Las calles de Ascalón
Harry Harrison

de New Worlds, septiembre de 1962


Aunque se trata del cuarto relato tomado de una revista inglesa, no es obra de un británico, pese a que Harry Harrison lo parezca en ocasiones. Muy aficionado a viajar, ha vivido no sólo en Estados Unidos, Gran Bretaña e Irlanda, sino también en Dinamarca, Italia y México, aparte de efectuar numerosas visitas a otros países.

Nacido en Stamford, Connecticut, el jueves 12 de marzo de 1925, Harry Harrison tuvo una infancia solitaria, animada tan sólo por las emociones de la ciencia ficción. En primer lugar, trabajó como dibujante para revistas y películas de dibujos, y todavía hoy se ven de vez en cuando algunas de sus obras. Realizó numerosos dibujos de camafeo para la Worlds Beyond, de Damon Knight, y así ilustró su primer relato, Rock Diver (Buzo de las rocas), en el número de febrero de 1951.

En 1953, aceptó la dirección de las revistas de Raymond, SF Adventures, Rocket Stories y Fantasy Fiction, pero las publicaciones desaparecieron en seguida, y no precisamente por culpa de su director. De hecho, las esporádicas incursiones de Harrison en el campo editorial estuvieron todas destinadas al fracaso. Conjuntamente con Brian Aldiss, dirigió SF Horizons, y la revista duró dos números. En octubre de 1966, pasó a ser director de Impulse, que sucumbió cinco números después. En diciembre de 1967, se hizo cargo de Amazing y Fantastic, aunque sólo por un año. Cabe atribuir un éxito mayor a su trabajo como director de antologías, entre ellas la serie original «Nova», que publicó cuatro volúmenes entre 1970 y 1975.

Con todo, la literatura de Harrison constituye una verdadera realización. No tiene rival como escritor de acción palpitante y tensas aventuras planetarias y espaciales. Y novelas como la serie Deathworld (Mundo muerto), Planet of the Damned (Planeta de condenados) (1962) y Plague From Space (Plaga del espacio) (1964) son buenos ejemplos de lo dicho. También posee grandes dotes para lo humorístico, como se comprueba en las peripecias de su Stainless Steel Rat (La rata de acero inoxidable) y en la comicidad de Bill, the Galactic Hero (Bill, el héroe galáctico) (1965). Su novela sobre una desmesurada superpoblación, Make Room! Make Room! (¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!) (1966), fue llevada a la pantalla en 1973 con el título Soylent Green.

Sus obras breves resultan igualmente amenas, y con el reíato que sigue, Harrison se alinea entre los destructores de tabúes de la ciencia ficción. Lo escribió en principio para una antología de Judith Merril, que rebosaría de narraciones del mismo tipo, pero la editorial quebró. Harrison describe así la cadena de acontecimientos:

«Me devolvieron el cuento. Lo volví a enviar y regresó bastante de prisa de todos los mercados americanos. Al incluir a un ateo, les parecía demasiado candente. Ésa es la verdad. Ni siquiera mi buen amigo Ted Carnell quiso aceptarlo para la más liberal New Worlds británica. (Hell's Cartographers, p. 89.)»

Carnell acabó por adquirir el relato, después de enterarse de que Brian Aldiss lo incluiría en su antología Penguin Science Fiction. Nadie duda que esta narración fue un factor fundamental en la nueva manera de enfocar la ciencia ficción adoptada por autores y editores. Y una prueba de que la semilla de la revolución germinaba en Gran Bretaña.


El amortiguado retumbar de un trueno se expandió en alguna parte del cielo, más allá de las nubes eternas del Mundo de Wesker. El comerciante Gath se detuvo en seco al oírlo. Ahuecó la mano en torno a su oído sano para captar el sonido, mientras sus botas se hundían poco a poco en el barro. El ruido, cada vez más fuerte, prosiguió su expansión y luego se debilitó en la espesa atmósfera.

– Ese ruido es el mismo que hace tu nave celeste -dijo Itin, pulverizando lentamente la idea en su mente, en una muestra del impasible carácter lógico weskeriano, y dando vueltas a los fragmentos, uno por uno, para estudiarlos mejor-. Pero tu nave continúa en el lugar en que aterrizaste. Debe de estarlo, aunque no la veamos, porque eres el único capaz de manejarla. Y aun suponiendo que otra persona pudiera manejarla, la habríamos oído mientras se elevaba en el cielo. Puesto que no la oímos, y siempre que ese sonido provenga de una nave celeste, tiene que tratarse de…

– Si, de otra nave -asintió Gath.

Demasiado absorto en sus pensamientos personales, no tenía paciencia para aguardar a que la penosa cadena lógica weskenana llegara a su conclusión tras una serie sin fin de concatenaciones.

Era otra nave espacial, por descontado. Había sido pura cuestión de tiempo el que se presentara una, y no cabía duda de que ésta tomaba tierra empleando el radar, tal como había hecho el mismo Gath. La nave del comerciante debía de aparecer claramente en la pantalla de los recién llegados, que, con bastante seguridad, aterrizarían lo más cerca posible de ella.

– Será mejor que te adelantes, Itin -sugirió-. Ve por el agua, así llegarás con mayor rapidez a la aldea. Di a todo el mundo que vuelva a los pantanos, que se aparten de tierra firme. Esa nave aterriza guiada por instrumentos, y freirá todo cuanto se encuentre debajo de ella en el momento del aterrizaje.

