La nave espacial Esperanza del hombre se puso en órbita en torno a Alta III ciento nueve años después de haber partido de la Tierra.
A la «mañana» siguiente, el capitán Browne informó a sus hombres, colonos de la cuarta y quinta generación, que una nave auxiliar tripulada iba a descender a la superficie del planeta.
– Todo miembro de la tripulación debe considerarse sacrificable -dijo con enorme seriedad-. Este es el día que nuestros bisabuelos, nuestros predecesores, que partieron audazmente hacia la nueva frontera espacial tanto tiempo atrás, aguardaron con valor inquebrantable. No debemos fallarles.
Y concluyó su anuncio a través del circuito de intercomunicación de la gran nave afirmando que los nombres de los ocupantes de la nave de exploración se darían a conocer al cabo de una hora.
– Y sé -añadió- que todo auténtico hombre querrá ver su nombre en la lista.
John Lesbee, el quinto de su linaje a bordo, experimentó una sensación de amilanamiento al escuchar aquellas palabras. Le sobraban motivos para sentirse así.
Dudaba aún si debía o no dar la señal para un desesperado acto de rebeldía, cuando el capitán Browne efectuó el esperado anuncio
– Y sé que todos vosotros compartiréis con él su momento de gloria al revelaros que John Lesbee irá al frente de la tripulación portadora de las esperanzas del hombre en esta remota zona del espacio. En cuanto a los otros…
El capitán nombró a siete de las nueve personas con las que Lesbee había estado conspirando para apoderarse de la nave. Puesto que la nave auxiliar sólo tenía cabida para ocho, Lesbee comprendió que Browne se quitaba de encima tantos enemigos como le era posible. Con creciente desaliento, escuchó al capitán ordenar que todo el mundo se reuniera en la sala de recreo de la nave.
– Ruego a los tripulantes de la nave de exploración que se reúnan conmigo y los demás oficiales en el escenario. Sus instrucciones son rendirse a todo navío que pretenda interceptarles. Irán equivocados con instrumentos que nos permitan observar desde aquí y determinar la etapa de logros científicos en que se encuentra la raza dominante del planeta.
Lesbee corrió hacia su habitación, en la cubierta de los técnicos, con la esperanza de que Tellier o Cantlin le buscaran allí. Sentía la necesidad de celebrar un consejo de guerra, por muy breve que fuera. Aguardó cinco minutos, mas no apareció miembro alguno de su grupo de conspiradores.
Sin embargo, disponía de tiempo para calmarse. Curiosamente, el olor de la nave contribuía más que nada a su sosiego. Desde los primeros días de su vida, el olor a energía y el aroma del metal sometido a tensión habían sido sus perpetuos compañeros. En aquel momento, con la nave en órbita, esa tensión había disminuido. El olor de la energía era más añejo que nuevo. Pero el efecto resultaba similar.
Ocupó la silla que empleaba para leer. Cerró los ojos y respiró aquel complejo de olores producidos por tantas y titánicas energías. Sentado allí, notó que el miedo abandonaba su mente y su cuerpo. Recuperó el valor y la fuerza. Lesbee admitió con sensatez que su plan para apoderarse de la nave implicaba ciertos riesgos. Y lo que era peor, nadie pondría objeciones a que Browne le hubiera elegido como jefe de la misión. «Probablemente -pensó-, soy el técnico más preparado en toda la historia de esta nave.» Browne III se había hecho cargo de él cuando tenía diez años, iniciándole en la penosa carrera de conocimientos que le había conducido a dominar una tras otra las habilidades mecánicas de los diversos departamentos técnicos. Y Browne IV había proseguido la instrucción. Le enseñaron a reparar sistemas de relés. Poco a poco, fue entendiendo el objetivo de infinidad de aparatos en apariencia análogos. Llegó un día en que pudo visualizar la automatización entera. Hacia mucho tiempo que la colosal telaraña de instrumentos electrónicos empotrados se había convertido prácticamente en una prolongación de su sistema nervioso. Durante aquellos años de trabajo y estudio, el quehacer diario de aprendizaje dejaba exhausto su cuerpo. Tras cumplir con su obligación, buscaba gozar de un momento de tranquilidad, y por lo general se retiraba muy temprano a descansar.
Jamás había tenido tiempo para llegar a comprender la complicada teoría que constituía la esencia de las numerosas operaciones de la nave.
