El amor y las estrellas… ¡hoy!
Kate Wilhelm

de Future SF, junio de 1959


La década de 1950 fue testigo de una creciente infiltración de las mujeres en el campo de la ciencia ficción. Coincidió con un período en que las posturas sociológicas empezaban a reemplazar a la ciencia dentro del género y cuando la caracterización y sensibilidad se volvieron tan importantes como los detalles tecnológicos. Entre la nueva brigada, sobresalía Kate Wilhelm. Aún hoy conserva su puesto en la jerarquía.

Katherine Meredith, su nombre de soltera, nació en Toledo, Ohio, el viernes 8 de junio de 1928. En mayo de 1947, contrajo matrimonio con Joseph Wilhelm, y en consecuencia se presentó con el nombre Kate Wilhelm al empezar a vender sus obras en 1956. Y siguió usando dicho nombre después de divorciarse y convertirse en la esposa de Damon Knight, en febrero de 1963.

Su primer relato importante, The Mile-Long Spaceship (La gran astronave), en torno a un hombre que establece contacto telepático con una nave invasora extraterrestre, fue publicado, cosa no tan sorprendente como parece a primera vista, por Astounding. Esta narración sirvió posteriormente de base a la primera colección de Wilhelm, del mismo título (1963), que incluyó el nuevo relato Andover and the Android (Andover y la androide), una ingeniosa historia sobre un hombre que decide casarse con una androide por razones comerciales y, en contra de sus propósitos, se enamora de ella.

Aunque sigue escribiendo relatos breves con regularidad -The Planners (Los proyectistas), publicado en Orbit 3 en 1968, recibió el premio Nebula-, concentra ahora más bien sus esfuerzos en diversas novelas, por ejemplo The Killer Thing (La cosa asesina) (1965), The Nevermore Alfair (El caso del nunca jamás) (1967) y Margaret and I (Margaret y yo) (1971). Su interés por los seres humanos o casi humanos se reveló en su anterior colaboración con Theodore L. Thomas, The Clone (El clon) (1965) y en su reciente novela Where Late the Sweet Birds Sang (Donde cantaron los dulces pájaros) (1976).


Era una fiesta completamente estúpida. Sammy nunca pudo recordar después por qué se celebraba. Quizás alguien había logrado un aumento de sueldo, o se había prometido, o había cumplido años… O había muerto. No lo sabía.

Se burló de la pareja con la que tropezó en el oscuro pasillo camino del cuarto de baño, donde pasó un mal momento. Después volvió a la sala y recuperó su vaso de manos de Miriam, que le obsequió con una tonta risita.

– ¿Qué te ocurre, Sammy? ¿Ya no aguantas la bebida? Es el mejor whisky del mercado, ¿no lo sabías?

Miriam se arrimó a él, musitando palabras absurdas. Se la quitó de encima y buscó a su esposa. -Sally no se hallaba en la sala. Encogiéndose de hombros, volvió a la mesa alargada donde las botellas de whisky se alineaban junto a los medio derretidos cubitos de hielo y las pringosas pastas, que provocaban repugnancia con sólo ver su masa verdosa y rosada. Se apresuró a apartarse de la confusión y se encontró mirando un vaso acabado de llenar que alguien movía de un lado a otro ante sus ojos. Lo aceptó y se tragó el transparente fuego líquido.

– Habrá que irse -decía alguien monótonamente, una y otra vez-. Tengo que trabajar mañana, ¿sabes?

– Yo he terminado por esta semana -respondió otra voz pastosa, que podría pertenecer a la misma persona, a juzgar por lo que se parecía a la anterior.

«Yo también -pensó Sammy-. Para siempre.» Esta noche se lo diría a los demás. Más tarde, cuando se sintiera mejor. Había esperado tres días, pero ahora lo confesaría.

Divisó en un rincón a Melvin y Freddy, sobrios en apariencia, y se abrió paso hacia ellos. El bueno de Freddy… Confiaba en que continuara sobrio cuando se acabara la bebida. Mejor dicho, se lo temía. Se lo diría primero a Freddy. Luego, buscaría a Sally y se irían un rato al Remiendo.

– Toma un trago, Fred, amigo.

Extendió su vaso y sólo entonces advirtió que estaba vacío otra vez.

– Será mejor que lo dejes, Sammy. Según parece, ya has bebido bastante.

Fred era su amigo. Tenían el mismo turno, de diez a cuatro, los miércoles, jueves y viernes. Y se divertían y bebían juntos el resto de la semana, en los mismos lugares. El bueno de Freddy… Sólo que él no se emborrachaba nunca.