La inmediata amenaza resultó lo bastante clara para el pequeño anfibio weskeriano. Antes de que Gath terminara de hablar, las orejas estriadas del extraterrestre se habían plegado como el ala de un murciélago, e Itin se deslizaba silencioso en el cercano canal. Gath avanzó chapoteando en el lodo, dándose toda la prisa que le permitía la succionante superficie. Acababa de llegar a los bordes del claro de la aldea cuando el estruendo se convirtió en un rugido terrible, y la nave espacial rompió la capa inferior de las nubes. Gath protegió sus ojos de la alargada lengua de fuego y examinó la forma creciente de la oscura nave, con sentimientos confusos.

Después de casi un año estándar en el Mundo de Wesker, tendría que haber superado la añoranza de compañía humana de cualquier tipo. En tanto que esa partícula enterrada de espíritu asociativo clamaba por el resto de la tribu de monos, la mente de traficante de Gath trazaba una línea bajo una columna de números y sumaba el total. La nave podía pertenecer muy bien a uno de sus colegas. En ese caso, su monopolio sobre el comercio weskeriano habría concluido. Pero quizá no se tratara de otro comerciante, pensamiento que le llevó a permanecer al abrigo del helecho gigante y mantener a punto el arma en su pistolera.

La nave secó y coció cien metros cuadrados de barro. Por fin, la rugiente llamarada cesó y los soportes de aterrizaje se hundieron en la crujiente corteza. El metal chirrió hasta estabilizar su posición, mientras la nube de humo y vapor descendía cada vez más en la húmeda atmósfera.

– ¡Gath! -bramó el altavoz de la nave-. ¡Opresor y embaucador de nativos! ¿Dónde estás?

Las líneas del vehículo espacial le habían parecido vagamente conocidas, pero no había error posible en cuanto al áspero tono de aquella voz familiar. Gath exhibió una forzada sonrisa y salió de su escondrijo. Silbó agudamente entre dos dedos. Un micrófono direccional abandonó su emplazamiento en una aleta de la nave y giró hasta enfocarle.

– ¿Qué haces aquí, Singh? -gritó hacia el micrófono-. ¿Has envejecido tanto que ya no sabes encontrar un planeta y has de venir aquí a robar los beneficios de un honrado comerciante?

– ¿Honrado? -rugió la voz amplificada-. ¿Honrado un hombre que conoce más cárceles que burdeles…? Y eso que ha visitado infinidad de burdeles, lo juro. Lo siento, amigo de mi juventud. No voy a unirme a ti en la explotación de este foco de epidemia aborigen. Naturalmente, tengo a mi disposición un planeta con una atmósfera mucho mejor y una fortuna aguardando a que la recojan. Sólo me detuve aquí porque se presentó la oportunidad de obtener una ganancia honrada a cambio de un servicio de taxi. Te traigo amistad, la compañía perfecta, un hombre de ocupaciones diferentes que tal vez te ayude en las tuyas. Saldría y te saludaría, si no fuera porque luego me vería forzado a someterme a la descontaminación biológica. Voy a sacar al pasajero por la compuerta. Espero que no te importe ayudarle a trasladar su equipaje.

Al menos no iba a presentarse otro comerciante en el planeta. Esa preocupación había desaparecido. Pero Gath se preguntó a qué tipo de pasajero se le ocurriría hacer un viaje sólo de ida a un mundo deshabitado. ¿Y qué se ocultaba detrás de aquel disimulado tono de guasa en la voz de Singh? Dio la vuelta a la nave hasta llegar al otro lado, donde había descendido la rampa, y miró al hombre que apareció en la compuerta de carga. El individuo forcejeaba inútilmente con una gran caja hecha de tablas. El recién llegado se volvió hacia Gath y éste divisó el clerical alzacuello. Al instante, comprendió el motivo de la diversión de Singh.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó.

Su voz sonó brusca, a pesar de su esfuerzo por controlarse. El otro hombre no advirtió, o no quiso advertir, el detalle, puesto que siguió sonriendo y le ofreció la mano al descender por la rampa.

– Padre Mark -se presentó-, de la Asociación de Hermanos Misioneros. Encantado de saludarle…

– Le he preguntado qué hace usted aquí.

La voz de Gath estaba ya bajo control, tranquila y fría. Sabía lo que tenía que hacer. Y debía hacerlo rápidamente o sería demasiado tarde.

– La respuesta me parece obvia -respondió el padre Mark, conservando su buen talante-. Por primera vez en la historia, nuestra asociación ha recogido fondos para enviar misioneros a mundos extraños. Fui lo bastante afortunado para…

– Recoja su equipaje y regrese a la nave. Aquí no le necesitamos, y carece de permiso para aterrizar. Constituirá una fuente de problemas, y en Wesker no hay nadie para ocuparse de usted. Regrese a la nave.

– No sé quién es usted, señor, ni por qué me miente. -El sacerdote seguía tranquilo, aunque su sonrisa se había esfumado-. He estudiado muy bien las leyes galácticas y la historia de este planeta. Aquí no existen enfermedades ni bestias de las que preocuparse en particular. Además, es un planeta abierto, y hasta que la Inspección Espacial varíe dicha calificación, tengo tanto derecho como usted a quedarme aquí.

