de Amazing Stories, abril de 1965
Puesto que he incluido en este volumen un relato de un autor americano publicado por una revista británica, me parece adecuado presentar un relato de un escritor británico aparecido por primera vez en una revista americana. Y se trata precisamente de un autor cuya prolífica producción ha estado dirigida, en conjunto, al mercado americano.
John Kilian Houston Brunner nació en Preston Crowmarsh, Oxfordshire, el lunes 24 de septiembre de 1934. Devoto de la ciencia ficción desde los seis años, Brunner comenzó a escribir su primera novela a los diez. Jamás la concluyó, pero así se inició la cadena de acontecimientos que le llevaría a publicar su primera novela a los diecisiete años -cuando todavía era estudiante-, en el floreciente campo del libro de bolsillo británico, además de vender algunos cuentos a revistas americanas, siendo el primero de ellos Thou Good and Faithful (Tú, bueno y leal) (Astounding, marzo de 1953).
Después de prestar servicio en las fuerzas aéreas, volvió a dedicar todo su tiempo a escribir. Su prodigiosa producción todavía no ha menguado. Su literatura abarca toda la gama de la ciencia ficción y la fantasía, desde Father of Lies (Inventor de mentiras) (1962), relato de un pícaro que crea mundos a voluntad, hasta Total Eclipse (Eclipse total) (1974), un fascinante acertijo espacial, pasando por la voluminosa y premiadísima novela sobre el tema de la superpoblación, Stand on Zanzibar (Todos sobre Zanzíbar) (1968), o The Squares of the City (Las plazas de la ciudad) (1965), basada en el ajedrez.
Lo que convierte la lectura de Brunner en una delicia es lo imprevisible del autor. Véase como muestra la siguiente e inteligente narración, que, dicho sea de paso, figura también entre sus favoritas.
Ninguno de los guardas de la compañía trató de detener a Jeremy Hankin cuando éste se dirigió hacia la reluciente fachada del edificio que exhibía en llamativas letras el nombre SUEÑO PROFUNDO, S. A. Los vigilantes le habían reconocido, pese a no llevar el maquillaje que se veía obligado a usar en los anuncios publicitarios de la empresa, y sabían que Jeremy estaba autorizado a visitar cualquier parte del edificio que se le antojara. Se trataba de un privilegio otorgado por la sin duda muy agradecida empresa. Después de todo, la compañía debía grandes favores a Jeremy.
Sus visitas a la sede comercial de Sueño Profundo, S.A. habían aumentado en frecuencia desde que se separara de su esposa. La mayoría de las veces no hablaba con nadie, y en los últimos tiempos ni siquiera abría la boca. Se limitaba a errar de piso en piso, con una expresión de nostalgia en su rostro, atisbando con curiosidad a través de las puertas de vidrio de los despachos, aceptando los saludos de los impresionados administrativos jóvenes, los cordiales ejecutivos y los apocados clientes, con la típica sonrisa forzada y un gesto de la cabeza.
De cuando en cuando, una sonrisa de amargura aparecía y desaparecía en su redondeado y pálido rostro. Sin embargo, duraba tan poco que no daba tiempo a advertirla y comenzar a extrañarse.
El edificio ocupaba toda una manzana y contaba con tres entradas. En el último mes, Jeremy había adoptado el hábito de salir por una puerta distinta de la que había entrado. Así, los guardas de la empresa no esperaban verle de nuevo en cuanto se esfumaba en el interior.
Los cuatro pisos superiores los ocupaba Sueño Profundo, S.A.; el resto estaban alquilados. Muy de vez en cuando, Jeremy abandonaba el ascensor en una de las plantas inferiores y se quedaba mirando los nombres de las otras firmas comerciales, pintados en las puertas opacas. Nunca se había atrevido a investigar más a fondo. Consideraba el edificio como una especie de tablero de ajedrez tridimensional, situado en lo alto de una columna de niebla vagamente luminosa. Los demás habitantes del edificio se morían dentro y fuera de dicha niebla. Sólo tomaba conciencia de ellos cuando compartían el ascensor o pasaban a toda prisa por el vestíbulo. Jeremy les miraba incierto, preguntándose cuántos de ellos serian clientes de Sueño Profundo, S. A. Miraba en particular a las jóvenes secretarias. ¿A cuántas les hablaría todas las noches? ¿Para cuáles seria su compañero de cama públicamente reconocido…?