Melvin declaraba con una voz demasiado aguda y hablando con excesiva rapidez:

– Sigo diciendo que prefiero trabajar cuatro días y ver lo que estoy haciendo que pasarme tres días enteros sentado y apretando botones, sin enterarme nunca del resultado.

– Bueno, en ese caso, dime algún trabajo que te permita seguirlo desde el principio hasta el fin.

– Exacto. A ver, ¿dónde está ese trabajo? -convino juiciosamente Sammy.

– El de los trabajadores de la construcción, por ejemplo. Al menos, ven terminadas las casas que construyen.

Melvin se negaba siempre a ceder en cuanto adoptaba una determinada postura. En la próxima fiesta, tal vez argumentase en contra con la misma facilidad.

– ¡Bah! ¡Carpinteros! Tienes la anticuada idea de que saben lo que hacen. Pues te diré una cosa. Un tío de mi mujer es carpintero y ni una sola vez en su vida ha sabido en qué trabajaba hasta que estaba terminado, lo entregaba y lo veía un día por casualidad. Rumores, nada más que rumores. El jefe lo sabe, pero ¿crees que se va a pasar la vida explicándoselo a los trabajadores? Estaría bueno… Todo lo que hace el tío de Ellen es ajustar el tablero posterior izquierdo al tablero lateral izquierdo. Su siguiente operación consiste en ajustar otro tablero posterior izquierdo a otro tablero lateral izquierdo. Y así sucesivamente. Y en eso trabaja cuatro días a la semana, mientras que yo me siento ante mi cuadro de mandos y manipulo los botones que montan los frenos de un triciclo. Y te pregunto, ¿acaso no sé que estoy haciendo?

– Exacto. -Sammy tomó el partido de Freddy en contra de Melvin-. Fabricamos triciclos. Todos los días vemos triciclos. Tu tienes uno, yo tengo uno, Freddy tiene uno… Todo el mundo tiene un triciclo. Fabricamos triciclos tres días a la semana, y ahora todo el mundo tiene el suyo.

Miró su vaso una vez más con severidad y, sin añadir nada, dejó a los otros dos discutiendo la verdad de si todo el mundo poseía o no un triciclo. Por el momento, había olvidado qué deseaba contarle a Freddy.

Necesitaba otro trago. Licor legal o ilegal… ¿Qué más daba? También todo el mundo tenía whisky ilegal. Miró vagamente a su alrededor en busca de Sally. Al no verla, se dirigió a la cocina. Creyó que no conseguiría acercarse a la mesa, debido a aquel tufo a queso y a sardinas.

El volumen de la música era excesivo, y por un instante se preguntó por qué nadie lo bajaba. En realidad, carecía de importancia. Con toda seguridad, nadie se acordaba de dónde estaban los mandos. Hayward dormía la mona desde hacía varias horas, y el piso le pertenecía. «La familia se ha ido de viaje -les dijo-, venid a mi casa.» Quizá por eso daba la fiesta. Sin familia durante el largo fin de semana. «Mi padre, mi madre, Carol y los niños se han ido… Venid a mi casa.» Eso les dijo. Una razón bastante buena para celebrar una fiesta, pensó Sammy, y se rió al tratar de explicárselo a quienes se prestaron a escucharle.

Tres parejas se besuqueaban en el sofá. Fijó su atención en las mujeres, pero Sally no se encontraba entre ellas. Dos de las parejas le echaron de allí. La tercera ni siquiera advirtió la inexpresiva curiosidad de sus ojos.

– ¡Dios mío, cómo me gustaría que mi familia se marchara fuera unos días! -comentó Jackson con cierta amargura-. ¡Y encima van a venir tres de mis tías! Mi madre dijo que vivirán con nosotros…, que no cuentan con otro sitio adonde ir.

– Para suerte, la de Hayward. Su mujer tiene cuatro hermanos que visitar. Todos ejecutivos, según creo. ¿Cómo se liaría esa mujer con Hayward, un simple mecánico?

– ¿No sabes que…?

Sammy llegó a una decisión. Escucharía los comentarios, aquí y allá.

en su casa siempre hay de lo mejor. Carol lo consigue a través de su hermano. Uno que trabaja para el gobierno.

Sammy no reconoció al hombre que había hablado, aunque su rostro le resultó familiar. Se mezcló con aquel grupo.

– ¿Lo sabes tú, Sammy? ¿Sabes dónde obtiene Hayward su licor?

– Escucha, te aseguro que viene del gobierno. ¿No has oído decir que han puesto una destilería en funcionamiento? -El desconocido apuntó a Sammy con un dedo agresivo-. Díselo, Sammy. Tú conoces bien a Hayward.

