de Infinity, noviembre de 1958
La relativamente simple cuestión de cuál es el escritor de ciencia ficción que ha utilizado más seudónimos no tiene fácil respuesta. Se han de tener en cuenta los nombres literarios compartidos en colaboraciones, los seudónimos aplicados por las editoriales y los alias usados fuera de la novelística. Ciertamente, entre los que gozan de los mayores honores se encuentran John Russell Fearn, E. C. Tubb, Henry Kuttner, R. Lionel Fanthorpe y Robert Silverberg. Y entre todos ellos, Silverberg figura como el más fecundo.
Nacido en Brooklyn a principios de 1935, Silverberg tenía dieciocho años cuando efectuó su presentación profesional en una sección de crítica incluida en Science Fiction Adventures (diciembre de 1953). Al mes siguiente, vendió su primer relato a Nebula. Gorgon Planet (Planeta de Gorgonas) era una genuina áventura, desarrollada en un mundo de criaturas mitológicas. A partir de entonces, el número de sus obras aumentó de manera vertiginosa. Basta con examinar una relación de sus obras para comprobar su increíble producción sólo en la década que nos ocupa.
Los principios profesionales de Silverberg ya han sido tratados en la introducción a este volumen, aunque vale la pena hacer un alto para recordar los seudónimos de dicho autor, dos de ellos concretamente.
Su más importante seudónimo individual en la ciencia ficción fue Calvin Knox, nombre sugerido por Robert Lowndes, por ser de origen por entero protestante, ya que Judith Merril había asegurado a Silverberg que no conseguiría publicar sus obras usando su apellido judío. De modo que Silverberg adoptó dicho seudónimo. Sin embargo, al presentar sus relatos, los firmó como Calvin M. Knox. A Lowndes le complació ver aceptada su sugerencia, pero, intrigado, preguntó posteriormente a Silverberg:
– ¿Qué significa esa M?
– Moisés -replicó el escritor-. No quise resignarme por completo.
Apócrifa o no, se trata de una buena anécdota. Existe otra relacionada con la firma Ivar Jorgensen (o Jorgenson, como apareció algunas veces). Se vio por primera vez en el Fantastic Adventures de junio de 1951, al pie de la novela principal, Whom the Gods Would Slay (A quien matarían los dioses). A partir de entonces, fue utilizado con regularidad en las revistas de Ziff-Davis. En sus días de activo aficionado a la ciencia ficción, Silverberg admitió su gusto por los relatos de Jorgensen. Se llegó a saber que Jorgensen no era sino uno más entre los seudónimos domésticos inventados por Ziff-Davis, y nunca se ha aclarado de forma satisfactoria a qué autores encubría, aunque Paul Fairman fue, sin lugar a dudas, el responsable de muchas de las narraciones. Inevitablemente, dada la pasmosa producción de Silverberg, Fairman, por entonces director de Amazing, aplicó el apellido Jorgensen a diversos relatos de Bob. Lo que condujo al absurdo de que Silverberg, admirador de Jorgensen en su adolescencia, acabara convirtiéndose en él.
El siguiente relato se publicó por primera vez con el seudónimo de Jorgensen, aunque, al ser reeditado por New Worlds en mayo de 1960, se atribuyó su paternidad a Robert Silverberg.
El planeta llevaba muerto un millón de años. Ésa fue la primera impresión que nos causó, mientras nuestra nave describía una órbita de descenso hacia su agostada superficie parda. Y nuestra primera impresión acabó siendo la correcta. En tiempos, había existido allí una civilización, pero la Tierra había circundado al Sol un millón de veces después de expirar el último ser vivo de ese mundo.
– Un planeta muerto -comentó con amargura el coronel Mattern-. No hay nada que valga la pena ahí abajo. No sería ningún error dar media vuelta y marcharnos.
No nos sorprendió que Mattern pensara así. Al fin y al cabo, presionándonos para que abandonáramos el planeta en el acto y nos trasladáramos a otro de mayor utilidad, servía a los intereses de sus jefes, es decir el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América. Esos jefes esperaban que Mattern, junto con la mitad de su tripulación, obtuviera resultados. Y por resultados entendían nuevas armas y fuentes de materiales estratégicos. No habían provisto el setenta por ciento del presupuesto del viaje sólo para patrocinar el hallazgo de un montón de fruslerías arqueológicas.
Afortunadamente para nuestra mitad del equipo -la inútil mitad compuesta por los arqueólogos-, Mattern no tenía la última palabra respecto a la dotación. Quizás el Estado Mayor hubiera aportado el setenta por ciento de nuestro presupuesto, pero sus cautelosos responsables de las relaciones públicas habían considerado que nosotros teníamos al menos ciertos derechos.
El doctor Leopold, jefe de la parte no militar de la expedición, dijo con brusquedad:
– Perdone, Mattern, pero habré de aplicar aquí la cláusula limitativa.
– Pero… -empezó a farfullar Mattern.
– Nada de peros, Mattern. Hemos gastado un buen montón de dinero americano para llegar a este punto. Ya que estamos aquí, insisto en disponer del tiempo mínimo asignado a la investigación científica.
Mattern miró ceñudo a la mesa, sosteniéndose la mandíbula entre los pulgares y hundiendo el resto de los dedos en la articulación del maxilar inferior. Estaba fastidiado, pero era lo bastante listo para saber que no podía hacer gran cosa en contra de Leopold.