Tomó su ascensor habitual, el primero de los cuatro. Sin excusarse por estirar el brazo por delante de otro de los ocupantes, apretó el botón del sobreático. Sueño Profundo, S. A. guardaba su mercancía más valiosa en la cima del edificio. En las restantes tres plantas pertenecientes a la compañía había pocos detalles que la distinguieran de otras firmas comerciales: pequeños y grandes despachos, amueblados con mayor o menor elegancia, según la categoría de sus ocupantes, separados por paredes de vidrio o madera, dotados de teléfonos de plástico negro u otros colores y decorados con cuadros de Klee y Matisse, evocadores de un alto nivel social. Gráficos discretamente impresionantes reflejaban la marcha de la aventura, que, partiendo de la nada, pasó por la discontinuidad de la Gran Búsqueda y terminó en la actual y fantástica cumbre del éxito…
Fue Mary quien le metió en todo aquello, quien se detuvo, mientras Jeremy sólo pensaba en alejarse a toda prisa, junto a la caseta de la esquina y el educado joven de la grabadora. Los ojos de Mary brillaron de interés, reconociendo la realidad oculta tras de lo que podría haber sido un simple ardid publicitario. Además, el nombre grabado en la frágil caseta ambulante significaba muy poco. Las sorprendidas caras de la gente que se agolpaba a su alrededor demostraban que, hasta entonces, la razón de la repetida proclama de aquel joven había llegado a oídos de muy pocas personas.
Ligeramente desconcertado por el entusiasmo de Mary, pero cediendo galante a sus deseos, ya que se sentía muy orgulloso de su joven y encantadora esposa y sólo llevaban dos años casados, Jeremy se detuvo tal como había hecho ella y la tomó de la mano.
– ¿Qué significa todo esto? -murmuró.
Examinó los llamativos laterales de la caseta, en busca de alguna explicación, y no encontró sino enigmáticos rompecabezas publicitarios.
– Se trata de la Gran Búsqueda -respondió Mary-. Me enteré ayer por la noche, en la televisión. Una campaña de la empresa Sueño Profundo.
Sueño Profundo… Meditó sobre el nombre, tratando de descubrir alguna referencia. Por último, se encogió de hombros y sonrió con aire interrogativo.
– ¡No me digas que no lo sabes!
Una breve expresión de disgusto se dibujó en las comisuras de los rosados y carnosos labios de Mary, y Jeremy sintió la inevitable punzada de alarma que acompañaba a todo fallo en su capacidad para amoldarse a la imagen que su esposa se había formado de él.
– Hasta ahora sólo podían ofrecer sus servicios a gente muy rica -prosiguió Mary-, pero han descubierto una técnica nueva y van a ponerla a disposición de todo el mundo. ¡Y prácticamente por nada!
Tanteó su memoria en busca de recuerdos. Las asociaciones seguían eludiéndole. Por fin, decidió aventurarse, mirando todavía al cortés joven, que incitaba uno tras otro a los transeúntes con su grabadora portátil.
– ¿Tiene algo que ver con dormir mejor…? -preguntó.
– ¡Pero Jerry!
Los ojos de Mary permanecían fijos en la misma imagen y no se apartaron para contestarle:
– Es eso que mientras duermes te explica lo que debes hacer y cómo solucionar las cosas que han ido mal durante el día.
Clic. Ciertas ásperas objeciones planteadas por el vicepresidente de una empresa dedicada a la fabricación de productos químicos psicoterapéuticos, en una publicación técnica que Jeremy había ojeado por casualidad… Algo relacionado con el análisis automatizado…
– Ya recuerdo -dijo en voz alta-. Pero ¿qué significa eso de la Gran Búsqueda?
– Necesitan gente con la voz apropiada -explicó irritada Mary-. Un hombre y una mujer, que se encargarán de todas las grabaciones. Basta con conectar ese aparato a tu teléfono, después de tumbarte en la cama, y él te dice entonces que te duermas, que no permanezcas despierto y preocupado por las cosas que te salieron mal. Y luego sigue diciéndote…
Jeremy no quería interrumpirla. Nunca osaba, ni pretendía siquiera, mostrarse rudo con aquella mujer maravillosa que se había casado con él por cierta razón que jamás logró desentrañar. Sin embargo, en aquella ocasión lo hizo:
– ¡Sí, sí! Ya he oído hablar de eso. ¿Nos vamos?
Probablemente, perdió el control a causa del ligero nerviosismo que le inspiraba siempre verse en el centro de una muchedumbre, meditó Jeremy. Por eso… y por la curiosa expresión con que todos los ojos parecían devorar a la persona que en aquel momento recibía las atenciones del joven. Odiaba hacerse conspicuo, convertirse en el centro de interés. Y sabía que Mary deseaba que se mostrara más presumido, que sobresaliera de la masa. Por lo tanto, cabía en lo posible que insistiese para que Jeremy participara en la prueba.
Fuera lo que fuese lo que debían decir, los hombres que hablaban ante el micrófono no tardaban más de un minuto en acabar. Y el joven cortés le miraba ya con expresión atenta y pensativa.
– No, no nos vamos -dijo Mary muy resuelta-. Vas a entrar ahí. Tienes una voz agradable. Siempre te lo he dicho. En realidad, creo que me casé contigo más por tu voz que por cualquier otra cosa. Sobre todo en la oscuridad. Cuando me hablas después de apagar la luz, me siento…
– ¡Mary, cállate, por favor! -musitó.
Un flujo de calor y de sangre subió a sus mejillas. Miró a su alrededor, rogando desesperado que nadie hubiera oído aquellas palabras.
– Bueno, es cierto, ¿no? -Mary dejó escapar una risita-. Y eso hace de ti un excelente candidato para este trabajo de hablar a miles de mujeres acostadas en sus camas.