Sammy se encogió de hombros débilmente. Hayward no significaba para él más que un nombre… Un hombre con una esposa llamada Carol. Y ahí terminaba todo lo que sabía de Hayward.

Una mujer rió histéricamente en alguna parte, hasta que la risa se convirtió en un profundo sollozo.

Nadie miró a su alrededor.

– Al gobierno le interesa que nos emborrachemos -insistía con toda paciencia el desconocido de la voz indistinta-. ¿Qué otra cosa vamos a hacer en tres, cuatro o cinco días seguidos?

Hipó, arruinando así todo el posible efecto de su solemne revelación. El pequeño grupo se disolvió entre risas, en busca de nuevos compañeros, más bebida, frescas ideas que expresar, deseos inéditos que satisfacer o reprimir, según el caso.

Sammy recordó su deseo de ir a la cocina y se encaminó a ella de nuevo. Estaba tan atestada como el cuarto de estar, aunque más animada. Alguien freía huevos, y alguno de ellos cayó sin duda sobre el quemador, puesto que había humo y fuego. Miriam, vestida con un delantal y sus zapatos de tacón y luciendo una amplia sonrisa, dirigió una seña a Sammy con la espumadera.

– Sabía que lo pensarías otra vez, cielo.

Dejó los huevos y arrojó el delantal a uno de los hombres que no apartaba los ojos de ella.

Sammy contempló a la mujer mientras avanzaba hacia él meneando las caderas. La primera arcada le retorció el estómago.

– Mi querida niña -dijo en tono sentencioso-, vas a irte al otro barrio con toda esa piel expuesta al frío. Ya verás lo que vamos a hacer.

Arrancó la cortina de la ventana y envolvió con todo cuidado a la mujer, ignorando las protestas de ésta.

Miriam era soltera y vivía con su hermano mayor, un viudo con varios hijos. Actuaba como ama de casa cuando su hermano conseguía sujetarla en ella, pero la mayor parte del tiempo la pasaba con alguno de los hombres que compartían las viviendas de los solteros en la zona de alojamiento. Trabajaba en alguna parte cuatro días a la semana, como la mayoría de las mujeres solteras. Sammy suponía que Miriam se mantendría sobria mientras trabajaba, aunque jamás la había visto en tal estado. Nunca embriagada por completo, pero jamás totalmente sobria.

Miriam, disgustada, se apartó de él y salió de la cocina. Sammy contempló la flexible espalda y las suaves piernas de la muchacha, hasta que se perdieron entre la selva de piernas tambaleantes que era el cuarto de estar. Ojalá le hubiera preguntado si iba alguna vez al Remiendo, penso.

Tomó asiento en una de las banquetas y enterró la cara entre las manos, tratando de recordar qué quería explicar a Freddy. La fiesta giró y se arremolinó a su alrededor, sin prestarle atención, dispuesta a readmitirle en cuanto acabara su numerito de alma perdida.

– Fui a trabajar el miércoles -murmuró. El alboroto de risas y voces estridentes impedía que alguien lo oyera-. Me dolía la cabeza. Los botones empezaron a danzar sin cesar. No los toqué una sola vez. Ni una sola vez. Temía romper algo apretando el botón equivocado. -Y siguió hablando más fuerte, pero todavía inadvertido-. No hice una maldita cosa en todo el día. Simplemente, me quedé sentado. Nadie me dijo nada. No ocurrió nada.

La gente se puso a cantar. Siempre acababan así al cabo de cierto tiempo. Cantaban juntos sobre los días felices que llegarían. Sobre los días felices que habían desaparecido. Sammy escuchó, intentando captar el significado de unas palabras que, de pronto, se le habían hecho extrañas. Mañana es el día del amor, mañana es el día de las estrellas. Hasta entonces, amor mío, soñaré. Y otra canción nostálgica que cantaba las alegrías del ayer. Y otra para los amores del pasado, cuando las estrellas brillaban y el mundo nos pertenecía. O algo por el estilo.

¿Por qué no cantar al presente? ¿No había nada que cantar sobre el presente? Nunca había pensado en eso. Pero sólo se trataba de canciones, escritas por poetas de mala muerte y cabeza hueca, que trabajaban en ellas de dos a ocho, tres días a la semana, en colaboración.

Sammy se asustó por un instante, viendo en las ridículas canciones la frustración que se había apoderado de él durante la semana. Todo el mundo sabía que carecían por completo de sentido. ¿Qué significaba eso de los «felices tiempos pasados»? El pasado era hoy, y hoy era mañana.