El resto de nosotros, cuatro arqueólogos y siete militares -ellos nos sobrepasaban ligeramente en número-, presenciábamos con ansiedad la pugna entre nuestros superiores. Mis ojos se desviaron. hacia la tronera. Contemplé la árida llanura batida por el viento, marcada aquí y allí por los restos de los que, milenios antes, fueron tal vez inmensos monumentos.
– El planeta carece en absoluto de importancia estratégica -lamentó el desolado Mattern-. ¡Es tan viejo que hasta los vestigios de civilización se han convertido en polvo!
– No obstante, le recuerdo que se me garantizó el derecho a explorar cualquier mundo en el que aterrizáramos, por un período mínimo de ciento sesenta y ocho horas -replicó Leopold, sin darle tregua.
– ¡Maldita sea! -estalló Mattern, incapaz de contenerse-. ¿Por qué? ¿Sólo por fastidiarme? ¿Sólo para demostrar la innata superioridad intelectual del científico sobre el militar?
– Mattern, no se trata de una cuestión personal.
– En ese caso, me gustaría saber de qué se trata. Aquí estamos, en un mundo obviamente inútil para mí y tal vez también para usted. Y pese a ello, se aferra a un tecnicismo y me obliga a permanecer una semana aquí. ¿Por qué, a no ser para fastidiarme?
– Hasta ahora sólo hemos efectuado un reconocimiento muy superficial. Por lo que sabemos, este lugar puede proporcionarnos la respuesta a numerosos interrogantes de la historia galáctica. Incluso tal vez albergue un tesoro en superbombas, según yo…
– ¡Extremadamente probable! -explotó Mattern.
Su furiosa mirada recorrió la sala de conferencias, concentrándose con expresión malévola en todos y cada uno de los miembros científicos del comité. Quería dejar bien claro que se le forzaba a una absurda pérdida de tiempo por culpa de nuestro nebuloso deseo de «conocimiento».
Conocimiento inútil. No un excelente conocimiento práctico, del tipo que él valoraba.
– Muy bien -dijo por fin-. He luchado y he perdido, Leopold. Tiene derecho a insistir en que permanezcamos aquí una semana. ¡Pero será muchísimo mejor que esté preparado para despegar en cuanto expire el plazo!
No había sorpresa alguna en todo aquello, por descontado. El programa de nuestra expedición se mostraba muy explícito al respecto. Nos habían enviado a escudriñar una serie de planetas próximos al Borde Galáctico, ya examinados apresuradamente por una misión de reconocimiento.
Los exploradores se habían limitado a buscar signos de vida, y al no encontrar ninguno (cosa lógica), abandonaron la zona. Se nos encomendó entonces la tarea de proceder a una investigación detallada. Algunos de los planetas del grupo estuvieron habitados en otro tiempo, informaron los exploradores. Ninguno albergaba vida en la actualidad. Ni en uno solo de los planetas que habíamos visitado descubrimos vida inteligente, aunque la tuvieron en el pasado.
Nuestra tarea consistía en revisar con toda diligencia los planetas designados. Leopold, jefe de nuestro grupo, debía efectuar una mera investigación arqueológica sobre las civilizaciones muertas. Por su parte, Mattern y sus hombres tenían la misión, de valor práctico más inmediato, de buscar materiales fisionables, restos de armas extraterrestres, posibles fuentes de litio o tritio para fusión y otras cosas útiles desde el punto de vista bélico. Quien objetase que, en un sentido pragmático estricto, nuestro grupo suponía un peso muerto, transportado a elevado coste, estaría en lo cierto.
Pero en los últimos siglos, la opinión pública americana se había mostrado recelosa ante las expediciones exclusivamente militares. Y así, para tranquilizar la conciencia nacional, se agregaron a la expedición cinco arqueólogos de escasa importancia empírica por lo que concernía a la seguridad nacional.
Nosotros.
Mattern dejó muy claro, ya en el momento de la partida, que sus muchachos eran los miembros realmente importantes de la expedición, y nosotros, simple lastre. En cierta forma, tuvimos que admitirlo. La tensión se apoderaba una vez más de nuestro gravemente desunido planeta. No se sabía cuándo el Otro Hemisferio saldría de su inmovilidad de un siglo y decidiría lanzarse de nuevo al espacio, Si había algo de valor militar, debíamos encontrarlo antes que ellos.
La sempiterna carrera de armamentos. ¡Animo! Las viejas historias espaciales hablaban de expediciones terrestres. Bien, nosotros éramos la Tierra, visto de modo abstracto… En realidad, éramos de América. Y punto. La unidad mundial seguía siendo una idea tan fantástica como trescientos años antes, en la remota y primitiva era del cohete espacial con propulsores químicos. Amén. Fin del sermón. ¡A trabajar!
El planeta no tenía nombre y no le dimos ninguno. Una comisión especial de la denominada por eufemismo Organización de las Naciones Unidas se ocupaba del problema de asignar nombres a los centenares de planetas de la galaxia, siguiendo la vieja idea de copiarlos de antiguas mitologías terrestres, de modo análogo a la nomenclatura Mercurio-Venus-Marte de nuestro sistema solar.
Sin duda acabarían por dar a este mundo un nombre como Thot, o Bel-Marduk, o quizás Avalokitesvara. Para nosotros, era el cuarto planeta del sistema perteneciente a un sol procionoide blanco-amarillento F5 IV, número 170861 del Catálogo HD Revisado. Poco más o menos de tipo terrestre, con un diámetro de 9.800 kilómetros y un índice de gravedad de 0,93, tenía una temperatura media de 70°c, con una fluctuación diaria aproximada de diez grados, y una atmósfera tenue y desagradable, compuesta en su mayoría por dióxido de carbono, con vestigios de helio y nitrógeno y apenas una pizca de oxígeno. Muy posiblemente, el aire había sido respirable para seres humanoides hacía un millón de años… Pero de eso hacía un millón de años. Tuvimos buen cuidado de probar nuestras máscaras de oxígeno antes de aventurarnos a salir de la nave.
