Habían sucedido dos cosas mientras Browne hablaba. En un gesto por entero automático, convulsivo, un movimiento espasmódico provocado por su consternación, una acción inconsciente, Lesbee apretó el interruptor que eliminaba el aislamiento de la jaula. Liberar los pensamientos de Dzing no le sería de ninguna utilidad. Su única esperanza real, lo comprendió casi al instante, radicaba en la posibilidad de meter la mano en el otro bolsillo de su chaqueta y manipular el control remoto del dispositivo de aterrizaje, cuyo secreto había revelado de manera tan ingenua a Browne.
En segundo lugar, Dzing, libre ya de control mental, envió un mensaje telepático.
«Estoy libre de nuevo. Y esta vez de manera permanente, por descontado. Acabo de activar mediante control remoto los relés que, dentro de poco, pondrán en funcionamiento los motores de esta nave. Y como es lógico, he actuado sobre el mecanismo que gobierna el ritmo de aceleración…»
Sus pensamientos debieron causar un efecto progresivo en Browne, ya que fue en ese momento cuando el oficial hizo una pausa. Dzing continuó transmitiendo.
«He verificado su análisis. Esta nave no posee los flujos de energía interna propios de un vehículo interestelar. Estos seres bípedos, por lo tanto, no han alcanzado el efecto velocidad de la luz, el único que permite llegar a velocidades superiores. Sospecho que llevan varias generaciones en este viaje y que se hallan muy lejos de su base de partida. Estoy seguro de que podremos capturarlos a todos.»
Lesbee alargó el brazo y conectó el intercomunicador.
– ¡Todos los puestos de servicio preparados para aceleración de emergencia! -gritó ante la pantalla-. ¡Que cada uno se proteja como pueda! -Se volvió hacia Browne-. ¡Siéntese! ¡De prisa!
Sus acciones fueron respuestas automáticas ante el peligro. Sólo después de pronunciar sus últimas palabras, pensó que no le inspiraba interés alguno la supervivencia del capitán Browne. Y que, de hecho, aquel hombre se veía en peligro sólo porque se había soltado el cinturón de seguridad para que la pistola de Mindel matara a Lesbee sin dañarle a él.
Desde luego, Browne comprendió el riesgo que corría. Se abalanzó hacia la silla de control, de la que se había apartado tan sólo unos momentos antes. Sus manos extendidas se encontraban todavía a medio metro de ella cuando el impacto de la aceleración uno frenó su movimiento. Se quedó temblando, como un hombre que ha topado con un muro invisible pero tangible.
Un segundo después, la aceleración dos le alcanzó y le arrojó de espaldas al suelo. Empezó a deslizarse hacia la parte trasera de la sala, cada vez más de prisa. Rápido de comprensión, apretó con fuerza las palmas de las manos v las suelas de sus botas de caucho contra el suelo, tratando así de retardar el movimiento de su cuerpo.
Lesbee vio a otra gente, en diversas partes de la nave, intentando salvarse a la desesperada. Gimió. Probablemente el accidente del capitán se repetía por toda la astronave.
Mientras pensaba en ello, la aceleración tres atrapó a Browne. Salió disparado contra la pared, como un cohete lanzado por una catapulta. La pared estaba acolchada con objeto de proteger a los tripulantes, y así, reaccionó como si fuera de goma, haciendo rebotar a Browne. Pero la resistencia del material era tan sólo momentánea.
La aceleración cuatro empotró a medias a Browne en la pared acolchada. El capitán emitió un grito apagado, desde las aprisionantes profundidades del muro.
– ¡Lesbee! -chilló-. ¡Emplee el rayo tractor! ¡Sálveme! ¡Lo olvidaré todo! Yo…
La aceleración cinco estranguló sus palabras.
El llamamiento del hombre causó un asombro momentáneo en Lesbee. Le sorprendió que Browne esperara piedad…, después de todo lo sucedido.
No obstante, sus angustiosas súplicas ejercieron cierto efecto en él. Le recordaron que había algo que debía hacer. Con gran esfuerzo, movió brazo y mano hacia el tablero de mandos y concentró un rayo tractor en el tercer oficial y el operador, atrapándoles firmemente. Un segundo más, y no lo habría logrado. La aceleración aumentaba de manera implacable, imposibilitando todo movimiento. El tiempo transcurrido entre dos incrementos de velocidad consecutivos fue creciendo. Los lentos minutos se prolongaron en lo que le pareció una hora. Y luego, muchas horas. Lesbee estaba sujeto a su sillón, como si le agarraran unas manos de acero. Sus ojos adquirieron un aspecto vidrioso y su cuerpo perdió todo tipo de sensación.
Advirtió algo. El ritmo de aceleración difería del prescrito hacía mucho tiempo por el Tellier original. El incremento real de la presión hacia delante era cada vez menor.
Y notó otro detalle. Ningún pensamiento había salido del karniano durante un largo rato.