Primero, de niño, vivías junto con algunos más, padres, abuelos y quizás una tía o un tío. Luego ibas a la escuela durante unos años. Y después te casabas y tenias contigo a tus propios hijos, a tus padres o los de ella. Y los niños repetían el ciclo…

Sólo que ahora era hoy en lugar de ayer. Sammy dio una cabezada y se sobresaltó. Se dio cuenta de que se había quedado medio dormido y de que soñaba.

Oyó el apagado sollozo antes de que lograra despertarse por completo. Parpadeó y localizó la fuente de aquel sonido. La esposa de Jackson lloraba apoyada en el hombro de una mujer desconocida.

– ¿Qué podía hacer yo? Es mi única hermana y está embarazada. Tenía que irse del dormitorio universitario. Jackson dice que se marchará de casa si ellos vienen. Pero ¿qué otra solución me queda?

Sammy contempló con tristeza a la mujer que sollozaba, pero no dijo nada cuando los enrojecidos ojos de la esposa de Jackson se volvieron hacia él. Sammy se contaba entre los afortunados. En su apartamento sólo se alojaban nueve personas, y ningún rezagado llegaría con el paso de los años, al menos hasta que sus hijas empezaran a casarse. Se encogió de hombros y se sirvió otro trago. El Remiendo…

Casi había vuelto a olvidarlo.

Al fin, localizó a Sally en uno de los dormitorios, cosa que debiera haber sabido desde el principio. Aguardó a que se despertara lo bastante para entender lo que le decía. Sally tenía su misma edad, rondando los cuarenta, y los aparentaba. No había estado con un hombre, Sammy lo sabía. Tan sólo durmiendo. El alcohol le daba sueño, el mismo efecto que le causaría a un niño. De todas formas, Sally pasaba mucho tiempo durmiendo, aun sin alcohol. Sin duda le ocurría algo extraño, se dijo sorprendido. Una vez más, se encogió de hombros. Claro que ella se encontraba en mejores condiciones que muchos. ¡Qué curioso! La mente de Sammy se había aclarado tras dormitar unos instantes en la cocina… La mayoría de ellos no lograban dormir sin píldoras, o whisky, o ambas cosas a la vez. En cambio, Sally… Se acurrucaba en cuanto llegaba a una fiesta y caía dormida en seguida. Eso debería convertirla en el blanco de todas las bromas. En lugar de eso, cosa muy extraña, todos parecían envidiarla. Antes de que acabara la fiesta, la mayor parte se habrían acercado sigilosamente en un momento u otro para mirarla dormir como una niña en medio de todo el ruido.

Sally bostezó y se desperezó.

– ¿Se ha terminado? ¿Es hora de irnos?

– Sally, ¿por qué no vamos al Remiendo?

– ¿Qué? ¿Esta noche? ¿Te has vuelto loco?

– No, de verdad, vamos allí. Me apetece ir -rogó, aunque el gesto de los labios femeninos indicaba que ella no accedería.

– Mira, Sammy, que tú no trabajes los próximos cuatro días no significa que yo no tenga nada que hacer. Si vamos allí esta noche, no volveremos a casa antes de las ocho o las nueve de la mañana, y ya sabes que mamá se preocupa en seguida. Además, estoy cansada. Quiero volver a casa y meterme en la cama. No entiendo cómo Carol soporta este colchón tan duro.

– Vuelve a casa, Sally. Yo me voy. Ya nos veremos luego -dijo débilmente.

– Sammy, en nombre del cielo, ¿qué te sucede? Durante los últimos seis meses, te has mostrado más gruñón que un oso viejo. Y en esta última semana, francamente insoportable.

– He estado pensando. Eso es todo, sólo pensando. Algo que tú nunca haces, estoy seguro.

La aversión que le había inspirado antes el exhibicionismo de Miriam se extendió hasta abarcar a su mujer. Las náuseas rebulleron en su interior. Abandonó a toda prisa el dormitorio.

Freddy le sonrió con amabilidad.

– ¿Otra vez lo mismo, amigo mío? -Soltó una risita al ver el semblante de Sammy-. Das la impresión de que alguien acaba de birlarte tus caramelos.

Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo sorprendido ante la intensidad de la voz de Sammy.

– No sólo mis caramelos. ¡Todo!

– Oye, estás muy serio para una fiesta. ¿Qué te pasa?

– Freddy, ¿alguna vez has dejado de apretar tus botones?

El rostro de Freddy perdió su sonrisa habitual.

– ¿Cómo? -se extrañó-. Repite eso. Creo que no te he comprendido bien. ¿A qué botones te refieres?