El sol, como ya he dicho, era un F5 IV y bastante cálido, pero el planeta cuarto se hallaba a trescientos millones de kilómetros de él en el perihelio y bastantes más cuando llegaba al otro extremo de su órbita, más bien excéntrica. La excelente y antiquísima elipse de Kepler resultaba bastante maltratada en este sistema. El planeta cuarto me recordó en muchos aspectos a Marte, con la excepción lógica de que éste jamás había albergado vida inteligente de tipo alguno (al menos, no se preocupó de dejar ningún vestigio de su existencia), en tanto que el planeta en cuestión había poseído una civilización floreciente en la época en que los pitecántropos eran los seres más adelantados de la Tierra.
En cualquier caso, en cuanto aclaramos el asunto de si íbamos a quedarnos o despegar y encaminarnos hacia el siguiente planeta de nuestro programa, los cinco nos pusimos a trabajar. Sabíamos que sólo disponíamos de una semana. Mattern no nos concedería la menor prórroga, a menos que nos presentáramos con algo lo bastante bueno para forzarle a cambiar de opinión, cosa muy improbable. Deseábamos adelantar todo lo posible en dicha semana. Con tantos planetas como hay en el universo, tal vez éste no recibiera nunca más la visita de los científicos del nuestro.
Mattern y sus hombres nos comunicaron al momento su decisión de colaborar, aunque de mala gana y lo menos posible. Preparamos los tres pequeños semitractores anejos a la nave y los dejamos listos para funcionar. Los cargamos con nuestro equipo (cámaras, picos y palas, cepillos de pelo de camello) y nos pusimos las máscaras de oxígeno. Los hombres de Mattern nos ayudaron a sacar los semitractores y nos indicaron la dirección correcta.
Luego, retrocedieron y aguardaron a que nos fuéramos.
– ¿Ninguno de ustedes piensa acompañarnos? -preguntó Leopold.
Los semitractores podían transportar hasta cuatro hombres.
– No -contestó Mattern-. Vayan ustedes solos hoy y hágannos saber lo que descubren. Aprovecharemos mejor el tiempo arreglando el archivo y poniendo al día el diario de navegación.
Noté que Leopold empezaba a enfadarse. Mattern le demostraba abiertamente su desprecio. Sus hombres podrían al menos efectuar una búsqueda formal de materiales fisionables o fusionables. Pero Leopold se tragó el enfado.
– Muy bien -dijo-. Hagan lo que quieran. Si nos topamos con alguna veta de plutonio, avisaré por radio.
– ¡Claro! Gracias por el favor. Hágame saber si también encuentran una mina de cobre. -Soltó una carcajada. ¡Plutonio en bruto! Y a lo mejor, hasta habla en serio…
Habíamos elaborado un croquis aproximado de la zona y nos separamos en tres grupos. Leopold, solo, puso rumbo al oeste, hacia el seco lecho de un río que habíamos atisbado desde el aire. Supongo que se proponía examinar los depósitos de aluviones.
Marshall y Webster, compartiendo el segundo semitractor, partieron en dirección a la parte montañosa, situada al sudeste de nuestro punto de aterrizaje. En aquel lugar, parecía haber enterrada en la arena una ciudad bastante grande. Gerhardt y yo, en el otro vehículo, nos dirigimos hacia el norte, donde esperábamos encontrar restos de otra ciudad. El día era frío y ventoso. La omnipresente arena que cubría el planeta formaba pequeñas dunas delante de nosotros, y el viento la lanzaba en grandes cantidades contra el techo de plástico que cubría nuestro transporte. Bajo las orugas del vehículo, el metal hacía crujir una arena que no había sido hollada durante milenios.
Ninguno de los dos habló al principio.
– Espero que la nave siga en su sitio cuando volvamos a la base -fue lo primero que dijo Gerhardt.
Fruncí el ceño y me volví a mirarle sin abandonar el volante. Gerhardt siempre habla sido un enigma para mí, un hombrecillo de cabello castaño desordenado que le caía sobre los ojos, demasiado juntos. Poseía un título de la Universidad de Kansas y había formado parte durante cierto tiempo del claustro de este centro, ocupación en la que se había distinguido, o así decían sus antecedentes.
– ¿A qué demonios te refieres? -pregunté.
– No confío en Mattern. Nos odia.
– ¿Por qué ha de odiarnos? Mattern no es ningún canalla. Sólo un tipo que quiere terminar su trabajo y volver a casa. Pero ¿qué has querido decir con eso de que la nave no estará en su sitio?
– Despegará sin nosotros. Ya has visto cómo nos ha enviado al desierto y se ha quedado allí con sus hombres. ¡Puedes creerme, nos abandonará aquí!
– No seas paranoico -dije con un resoplido-. Mattern no hará nada semejante.
– Nos considera un peso muerto en la expedición. ¿Y cuál es la mejor manera de librarse de nosotros?
El semitractor trepó penosamente un montecillo del desierto. Deseé oír al menos un buitre graznando en alguna parte, pero ni siquiera eso ocurrió. La vida había desaparecido del planeta miles de años atrás.