– ¡Basta, por favor!
Su sonrojo se intensificó más aún. No sabía por qué, pero jamás había aceptado el honesto punto de vista (por lo menos, se suponía que lo era) de que algo que hace todo el mundo no ha de considerarse como totalmente privado. De vez en cuando, se preguntaba si Mary no hablaría de esa cuestión con sus amigas. Incluso la duda le fastidiaba y siempre apartaba esos pensamientos con un rígido dominio de sí mismo.
– De todas formas, tal vez se trate de un simple truco publicitario… -trató de convencerla-. Es más que probable que hayan elegido ya a la persona adecuada. Y cuando revelen su identidad, resultará ser el hijo del presidente.
– Quieres irte, ¿verdad? No te lo permitiré. Estoy muy orgullosa de esa voz tan bonita que tienes y creo que deberías probar.
– Pero…
– ¡Caramba, Jeremy! ¡Cualquiera pensaría que cuesta dinero participar y que sólo te quedan unos centavos en el bolsillo! Ni siquiera tendrás que hablar mucho… Lo vi por televisión. Les basta con dos o tres palabras para analizar la grabación y decidir si la voz es apropiada o no.
En aquel momento, el joven cortés se interpuso entre ellos. De ojos penetrantes y vestimenta sobria, el hombre sostenía su micrófono casi como si fuera un arma, apuntándola a la víctima que Mary había atrapado para él.
– Es mi marido -dijo Mary con voz firme-. Creo que debería participar en su concurso.
– Agradecemos la participación de cualquier persona -respondió mecánicamente el muchacho.
Hankin se recuperó con un terrible esfuerzo. El daño ya estaba hecho. La mirada fija de la muchedumbre se concentraba en su persona y no iba a agravar su sufrimiento comportándose como un imbécil. Ya que la cosa no tenía remedio, complacería al menos a Mary. Tragó saliva.
– Bueno… ¿Qué debo decir? -gruñó.
– Lo que usted desee, señor. En realidad, su nombre y dirección serán suficientes, aunque preferiríamos que nos proporcionase una muestra mayor para el análisis.
Eligió el camino más corto hacia la salvación. Se identificó y dio sus señas. Luego, se apartó del micrófono, asió a Mary de la mano y se apresuró a alejarse del lugar.
Se estremeció, volviendo bruscamente a la conciencia del presente. Estaba inmóvil, contemplando, en la línea del gráfico que tenía delante, la ascensión de la fortuna de Sueño Profundo, S.A., tras la fecha de la Gran Búsqueda. Nervioso, se volvió para comprobar que nadie le veía. Había alguien con él, una graciosa rubia platino que llevaba un grueso fajo de papeles. La mujer sonrió al mirarle.
– Es usted el señor Hankin, ¿verdad? No nos conocemos, pero, naturalmente, le he visto infinidad de veces. ¡Qué orgulloso debe de sentirse al contemplar el gráfico y ver la importancia que su voz ha tenido para Sueño Profundo!
Hizo una pausa, como si esperara que el hombre dijera algo con su famosa voz, pero Jeremy no habló. Desilusionada, la muchacha añadió:
– Deseaba decirle que le encuentro maravilloso… Yo también soy cliente de Sueño Profundo. Me hacen descuento, claro, porque trabajo aquí… La voz es lo que cuenta, estoy segura, no las cosas que usted dice. Cualquier persona medianamente sensible podría decir lo mismo. Lo que da importancia a su voz es que resulta algo así como… persuasivo. ¿Verdad que sí?
Hankin se encogió de hombros, asintió, sonrió y volvió a la contemplación del gráfico, esperando que, al volver la cabeza, la rubia habría desaparecido.
En efecto, se había marchado. Jeremy recorrió a toda prisa el alfombrado pasillo hasta llegar al servicio de caballeros. Prestó atención durante varios segundos, tratando de determinar si estaba o no vacío, y entró en cuanto se convenció de que no había nadie en el interior.
Se dirigió a la puerta más lejana, la cerró con llave por dentro y se sentó en la tapa del inodoro, a fin de hacer tiempo.
Cuando recibió la carta de Sueño Profundo informándole de que le habían elegido entre setecientos cincuenta mil candidatos como la voz con que se grabarían todas las cintas para el nuevo servicio de consumo de masas de la compañía, Jeremy quedó consternado. Por entonces, se sabía ya que la Gran Búsqueda, por sí sola, había duplicado la relación de clientes de la empresa, simplemente con hacer pública su existencia. Ahora, se preparaban diversos proyectos para lanzar el servicio a gran escala, entre ellos un espectacular programa de televisión, de una hora de duración, que revelaría el nombre de los afortunados ganadores a una audiencia estimada en cincuenta millones de personas.
– ¿Quieres decir que no piensas acudir? -preguntó Mary.
– ¡Claro que no! -replicó bruscamente Jeremy-. ¿Yo, delante de toda esa gente? ¿Periodistas aporreando la puerta día y noche? ¿Mujeres histéricas, excitadas por los agentes publicitarios, que se desmayen al verme aparecer? Vamos, cariño, ya sabes cómo preparan las cosas en estos tiempos…
Hubo un largo silencio antes de que Mary volviese a hablar.
