9 El vampiro

La ciudad de Salzburgo estaba llena hasta los topes. Un considerable número de ciudadanos norteamericanos quería ver Europa antes de morir, y un número no menos elevado de europeos quería ver Europa antes de que se convirtiera en el Mercado Común de la Calle Mayor. Muchos creían que ya llegaban demasiado tarde, pero Salzburgo, con el fantasma de Mozart y su particular encanto, era todavía un lugar muy bien conservado.

El hotel Goldener Hirsch ha resistido excepcionalmente bien todos los embates, teniendo en cuenta sobre todo que su encanto, bienestar y hospitalidad se remontan a ochocientos anos de antigüedad.

Tuvieron que utilizar uno de los aparcamientos del festival y transportar el equipaje al Goldener Hirsch, situado en el centro de la vieja ciudad cerrado al tráfico, a dos pasos de la bulliciosa y pintoresca Getreidegasse con sus exquisitos marcos de ventana de madera labrada y sus dorados rótulos de hierro forjado.

– Pero, en nombre del glorioso san Miguel, ¿cómo has conseguido reservas en el Goldener Hirsch? -preguntó Nannie.

– Influencias -contestó Bond lacónicamente-. ¿Y por qué san Miguel?

– San Miguel Arcángel. Patrón de los guardaespaldas y de las cuidadoras.

Bond pensó que necesitaría toda la ayuda que los ángeles pudieran prestarle. Sólo el cielo sabía qué instrucciones iba a recibir en las próximas veinticuatro horas, o si éstas asumirían la forma de una bala o de un cuchillo.

Antes de descender del Bentley, Nannie carraspeó y empezó a soltar un sermón.

– James -dijo severamente-, acabas de decir algo que Sukie considera ofensivo y que a mí tampoco me gusta.

– ¿Ah, sí?

– Has dicho que sólo te tendremos que aguantar otras veinticuatro horas aproximadamente.

– Y es verdad.

– ¡No! No lo es.

– Me obligaron por azar a mezclaros en esta situación potencialmente peligrosa. No tuve más remedio que arrastraros a ella. Ambas fuisteis muy valientes y me ayudasteis mucho, pero no debió de ser muy divertido. Lo que yo os digo ahora es que podréis veros libres de todo eso dentro de unas veinticuatro horas.

– No queremos vernos libres -dijo Nannie muy tranquila.

– Sí, ha sido tremendo -terció Sukie-, pero nos consideramos amigas tuyas. Estás en apuros y…

– Sukie me pidió que permaneciera contigo. Que te cuidara, James y, ya que estamos aquí, ella quiere acompañarme.

– Eso puede que no sea posible -dijo Bond, mirando muy serio a las muchachas con sus claros ojos azules.

– Pues tendrá que serlo -dijo Sukie muy decidida.

– Mira, Sukie, puede que yo reciba instrucciones de una autoridad muy persuasiva. Tal vez me exijan que os deje, que os suelte y os ordene seguir vuestro dulce camino.

– En fin -dijo Nannie-, es una lástima que nuestro dulce camino coincida con el tuyo, James. Eso es todo lo que hay.

Bond se encogió de hombros. El tiempo diría la última palabra. Tal vez le ordenaran que llevara a las mujeres consigo como rehenes. En caso contrario, ya encontraría el medio de marcharse discretamente cuando llegara la hora. La tercera posibilidad era que todo terminara allí mismo, en el Goldener Hirsch, en cuyo caso ni siquiera se plantearía el problema.

– Puede que necesite unos cuantos sellos -le dijo Bond a Sukie mientras se dirigían al hotel-. Más bien bastantes. Suficientes para enviar un paquetito al Reino Unido. ¿Me los podrías conseguir? Envía unas cuantas postales inofensivas a través del conserje y pídele que compre al mismo tiempo los sellos.

– Pues, claro, James -contestó Sukie.

El Goldener Hirsch está considerado por muchos el mejor hotel de Salzburgo; era encantador, lujoso y pintoresco aunque todo resulte, en realidad, un poco estudiado. El personal viste el típico paño loden de la zona y todas las habitaciones están cargadas de historia austríaca. Bond pensó que su habitación hubiera podido utilizarse en el rodaje de Sonrisas y lágrimas.

Cuando se fue el conserje, cerrando discretamente la puerta a sus espaldas, Bond oyó resonar de nuevo en su cabeza la advertencia de Kirchtum: «Deberá usted aguardar instrucciones… No deberá establecer contacto con su gente de Londres». Por consiguiente, sería una locura, por lo menos de momento, telefonear a Londres o a Viena e informar sobre los acontecimientos. El que había efectuado las reservas, habría conectado el teléfono con alguna red de fuera del hotel. El hecho de utilizar el CC-500 les alertaría de que pretendía establecer contacto con el mundo exterior. Y, sin embargo, tenía que informar al Cuartel General.