– A Mattern no le resultamos de gran utilidad -dije-. ¿Por qué negarlo? Pero ¿se atrevería a despegar, abandonando tres semitractores en perfecto estado? ¿Le crees capaz de eso?
Fue una buena objeción. Al cabo de unos momentos, Gerhardt dejó escapar un gruñido de asentimiento. Mattern jamás abandonaría una parte del equipo, por mucho que dejara de albergar los mismos escrúpulos con respecto a cinco inútiles arqueólogos.
Avanzamos en silencio durante más tiempo que la vez anterior. Ya habíamos cubierto treinta y dos kilómetros de un terreno yermo. A juzgar por lo que se veía, más nos hubiera valido permanecer junto a la nave. Por lo menos, allí había una capa superficial de cimientos de edificios.
Otros quince kilómetros, y llegamos a nuestra ciudad. Presentaba un diseño lineal, con no más de ochocientos metros de anchura y extendiéndose hasta el límite de nuestra visión, mil o mil cien kilómetros. Si nos daba tiempo, comprobaríamos sus dimensiones desde el aire.
Como es lógico, poco quedaba de la ciudad. La arena había cubierto todo a la perfección, pero alcanzamos a ver cimientos sobresaliendo aquí y allá, restos de hormigón estructural y metal reforzado, desgastados por los años. Salimos del vehículo y preparamos la pala mecánica.
Una hora más tarde, sintiendo cl pegajoso sudor bajo nuestros livianos trajes espaciales, habíamos logrado apartar algunos miles de metros cúbicos de tierra a una zona situada a diez metros de distancia. Habíamos excavado un impresionante agujero en el suelo.
Para nada…
Para nada. Ni un artefacto, ni un solo cráneo, ni siquiera un diente amarillento. Ni cucharas, ni cuchillos, ni sonajeros…
Nada. No encontramos nada de nada.
Los cimientos de algunos de los edificios, si bien reducidos a fragmentos, habían soportado un millón de años de arena, viento y lluvia. Pero nada más había sobrevivido de aquella civilización. Mattern había acertado al burlarse, admití con pesar. El planeta era tan inútil para nosotros como para ellos. Unos cimientos erosionados por la intemperie de poco nos servirían, a no ser para informarnos de que en otros tiempos existió allí una civilización. Un paleontólogo con imaginación reconstruye un dinosaurio a partir de un fragmento de fémur, bosqueja un saurio presentable con sólo un isquion fosilizado como guía. ¿Podíamos nosotros extrapolar una cultura, un código de leyes, una tecnología, una filosofía, a partir de unos simples cimientos desgastados por el tiempo?
No, casi seguro que no.
Abandonamos aquel sitio y excavamos a medio kilómetro de distancia, esperando desenterrar un resto tangible de la desaparecida civilización. Pero el tiempo había ejecutado bien su obra. Era una suerte haber encontrado los basamentos. Todo lo demás había desaparecido.
– Infinitas y desnudas, las solitarias y uniformes arenas se extendían a lo lejos -murmuré.
Gerhardt alzó la cabeza desde la excavación.
– ¿Qué? ¿Qué dices? -preguntó.
– Estoy citando a Shelley.
– ¡Ah, ése!
Continuó cavando.
Aquella misma tarde, decidimos abandonar nuestro esfuerzo y volver a la base. Habíamos pasado en el desierto siete horas y no llevábamos nada que justificara nuestra ausencia, a no ser algunos metros de película tridimensional en la que se veían los cimientos de los edificios.
El sol empezaba a ponerse. El cuarto planeta tenía un día de treinta y cinco horas, que se aproximaba a su fin. El cielo, siempre sombrío, se oscurecía poco a poco. No había ninguna luna silenciosa y brillante. El cuarto planeta no tenía satélites. El hecho parecía un poco injusto. Los planetas tres y cinco del sistema poseían cuatro lunas cada uno, y en torno al gigantesco mundo gaseoso que era el número ocho, bullía un racimo de trece satélites.
Dimos media vuelta y regresamos, tomando otra ruta que se extendía cinco kilómetros al este de la que seguimos a la ida. Por si localizábamos algo. Una esperanza más bien desesperanzada, a decir verdad.
Habíamos recorrido diez kilómetros, cuando la radio del vehículo se puso en marcha.
– Llamando a los vehículos dos y tres -se oyó la voz seca y quisquillosa del doctor Leopold-. Dos y tres, ¿me oyen? Adelante, dos y tres.
Gerhardt iba al volante. Pasé la mano sobre sus rodillas para conectar el canal de respuesta y dije:
– Anderson y Gerhardt en el número tres, señor. Le recibimos bien.
Un momento después, aunque más débil, llegó la señal del vehículo número tres a través del canal triple.
– Marshall y Webster en el dos, doctor Leopold -oí a Marshall-. ¿Algo va mal?
– He hecho un hallazgo -contestó Leopold.
– ¿Lo dice en serio?
El tono de la última pregunta de Marshall me indicó que el semitractor número tres no había disfrutado de mejor fortuna que el nuestro.
– Entonces es usted el único -anuncié.
– ¿No han tenido suerte, Anderson?
– Ni pizca. Ni un miserable resto de cerámica.
– ¿Y ustedes, Marshall?
– Igual. Restos dispersos de una ciudad, pero nada de valor arqueológico, señor.
Oí reír disimuladamente a Leopold.
– Bien, pues yo he encontrado algo. Es un poco pesado, no puedo manejarlo solo. Quiero que los dos equipos vengan aquí para echarle un vistazo.