El cura tenía razón, claro está, pero Gath no podía reconocerlo ante él. Había fingido, confiando en que el sacerdote desconociera sus derechos. Craso error. Sólo le quedaba una desagradable alternativa. Más valía recurrir a ella antes de que la cosa no tuviera remedio.

– ¡Vuelva a esa nave! -estalló, sin preocuparse de ocultar su irritación.

Con un rápido movimiento, sacó la pistola de la funda y colocó el negro orificio del arma a sólo unos centímetros del estómago del cura. El padre Mark palideció. Sin embargo, no retrocedió.

– ¿Qué diablos estás haciendo, Gath? -sonó la chirriante y asombrada voz de Singh-. El tipo pagó su pasaje y no tienes ningún derecho a echarle del planeta.

– Tengo ese derecho -replicó Gath, alzando su arma y apuntándola hacia el espacio situado entre los ojos del sacerdote-. Le doy treinta segundos para volver a bordo. De lo contrario, apretaré el gatillo.

– Bueno, creo que estás chiflado o que intentas gastarnos una broma -le llegó la exasperada voz de Singh-. Pero si se trata de una broma, te diré que lo encuentro de muy mal gusto. De todas maneras, no te saldrá bien. A este jueguecito pueden jugar dos. Sólo que yo soy mejor jugador.

Se produjo un retumbar de pesados soportes. La torreta de la nave, gobernada por control remoto, giró y apuntó a Gath con sus cuatro bocas de fuego.

– Y ahora -ordenó el altavoz, con una voz que había recuperado parte de su humor-, tira la pistola y échale una mano al padre Mark con el equipaje. Me gustaría ayudar, viejo amigo, pero no puedo. Creo que ya va siendo hora de que sostengas una charla con el padre. Yo me he dedicado a hablar con él desde que salimos de la Tierra.

Gath volvió a meter la pistola en la funda con una aguda sensación de derrota. El padre Mark dio unos pasos hacia delante, exhibiendo en su rostro una sonrisa de triunfo. De un bolsillo de su indumentaria sacó una Biblia, que alzó en su mano.

– Hijo mío… -empezó.

– No soy hijo suyo -fue todo lo que alcanzó a contestar Gath, mientras la amargura y la derrota se apoderaban de él.

Echó el puño hacia atrás conforme crecía su ira. Sin embargo, consiguió abrirlo a tiempo, de tal modo que sólo pegó con la palma de la mano. Con todo, el golpe hizo caer al sacerdote.

Las blancas páginas del libro se agitaron en el aire, antes de mancharse con el espeso barro.

Itin y los demás weskerianos contemplaban la escena con un interés en apariencia desprovisto de emoción. Gath no se preocupó por responder a sus mudas preguntas. Inició la marcha hacia su casa, pero retrocedió al ver que los anfibios seguían inmóviles.

– Ha llegado otro hombre -les dijo-. Necesitará ayuda con las cosas que ha traído. Si no encuentra algún lugar donde ponerlas, las metéis en el gran almacén, hasta que disponga de un sitio adecuado.

Se quedó mirando cómo anadeaban por el claro en dirección a la nave y luego entró en la casa. Sintió cierto alivio al cerrar la puerta con un portazo tal que se rompió uno de los cristales. Una dosis similar de penoso placer se la proporcionó el abrir una de las escasas botellas de whisky irlandés que le quedaban y que conservaba para una ocasión especial. Bien, ésta era lo bastante especial, aunque no la que había tenido en mente, desde luego. El whisky no tenía nada de bueno, pero quemó en parte el mal gusto de su boca. Si su táctica hubiera dado resultado, el éxito justificaría cualquier cosa. Pero había fracasado y, además del dolor del fracaso, le invadía la intensa sensación de haber hecho el ridículo. Singh despegó sin despedirse. Ignoraba cómo se juzgaría todo el asunto, aunque seguramente contaría extrañas historias cuando regresara al cubil de los comerciantes. Bien, ya se preocuparía de eso cuando volviera a presentarse allí. De momento, debía dejar las cosas bien claras con el misionero. Esforzando la vista a través de la lluvia, vio al individuo pugnando por levantar una tienda de campaña plegable. La totalidad de la población de la aldea permanecía ordenadamente agrupada, mirándole. Como es lógico, ni uno solo ofreció su ayuda.

Cuando la tienda de campaña estuvo levantada, y las cajas y envoltorios colocados en su interior, la lluvia había cesado. El nivel de líquido de la botella estaba bastante más bajo, y Gath se sintió más animado para hacer frente a la inevitable reunión. En realidad, deseaba hablar con el cura. Después de todo un año de soledad, cualquier compañía humana parecía buena, dejando aparte aquel desagradable incidente. ¿Querrá acompañarme para cenar?, escribió detrás de una vieja factura. Y firmó con su nombre. Tal vez al tipo le diera miedo presentarse, forma inapropiada de iniciar cualquier tipo de relación. Revolviendo bajo el banco, encontró una caja lo bastante grande y metió su pistola en ella. Itin aguardaba al otro lado de la puerta, por supuesto, ya que le correspondía el turno como «colector de conocimiento». Gath le entregó la nota y la caja.

– ¿Quieres llevar esto al otro hombre? -pidió.

– ¿Es «Otro Hombre» el nombre del otro hombre? -preguntó Itin.

– ¡Por supuesto que no! -estalló Gath-. Se llama Mark. Sólo te he pedido que le entregues esto, no que hables con él.