– Creo que no tienes agallas -dijo.
Jeremy la miró inexpresivo.
– No tienes agallas -repitió ella-. Me casé contigo porque pensé que te guiaba… un cierto deseo de avanzar, una cierta ansia de mejorar. Te he observado día y noche durante dos años. Durante el día, te contentas con dejar que las cosas sigan su curso. No aprovechas las oportunidades cuando se presentan, no vas a buscarlas en el caso contrario. No tienes agallas. Y lo que es verdad durante el día, también lo es por la noche.
La miró a la cara como si fuera una extraña y leyó en su expresión algo todavía más consternador que el contenido de la carta de Sueño Profundo, que conservaba en la mano.
– Pero… -balbuceó-. Cuando la gente…, cuando se lleva algún tiempo de casados, ese tipo de cosas por fuerza…
Interrumpió sus vacías palabras al ver que Mary movía enérgicamente la cabeza de un lado a otro.
– Nada de «por fuerza». Lo he comprobado con algunas de mis amigas. Kitty lleva casada casi ocho años y dice que Horace sigue siendo como un adolescente.
– ¿Me estás diciendo que discutes esa clase de asuntos con una mujer como Kitty?
Temblaba tanto que hubo de apretar las manos para tratar de controlarse.
– ¡Oh, cariño! -Mary se ablandó de repente y corrió a abrazarle por la cintura. Alzó los ojos, muy abiertos, para mirarle-. Sólo quería saber si te estoy fallando en algo, lo que sea… Si hay algo que pueda hacer para animarte… Siento haber dicho esa horrible tontería de que no tienes agallas, pero pensaba… No te creía capaz de desaprovechar una oportunidad semejante.
Finalmente, temiendo perderla, Jeremy cedió.
En aquellos lejanos días, cinco años atrás, Sueño Profundo operaba en dos pisos de un viejo edificio, situado en un barrio muy floreciente. Sin embargo, incluso entonces daba la vigorosa sensación de una próspera organización en proceso de transformar aquel escenario polvoriento y miserable. Tres hombres, que habían estado absortos en su conversación, le saludaron y condujeron a una sala de reuniones, donde esperaban otros tres individuos. Le ofrecieron una silla en el extremo de la alargada mesa e irrumpieron su charla tan abruptamente como si alguien hubiera apretado un interruptor.
– Les presento a Jeremy Hankin, el ganador del concurso -dijo el hombre de más edad entre los tres que le habían escoltado.
Reinó el silencio durante los treinta y tantos segundos siguientes. Después, un hombre pelirrojo, que aparentaba unos treinta años y que se encontraba en la sala al llegar Hankin, tomó la palabra:
– El rostro no es muy fotogénico. Demasiado redondeado y liso. Habrá que perfilarlo un poco. Cambiar el corte de pelo ayudaría algo, supongo, pero…
– El perfil no resulta mal -interrumpió un hombre calvo sentado al otro lado de Hankin-. En cambio, el peso me preocupa. Hay que reducir esa cintura en unos diez centímetros. Quieren a un individuo flaco, el tradicional y autoritario tipo ectomórfico.
– No estoy de acuerdo con la encuesta a que usted se refiere -dijo el pelirrojo-. En cualquier caso, nos va a costar mucho trabajo. Señor Welland, ¿no podía habernos proporcionado mejor material?
Miró al hombre que había presentado a Hankin.
– No se muestre duro con Welland -objetó el hombre calvo-. La voz y el rostro no siempre concuerdan. Y con la mujer hemos estado terriblemente cerca del cien por cien.
– Cien por cien… Naríces! -estalló el pelirrojo, de mal talante.
– Le guste o no, no podíamos elegir una jovencita despampanante -objetó el hombre calvo-. Los hombres no se dejarían aconsejar por una imagen así. Ha de ser una mujer adulta, experta, tolerante, que no presente la amenaza de vínculos emotivos permanentes, buena para un fin de semana en la cama, pero todavía mejor para informar en tono confidencial sobre las tretas del sexo opuesto…
Una terrible sensación de haberse transformado en un ser inanimado, como si para aquella gente se redujera a una simple mercancía, había ido creciendo en el interior de Hankin. Por fin, recuperó el habla y se enfrentó a ellos.
– ¿Qué significa todo esto? -gruñó-. Pensé que se interesaban por mi voz, no por mi aspecto.
– ¿Cómo dice? -El pelirrojo le miró con asombro-. ¡Ah, su voz! Ya la tenemos. Nosotros…
– Un momento, Ted -intervino con calma Welland, imponiendo su autoridad-. Supongo que debería excusarme por nuestros malos modales, señor Hankin. Los olvidará, creo, cuando le muestre lo que hemos conseguido en estos últimos y sólidos ocho años. Sin pretender mostrarme demasiado sutil, diría que es usted el envoltorio, más que la mercancía.
– Yo… No lo comprendo -dijo débilmente Hankin.