– ¿De qué se trata, señor? -preguntamos Marshall y yo al mismo tiempo, casi con las mismas palabras.
Pero a Leopold le gustaba representar el papel de hombre misterioso.
– Ya lo verán cuando llegue. Anoten mis coordenadas y no pierdan tiempo. Estaré de vuelta en la base antes de la noche.
Nos encogimos de hombros y cambiamos de ruta para dirigirnos hacia donde nos aguardaba Leopold. El doctor se hallaba al parecer a unos veintisiete kilómetros de nosotros, hacia el sudoeste. Marshall y Webster debían recorrer un trayecto poco más o menos de la misma longitud. Se encontraban exactamente al sudeste de la posición de Leopold.
Al llegar a las coordenadas calculadas por el doctor, el cielo estaba ya bastante oscuro. Los faros delanteros del semitractor iluminaban el desierto en un trecho de kilómetro y medio, y al principio no hubo señal alguna de que allí hubiera alguien o algo. Luego, divisé el vehículo de Leopold estacionado hacia el éste, y Gerhardt me señaló las luces del tercer semitractor, que avanzaba hacia nosotros procedente del sur.
Llegamos hasta Leopold casi al mismo tiempo. No estaba solo. Le acompañaba un… objeto.
– Bienvenidos, caballeros -nos saludó. En su hirsuto rostro había una sonrisa de satisfacción-. Parece que he hecho un descubrimiento.
Se echó hacia atrás y, como si corriera una cortina imaginaria, nos permitió atisbar su hallazgo. Arrugué la frente en un gesto de sorpresa y extrañeza. De pie en la arena, detrás del vehículo de Leopold, había algo que se asemejaba mucho a un robot.
Era alto, dos metros diez o incluso más, y vagamente humanoide. Es decir, poseía unos brazos que le salían de los hombros, una cabeza sobre éstos y piernas. La cabeza se hallaba provista de placas receptoras en los lugares que en un hombre ocuparían los ojos, las orejas y los labios. No presentaba otras aberturas. El cuerpo del robot era enorme y más o menos cuadrado, con hombros oblicuos. Su oscura cubierta metálica mostraba las picaduras y la corrosión producto de la acción de los elementos a lo largo de incontables siglos.
Estaba enterrado en la arena hasta las rodillas. Leopold, todavía sonriendo con presunción e increíblemente orgulloso de su descubrimiento, ordenó:
– Dinos algo, robot.
De los receptores bucales brotó un sonido metálico, un rechinamiento de… ¿De qué? ¿Engranajes? Y luego se escuchó una voz, audible pese a ser extraordinariamente aguda, pronunciando palabras extrañas, con un tipo de inflexión monótono y fluido. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda. La era de la explosión espacial se había iniciado hacía trescientos años. Y por primera vez, oídos humanos percibían los sonidos de una lengua no nacida en la Tierra.
– ¿Entiende lo que se le dice? -preguntó Gerhardt.
– No lo creo -repuso Leopold-. No por ahora, al menos. Pero cuando me dirijo a él, empieza a farfullar. Pienso que es un tipo de… Bueno, un guía de las ruinas, digamos. Construido por los antiguos para facilitar información a los transeúntes. Sólo que parece haber sobrevivido a los antiguos y sus monumentos.
Estudié el robot. Su aspecto era increíblemente viejo… y robusto. Tan sólido que bien podía haber durado más que cualquier otro vestigio de civilización de este planeta. Había dejado de hablar y se limitaba a mirar hacia delante. De repente, giró pesadamente sobre su base, extendió un brazo para abarcar el panorama cercano y comenzó a hablar de nuevo.
Casi me atrevería a poner las palabras en su boca:… y aquí tenemos las ruinas del Partenón, principal templo de Atenea en la Acrópolis. Terminado en el año 438 a. de C., fue destruido en parte por una explosión en 1687, cuando los turcos lo utilizaban como polvorín…
– Sí, parece una especie de guía -asintió Webster-. Tengo la sensación concreta de que nos está ofreciendo una narración histórica, todos los detalles relativos a los maravillosos monumentos que en tiempos debieron erigirse en este lugar.
– Si pudiéramos entender lo que está diciendo… -exclamó Marshall.
– Supongo que habrá algún medio de descifrar el lenguaje -opinó Leopold-. En cualquier caso, me parece un hallazgo magnífico, ¿a ustedes no? Y…
Me eché a reír. Leopold, ofendido, me lanzó una furiosa mirada.
– ¿Se puede saber qué le divierte tanto, doctor Anderson? -me preguntó.
– ¡Ozymandias! -dije en cuanto logré calmarme un poco-. Lo más lógico… Ozymandias.
– Temo que no…
– Préstele atención -expliqué-. Da la impresión de haber sido construido y puesto aquí para los que viniesen después, para cantarnos las glorias de la raza que edificó las ciudades. Pero las ciudades han desaparecido y el robot no. ¿Acaso no da la impresión de estar diciendo: Contempla mis obras, oh, Poderoso, y abandona toda esperanza?
– Ninguna otra cosa resta -terminó la cita Webster-. Lo encuentro muy adecuado. Los constructores y las ciudades han desaparecido, pero el pobre robot no lo sabe y continúa ofreciendo su charla. Sí, deberíamos llamarle Ozymandias.
– ¿Qué haremos con él? -inquirió Gerhardt.
– ¿De verdad que no logró moverlo? -preguntó Webster a Leopold.
– Pesa doscientos o trescientos kilos. Se mueve por su propia voluntad, pero yo no lo conseguiría nunca.
– Quizás entre los cinco -sugirió Webster.