Como siempre que perdía el control, la mente prosaica de los weskerianos ganaba la partida.

– No me has pedido que hable con él -dijo lentamente Itin-, pero tal vez Mark quiera hablarme. Y otros me preguntarán su nombre. Si no lo sé…

La voz se cortó al dar Gath un violento portazo. En realidad, su reacción no serviría de nada. La próxima vez que viera a Itin (un día, una semana, incluso un mes después), el monólogo proseguiría exactamente en la misma palabra en que se había interrumpido, y la idea seria explayada hasta su rumiado final. Gath maldijo en su interior, mientras vertía el agua sobre dos de los concentrados más sabrosos que le quedaban.

– Adelante -invitó, al oír un golpecito en la puerta.

El sacerdote entró y le devolvió la caja que contenía la pistola.

– Gracias por el préstamo, señor Gath. Aprecio su intención al enviarme esto. No tengo idea alguna respecto a qué causó el desgraciado incidente a mi llegada, pero creo que sería mejor olvidarlo, dado que vamos a vivir juntos en este planeta durante algún tiempo.

– ¿Un trago? -preguntó Gath.

Recogió la caja y señaló la botella que había encima de la mesa. Llenó dos vasos y ofreció uno de ellos al sacerdote.

– Eso es más de lo que yo pensaba -agregó-, aunque sigo debiéndole una explicación por lo sucedido ahí fuera. -Miró ceñudo su vaso por un momento y después lo alzó en dirección al otro hombre-. El universo es muy grande y supongo que debemos acomodarnos lo mejor que podamos. ¡Por la cordura!

– ¡Que Dios sea con usted! -brindó a su vez el padre Mark.

– Ni conmigo ni con este planeta -objetó Gath en tono tajante-. Y ésa es la esencia del problema.

Bebió medio vaso de un trago y suspiró.

– ¿Lo dice para asustarme? -preguntó el sonriente sacerdote-. Le aseguro que no me ha impresionado.

– No pretendía hacerlo. Lo he dicho en un sentido muy literal. Supongo que soy lo que usted llamaría un ateo, de manera que la religión revelada no me interesa en absoluto. En cuanto a estos nativos, tipos arcaicos, sencillos e ignorantes, se las han apañado para llegar hasta aquí sin supersticiones o rasgos deístas…, de ningún tipo. Confiaba en que continuaran lo mismo.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó el sacerdote con extrema gravedad-. ¿Quiere decir que no tienen dioses, que no creen en el más allá? ¿Que mueren…?

– Mueren y vuelven al polvo, como el resto de los animales. Conocen el trueno y tienen árboles y agua, sin dioses tronantes, duendes arbóreos o ninfas acuáticas. Carecen de diosecillos deformes, tabúes o hechizos que atormenten y limiten sus vidas. Jamás he encontrado otro pueblo primitivo tan absolutamente libre de supersticiones. Y los weskerianos parecen mucho más felices y cuerdos gracias a ello. Me hubiera gustado mantenerlos en ese camino.

– ¿Quería apartarlos de Dios…? ¿De la salvación?

Los ojos del sacerdote se desorbitaron, y su rostro demostró cierto disgusto.

– No. Quería apartarlos de la superstición hasta que tuvieran más conocimientos y pudieran juzgarla de un modo realista, sin ser absorbidos y quizá destruidos por ella.

– Está insultando a la Iglesia, señor. Al compararla con la superstición…

– Por favor -dijo Gath, alzando su mano-. Nada de argumentos teológicos. No creo que su asociación pagara los gastos de este viaje para tratar de convertirme a mí. Limítese a aceptar el hecho de que he llegado a mis creencias a través de una metódica meditación a lo largo de bastantes años y que ningún tipo de metafísica estudiantil las cambiará. Le prometo no tratar de convertirle…, siempre y cuando haga usted lo mismo conmigo.

– De acuerdo, señor Gath. Tal como me ha recordado, mi misión aquí consiste en salvar estas almas y a eso me atendré. Pero ¿por qué le fastidia mi trabajo hasta el punto de haber intentado evitar que bajara a tierra? Incluso me amenazó con su pistola y…

El sacerdote se interrumpió y miró el contenido de su vaso.

– ¿E incluso le pegué? -inquirió Gath, frunciendo el ceño de repente-. No había razón para hacerlo, y me gustaría decir que lo siento. Acháquelo a mis malas maneras y mi peor temperamento. Viva a solas mucho tiempo y se encontrará haciendo lo mismo. -Meditó sobre sus gruesas manos, extendidas sobre la mesa, leyendo recuerdos en las cicatrices y los callos dibujados en ellas-. Llamémoslo frustración, a falta de una palabra mejor. En su trabajo, sin duda ha tenido infinidad de oportunidades para atisbar lugares aún más oscuros en las mentes humanas, y debería de saber algo sobre motivos y felicidad. He llevado una vida demasiado ocupada para pensar en establecerme y formar una familia, y hasta hace muy poco no me ha hecho ninguna falta. Quizá las radiaciones que se filtran aquí estén reblandeciéndome el cerebro, pero había empezado a considerar un poco a estos peludos y pisciformes weskerianos como mis propios hijos, como si yo fuera responsable de ellos en cierta forma.

– Todos somos hijos de Dios -afirmó el padre Mark en voz baja.