De vez en cuando, había topado en su vida con alguien que le hacía sentirse disminuido. Welland reflejaba seguridad y poder consciente, y Hankin sabía ya, pese a que sólo habían transcurrido unos minutos desde su primer encuentro, que jamás sería capaz de hacerle frente y mandarle al infierno.
– Trataré de exponerlo de un modo más sencillo -convino Welland con condescendiente tranquilidad-. Conoce ya nuestras técnicas, ¿no es cierto?
– Creo que si. Empiezan por hipnotizar a sus clientes, incluyendo una orden poshipnótica que les fuerza a dormir en unas condiciones dadas: cama, oscuridad y la señal del accesorio telefónico que les facilitan. A continuación, el cliente informa de todo cuanto le ha ido mal durante el día precedente, cualquier cosa que le haya violentado o trastornado y que pudiera provocarle insomnio, preocupación o depresión. Y luego… El trance hipnótico consigue que los clientes acepten el consejo que se les ofrece para solucionar sus problemas…
– Su comprensión es perfecta -sonrió Welland-. Pero creo que hay algo que sigue confundiéndole.
– Sí, lo admito. ¿Cómo pueden personalizar tanto mediante un servicio automático? Afirman que cuentan con decenas de millares de clientes… Es imposible ofrecer una terapia individual a tantas personas.
– No se trata de terapia, a no ser en un sentido muy general. En realidad, vendemos confianza. Seguridad. Comodidad. Y… no intentamos mantenerlo en secreto. Nuestro método se ajusta al que astrólogos y similares han usado a lo largo de los siglos: ambigüedad cuidadosamente planeada. Elegimos un programa estándar para cada cliente. Ella ó él, aunque ocho de cada diez entre nuestros clientes son mujeres- seguirá recibiéndolo, sin importar el motivo de su auténtica preocupación. En la actualidad, disponemos de más de sesenta programas y estamos preparando otros. La mente de la persona que escucha, su parte consciente y su parte inconsciente al mismo tiempo, racionaliza el contenido del programa. Al día siguiente, le resta la impresión de haber recibido una excelente orientación. Pero es la mente subconsciente, no la influencia exterior, la que se encarga de solucionar cualquier dificultad.
Hankin tragó saliva para eliminar la sequedad de su garganta.
– Bien -aceptó-. Pero ¿y si su cliente es un neurótico genuino? En tal caso…
– Desde luego, nos esforzamos por enterarnos de si una futura cliente se halla bajo psicoanálisis o cualquier otro tratamiento psiquiátrico. En caso afirmativo, solicitamos la aprobación del terapeuta antes de aceptarla… Sigo refiriéndome siempre a mujeres. Ya le he explicado el motivo. Bien, en general obtenemos tal aprobación con gran entusiasmo por parte del médico, debido a que ofrecemos una asistencia única. Naturalmente, si el terapeuta lo desea, disponemos que las instrucciones específicas de éste a la paciente sustituyan al programa estándar que seleccionaríamos para ella.
Welland se las arregló para dar la impresión de que todo quedaba aclarado. Cualquier persona que tuviera más dudas debía de poseer una inteligencia inferior.
– De todos modos… -insistió Hankin, pese a sentirse tremendamente avergonzado-. No comprendo por qué, habiendo llegado ya a tanto, se han tomado tantas molestias para encontrar una voz. -Miró con irritación al pelirrojo y añadió-: Sobre todo teniendo en cuenta que ya disponen de esa voz… Supongo que la grabación que fui lo bastante necio para efectuar durante la Gran Búsqueda bastaría aunque me hubiera quedado mudo en aquel momento.
– ¡Hum! -Welland unió las puntas de los dedos y se recostó en su silla-. Temo que nos llevará algunos minutos aclarar ese punto. Lo que sucedió fue lo siguiente: muy al principio de la historia del servicio público prestado por Sueño Profundo, descubrimos que ciertos programas, en apariencia excelentes, obtenían resultados nulos. Atribuimos tal fallo a la presentación del material, no a su esencia. Nos servíamos de cualquier persona para efectuar las grabaciones, aunque sobre todo de actores y actrices sin empleo y con experiencia en declamación. Algunas de las voces seleccionadas llegaron a provocar reacciones de hostilidad subliminal en las clientes, con la consiguiente resistencia a la palabra hablada. Por tal razón, formamos un equipo bajo la dirección de Ted, Ted Mannion, aquí presente, para que se encargase de desarrollar una voz óptima. Y lo consiguieron. ¡Maravillosa! De hecho, nuestro programa estándar más reciente ya la utiliza.
– ¿U… una voz artificial? -logró preguntar Hankin.