– No -se opuso Leopold. Una extraña sonrisa surcó su rostro-. Lo dejaremos aquí.
– ¿Qué?
– Sólo por el momento -añadió-. Lo conservaremos… como una especie de sorpresa para Mattern. Le informaremos el último día, permitiéndole creer mientras tanto que el planeta es inaprovechable. Que se burle de nosotros cuanto quiera… Cuando suene la hora de partir, le mostraremos nuestro botín.
– ¿Cree seguro dejarlo aquí? -preguntó Gerhardt.
– Nadie lo robará -contestó Marshall.
– Pero… ¿Y si se aleja? -objetó Gerhardt-. Puede hacerlo, ¿no?
– Claro que si -asintió Leopold-. Sin embargo, ¿por que ha de irse? Se quedará donde está, supongo. Y si se mueve, seguiremos su pista con el radar. Ahora, volvamos a la base. Se está haciendo tarde.
Nos metimos en nuestros vehículos. El robot, silencioso de nuevo, hundido en la arena hasta las rodillas y perfilado contra la creciente oscuridad del cielo, giró para encararse a nosotros y levantó un grueso brazo en una especie de saludo.
– Recuerden -nos advirtió Leopold antes de ponernos en marcha-. Ni una sola palabra de esto a Mattern.
Aquella misma noche, en la base, el coronel Mattern y sus siete ayudantes se mostraron en extremo curiosos respecto a nuestras actividades del día. Trataron de simular un sincero interés por nuestro trabajo, pero resultaba obvio que sólo pretendían incitarnos a confesar lo que ellos habían anticipado, es decir que no habíamos descubierto absolutamente nada. Ésa fue la respuesta que obtuvieron, ya que Leopold nos había prohibido mencionar a Ozymandias. Aparte del robot, en verdad no habíamos descubierto nada. Cuando los otros se enteraron, sonrieron con aire de superioridad, como diciendo: «Si nos hubierais hecho caso al principio, habríamos regresado a la Tierra siete días antes. Total, no nos hubiéramos perdido nada».
A la mañana siguiente, después del desayuno, Mattern anunció que enviaría una patrulla en busca de materiales fusionables, a menos que viésemos algún inconveniente.
– Sólo necesitaremos uno de los semitractores -aclaró-. Los otros dos quedan para ustedes. No les importa, ¿verdad?
– Trataremos de arreglárnoslas -replicó Leopold con cierta acritud-. Pero manténganse apartados de nuestro territorio.
– ¿Cuál es?
En lugar de responderle, Leopold se limitó a decir:
– Hemos examinado ya a fondo la zona situada al sudeste de aquí y no hemos encontrado nada de importancia. No nos importará que su equipo geológico eche a perder nuestro campo.
Mattern asintió, mirando con curiosidad a Leopold, como si la evidente ocultación de nuestro campo de operaciones provocara su recelo. Me pregunté hasta qué punto era correcto o no ocultar la información a Mattern. Bien, Leopold quería disfrutar de su jueguecito, y una manera de evitar que Mattern descubriera a Ozymandias consistía en no informarle del lugar en que íbamos a trabajar.
– Me parece haberle oído decir que este planeta carecía de interés para sus propósitos, coronel -señalé.
– Estoy seguro de ello. -Mattern me miró con fijeza-. Pero sería una estupidez por mi parte no echarle un vistazo, ¿me equivoco? Al fin y al cabo, nos vemos forzados a perder el tiempo aquí.
Tuve que admitir que no le faltaba razón. No obstante, insistí:
– ¿Espera encontrar algo?
– Ningún material fisionable, seguro -respondió con indiferencia-. No hay ningún riesgo en apostar que todo el material radiactivo de este planeta se desintegró hace mucho tiempo. Claro que siempre existe la posibilidad de encontrar litio, ¿comprende?
– O tritio puro -afirmó con aspereza Leopold.
Mattern se rió por toda respuesta.
Media hora más tarde, nos dirigimos hacia el oeste, de nuevo al punto donde habíamos dejado a Ozymandias. Gerhardt, Webster y yo íbamos juntos en un semitractor; Leopold y Marshall ocupaban el otro. El tercero, con dos de los hombres de Mattern y el equipo de exploración geológica, se aventuró hacia el sudeste, con destino a la zona que Marshall y Webster habían escudriñado en vano el día anterior.
Ozymandias continuaba en el mismo lugar, con el sol alzándose a su espalda y arrancando fulgores de sus costados. Me pregunté cuántos amaneceres habría presenciado. Miles de millones, tal vez.
Estacionamos nuestros vehículos no muy lejos del robot y nos acercamos a él. Webster lo filmó a la brillante luz matutina. Soplaba viento del norte, que levantaba remolinos en la arena.
– Ozymandias haber quedado aquí -dijo de pronto el robot mientras nos aproximábamos.
¡En nuestra propia lengua!
Por un momento, nos quedamos estupefactos. Lo que siguió se debió a una reacción natural y simultánea. Los cinco rompimos a hablar a la vez, hasta que el robot nos interrumpió.
Ozymandias descifrar lenguaje algún medio -dijo-. Parece una especie guía.
– ¡Vaya! -exclamó Marshall-. Está repitiendo como un loro fragmentos de nuestra conversación de ayer.
– No creo que repita -objeté-. Las palabras forman conceptos coherentes. ¡Nos está hablando!
– Construido por los antiguos para facilitar información a los transeúntes -prosiguió Ozymandias.
– ¡Ozymandias! -exclamó Leopold-. ¿Hablas nuestra lengua?