– Escucha, Freddy, hablo en serio. Esta semana, en el trabajo, no apreté un solo botón. Ni uno. Y los frenos siguieron llegando y fueron ensamblados como siempre. ¿Quién lo hizo, si no fui yo?

Fredy recobró su cordialidad y dijo:

– Muy bien. ¿Quién fue?

– No, Freddy, no bromeo. ¿Dejaste de hacerlo alguna vez? ¿Qué sucedió?

– Sí, he cometido errores. A todo el mundo le pasa de vez en cuando. Ya sabes que el jefe permanece siempre allí, vigilando. ¿No te ha pescado nunca?

– Claro que sí. Pero en esas ocasiones yo habría jurado muy gustoso que había cumplido mi trabajo. Toda esta semana, en cambio, no hice nada. Mantuve las manos sobre el tablero, pero no apreté los botones. ¿No comprendes? No holgazaneaba, así que nadie dijo o notó nada. ¿A quién se le ocurriría que alguien no iba a apretar los botones?

Pero Freddy se alejaba ya de él con una sonrisa de condescendencia, que venía a significar algo así como «Has bebido demasiado, pero eso no excusa un mal chiste». Sammy había oído tantas veces esas mismas palabras de labios de Freddy… Nunca se las había dirigido a él. Tampoco en esta ocasión. Sin embargo, resonaban en su mente.

Irritado, arrastró los pies hacia la puerta. Muy bien, ya se lo había confesado a alguien. ¿Y ahora, qué? Nada. ¿Y si se lo dijera al mundo entero? Nada, igualmente. Se encontró caminando por la calle antes de advertir que otra persona le seguía a pocos pasos de distancia. Se volvió ceñudo, esperando ver a un pensativo Freddy a punto de pedirle más explicaciones. Era Miriam.

– ¿Puedo ir yo también? -preguntó la mujer en tono melancólico.

La capa y la capucha le daban un aspecto muy joven y su sonrisa demostraba que no se sentía segura de ser bien acogida.

– Voy al Remiendo -anunció Sammy.

– Lo sé. Te oí decírselo a Sally. Me encanta ir a ese sitio. Voy todas las semanas.

– Si quieres…

No volvió a mirarla mientras se encaminaban hacia la línea de circunvalación, es decir las arterias y venas de la ciudad, que la servían y dominaban su ritmo. Sin el cinturón, la ciudad acabaría en ruinas, al no poder sus trabajadores trasladarse de un extremo a otro, llegar a las tiendas, hospitales y fábricas. ¿Cuántos millones de personas?, se preguntó. ¿Treinta, cuarenta? Habían dejado de publicar los datos. Quizá fueran cincuenta, incluso setenta millones. Nadie lo sabía ni se preocupaba por saberlo.

Siempre había una mayoría trabajando, o durmiendo, de manera que las personas computadas en un momento dado representaban en todos los casos una minoría de la población. Trabajaban en jornada continua para elaborar los productos consumidos a diario. Resultaba indispensable; o trabajaban todos, o miles de personas morirían de hambre. Al menos, así lo había pensado siempre, como le habían enseñado desde la infancia. Todos debían prestar sus servicios con diligencia para vivir. Había creído en eso con toda su alma. Y ahora había descubierto la verdad. Todos debían creer que trabajaban, todos debían mantenerse ocupados o borrachos, de modo que unos cuantos viviesen realmente. Por lo que a él y a su clase concernía, bebían licor de contrabando y miraban con fijeza absurdos botones que daba lo mismo apretar o no.

Sammy y Miriam abordaron el cinturón, todavía en silencio, y lo abandonaron en la estación exterior para tomar el proyectil. El vehículo, propulsado por cohetes y en forma de lágrima, les llevó a una segunda estación, en la que Sammy aparcaba su triciclo. Sólo al ponerse ante los mandos habló a la muchacha sentada a su lado.

– ¿Por qué has querido venir?

Su voz sonó tan áspera como lo habría sido dirigiéndose a Sally. Y Sammy advirtió el detalle.

– No lo sé. Me gustas, por alguna razón desconocida para mí. Quizá por estar tan absorto en tus pensamientos, no hayas tenido ocasión de advertir cuán a menudo me he entregado a ti. -Miriam habló con suma sencillez, con tanta naturalidad que Sammy se quedó mirándola-. Es cierto, te estoy diciendo la verdad.

– ¿Por qué te gusto? Voy haciéndome viejo. No tengo nada que ofrecer a una chica como tú.