De repente, sintió un cambio extraño en la velocidad. Una sensación física de movimiento angular, ligera, muy ligera, acompañaba la maniobra.
Las bandas que semejaban metálicas abandonaron poco a poco su cuerpo. La sensación de entumecimiento fue reemplazada por los pinchazos de miles de agujas diminutas. En lugar de la aceleración que comprimía los músculos, había ahora una presión uniforme.
Se trataba de la presión que en el pasado había relacionado con la gravedad. Esperanzado, trató de moverse, y al lograrlo comprendió lo que había sucedido. La gravedad artificial había sido desconectada. Al mismo tiempo, la nave había dado media vuelta dentro de su casco externo. La fuerza motriz venía ahora de abajo, al empuje constante de una gravedad.
En ese momento, metió la mano en el bolsillo donde guardaba el control remoto de aterrizaje automático… y lo activó.
«Esto debería provocar los pensamientos de Dzing», se dijo con fiereza.
Pero si Dzing transmitía telepáticamente a sus amos, ya no lo hacía al nivel del pensamiento humano. Lesbee se quedó consternado.
El éter permanecía en silencio.
Se dio cuenta de algo más. La nave olía de un modo distinto, mejor, más limpio, más puro…
La mirada de Lesbee se precipitó hacia los indicadores de velocidad, en el tablero de mandos. Las cifras registradas allí resultaban increíbles. Indicaban que la astronave viajaba a una buena fracción de la velocidad de la luz.
Lesbee contempló con fijeza los números, negándose a creer en lo que veía. «No hemos tenido tiempo -pensó-. ¿Cómo podemos haber alcanzado tanta velocidad sólo en unas horas…? ¡Y nos aproximamos a la velocidad de la luz!»
Sentado allí, respirando con dificultad, luchando por recobrarse de los efectos de aquella prolongada aceleración, experimentó la fantástica realidad del universo. Durante aquel lento siglo de vuelo a través del espacio, la Esperanza del hombre había poseído el potencial preciso para desarrollar una velocidad inmensamente superior.
Visualizó la serie acelerativa que Dzing había programado con tanta pericia, hasta lograr el cambio a un nuevo estado de materia en movimiento. El «efecto velocidad de la luz», lo había denominado el robot karniano.
«Y Tellier no fue capaz de descubrirlo», pensó.
Todos aquellos experimentos tan penosamente realizados por el físico, archivando sus resultados, no le habían conducido al gran descubrimiento.
¡Un fracaso! Y así, una nave cargada de seres humanos había errado durante generaciones por las negras profundidades del espacio interestelar.
Al otro lado de la sala, Browne se puso en pie, vacilante.
– Será mejor que… vuelva al… sillón de mando -balbuceó.
Había dado sólo unos pasos inseguros cuando la comprensión pareció conmocionarle. Fijó una feroz mirada en Lesbee.
– ¡Oh! -exclamó.
El sonido surgió de sus entrañas, un jadeo que expresaba su horror. Lesbee lanzó sobre él una serie de rayos tractores.
– Si, Browne -dijo-. Se encuentra usted frente a su enemigo. Será mejor que empiece a hablar. No disponemos de mucho tiempo.
Browne estaba pálido. Pero sus labios habían sido dejados en libertad de movimiento.
– Tomé una medida que cualquier gobierno legal tomaría en una emergencia semejante -dijo en tono muy seco-. Juzgué un caso de alta traición de forma sumaria, tardando sólo el tiempo preciso para averiguar en qué consistía el delito.
Lesbee pensó en la otra persona, en esta ocasión Miller, que se encontraba en el puente. Rápidamente, maniobró hasta tener a Browne frente a él.
– Déme su arma -ordenó-. Con la culata por delante.
Liberó el brazo del hombre, de forma que pudiera llegar hasta la funda y extraer la pistola. Se sintió mucho mejor en cuanto la tuvo en sus manos. Pero aún se le ocurrió algo más.
– Quiero verle encima de la jaula -dijo con aspereza-. Y no deseo que interfiera el primer oficial Miller. ¿Me ha entendido, señor Miller?
No hubo respuesta en la pantalla.
– ¿Por qué encima de la jaula? -preguntó Browne con ansiedad.
Lesbee no contestó. Manipuló en silencio el control del rayo tractor hasta situar a Browne donde quería. En aquel momento, dudó. Una cosa le inquietaba. ¿Por qué habían cesado los impulsos mentales del karniano? Tenía la terrible sensación de que algo iba muy mal. Tragó saliva.
– ¡Levante la tapa! -gritó.
Liberó de nuevo el brazo de Browne. El corpulento individuo estiró la mano con cautela y cumplió lo ordenado. Luego, se apartó un poco y miró a Lesbee con aire interrogativo.
– Mire al interior -exigió éste.
– No pensará ni por un momento que…
Browne se interrumpió para atisbar el interior de la jaula. Dejó escapar un grito:
– ¡Se ha escapado!