– Claro, ¿por qué no? Disponíamos ya de toscos voders hace casi medio siglo. Simplemente, nosotros teníamos más incentivos que otros investigadores para perfeccionar el dispositivo. ¡Ah! Y cuando digo «una» voz óptima, incluyo también la destinada a los hombres. Una voz de mujer, claro está, aunque en este caso todavía lo estamos discutiendo, como ya habrá oído. Supongo, señor Hankin, que ahora querrá saber dónde encaja usted. Bien, la respuesta es muy simple. Necesitábamos contar con una base mucho más amplia de clientela (un término elegante que significa mucho más dinero) para compensar el paso de nuestros programas estándar al método de la voz artificial. Un método muy caro… Y así, se me ocurrió la idea de una búsqueda a nivel nacional del hombre y la mujer con la voz óptima. Usted resultó el elegido. Cuando analizamos su breve grabación, y pese a su evidente nerviosismo, encontramos un tipo increíblemente próximo al ideal. De hecho, de haber sido usted un actor experimentado, o alguien acostumbrado a hablar en público, incluso hubiéramos pensado en usar su voz en la realidad, lo mismo que de manera oficial.
– Pero no lo harán -murmuró Hankin.
Desde que decidió acceder a las súplicas de Mary y presentarse a la cita, no había cesado de fortalecerse para la dificilísima prueba con el tranquilizador pensamiento de que su persona resultaba totalmente indispensable, de que sería el instrumento que ayudase a infinidad de gente insegura y ansiosa. Tal sostén se había derrumbado en un abrir y cerrar de ojos.
Inconsciente de la bomba que había colocado bajo la precaria confianza en sí mismo de Hankin, Welland asintió con entusiasmo.
– Exacto -dijo-. Todo cuanto le pedimos, señor Hankin, es el derecho a usar su nombre e identidad en asociación con nuestra voz masculina óptima. Sus verdaderas prestaciones personales serán escasas: apariciones en público y ante la televisión, en las que mantendremos su intervención en un mínimo razonable, sesiones fotográficas, etc… -Agitó una de sus peludas manos-. Y por eso le pagaremos veinticinco mil al año, con un contrato por cinco años y excelentes perspectivas de renovación. ¿Qué le parece?
Hankin no contestó. Aquélla fue la sombra precursora de lo que vendría después.
Mary conoció a Welland durante los ensayos para el programa especial de televisión en que el nombre y el rostro de Jeremy iban a ser presentados al público. Hankin los vio conversar. Más tarde, trató de averiguar dónde se habían metido a partir de entonces, pero el irritable director del programa se vio obligado a gritarle en un momento dado y ya no se preocupó de otra cosa que no fuera acabar el trabajo.
Cada segundo de cada minuto de cada hora le pareció aborrecible. Ni siquiera el incentivo del dinero le hubiera mantenido en su puesto. Si se quedó fue simplemente porque sabía cuánta importancia otorgaba Mary a ese dinero.
Y pensando en Mary y en lo que de ahora en adelante ya no podría proporcionarle, sintió la mayor depresión que había sufrido en toda su vida.
Quizás el asunto fuera tan sencillo como aparentaba. Quizá supo siempre que sólo su voz -dulce, sosegada, rica en matices, musicalmente modulada- atrajo a Mary hacia él. Y quizá su creencia en lo anterior sostuvo su capacidad física para satisfacer los deseos más juveniles de su esposa. De pronto, su voz había dejado de pertenecerle, para reducirse a un sonido creado por medios artificiales, por un conjunto de computadoras, graduado de acuerdo con un tipo de reacción a gran escala detectada en un inmenso sector de la población.
Jeremy deseó que todo aquel asunto acabara de una vez y se le permitiera volver a la vida carente de excitaciones, pero soportable, que hasta entonces había llevado.
No fue así.
El programa especial de televisión constituyó un tremendo éxito. Al terminar, se celebró una fiesta de la que él había esperado evadirse, ya que rara vez bebía en exceso. En realidad, su máximo anhelo se centraba en irse a dormir. En atención a Mary, sin embargo, soportó la celebración hasta pasada la medianoche, observando que su esposa disfrutaba de los cumplidos que tantos hombres semiborrachos le dedicaban. Y ella mostraba un aspecto maravilloso, por qué negarlo. Se había ido de compras con el primer anticipo sobre el sueldo de Jeremy, regresando con varios vestidos exquisitos y un soberbio peinado.
A las doce y media se dio cuenta de que su esposa había desaparecido y que lo mismo ocurría con Welland.
Después del divorcio -que no fue seguido de matrimonio para ninguna de las dos partes, puesto que Welland estaba aburrido y solucionó todo el asunto con cierta cantidad de dinero procedente de los ya extraordinarios beneficios de Sueño Profundo-, Hankin cayó en un silencio prácticamente total y en una apatía casi insuperable. Tenía tanto dinero que no sabía qué hacer con él. Si se mostraba en público en alguna parte -la publicidad en torno a su persona había llegado a tal punto que ni siquiera disponía de un minuto para sí mismo-, surgían en el acto articulistas de los periódicos que se deshacían en alabanzas y mujeres resueltas a confesarle que oían su voz todas las noches. Por regla general, aprovechaban también la ocasión para exponerle sus problemas íntimos, no del todo satisfechas con el impersonal accesorio telefónico, similar a un micrófono, que compartía sus almohadas. En dos ocasiones, como mínimo, maridos frustrados habían tratado de enzarzarse en una pelea con Jeremy, persuadidos de que les había arrebatado el afecto de sus esposas.