– Bien, aquí hay algunos de sus hijos que ni siquiera imaginan su existencia -replicó bruscamente Gath.

Se sintió de súbito enfadado consigo mismo por permitirse revelar cualquier clase de nobles sentimientos. No obstante, la intensidad de sus emociones se lo hizo olvidar al momento. Se inclinó hacia delante.

– ¿No comprende la importancia de eso? Viva algún tiempo con estos weskerianos y descubrirá una vida sencilla y feliz comparable con el estado de gracia del que la gente como usted habla siempre. Llevan una vida placentera… y no hacen daño a nadie. Debido a las circunstancias, han evolucionado en un mundo casi estéril, de manera que jamás han tenido la oportunidad de salir de una cultura correspondiente a la edad de piedra, desde el punto de vista material. Pero mentalmente son nuestros iguales, o quizá mejores. Todos han aprendido mi idioma, por lo que me resulta fácil explicarles las numerosas cosas que desean saber. El conocimiento les proporciona una auténtica satisfacción. Tienden a resultar exasperantes de vez en cuando, por que todo hecho nuevo ha de ser relacionado con la estructura del resto de las cosas. Ahora bien, cuanto más aprenden, más rápido se vuelve el proceso. Algún día serán semejantes al hombre en todos los aspectos. Tal vez lleguen a superarnos. Si… ¿Querría hacerme un favor?

– En la medida en que me esté permitido.

– Déjeles solos. O si debe hacerlo, enséñeles historia y ciencia, filosofía, leyes, todo lo que les ayude a enfrentarse a las realidades del universo superior, cuya existencia ni siquiera conocían antes de ahora. Pero no les confunda con sus odios y dolores, culpabilidad, pecado y castigo… Quién sabe el daño que…

– ¡Me está usted insultando, señor!

El sacerdote se puso en pie de un salto. La parte superior de su canosa cabeza apenas llegaba a la enorme mandíbula del comerciante, pero eso no le impedía defender lo que consideraba correcto. Gath, de pie también, había dejado de ser el penitente. Los dos hombres se miraron furiosos, como siempre han hecho los hombres, inflexibles en la defensa de sus respectivas verdades.

– ¡Es usted quien me insulta a mí! -gritó Gath-. Me insulta con su increíble egocentrismo al creer que su derivada e insignificante mitología, que difiere muy poco de los miles de otras que todavía agobian a los hombres, pueda hacer otra cosa que no sea confundir sus mentes aún puras… ¿No se da cuenta de que creen en la verdad? ¿Que nunca han oído hablar de algo como la mentira? Todavía no han sido instruidos para comprender que otros tipos de mentes son capaces de pensar de un modo distinto al suyo. ¿No querrá ahorrarles esa…?

– Cumpliré con mi deber, que me ha sido impuesto por voluntad divina, señor Gath. ¡Traerles la palabra de Dios a fin de que se salven!

Cuando el misionero abrió la puerta, el viento se apoderó de ella y la batió con violencia. El padre Mark desapareció en la oscuridad y la furia de la tormenta. La puerta osciló de un lado a otro, y una rociada de gotas de lluvia irrumpió en la vivienda. Las botas de Gath dejaron huellas fangosas cuando el comerciante cerró la puerta, eliminando la visión de un Itin sentado impasible bajo la tormenta. El weskeriano se limitaba a esperar que Gath dispusiera de un momento y le confiara parte del abundante conocimiento que poseía.

Un acuerdo tácito les llevó a no mencionar nunca más aquella noche. Al cabo de unos cuantos días de soledad, empeorados por la conciencia que cada uno tenía de la proximidad del otro, se encontraron hablando sobre temas voluntariamente neutros. Gath empaquetó y almacenó sus existencias con toda lentitud, sin admitir jamás que su trabajo había finalizado y podía marcharse en cualquier momento. Disponía de una buena cantidad de interesantes drogas y plantas que se venderían a buen precio. Y no cabía duda de que los artefactos weskerianos causarían sensación en el sofisticado mercado galáctico. Antes de la llegada de Gath, los trabajos manuales de los nativos, muy limitados, consistían en tallas penosamente esculpidas en la dura madera mediante fragmentos de roca. Gath les había proporcionado herramientas y un surtido de materias primas tomadas de sus propias existencias. Nada más.

En pocos meses, los weskerianos no sólo aprendieron a trabajar los nuevos materiales, sino que transformaron sus diseños y formas propias en los más extraños y a la vez más bellos artefactos que el comerciante había visto en toda su vida. Le bastaría presentarlos en el mercado para suscitar una primera demanda. Ya volvería después a buscar una nueva remesa. La única compensación que deseaban los weskerianos eran libros, herramientas y conocimiento. Y Gath sabía que los nativos, gracias a sus esfuerzos, lograrían entrar en la unión galáctica.

Por lo menos, había confiado en eso. Ahora, el viento del cambio soplaba en la aldea que había crecido en torno a su nave. Gath dejó de ser el centro de atención y el punto focal de la vida comunitaria. Al comerciante no le quedaba otro remedio que sonreír al pensar en su pérdida de poder, pese a que hubiera muy poco humor en su sonrisa. Serios y atentos, los weskerianos seguían haciendo turnos obligatorios como «colectores de conocimiento», pero su antigua asimilación de hechos generales contrastaba en grado sumo con el huracán intelectual desencadenado en torno al sacerdote. Gath les había hecho trabajar antes de entregarles un simple libro o herramienta, mientras que el cura no pedía nada a cambio. Gath había intentado mostrarse progresista al ofrecer sus conocimientos, tratando a los weskerianos como a niños brillantes, pero iletrados. Quería que anduvieran antes de correr, que dominaran un tema antes de pasar al siguiente.