La respuesta fue un chasquido. Y a continuación:
– Ozymandias comprende. No tiene suficientes palabras. Hablen más.
Los cinco nos estremecimos, llenos de excitación. Estaba claro lo sucedido, y no resultaba ni mucho menos increíble. Ozymandias había escuchado pacientemente todo lo que dijéramos la noche anterior. Luego, después de irnos, el robot había aplicado su cerebro de un millón de años al problema de organizar nuestros sonidos de forma que cobraran sentido. Y en cierto modo, lo había logrado. A partir de entonces, todo se reducía a facilitar vocabulario a la criatura y dejarle que asimilara los nuevos vocablos. ¡Disponíamos de una piedra de Rosetta capaz de hablar y de andar!
Transcurrieron dos horas, con tanta rapidez que apenas lo advertimos. Lanzábamos palabras a Ozymandias con la máxima velocidad posible, definiéndolas de manera que le ayudase a relacionarlas con las ya grabadas en su cerebro.
Al finalizar ese lapso de tiempo, el robot se hallaba en condiciones de mantener con nosotros una conversación aceptable. Extrajo sus piernas de la arena que las había envuelto durante siglos y, cumpliendo la función para la que había sido construido miles de años atrás, nos acompañó a visitar la civilización ya desaparecida que lo había fabricado.
Ozymandias constituía un fabuloso archivo de datos arqueológicos. Podría facilitarnos información durante años enteros.
Sus amos, nos explicó, habían sido los taiquenos (o así nos sonó a nosotros), que vivieron y prosperaron durante trescientos mil años. En los días decadentes de su historia, le habían creado como un guía indestructible para sus igualmente indestructibles ciudades. Pero éstas se habían desmoronado y sólo permaneció Ozymandias…, conservando en él los recuerdos del pasado.
– Esta fue la ciudad de Durab -dijo-. En tiempos, albergó ocho millones de individuos. Donde estoy ahora se erigía el templo de Decamón, con una altura equivalente a quinientos de vuestros metros. Su fachada daba a la calle de los Vientos… La decimoprimera dinastía se inició con el acceso al gobierno de Chonnigar IV, en el año dieciocho mil de la ciudad. Durante el reinado de esta dinastía, se llegó por primera vez a los planetas vecinos… La biblioteca de Durab se encontraba en este lugar. Contenía catorce millones de volúmenes. No existe ninguno en la actualidad. Mucho después de la desaparición de los constructores, pasé cierto tiempo leyendo los libros de la biblioteca y los tengo memorizados en mi interior… La Plaga acabó con la vida de nueve mil individuos diarios durante más de un año. En aquella época…
Y siguió hablando sin descanso. Un noticiario ciclópeo, que cada vez nos facilitaba más detalles conforme Ozymandias absorbía nuestros comentarios y añadía nuevas palabras a su vocabulario. Seguimos al robot mientras rodaba por el desierto, con nuestros magnetófono registrando punto por punto su discurso y nuestras mentes aturdidas y paralizadas por la magnitud del hallazgo. En este simple robot se encerraba, en espera de ser escuchada, toda la historia de una cultura que había durado trescientos mil años. Aunque extrajéramos conocimientos de Ozymandias durante el resto de nuestras vidas, no agotaríamos el cúmulo de datos implantados en su exhaustivo cerebro.
Cuando por fin, con gran esfuerzo, nos decidimos a regresar a la base, dejando a Ozymandias en el desierto, estábamos saturados al máximo. Nunca en la historia de nuestra ciencia se había hecho un descubrimiento semejante: un archivo completo, accesible y traducido en especial para nosotros.
Acordamos de nuevo ocultárselo todo a Mattern. Sin embargo, como niños que acaban de recibir un regalo de gran valor, nos resultó muy difícil disimular nuestros sentimientos. No dijimos nada concreto, pero nuestra sobreexcitada conducta sin duda dejó adivinar a Mattern que nuestra jornada no había sido tan improductiva como afirmábamos.
Eso, y la negativa de Leopold a explicar con exactitud al Coronel dónde habíamos trabajado aquel día, debió suscitar las sospechas de Mattern. En cualquier caso, durante la noche, ya acostados, oí el sonido de semitractores internándose en el desierto. Y a la mañana siguiente, al entrar en el comedor para desayunar, Mattern y sus hombres, desaseados y sin afeitar, se volvieron para mirarnos con peculiares destellos de venganza en sus ojos.
– Buenos días, caballeros -dijo Mattern-. Llevamos cierto tiempo esperando a que se levanten.
– ¿Por qué? No es más tarde de lo normal, que yo sepa -contestó Leopold.
– No, en absoluto. Pero mis hombres y yo pasamos en vela toda la noche. La dedicamos a… Bueno, a un poco de investigación arqueológica en tanto ustedes dormían. -El coronel se inclinó hacia delante, al tiempo que palpaba sus arrugadas solapas-. Doctor Leopold, ¿por qué motivo decidió ocultarme el hecho de que había descubierto un objeto de extremada importancia estratégica?
– ¿A que se refiere? -inquirió Leopold, con un temblor que eliminó la autoridad de su voz.
– Me refiero al robot que ustedes denominaron Ozymandias -repuso tranquilamente Mattern-. ¿Por que no quiso informarme de eso?
– Estaba dispuesto a hacerlo antes de nuestra partida.
