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Lesbee discutió con Browne la desaparición.

Hacerlo supuso una abrupta decisión por su parte. No se consideraba capaz de meditar por su cuenta la cuestión de adónde había pasado Dzing.

Empezó por señalar los indicadores en que se computaba la inmensa velocidad de la luz y a continuación aguardó a que Browne asimilara los datos.

– ¿Qué sucedió? -se limitó a preguntar después-. ¿Adónde se ha ido? ¿Y cómo hemos podido acelerar hasta trescientos mil kilómetros por segundo en tan poco tiempo?

Bajó al hombretón al suelo y aflojó en parte la tensión del rayo tractor, aunque no del todo. Browne parecía meditar profundamente.

– Bien -dijo por fin-. Sé lo que ha sucedido.

– Explíquemelo.

– ¿Qué piensa hacer conmigo? -preguntó Browne, cambiando de tema de modo deliberado.

Lesbee le contempló, incrédulo, durante un instante.

– ¿Va a negarse a facilitar la información? -inquirió.

– ¿Y qué quiere que haga? Mientras no sepa qué suerte voy a correr, no tengo nada que perder.

Lesbee contuvo un violento impulso de levantarse y pegar a su prisionero.

– En su opinión -preguntó-, ¿resulta peligroso este retraso?

Yo no tengo nada que perder -repitió Browne. Guardó silencio, pero una gota de sudor se deslizó por su mejilla. La expresión que apareció en el rostro de Lesbee debió alarmarle, ya que se apresuró a añadir:

– Escuche, no hay necesidad alguna de que siga conspirando. Lo que usted desea en realidad es volver a casa, ¿no? ¿No comprende que con este nuevo método de aceleración podemos volver a la Tierra en pocos meses?

Y se quedó callado, aparentando una momentánea confusión.

– ¿A quién trata de engañar? -replicó furioso Lesbee-. ¡Meses! Estamos a doce años-luz de la Tierra en distancia real. Querrá decir años, no meses.

– De acuerdo, unos años. Al menos, no será toda una vida. Así que, si promete no volver a conspirar contra mí, le prometo a mi vez…

– ¿Usted me promete? -aulló Lesbee.

El súbito intento de chantaje por parte de Browne le había desconcertado. Sin embargo, el sentimiento pasajero de derrota había desaparecido. Sabía, con ira inflexible, que no iba a soportar más absurdos.

– Señor Browne, veinte segundos después de que yo acabe de hablar, empiece a hacerlo usted. De lo contrario, le aplastaré contra esas paredes. ¡Y no bromeo!

– ¿Va a matarme? -Browne estaba pálido-. Es todo lo que quería saber. Escuche, no hay motivo ya para pelear. Podemos volver a casa, ¿no lo comprende? Esta prolongada locura está a punto de concluir. No tiene por qué morir nadie.

Lesbee dudó. El capitán decía la verdad, al menos en parte. Desde luego, intentaba reducir doce años a días o, como mucho, doce semanas. Pero había que confesar que se trataba de un plazo breve en comparación con el viaje de un siglo que, hasta entonces, se presentaba como la única posibilidad.

«¿Acabaré por matarle?», se preguntó.

No creía que lo hiciera, dadas las circunstancias. Muy bien. Y si no le mataba, ¿qué? Permaneció indeciso, mientras transcurrían segundos vitales, sin que vislumbrase solución alguna. Desesperado, pensó finalmente: «Tendré que ceder por el momento. Dedicar un solo minuto a pensar en esto significa una absoluta locura.»

– Le prometo lo que pide -dijo, luchando contra su intensa frustración-. Si es capaz de imaginar un medio de que me sienta seguro en una nave mandada por usted, tendrá toda mi consideración. Y ahora, señor, empiece a hablar.

– Acepto esa promesa. Lo sucedido aquí corresponde a la teoría de la contracción de Lorenz-Fitzgerald. Sólo que ha dejado de ser una teoría. Estamos viviendo ahora su realidad.

– Pero ¿cómo es posible? Sólo hemos tardado unas horas en alcanzar la velocidad de la luz.

– Al acercarnos a la velocidad de la luz, el espacio se condensa y el tiempo se comprime. Lo que nos parecieron unas horas serían días en un tiempo y un espacio normales.

Lo que Browne explicó después resultó más insólito que incomprensible. Lesbee tuvo que blindar su mente para confinar sus viejas ideas y hábitos de pensamiento, de forma que los rasgos más sutiles de los fenómenos superlumínicos se abrieron paso en su conciencia.

La comprensión del tiempo, dijo Browne, se llevaba a cabo manera gradual. La rápida serie inicial de aceleraciones se proponía sin duda inmovilizar al personal de la nave. Los incrementos subsiguientes coincidían con las maniobras precisas para alcanzar la velocidad de la luz, al fin lograda.

Y puesto que el impulso proseguía, era evidente que la nave encontraba cierta resistencia, quizá procedente de la misma composición del espacio.

No era el momento de discutir detalles técnicos. Lesbee aceptó la notable realidad y se apresuró a preguntar:

– Muy bien, ¿y dónde está Dzing?

– Supongo que él no nos acompañó -contestó Browne.

– ¿Qué pretende decir?

– La condensación espacio-temporal no le afectó.

– Pero… -empezó a objetar Lesbee.

– Escuche, no me pregunte cómo lo hizo -le interrumpió Browne-. Me imagino que permaneció en la jaula hasta que cesó la aceleración. Entonces, con toda tranquilidad, se liberó de sus ligaduras eléctricas, salió y se marchó a otra parte de la nave. No tendría prisa alguna puesto que, en aquel momento, operaba a una velocidad unas quinientas veces superior a nuestro ritmo vital.

– Pero eso significa que ha estado ahí fuera durante horas de su tiempo. ¿Para qué?

Browne admitió que ignoraba la respuesta.

– Ahora comprenderá a qué me refería cuando hablé de regresar a la Tierra -indicó con ansiedad-. No tenemos nada que hacer en esta parte del espacio. Estos seres nos aventajan muchísimo en el aspecto científico. Con toda evidencia, pretendía persuadir a Lesbee. El técnico pensó: «Ha vuelto a nuestra disputa. Le importa más que cualquier daño que el enemigo real esté causando».

Pasó por su mente un vago resumen de todo cuanto había leído en torno a la lucha por el poder a lo largo de la historia de la Tierra. Cómo los hombres conspiraban por la supremacía incluso en los momentos en que inmensas hordas invasoras echaban abajo sus puertas. Browne era un auténtico descendiente espiritual de aquellos insensatos.

Lesbee se volvió lentamente y se encaró al enorme tablero. Lo que más le aturdía era no saber qué hacer contra un ser que se movía quinientas veces más rápido que el hombre.

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