– ¿Hablas de dinero? Nadie tiene dinero, ya lo sabes. Antes de casarse, ningún hombre consigue ahorrar. Y después, necesita todo cuanto gana para mantener a su familia y a la familia de su familia. Lo sé muy bien… Tú eres distinto. Te gusta el Remiendo por lo que sea, igual que a mí.

Miriam bajó la cabeza y Sammy dejó de ver la cara de la muchacha, oculta por la capucha de su capa.

El número de viviendas terminó por menguar y aparecieron los extensos campos de cultivo. Todo calculado a conciencia, pensó Sammy. La ciudad, atestada al máximo, con sus casas y bloques de edificios; el terreno escrupulosamente asignado a las zonas recreativas, sin desperdiciar un solo centímetro cuadrado; y los campos, donde pastaba el ganado y crecía el trigo, el maíz y las hortalizas. De nuevo, ni un solo centímetro cuadrado desaprovechado. Y por último, el Remiendo. Más allá del Remiendo, la misma disposición, pero en orden inverso, empezando con los campos de cultivo y terminando con la siguiente ciudad. sólo el Remiendo permanecía invariable. Sammy había oído decir que en algunos lugares abarcaba ochenta kilómetros, tal vez más, aunque el de su ciudad no llegaba a los diez. Desconocía sus dimensiones exactas, puesto que cada Remiendo estaba conectado con otros, formando el trasfondo general de las ciudades. El conjunto había sido comparado con una colcha o manta de patchwork, formada por múltiples retales. De ahí había surgido la denominación «remiendo» para cada una de sus partes.

Primitivo, tosco y peligroso. La guarida de las pandillas de adolescentes que despreciaban las diversiones planeadas por el gobierno. El campo de prueba para las bandas, que se formaban y dispersaban, conforme sus miembros iban madurando, empezaban a trabajar y creaban una familia. El rincón de los enamorados, el punto de cita de los contrabandistas, el callejón de los asesinatos. Todo eso era el Remiendo…

La naturaleza lo dominaba. Enredaderas y arbustos se disputaban la posesión del terreno, y los árboles batallaban en silencio por el sol y el aire. Aquí y allá, corrientes contaminadas se deslizaban lentas o atronadoras en su desesperada carrera hacia el mar, tan exentas de vida como el resto. De vez en cuando, Sammy cerraba los ojos y trataba de imaginar cómo sería un Remiendo con animales salvajes rugiendo y peces dando vida a los arroyos, pero siempre fracasaba en su intento de evocar tal imagen. En su imaginación, se pintaban sólo las calvas cabezas de los miembros de las bandas, ocultos entre los árboles, calculando sus méritos con vistas a un atraco. Hasta la fecha, no le habían molestado.

Condujo con seguridad, confiado, a lo largo de aquella carretera oscura, descuidada y sembrada de baches que serpeaba entre la jungla de verdor. Miriam siguió sentada en silencio a su lado, inmóvil y aguardando.

– A veces voy a una colina -dijo Sammy de repente, y le gustó que el sonido de su voz quebrara el ensueño de su acompañante-. A contemplar las estrellas.

A eso se reducía todo. Algo estúpido y fútil en apariencia, ver las estrellas significaba mucho para él. Al menos, se trataba de algo que el hombre no había corrompido aún.

– Comprendo -asintió Miriam, sabiendo a qué se refería.

– Todo esto habrá desaparecido cuando mis hijos dejen de ser niños.

Todos los años, el Remiendo cedía involuntariamente terreno ante las incansables máquinas del hombre, que arrancaban los árboles, poniendo al descubierto los estratos de historia acumulados; monstruos que de un solo mordisco despejaban una zona del tamaño de un bloque de edificios. Los terrenos de cultivo avanzaban, y la ciudad se hinchaba, convirtiendo otros campos en hileras de hogares de plástico o imponentes rascacielos, con calles meticulosamente planeadas que, desde las nuevas construcciones, convergían con las de otros edificios, siguiendo el plan maestro que sólo respetaba la ciudad.

– Sí, todo habrá desaparecido -replicó Miriam, apenas sin entonación. Y un poco más animada, añadió-: Pero hay otros Remiendos, al oeste, mucho más grandes que éste. Y no desaparecerán.

– Te equivocas, todo es cuestión de tiempo. ¿Y cómo evitarlo?

Con brusquedad, abrió la portezuela y salió al exterior. No ayudó a Miriam a apearse, ni tampoco se volvió para comprobar si le seguía.

– Tengo cuatro abuelos y dos bisabuelos -prosiguió-, tres hijos, dos padres, tres hermanas y un hermano. Todos ellos tienes hijos, tres, cuatro o cinco, no sé cuántos. ¿Y qué otra cosa podemos hacer sino extendernos y ocupar la tierra para vivir?