Se mantuvo oculto por más de un año. No se aventuró a regresar al ambiente que le había herido de manera tan profunda hasta que la empresa adquirió el solar urbano y construyó el edificio Sueño Profundo, S.A. Fue la simple curiosidad lo que le atrajo. ¿Qué uso estarían haciendo de los recursos que él había puesto a su disposición?
En aquella primera visita, se alegró de no encontrar allí a Welland. El ejecutivo estaba disfrutando de unas breves vacaciones en las Bahamas, en compañía de cierta conquista reciente. Ted Mannion, que había concebido una especie de piedad por él, casi un afecto, le reveló, con una extraña mezcla de rudeza y ternura, los secretos de la red Sueño Profundo, ya diseminada por todo el continente.
Hankin contempló las relucientes máquinas que le iban mostrando: las que analizaban los informes sobre los clientes y decidían qué programa entre los por entonces más de cien convenía mejor a su estado, las que enviaban tales programas preempaquetados y las capaces de corregir los programas estándar de acuerdo con las solicitudes especiales de psiquiatras con clientes bajo su cuidado. Estas últimas sólo precisaban de una grabadora, un micrófono manual y un elaborado sistema de cortes y filtros.
– Es sorprendente lo que tu voz ha hecho por nosotros -comentó Mannion.
– Vuestra voz -le corrigió Hankin.
Una muestra característica de la extensión del nuevo lenguaje que había adoptado. Pocas palabras y, en la medida de lo posible, un monosílabo. La voz le había pertenecido alguna vez, pero ya no era suya. De una forma vaga, encontraba incorrecto usarla para fines propios.
– No -replicó Mannion-. Sin la realidad de tu persona unida a ella…, sin tus películas, tus apariciones en televisión…, no habría sido más que una buena voz, útil para propósitos generales. Contigo detrás, la gente la acepta como la voz de un amigo. ¿Te das cuenta de que tienes doscientas setenta mil amigas?
La esperanza aleteó fugazmente en la mente de Hankin. Después, dio media vuelta con un gesto de indiferencia. De las paredes, colgaban fotografías del Hankin-imagen elaborado por la compañía. En el vestíbulo, aparatos de video con cintas sin fin ofrecían fragmentos de los espectáculos patrocinados por Sueño Profundo, en los que habían forzado a participar al Hankin-imagen.
«Ese no soy yo.
– Yo también pienso que Welland es un sinvergüenza -dijo Mannion, tras una larga vacilación-. Pero él lleva las riendas. Sin Welland, seguiríamos en el mismo punto que al comienzo: un servicio exclusivista, para unos cuantos tipos ricos. Me gusta más tratar a decenas de millares de clientes.
Como de costumbre, Hankin no replicó. Por fin, cuando el silencio se alargó de modo interminable, Mannion añadió:
– Me haces sentir como un ladrón. Te quedas ahí parado, sin abrir la boca… ¡Como si yo te hubiera robado la voz, maldita sea! ¡No podía saber que era la tuya!
Las palabras fueron directas como una flecha al corazón del sufrimiento de Hankin. Sorprendido, se dio cuenta de que al menos había un hombre que penetraba en el problema que debía soportar. Se sintió impulsado a hablar. Y lo hizo con gran brevedad, pero introduciendo en aquellos casos segundos de liberación todo un mundo de desastroso significado.
– No sé por qué tuviste que elegirme a mí, Mannion. Debías de haber encontrado a un actor, entrenarle, convertirle en un símbolo… ¡A él, no a mí!
Y eso fue lo que decidieron hacer, por supuesto. Aunque los cinco años del contrato no habían terminado, ya estaban entrenando a otro Jeremy Hankin, un hombre más joven, un poco más delgado, con un rostro bastante parecido al del Hankin-imagen -al que se tropezaría con ciertos problemas para eliminar- y con una voz que nunca sería la suya, sino un elaborado facsímil de la de Hankin, generada en una caja acústica oculta bajo su axila izquierda.
Al enterarse, Hankin empezó a recorrer una y otra vez los cuatro pisos de la parte alta del edificio Sueño Profundo, dedicándose a curiosear, a escuchar, aferrándose a la esperanza de encontrar algo que le devolviera a la realidad. Sueño Profundo parecía haberle arrebatado toda su vida: su esposa, sus futuros planes de formar una familia, su empleo… No se le había permitido, ni tampoco le hacía falta, continuar trabajando mientras cobraba un sueldo de la compañía. Y ahora querían comprarle hasta su misma identidad y entregársela a otro, un extraño que no se atormentaría por la pérdida de su voz, por saber que esa voz no le pertenecía. Tenía que estar aquí, en alguna parte. Todo debía de estar oculto en estas cuatro plantas, probablemente en la más elevada, donde las relucientes máquinas tejían a diario una red de palabras-Hankin en las mentes de cientos de miles de mujeres al borde de la neurosis. Bonitas o feas, solteras o casadas, la voz gobernaba sus vidas. Les daba un sentido.
