y lo dejó sobre el listín.
La mañana primaveral se cernía sobre Menninger Village como un telón de silencio. Aquí y allá, un árbol se agitaba en el cálido ambiente, o se abría una ventana, reflejando los rayos del sol. Por lo demás, el silencio y la tranquilidad eran totales. Faulkner, sentado en la veranda, tiró el despertador bajo la silla y se sumergió más y más en su sueño privado, en el demolido mundo de forma y color que, inmóvil, permanecía suspendido a su alrededor. Las casas de enfrente se habían esfumado, sustituidas por grandes bandas rectangulares de color blanco. El jardín se reducía a una rampa verde, en cuyo extremo se mantenía en equilibrio la elipse plateada del estanque. La galería era un cubo transparente. Y en su centro, se hallaba Faulkner, flotando como una imagen en un océano fantástico. No sólo había suprimido el mundo que le circundaba, sino también su propio cuerpo. Sus extremidades y su tronco le parecían una extensión de su mente, formas incorpóreas impresas en su cerebro, como una conciencia onírica de su propia identidad.
Varias horas más tarde, mientras gozaba plácidamente de su fantasía, advirtió una repentina intrusión en su campo visual. Forzó la vista y vio con sorpresa frente a él la figura vestida de negro de su mujer, gritando furiosa y gesticulando con su bolso.
Faulkner examinó durante varios minutos la discreta y familiar entidad de Julia, las proporciones de sus piernas y brazos, los planos de su cara… Después, sin moverse, empezó a desmantelarla en su cabeza, a borrarla literalmente miembro a miembro. Primero, olvidó aquellas manos que no cesaban de agitarse y retorcerse como pájaros locos; a continuación, los brazos y los hombros, suprimiendo todos los recuerdos de su energía y movimientos. Por fin, olvidó la cara, mientras ésta se aproximaba a él, mostrándole la frenética actividad de los labios. Hasta que el rostro sólo le ofreció una difusa masa pastosa, grisácea y rosada, deformada por diversos salientes y surcos, dividida por orificios que se abrían y se cerraban como extraños fuelles.
Regresó al silencioso panorama de su sueño, consciente de los insistentes empujones de la mujer que le acompañaba. Aquella presencia le pareció horrenda, deforme, una confusión de molestos ángulos.
Por último, se produjo un breve contacto físico entre ambos. Faulkner se agitó para apartarla. Sintió que ella se aferraba a su brazo como un perro. Trató de quitársela de encima a empujones, mas ella le sujetó con más fuerza todavía, tirando de él en el colmo de la irritación.
Los movimientos de la mujer eran violentos y torpes. Faulkner trató al principio de ignorarlos. Luego, comenzó a refrenarla y alisarla, trabajando su angulosa figura hasta convertirla en otra más blanda y redondeada.
Siguió su tarea, modelando a la mujer como un escultor la arcilla. Fue entonces cuando escuchó una serie de crujidos, que un persistente chillido hacía apenas audibles. Terminada su obra -una masa de goma esponjosa que emitía un leve quejido-, la dejó caer al suelo.
Regresó a su ensueño, volviendo a asimilar el inalterado paisaje. El roce con su esposa le había recordado el único impedimento que restaba: su propio cuerpo. Había olvidado su identidad, pero sentía su gravedad y su calor, una sensación vagamente desagradable, igual que una cama mal hecha molesta a una persona de sueño agitado. Pretendía llegar al mundo de las ideas puras, a la serena sensación psíquica que no pudiera ser alterada por medio físico alguno. Sólo así escaparía a la náusea del mundo exterior.
En algún lugar de su mente, surgió una idea. Se puso en pie y abandonó la veranda, sin notar los movimientos físicos requeridos para ello. Se limitaba a flotar hacia el extremo opuesto del jardín.
Oculto por la glorieta de rosas, permaneció cinco minutos al borde del estanque. Se metió en el agua, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y avanzó con extrema lentitud. Al llegar al centro, se sentó, tras apartar las hierbas, y luego se tumbó en el agua.
Fue sintiendo poco a poco cómo la masilla que parecía su cuerpo se disolvía, se enfriaba y dejaba de oprimirle. Miró a través de la superficie del agua, quince centímetros por encima de su cara, y vio el disco azul del cielo, tranquilo y despejado por completo, expandiéndose hasta colmar su conciencia. Al fin, había encontrado el trasfondo perfecto, el único campo posible de formación de las ideas, un continuo absoluto de existencia, no contaminado por las excrecencias materiales. Contempló fijamente aquella imagen y esperó a que el mundo se disolviera y le liberara.