El padre Mark, en cambio, se limitaba a ofrecerles los beneficios del cristianismo. El único trabajo físico que les exigió fue la construcción de una iglesia, un lugar de culto y aprendizaje. De los interminables pantanos del planeta habían surgido más weskerianos, y en cuestión de días posaron el techo sobre una estructura de postes. La congregación dedicaba un pequeño periodo de tiempo todas las mañanas a levantar los muros. Luego, se precipitaban al interior para aprender las prometedoras, exhaustivas e importantísimas verdades del universo.

Gath jamás manifestó ante los weskerianos lo que opinaba acerca de su nuevo interés, sobre todo porque ellos nunca se lo preguntaron. Su sentido del honor o su orgullo le impedían aprovecharse de un oyente ansioso para exponerle sus aflicciones. Tal vez fuera distinto de tocarle el turno a Itin como «colector de conocimiento» -era el nativo más brillante del grupo-, pero su período había terminado un día después de la llegada del misionero, y Gath no volvió a hablar con él desde entonces.

Por lo tanto, se sorprendió mucho cuando, al cabo de diecisiete de los tres veces más largos días weskerianos, encontró una delegación a la puerta de su vivienda cuando salía de ella después del desayuno. Itin actuaba como portavoz. Llevaba la boca ligeramente abierta, lo mismo que otros muchos de los weskerianos. Uno de ellos incluso parecía bostezar, revelando con claridad la doble hilera de agudos dientes y la garganta de un color negro purpúreo. Aquellas bocas impresionaron a Gath como un síntoma de la gravedad de la reunión. Era la única expresión weskeriana que había aprendido a reconocer. Una boca abierta indicaba una emoción fuerte. Felicidad, tristeza, irritación… Jamás se podía estar seguro del significado. Los weskerianos se mostraban apacibles por lo general, y Gath nunca había visto suficientes bocas abiertas como para deducir la causa. En aquel momento, sin embargo, estaba rodeado de ellas.

– ¿Querrás ayudarnos, Gath? -dijo Itin-. Tenemos un problema.

– Responderé a cualquier pregunta que me hagáis -repuso Gath, bastante receloso-. ¿De qué se trata?

– ¿Hay un Dios?

– ¿Qué entiendes tú por «Dios»? -preguntó a su vez Gath.

¿Qué les diría? ¿Qué había sucedido en sus mentes para que le formularan esa pregunta?

– Dios es nuestro Padre Celestial, nuestro Creador y Protector. A Él suplicamos ayuda, y si nos salvamos, encontraremos un lugar…

– ¡Ya basta! No existe ningún Dios.

Se quedaron todos con la boca abierta, incluido Itin, mientras miraban a Gath y meditaban sobre la respuesta que les había dado. Las hileras de sonrosados dientes habrían atemorizado a cualquiera que no conociese tan a fondo como Gath a aquellas criaturas. Por un instante, se preguntó si ya habrían sido adoctrinados y le consideraban un hereje, pero desechó la idea.

– Gracias -dijo Itin.

Los weskerianos se marcharon. Aunque la mañana todavía era fría, Gath notó que estaba sudando, sin saber por qué.

La reacción no tardó en producirse. Itin volvió aquella misma tarde.

– ¿Querrás venir a la iglesia? -preguntó-. Estudiamos muchas cosas difíciles de aprender, pero ninguna tan difícil como ésta. Necesitamos tu ayuda. Tenemos que oíros hablar al padre Mark y a ti. Él dice que una cosa es verdad, y tú dices que otra es verdad. Y ambas no pueden ser verdad al mismo tiempo. Debemos averiguar cuál de ellas es verdad.

– Iré, desde luego -contestó Gath, esforzándose por ocultar su repentina sensación de júbilo.

No había hecho nada por lograrlo, pero los weskerianos acudían en su busca de todos modos. Todavía quedaba una esperanza de salvaguardar su libertad.

Hacía calor dentro de la iglesia, y Gath se sorprendió ante la cantidad de weskerianos presentes, más de los que había visto reunidos hasta aquel momento. Había muchas bocas abiertas. El padre Mark estaba sentado frente a una mesa llena de libros. El misionero pareció molesto al verle entrar, pero no pronunció una sola palabra. El comerciante fue el primero en hablar.

– Espero que comprenda que la idea fue de ellos. Que vinieron a buscarme por su propia voluntad y me pidieron que me presentara en la iglesia.

– Lo sé -contestó el sacerdote con aire de resignación-. A veces se muestran muy difíciles. Pero están aprendiendo y desean creer. Sólo eso me importa.

– Padre Mark, comerciante Gath, necesitamos vuestra ayuda -empezó Itin-. Los dos sabéis muchas cosas que nosotros desconocemos. Debéis ayudarnos a llegar a la religión, cosa no fácil de lograr.