Así pues, el perdido sentido de la vida de Jeremy debía de encontrarse aquí, explotado y distribuido a todas esas clientes que cada noche aguardaban su voz maravillosa.
«Los cinco años acaban mañana. No habrán informado a los guardas de la compañía, ni se lo habrán dicho a la pequeña y linda mecanógrafa del pelo rubio platino que obtiene mis servicios con descuento porque trabaja aquí… Pero Welland ya me lo ha comunicado.»
Se proponían apelar a la cláusula del contrato original que le prohibía prestar o asignar la identidad «Jeremy Hankin» y su voz a cualquier otro uso o persona. Incluyendo al propio Jeremy, al primitivo propietario. Pasados los cinco años, querían un individuo no atormentado por esas debilidades y defectos, alguien al que pudieran explotar por completo, sin preocuparse de que su lengua se quedara paralizada por las noches. A partir de mañana, cuando expiraran los cinco años, no le pagarían ya por ser Jeremy Hankin, sino por ser otra persona. Cualquier otra persona. Que eligiese nuevo nombre y apellido y los adoptase para el resto de su vida. Que eligiese otro rostro como sustituto del original.
«¡Maldito Welland, vete al infierno! Me quitaste a mi esposa y ahora quieres robarme mi identidad…»
Eran las siete en punto. A esa hora, lo sabía por anteriores visitas, los locales estarían desiertos, a excepción del piso superior, ocupado por el aburrido técnico de servicio, que se dedicaría a leer una revista mientras mascaba una cena fría, en espera de una emergencia que jamás se había producido… Hasta esta noche. Hankin se levantó, abrió la puerta de los servicios y avanzó lentamente por el alfombrado pasillo.
En un despacho, cuya puerta había sido dejada entreabierta, encontró en un paragüero de latón un bastón de endrino irlandés. Lo sopesó mientras subía las escaleras. No quiso usar el ascensor por temor a que el apagado zumbido del motor revelara su presencia al técnico. El bastón resultó ideal para su propio sito. Un simple golpe asestado con violencia en la sien tumbó al individuo, dejándole inconsciente en medio de un charco de sangre.
Rápido y resuelto, Hankin recorrió la inmensa e iluminada sala, de máquina en máquina, desconectando uno tras otro los más de cien programas estándar. A continuación, pasó a los programas especiales, aquellos que, usando su voz, suministraba la empresa para uso exclusivo de las pacientes de un psiquiatra, con la grabación privada de éste incluida.
Hankin sonrió. Había expedientes relacionados con todos los programas especiales, y la documentación comprendía fotografías. Ojeó el conjunto con rapidez, deteniéndose de vez en cuando para leer algún detalle sabroso, susceptible de incrementar el fondo de ideas que se había traído consigo. En conjunto, había unos dos mil expedientes, por lo que procuró no perder mucho tiempo en la tarea.
Cuando encontró la documentación de la rubia platino, aproximadamente en la posición número cuatrocientos, la apartó a un lado y anotó las cifras del código. Luego buscó unas tijeras y un codificador y se puso al trabajo.
A las once en punto, la hora que se había marcado como límite por ser la más probable para que la mayoría de clientes se acostasen y conectasen el equipo de Sueño Profundo, había reconectado ya todos los programas estándar a una serie de cintas sin fin, grabadas con su propia voz. Sólo le había dado tiempo a preparar dos docenas de tales cintas, pero las había contrastado tanto como le fue posible.
Todas con su voz real. Eso era lo importante.
Accionó un interruptor y escuchó con crítica atención las diversas órdenes que había grabado:
– Cuando se levante por la mañana, no se vista. Vaya al ascensor y baje a la calle. Abrace a la primera persona que vea y bésele, o bésela, apasionadamente… Cuando se despierte, no vaya al cuarto de baño. Salga a la calle y hágalo allí, en la acera… Cuando se despierte, no fría los huevos para el desayuno. Vaya a la ventana que da a la calle y trate de acertar a un policía en la cabeza con alguno de ellos… Cuando se levante, consiga un poco de queroseno, viértalo en la cama y préndale fuego… Cuando se levante de la cama, vaya sin más tardanza al garaje y saque el coche. Conduzca a tanta velocidad como pueda, en marcha atrás, por la calle de dirección única más cercana… Cuando se despierte, no dé de mamar al bebé. Llene un vaso con su leche y trate de venderla fuera, en la acera…
Asintió satisfecho y conectó la maquinaria. Hacia el mediodía de mañana, Sueño Profundo, S. A. estaría totalmente arruinada.
Por último, grabó una cinta en honor del último caso especial, que había retenido entre el total de más de dos mil conectados a sus nuevos «programas estándar», el de la menuda rubia platino. Con voz desapasionada, dijo:
– Levántate ahora mismo, vístete, ven al edificio de Sueño Profundo y haz el amor conmigo.
Conectó la grabación al circuito de salida y bostezó. Luego, ató al técnico, que empezaba a revolverse y lanzar débiles gemidos. Deseaba asegurarse de que esta noche, la noche en que se había recuperado, no sería echada a perder por la intromisión del individuo.