Mientras vivió su padre había intentado en numerosas ocasiones transferirle sus conocimientos. Pero era muy difícil enseñar tamañas complejidades a un muchacho fatigado y soñoliento. Lesbee sintió incluso un ligero alivio al morir su padre. El agobio desapareció. Sin embargo, se daba cuenta de que la familia Browne había logrado su mayor victoria al ir reduciendo la destreza poseída por los sucesivos descendientes del capitán original de la nave.
Encaminándose por fin a la sala de recreo, Lesbee se preguntó si acaso los Browne le habrían entrenado como preparación para una misión como la presente.
Sus ojos se dilataron. En caso afirmativo, su propia conspiración se reducía a una mera excusa. En realidad, la decisión de matarle podía haber sido tomada hacía más de una década, a años luz de distancia…
Mientras la nave exploratoria descendía hacia Alta III, Lesbee y Tellier ocuparon el doble sillón de mando y observaron en la pantalla delantera la vasta y nebulosa atmósfera del planeta.
Tellier era un hombre delgado, un intelectual, descendiente del doctor Tellier, un físico que había realizado numerosos experimentos sobre la velocidad en los primeros días del viaje. Nunca se había comprendido por qué las naves espaciales no conseguían alcanzar siquiera una buena fracción de la velocidad de la luz, y mucho menos superarla. Al morir el científico de manera insospechada, no quedó nadie con los conocimientos suficientes para desarrollar un programa de investigación.
El personal entrenado que sucedió a Tellier creyó de forma vaga que la nave había sufrido una de las paradojas implícitas en la teoría de la contracción de Lorenz-Fitzgerald. Pero fuera cual fuese la explicación, el problema jamás se resolvió.
Observando a Tellier, Lesbee se preguntó si su mejor amigo sentiría el mismo vacío interno que él. Se trataba de la primera vez que Lesbee, o cualquier otro, salía de la gran nave. «Nos dirigimos a una de esas grandes masas de tierra y agua, un planeta», pensó.
Contempló el panorama con fascinación total. La enorme esfera iba haciéndose cada vez mayor.
Se aproximaban a gran velocidad, describiendo una curva prolongada y angular, dispuestos a alejarse en cuanto alguno de los cinturones de radiación naturales sobrepasara sus sistemas de protección. Sin embargo, al irse registrando los niveles de radiación, los contadores mostraron que los mecanismos de la nave respondían adecuada y automáticamente.
De repente, un timbre de alarma rompió el silencio.
Al mismo tiempo, las pantallas se centraron en un punto de luz que se movía a gran velocidad, muy por debajo de la nave. La luz avanzaba como una flecha hacia ellos.
¡Un misil!
Lesbee contuvo la respiración.
Pero el reluciente proyectil cambió de rumbo, dio una vuelta completa, tomó posición a varios kilómetros de distancia y empezó a descender siguiendo a la nave.
El primer pensamiento de Lesbee fue: «Jamás nos dejarán aterrizar». Y le invadió una intensa frustración.
Otra señal lanzó su zumbido desde el tablero de mandos.
– Nos están sondeando -dijo Tellier con voz tensa.
Un instante después de pronunciar estas palabras, la nave pareció temblar e inmovilizarse. Se trataba del inconfundible contacto de un rayo tractor. Su campo de fuerza aferró a la nave, la arrastró, la retuvo.
La ciencia de los habitantes de Alta III estaba revelándose ya como algo formidable.
Bajo los pies de Lesbee, la nave reinició su movimiento.
Todos los tripulantes se acercaron, observando cómo el punto luminoso se resolvía en un objeto que aumentaba cada vez más de tamaño. Lo tenían muy cerca. Era mayor que su nave.
Se produjo un choque de metales. La nave tembló de popa a proa.
– Están ajustando su compuerta a la nuestra -advirtió Tellier, aun antes de que cesara la vibración.
Detrás de Lesbee, sus compañeros iniciaron la serie de bromas peculiares de la persona que se siente amenazada. Una burda comedia que de repente alcanzó el suficiente grado de humor para abrirse paso a través del miedo de Lesbee, que se encontró riendo contra su voluntad.
A continuación, libre de ansiedad por un momento y consciente de que Browne vigilaba la escena y de que no había otra alternativa, dio la orden:
– Abrid la compuerta. Que los extraños nos capturen, tal como se nos ha ordenado.