Miriam se había reunido con él y permaneció a su espalda, a poca distancia, entre las sombras de los pinos enanos que crecían en el pedregoso terreno de la cima de la colina.

– Deberían haber comenzado a controlar la natalidad doscientos años atrás -opinó la muchacha.

– Es cierto, pero no lo hicieron. -Se volvió un poco para ver la cara de Miriam. Iba a decírselo. Esta mujer lo sabría-. Y a nadie en el mundo le importa si uno de nosotros vive o muere.

Miriam le miró, esperando pasivamente a que concluyera.

– No apreté un solo botón la semana pasada, y los bloques de los frenos siguieron ensamblándose como si nada. -Su voz reflejaba la urgencia de que alguien le comprendiera y se preocupara igual que él-. ¿Has visto alguna vez la cadena de montaje?

Miriam trató de contestar, pero Sammy, ansioso por ser escuchado, se lo impidió.

– Ya sabes que los montadores se sientan de espaldas a la cadena y frente a los cuadros de mandos. Debemos apretar los botoncitos, obedeciendo a las señales de la pantalla que hay encima del tablero. Durante toda la última semana, tres días enteros, me limité a contemplar las señales, sin tocar un solo botón. Miré una y otra vez la cadena de montaje, y los componentes seguían moviéndose a lo largo de ella. Aunque me hubiese levantado, no habría pasado absolutamente nada. Toda la cadena es automática. El gobierno nos garantiza veinticinco años de trabajo y una pensión vitalicia después, y cumple ambas promesas. Sólo que lo mismo daría que nos quedásemos en casa. De nada nos vale ir al trabajo. -Soltó una grosera risotada y apuntó al cielo estrellado, siempre invisible desde la ciudad-. ¿Has oído hablar alguna vez del viejo sueño de los hombres, el viaje a las estrellas? La humanidad debía consagrarse al principio de que las estrellas le pertenecían. Pero alcanzar Marte y Venus costó mucho tiempo, demasiado. El hombre no se acostumbró a los planetas y, antes de que aprendiéramos a llegar a las estrellas, el índice de natalidad nos abrumó. Ahora todos estamos consagrados al principio de meter suficiente comida en nuestras barrigas para engendrar hijos y contemplar botones.

Miriam quiso hablar, pero las manos de Sammy se aferraron de pronto a su cuello. ¿Por qué? Sammy no lo sabía. En cierta forma, ella era responsable de todo aquello. Ella y su raza, y la raza de Sammy, estúpidos ciegos que perdían el tiempo emborrachándose para no pensar en la futilidad de sus vidas. Miriam dejó de gritar, y las manos masculinas cayeron fláccidamente, ya liberado su furor. Se sintió tan vacío como si hubiera participado en una lucha por la supervivencia y sólo hubiera logrado emerger del agua.

Contempló el contraído cuerpo de la muchacha, que yacía inmóvil a sus pies, y se preguntó por qué estaba allí Miriam. La mujer no se movió, y Sammy, casi arrastrando los pies, se dirigió hacia el borde de la colina, donde se alzaba el peñasco.

– ¡Ojalá hubiera sido Sally! -murmuró, mientras se aferraba a la gran roca.

En cuanto hubo trepado a la parte superior de la enorme masa pétrea, alzó los ojos hacia las estrellas. Era lo último que deseaba ver antes de arrojarse por la desnuda y erosionada pared de la colina, antes de lanzarse a la hondonada. En el último instante, intuyó, más que oyó, que la muchacha se movía y gemía.

– ¡Sammy! -musitó Miriam-. ¡Espera! -Sólo era una voz. Una voz distante, ronca, que surgía de la negrura de la tierra-. Aún hay esperanzas puestas en las estrellas.

Las palabras femeninas quedaron apagadas por el sonido de unos píes arrastrándose. Sammy comprendió que Miriam trepaba también a la roca. Aguardó, perfilado contra el tenuemente iluminado cielo, hasta que la muchacha llegó jadeante a su lado.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó con voz áspera.

– Escúchame, Sammy. Los dirigentes y los científicos no han desistido. Sólo lo ha hecho el pueblo. Ellos siguen intentando encontrar la propulsión adecuada. Cada año que pasa, nos hallamos un poco más cerca de ver solucionados todos los problemas. El hermano de Carol lo sabe. Yo también. Somos muchos, aunque ellos, los de la ciudad, no se preocupan.