Bond extrajo de su segunda maleta dos pequeñas grabadoras, comprobó la potencia de la batería y las colocó en posición de activación a través de la voz. Enrolló de nuevo las cintas y ajustó al teléfono un aparato con un micrófono aspirador del tamaño de un grano de trigo. El otro lo dejó a la vista sobre el pequeño bar.

El cansancio se había apoderado de él. Había acordado reunirse a cenar con las chicas en el famoso y recoleto bar sobre las seis de la tarde. Hasta entonces, se dedicarían a descansar. Bond llamó a recepción, y pidió que le subieran un café y unos huevos revueltos. Mientras esperaba, examinó la habitación y el pequeño cuarto de baño sin ventana. Había una bonita ducha, protegida por unas sólidas mamparas correderas de cristal. Le pareció bien y decidió que se tomaría una ducha más tarde. Estaba colgando los trajes en el armario cuando llegó el camarero trayendo el café recién hecho y unos huevos guisados a la perfección.

Al terminar de comer, Bond dejó la ASP al alcance de la mano, colgó el letrero de NO MOLESTEN en la puerta y se sentó en uno de los cómodos sillones. Al final, se quedó profundamente dormido y soñó que era el camarero de un café y corría sin parar entre la cocina y las mesas, sirviendo a «M», Tamil Rahani, el difunto Enano Venenoso y Sukie y Nannie. Poco antes de despertarse, les sirvió el té a Sukie y a Nannie junto a un enorme pastel de crema que se desintegró hasta quedar reducido a serrín en cuanto ellas trataron de cortarlo. Las muchachas no parecieron inmutarse porque pagaron la factura y cada una de ellas dejó una joya de propina. Él se agachó para tomar una pulsera de oro y ésta se le escapó de las manos y fue a caer produciendo un gran estrépito sobre una bandeja.

Bond despertó sobresaltado, convencido de que el ruido era real; sin embargo a través de la ventana sólo se filtraban los rumores de la calle. Se desperezó un poco anquilosado a causa de la forzada posición en el sillón y consultó el Rolex de acero inoxidable que llevaba en la muñeca. Se sorprendió de que hubiera dormido tantas horas. Eran casi las cuatro y media de la tarde.

Con los ojos legañosos, se dirigió al cuarto de baño, encendió la luz y abrió las mamparas de la ducha. Una ducha caliente seguida de otra helada, un afeitado y un cambio de ropa le refrescarían.

Abrió el grifo de la ducha, cerró la mampara y empezó a desnudarse. Pensó que los que tenían que darle instrucciones se lo estaban tomando con mucha calma. Si él hubiera organizado aquel secuestro, hubiera atacado tan pronto como su víctima llegara al hotel y la habría apresado cuando todavía estuviera medio atontada a causa de la noche de vigilia.

Regresó desnudo a la habitación para recoger la ASP y la varilla y las dejó en el suelo bajo un par de toallas de tocador, justo a salida de la ducha. A continuación comprobó la temperatura del agua y se situó bajo el chorro. Cerró las mamparas y empezó a enjabonarse, frotándose vigorosamente el cuerpo con un áspero guante.

Empapado de agua caliente y exaltado por la sensación de limpieza, modificó la posición de los grifos y dejó que el agua se enfriara hasta que, al final, se quedó bajo una ducha casi helada. Tuvo la impresión de que avanzaba medio de una tempestad de nieve. Sintiéndose totalmente revitalizado, cerró el grifo y se sacudió como un perro. Luego hizo ademán abrir la mampara corredera.

De repente, se alarmó. Casi podía olfatear la proximidad del peligro. Antes de que su mano tocara el tirador de la mampara, se apagaron las luces, dejándole desorientado una décima de segundo durante la cual su mano no consiguió localizar el tirador mientras la mampara se abría imperceptiblemente y volvía a cerrarse produciendo un sordo rumor. Sabía que no estaba solo. Había en la ducha otra cosa que primero le rozó el rostro y después se volvió loca, golpeando contra su cuerpo y las paredes de la ducha. Bond buscó el tirador a tientas con una mano mientras con la otra agitaba desesperadamente el guante alrededor de su rostro y su cuerpo para alejar a la criatura confinada con él en el interior de la ducha. Sin embargo, cuando sus dedos se curvaron sobre el tirador para abrir la mampara, ésta no se movió. Cuanto más fuerte tiraba, más perversos se volvían los ataques de la criatura. Sintió que una garra se posaba en su hombro y después en el cuello, pero consiguió librarse de ella mientras forcejeaba con la mampara que no se movía en absoluto. La cosa se detuvo un instante, como si se preparara para el asalto final.