– Eso no significa nada. -Mattern se encogió de hombros-. Usted ocultó la existencia de su descubrimiento. Pero su comportamiento de la noche pasada nos llevó a investigar la zona. Y cuando los detectores revelaron la presencia de un objeto metálico, unos treinta kilómetros al oeste, nos encaminamos hacia allí. Ozymandias se sorprendió mucho al saber que había otros terrestres aquí.
Se produjo un momento de agobiante silencio. Luego, Leopold dijo:
– Tengo que pedirle que no interfiera en el asunto del robot, coronel Mattern. Le ofrezco mis excusas por no haberle informado de ello… No creía que se sintiera tan interesado por nuestro trabajo. No obstante, he de insistir en que usted y sus hombres se mantengan alejados del robot.
– ¿Ah, sí? -respondió Mattern con voz aguda-. ¿Y por qué?
– Porque supone un sensacional hallazgo arqueológico, coronel. Nunca recalcaré lo bastante su valor para nosotros. Sus hombres, al realizar ocasionales experimentos con Ozymandias, podrían provocar un cortocircuito en sus canales de memoria o algo por el estilo. Así pues, me veo obligado a invocar los derechos del grupo arqueológico en esta expedición. Declaro al robot artículo de nuestra exclusiva propiedad e inaccesible para ustedes.
– Lo lamento, doctor Leopold. -La voz de Mattern había cobrado una repentina dureza-. No procede invocar esos derechos ahora.
– ¿Por qué no?
– Porque Ozymandias es de nuestra propiedad exclusiva. Y por lo tanto, inaccesible para usted, doctor.
Pensé que Leopold iba a sufrir un ataque de apoplejía allí mismo, en el comedor. Se puso rígido, palideció y cruzó tambaleándose la sala en dirección a Mattern. Formuló una pregunta, aunque con voz tan sofocada que no alcancé a oírla.
– Seguridad, doctor -replicó Mattern-. Ozymandias tiene utilidad militar. En consecuencia, lo hemos transportado hasta la nave y lo hemos encerrado en un camarote, bajo precintos de alto secreto. Con el poder que se me ha otorgado para tales contingencias, declaro finalizada esta expedición. Regresamos a la Tierra de inmediato, llevándonos a Ozymandias.
Los ojos de Leopoid expresaron una terrible confusión. Nos miró en busca de apoyo, pero ninguno se atrevió a intervenir.
– ¿Dice que el robot tiene… utilidad militar? -preguntó por fin, en tono de incredulidad.
– Por supuesto. Significa un verdadero archivo de datos sobre las armas de los antiguos taiquenos. Gracias a él, ya nos hemos enterado de cosas de increíble alcance. ¿Por qué piensa que este planeta está desprovisto de vida, doctor Leopold? ¿Por que no existe ni siquiera una brizna de hierba? Un millón de años no produciría ese efecto. Una superarma, sí. Los taiquenos descubrieron esa superarma. Otros lo hicieron también. Armas capaces de erizar los cabellos. Y Ozymandias conoce todos los detalles. ¿Cree que vamos a perder el tiempo dejando ese robot en sus manos? ¿En manos de una pandilla de necios cuando está repleto de información militar capaz de convertir a América en inexpugnable? Lo siento, doctor. Ustedes encontraron a Ozymandias, pero nos pertenece a nosotros. Y vamos a volver con él a la Tierra.
La sala quedó en silencio de nuevo. Leopold nos miró a todos, a mí, a Webster, a Marshall, a Gerhardt. No había nada que decir.
La nuestra era básicamente una misión militar. Sí, claro, habían agregado unos cuantos antropólogos a la tripulación, pero carecían de importancia ante la que revestían los hombres de Mattern. Habíamos venido no tanto para engrandecer el cúmulo de conocimientos generales como para descubrir nuevas armas y fuentes de materiales estratégicos, de posible utilización contra el Otro Hemisferio.
Y se habían hallado nuevas armas. Armas increíbles, producto de una ciencia que resistió durante trescientos mil años. Alojada por completo en el imperecedero cuerpo de Ozymandias.
– Muy bien, coronel -dijo Leopold con voz áspera-. Supongo que no puedo detenerle.
Dio media vuelta y salió lentamente del comedor, sin haber probado bocado. Parecía un hombre roto, destrozado, convertido de repente en un viejo.
Sentí náuseas.
Mattern había insistido en que el planeta era inutilizable y que detenerse aquí sólo serviría para perder el tiempo. Leopold opinaba lo contrario, y los hechos le dieron la razón. Descubrimos algo de gran valor.
Sí, encontramos una máquina capaz de vomitar nuevas y terribles fórmulas para matar; Nos apoderamos del compendio y con fundamentos de la ciencia de los taiquenos, una ciencia que había culminado en la producción de armas tan soberbias que habían destruido todo rastro de vida en el mundo de sus creadores. Y ahora teníamos acceso a tales armas. Muertos por su propia mano, los taiquenos nos habían dejado solícitamente una herencia de muerte.
Muy sombrío, me levanté de la mesa para dirigirme al camarote. Ya no tenía hambre.
– Despegaremos dentro de una hora -dijo Mattern a mis espaldas cuando yo abandonaba el comedor-. Tengan a punto sus cosas.
Casi no le presté atención. Pensaba en el cargamento mortífero que transportábamos, en el robot, tan ansioso por desembuchar el contenido de su memoria. Meditaba sobre lo que sucedería cuando nuestros científicos, allá en la Tierra, empezaran a aprender de Ozymandias.
Las obras de los taiquenos habían pasado a nuestras manos. Y recordé el verso del poeta: Contempla mis obras, oh Poderoso, y abandona toda esperanza.