Gath hizo ademán de tomar la palabra, pero cambió de idea. Itin prosiguió:

– Hemos leído las Biblias y todos los libros que el padre Mark nos dio. Una cosa está clara. La hemos discutido y todos nos manifestamos de acuerdo. Esos libros son muy distintos a los que nos dio el comerciante Gath. En]os libros del comerciante Gath, existe el universo, que no hemos visto y que no tiene Dios, ya que no se le cita en parte alguna, a pesar de que hemos examinado los textos con mucho cuidado. En los libros del padre Mark, Él está en todas partes y nada ocurre sin Él. Así que unos libros deben de estar equivocados y los otros no.

Desconocemos cómo puede ser eso, pero en cuanto averigüemos la verdad, tal vez lo sepamos. Si Dios no existe…

– Claro que existe, hijos míos -intervino el padre Mark, con un tono de profunda convicción-. Él es vuestro Padre Celestial, nuestro Creador…

– ¿Y quién creó a Dios? -inquirió Itin.

El murmullo cesó, y todos los weskerianos sin excepción clavaron sus ojos en el padre Mark. El sacerdote retrocedió un poco bajo el impacto de aquellas miradas. Después, sonrió.

– Nadie creó a Dios, puesto que Él es el único Creador -explicó-. Él ha existido siempre…

– Si Él ha existido siempre, ¿por qué no ha de haber existido siempre el universo, sin necesidad de un creador?

Las palabras de Itin brotaron con la fuerza de un torrente. La importancia de la pregunta era obvia.

– Tened fe, con eso basta -respondió muy despacio, con infinita paciencia, el sacerdote-. Creed simplemente.

– ¿Cómo podemos creer sin pruebas?

– Para creer no se necesitan pruebas… ¡Si se tiene fe!

La iglesia se llenó de susurros. Se abrieron aún más bocas, mientras los weskerianos pugnaban por aclarar sus pensamientos entre la maraña de palabras y encontrar el camino de la verdad.

– ¿Qué nos puedes decir tú, Gath? -preguntó Itin, y el sonido de su voz acalló los murmullos.

– Os hablaré del método científico, capaz de estudiar todas las cosas, incluso a sí mismo, y dar respuestas que demuestren la verdad o falsedad de cualquier proposición.

– Sí, así procederemos -afirmó Itin-. Hemos llegado a la misma conclusión. -Mostró un libro voluminoso, y una oleada de. asentimiento se extendió entre los asistentes-. Estudiamos la Biblia, tal como nos dijo el padre Mark, y encontramos la respuesta. Dios hará un milagro para nosotros, demostrando así que nos contempla. Y a través de esa señal, le conoceremos e iremos a Él.

– Eso es un pecado de falso orgullo -replicó el padre Mark-. Dios no precisa de milagros para demostrar su existencia.

– ¡Pero nosotros si que necesitamos un milagro! -gritó Itin, y pese a no ser humano, su voz reflejó un ansia extrema-. Aquí hemos leído el relato de milagros menores: panes, peces, vino, serpientes… Y muchos de ellos fueron realizados por motivos de menor importancia. Ahora, le basta con hacer… un milagro y nos ganará a todos nosotros. El prodigio de un mundo totalmente nuevo adorándole al pie de su trono, tal como tú nos dijiste, padre Mark. Y nos explicaste la importancia de eso. Lo hemos discutido y hemos llegado a la conclusión de que sólo hay un milagro que nos sirva.

El aburrimiento y el interés más bien distraído que le inspiraba la interminable pugna teológica abandonaron a Gath en una décima de segundo. De haber meditado un poco, habría descubierto mucho antes cómo iba a terminar la discusión. Un ligero giro de su cabeza le permitió ver la ilustración de la página de la Biblia que mostraba Itin. Y supo por adelantado qué imagen iba a presenciar. Se levantó lentamente de su silla, como si se desperezara, y se volvió hacia el sacerdote.

– ¡Prepárese! -susurró-. Salga por la parte de atrás y diríjase a la nave. Yo me ocuparé de ellos. No creo que me hagan ningún daño.

– ¿De qué me habla? -preguntó el padre Mark, parpadeando en un gesto de sorpresa.

– ¡Váyase de aquí, imbécil! -musitó Gath-. ¿Qué milagro piensa que tienen en la cabeza? ¿Qué milagro se supone que convirtió el mundo al cristianismo?

– ¡No! No puede ser. ¡Es imposible!

– ¡Muévase! -gritó Gath.

Agarró al misionero y le empujó hacia la pared trasera. El padre Mark se tambaleó y retrocedió. Gath se abalanzó hacia él… Demasiado tarde. Los anfibios eran de pequeño tamaño, pero numerosos. Gath se revolvió, y su puño alcanzó a Itin, empujándolo hacia la muchedumbre. Los demás se echaron encima del comerciante, que pugnaba por abrirse paso hacia el cura. Gath peleó desesperadamente… Fue como si luchara contra las olas. Los peludos y selváticos cuerpos se agolparon a su alrededor. Se debatió hasta que le ataron, y aun entonces continuó resistiéndose. Por último, los golpes que recibió en la cabeza le obligaron a desistir. Le arrastraron hasta el exterior y quedó tendido en el suelo, bajo la lluvia, incapaz de hacer otra cosa que no fuera maldecir y observar.