– ¿Por qué no se lo dicen? -Deseaba creer en lo que oía, pero el recuerdo de la fiesta estaba demasiado reciente-. Vivimos en una sucia miseria, apelotonados, llenos de odio, consumiéndonos. ¿Por qué?

– Sammy, piénsalo. ¿Cuándo empezaste a quejarte de tu vida? ¿Este año? -Miriam colmó el silencio con un torrente de palabras-. Seguridad. Eso es todo lo que cualquier persona desea. Jubilación, hospitales, empleo, casa… ¿Votaste acaso en favor de la ley de control de la población, hace siete años?

Meneó la cabeza, recordando en silencio. Aquello había ocurrido antes de que naciera su hijo. Un hombre quiere tener un hijo por algún motivo vago, para que siga sus pasos cuando él haya muerto.

– Cada diez años -prosiguió la muchacha con amargura-, desde hace más de un siglo, el mundo se ha enfrentado al problema demográfico. Y siempre vota en contra de la ley. Las naciones occidentales temen que las orientales no las sigan. Y de ese modo, la población mundial se eleva al cubo cada cien años. Sólo ahora, en estos últimos veinte años, más o menos, ha surgido el miedo al hambre. ¿Y la ciencia? Nunca hay suficiente dinero para investigar. Los científicos se ven forzados a jugar a estúpidos juegos de guerra, a enfrentarse con la insuficiencia de alimentos y tratar de encontrar medios para conseguirlos… Medios para que cincuenta millones de personas se amontonen en un espacio adecuado para cinco millones, medios que permitan crear climas soportables en planetas imposibles de habitar. Y siempre obligados a enfrentarse a quienes afirman que el hombre fue puesto en este planeta, la Tierra, y que en la Tierra debe quedarse. Quizá la gente esté en lo cierto, Sammy. Quizá los que se oponen al control demográfico en nombre de Dios tengan razón. Pero si la tienen, entonces Dios se propuso, sin duda, que nos extendiéramos fuera de este planeta.

– Él dijo: creced y multiplicaos… -murmuró Sammy.

¿Cuántos años habían transcurrido desde que escuchara por primera vez esas palabras?

– Y siempre -prosiguió ella- chocamos con las personas que aseguran haber demostrado tajantemente que es imposible idear un sistema de propulsión capaz de aproximarse a la velocidad de la luz y, mucho menos todavía, superarla… Pero ahora se está abriendo un claro. ¿Qué crees que sucedería si los hombres lo supieran?

– Queremos el amor y las estrellas… ¡Hoy! No en un mañana impreciso -saltó Sammy.

– Sin embargo, si los hombres se enteraran de que sus hijos podrán algún día emigrar a las estrellas, jamás votarían ni pondrían en práctica una ley para controlar la población, y todos moriríamos antes de que se construyera el primer cohete estelar…

– De todos modos, no lo harán. La gente jamás votará a favor del control demográfico, no en número suficiente para que se apruebe la ley. -Sammy volvió a mirar a las estrellas y preguntó-: ¿Trabajas para ellos?

– Sí. La mayor parte del trabajo lo ejecutan las máquinas, como en tu caso, pero yo transcribo los hallazgos y, más importante aún, frecuento y trato de captar a los tipos como tú. Somos muchos y ofrecemos a la gente una razón para seguir viviendo. Cuando encontramos una persona preparada para saber la verdad, se la decimos. Tu amigo Freddy lo sabe.

¡Freddy! Pero si no se diferenciaba en nada de los demás… A no ser porque no se emborrachaba.

– ¿Por qué Freddy? -inquirió.

– Llegó a esta misma etapa. -Miriam señaló con la mano el abismo rocoso-. Fue hace varios años. Lo evitamos. A veces lo hacemos, otras no.

Miriam le asió de la mano y ambos iniciaron cuidadosamente el descenso.

Quizá no sucediera durante su vida, quizá sucediera al año siguiente. Sammy sabía que probablemente él no abandonaría nunca la Tierra. No cabía duda de que le resultaría mucho más duro vivir sabiendo la verdad y teniendo que ocultarla que cuando la ignoraba. ¿Quién más la sabría entre sus conocidos, aparte de Freddy?, se preguntó.

Los tranquilos, los pacíficos. Las personas capaces de observar un tablero de botones parpadeantes y no preocuparse por apretarlos, porque tal cosa sólo servía para mantener a los hombres bajo la ilusión de que constituían una parte indispensable de la sociedad, hasta que llegara el día en que lo fuesen de veras.

Sammy sonrió ya calmado y dedicó una última mirada a las estrellas, antes de volver a montar en su triciclo.

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