Entonces oyó, lejana, la risueña voz de Sukie.

– ¿James? James, ¿dónde demonios te has metido?

– ¡Aquí! ¡En el cuarto de baño! ¡Sácame de aquí, por el amor de Dios!

Un segundo más tarde, se volvió a encender la luz. Vio la sombra de Sukie en el cuarto de baño. Y entonces descubrió también a su adversario. Era algo que sólo había visto en los parques zoológicos, aunque nunca de aquel tamaño. Posado en lo alto de la ducha había un gigantesco vampiro de brillantes ojos y afilados dientes, cuyas alas estaban empezando a desplegarse para iniciar un nuevo ataque. Se abalanzó sobre la bestia, agitando el guante y gritó:

– ¡Abre la ducha!

La mampara empezó a deslizarse.

– ¡Sal del cuarto de baño, Sukie! ¡Sal en seguida! -gritó Bond, intentando cerrar la puerta mientras el vampiro descendía en picado.

Cayó de lado, consiguiendo cerrar la mampara de la ducha, y rodó por el suelo en dirección a las armas mantenidas ocultas bajo las toallas.

Aunque sabía que un vampiro no podía matar instantáneamente, la idea de lo que éste podía inyectarle en la sangre fue suficiente como para provocarle escalofríos. Sin embargo, no había actuado con la suficiente rapidez porque la criatura había huido con él de la ducha. Bond le gritó de nuevo a Sukie que cerrara la puerta y esperara. En una fracción de segundo, le cruzó por la mente todo cuanto sabía acerca del vampiro mordedor, incluso su denominación latina, Desmodus rotundus. Había tres variedades. Solían cazar de noche, acercándose subrepticiamente a su presa y clavando unos dientes caninos increíblemente afilados en una zona sin vello del cuerpo. Chupaban sangre y, al mismo tiempo, escupían saliva para evitar que la sangre se coagulara. Era la saliva la que podía transmitir enfermedades…, sobre todo, la rabia y otras dolencias víricas letales.

Aquel vampiro debía de ser un híbrido y llevar en la saliva una enfermedad especialmente desagradable. La luz del cuarto de baño le desorientó por completo, aunque era evidente que necesitaba sangre y trataría por todos los medios de hincar los dientes en la carne de Bond. Tenía un cuerpo de unos veintisiete centímetros de largo, mientras que la envergadura de las alas debía superar los sesenta, es decir tres veces la longitud de un ejemplar normal de su especie.

Como si adivinara los pensamientos de Bond, el enorme vampiro levantó las patas delanteras, extendió las alas y se elevó en el aire para efectuar un rápido ataque.

Bond sacudió la mano derecha hacia abajo para abrir la varilla y después empezó a agitarla en dirección a la criatura que se acercaba. Consiguió alcanzarla más por azar que por buena puntería, puesto que los vampiros, con sus sentidos de tipo radar, consiguen habitualmente esquivar los objetos. La luz artificial le habría debilitado los reflejos ya que la varilla de acero se descargó directamente sobre su cabeza y lo arrojaba al otro lado de la estancia donde fue a golpear contra la mampara de la ducha. Bond se plantó de un salto junto al crispado y aleteante cuerpo y lo golpeó, una y otra vez, con loco furor. Sabía lo que estaba haciendo y era perfectamente consciente de que su insensata conducta obedecía al temor. Mientras golpeaba repetidamente al animal, pensó en los hombres que habían preparado todo aquello con el ánimo de matarle…, porque no le cabía la menor duda de que la saliva de aquel vampiro contenía algo que le provocaría una rápida y dolorosa muerte.

Al terminar, arrojó la varilla a la ducha, abrió el grifo y regresó al dormitorio. Guardaba un frasco de desinfectante en el botiquín de primeros auxilios que la Rama Q solía facilitar a los agentes del Servicio.

Había olvidado que estaba desnudo.

– Bueno, ahora ya lo he visto todo. Estamos empatados -dijo Sukie muy seria desde el sillón en el que aguardaba sentada.

Empuñaba en la mano derecha una pequeña pistola semejante a la de Nannie. Y apuntaba sin vacilar contra un punto intermedio situado entre las piernas de Bond.

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