Los weskerianos eran maravillosos artesanos, por supuesto, y lo reprodujeron todo hasta el menor detalle, siguiendo la ilustración de la Biblia: la cruz, firmemente plantada en la cumbre de la pequeña colina, los relucientes clavos metálicos, el martillo… Desnudaron al padre Mark y le vistieron con un taparrabos de pliegues cuidadosamente dispuestos. Le sacaron de la iglesia. Estuvo a punto de desmayarse a la vista de la cruz. Luego, alzó la cabeza, resuelto a morir como había vivido, apoyándose en su fe.

Pero le resultó muy duro de soportar. Ni siquiera Gath, simple observador, logró aguantarlo. Una cosa es hablar de la crucifixión y contemplar los cuerpos, elegantemente tallados, a la difusa luz de la plegaria. Y otra, muy distinta, ver a un hombre desnudo, con las cuerdas cortando su carne, colgado de unos maderos. Y presenciar cómo se coloca el clavo de afilada punta contra la delicada piel de la palma de una mano, cómo se levanta el martillo con la fría deliberación necesaria para un preciso golpe de artesano. Y por último, oír el confuso sonido del metal que penetra en la carne.

Y escuchar los chillidos.

Pocas personas nacen para ser mártires, y el padre Mark no era una de ellas. Los primeros golpes hicieron sangrar sus labios, salvajemente mordidos por los dientes. Después, abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás. El espantoso y gutural horror de sus gritos se mezcló con el susurro de la lluvia y se reflejó silenciosamente en la masa de weskerianos que contemplaban la escena. Cualquier emoción abría sus bocas. Ésta afectó a todo su cuerpo. Hilera tras hilera de fauces abiertas reflejaron la agonía del crucificado misionero.

Por fortuna, el padre Mark perdió el conocimiento antes de que el último clavo se hundiera en el lugar correspondiente. La sangre que brotaba de las heridas se mezcló con la lluvia y goteó lentamente, tomando un color rosado al llegar a los pies del sacerdote, mientras la vida abandonaba su cuerpo. En un momento indeterminado de la escena, Gath, que había estado sollozando y tratando de romper sus ligaduras, pese al aturdimiento causado por los golpes recibidos en la cabeza, se desmayó.

Cuando el comerciante recuperó el conocimiento, se encontraba en su almacén. Era de noche. Alguien estaba liberándole de las cuerdas con que le habían atado. El sonido de goteo y salpicaduras indicaba que en el exterior seguía lloviendo.

– ¿Itin? -dijo.

No podía ser más que él.

– Sí -musitó la voz del extraterrestre-. Todos los demás están hablando en la iglesia. Lin murió a causa de los golpes que le diste en la cabeza e Ion está muy grave. Algunos dicen que también tú deberías ser crucificado y me temo que ocurra así. O quizá te maten golpeándote en la cabeza. Han repasado la Biblia y allí dice que…

– Lo sé -le interrumpió Gath, sintiéndose en extremo fatigado-. Ojo por ojo. Descubrirás un montón de cosas semejantes en cuanto empieces a buscarlas. Un libro maravilloso…

Le dolía terriblemente la cabeza.

– Debes irte. Llegarás hasta tu nave sin que nadie te vea. Ya hemos tenido bastantes muertes.

Itin, igual que Gath, reflejaba en su voz un cansancio de origen muy reciente. El comerciante se puso en pie y pugnó por mantenerse en dicha posición. Apretó su cabeza contra la dura pared, hasta que cesaron las náuseas…

– El cura está muerto -dijo sin preguntar.

– Sí, hace algunas horas. De lo contrario, yo no habría podido venir a verte.

– Y enterrado, claro, o los demás no estarían pensando en que yo sea el siguiente.

– ¡Y enterrado! -casi hubo un matiz emotivo en la voz del anfibio, un eco de la del fallecido sacerdote-. Ha sido enterrado y subirá a los cielos. Así está escrito. El padre Mark se sentirá tan feliz al ver cómo ha terminado todo…

La voz de Itin cedió en lo que parecía un sollozo humano, cosa imposible, claro, puesto que Itin era un extraterrestre, no un hombre.

Gath avanzó con gran trabajo hacia la puerta, apoyándose en la pared para no caer.

– Actuamos como debíamos, ¿verdad? -preguntó Itin.

No hubo respuesta.

– El padre Mark resucitará, Gath. ¿No es cierto?

Gath había llegado a la puerta. La luz procedente de la iglesia, brillantemente iluminada, le permitió ver las heridas de unas manos sangrantes, las suyas, que se aferraban con fuerza al marco. El rostro de Itin apareció borroso ante sus ojos, muy cerca, y Gath sintió las manos del weskeriano, finas, con los múltiples dedos que manejaron los afilados clavos, sujetándole la camisa.

– Resucitará, Gath. ¿No es cierto?

– No. Seguirá en el lugar donde le habéis enterrado. No sucederá nada. El padre Mark ha muerto y muerto seguirá.

La lluvia se deslizó por el pelaje de Itin, y la boca del anfibio se abrió tanto que dio la impresión de prorrumpir en gritos en la desapacible noche. Itin necesitó un enorme esfuerzo para volver a hablar, para expresar sus pensamientos weskerianos en un idioma que le era extraño.

– Entonces, ¿no nos salvaremos? ¿No seremos puros?

– Erais puros -replicó Gath, en parte llorando, en parte riendo-. Ése es el lado horrible, repugnante y atroz del asunto. Erais puros. Ahora sois…

– Asesinos -concluyó Itin.

El agua cayó a borbotones de su inclinada cabeza, antes de desvanecerse en la oscuridad.

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