18 Madame espera

– Siento que haya tenido que ser así, James. Estuviste a la altura de tu fama. Ojalá pudieran tener la misma todas las chicas.

Los ojos grises eran tan fríos como el mar del Norte en diciembre y las palabras no significaban nada.

– No tanto como lo siento yo -dijo Bond, esbozando una sonrisa que ni el cañón de la Uzi ni Nannie Norrich se merecían-. Conque tú y Sukie, ¿eh? Conseguisteis que picara el anzuelo. ¿Es una empresa privada o trabajáis para alguna de las Organizaciones?

– Sukie, no, James. Sukie, no -contestó Nannie muy seria. Si tenía algún sentimiento, lo disimulaba muy bien-. Está en la cama en el Pier House. Como en las viejas películas de detectives, le he administrado un narcótico… muy fuerte, por cierto. Pedimos un café al servicio de habitaciones cuando te fuiste. Y yo añadí un Mickey Finn por mi cuenta. Ya te habremos liquidado cuando ella despierte. Si es que despierta.

Bond contempló la cama. La encogida figura de Tamil Rahani seguía inmóvil. Tiempo. Necesitaba tiempo. Tiempo para hablar, y un poco de suerte. Trató de aparentar serenidad.

– En principio, un Mickey Finn era un laxante para caballos. ¿Lo sabías?

– Con este equipo, pareces una rana negra, James -dijo Nannie sin contestar-. No te sienta bien; por consiguiente, quiero que te lo quites muy despacito.

– Si tú lo dices…

– Lo digo y, por favor, no cometas ninguna tontería. Al menor movimiento no vacilaré en arrancarte las piernas con esa pistola.

El cañón de la Uzi se movió una fracción.

Poco a poco y con cierta dificultad, Bond empezó a quitarse el traje impermeable. Entretanto, seguía haciendo preguntas cuidadosamente escogidas para conseguir que Nannie siguiera hablando.

– Desde luego, me engañaste como a un estúpido, Nannie. Al fin y al cabo, me salvaste la vida varias veces.

– Más de las que tú sabes -dijo la joven sin la menor emoción-. Ese era mi trabajo o, por lo menos, el trabajo que me había propuesto.

– Tú liquidaste al alemán (¿cómo se llamaba? Conrad Tempel) en la carretera de Estrasburgo, ¿verdad?

– Claro, y antes hubo otros dos que también iban por ti. Les ajusté las cuentas. En el transbordador de Ostende.

Bond asintió para dar a entender que se acordaba de los dos hombres del barco.

– ¿Y Cordova, la Rata… ., el Enano Venenoso?

– Culpable.

– ¿Y el Renault?

– Eso me pilló un poco por sorpresa. Fuiste muy útil, James. Quinn era una espina que teníamos clavada, pero tú volviste a ser útil. Yo me limité a ser tu ángel de la guarda. Ese era mi trabajo.

Al fin, Bond consiguió quitarse el traje impermeable y se quedó tan sólo con los pantalones negros y el jersey de cuello de cisne.

– ¿Y qué me dices de Der Haken? El policía loco.

– Allí me echaron una mano -contestó Nannie, esbozando una sonrisa glacial-. Mi propio timbre de alarma. Der Haken fue informado y me creía una intermediaria entre su persona y ESPECTRO. Una vez agotada su utilidad, el coronel Rahani envió a un equipo especial para liquidarlo. También querían liquidarte a ti, pero el coronel me permitió seguir, aunque con una cláusula de penalización: sería eliminada en caso de que te perdiera. Y estuve en un tris de perderte porque yo fui la responsable del vampiro. Tuviste suerte de que te salvara. Pero yo las pasé moradas con ESPECTRO. Han estado haciendo experimentos con estos animales, aquí. Querían inocularte la rabia. Tú eras como un conejillo de Indias y el plan era llevarte a la isla del Tiburón antes de que se te declararan los síntomas. El coronel quiere tu cabeza, pero asimismo quería ver el efecto de la rabia antes de que te dieran el pasaporte, como vulgarmente se dice. Ponte contra la pared, James -añadió Nannie, moviendo imperceptiblemente la Uzi-. La posición habitual, pies separados y brazos extendidos. No nos gustaría descubrir que llevas algún juguetito escondido, ¿comprendes?

Le cacheó hábilmente y empezó a quitarle el cinturón. Era el momento que más temía Bond.

– Los cinturones son muy peligrosos -dijo Nannie, abriendo la hebilla y sacándolo de las presillas-. Vaya, vaya. Sobre todo, éste. Muy astuto.

Acababa de descubrir la minúscula caja de herramientas.

– Si ESPECTRO tiene a una persona como tú en nómina, Nannie, no veo por qué razón ha tenido que organizar esta payasada de la Caza de Cabezas.

– No me tiene -contestó Nannie-. En nómina, quiero decir. Entré en la competición por mi cuenta. Había trabajado para ellos otras veces y llegamos a un acuerdo. Hicimos un contrato en virtud del cual yo cobraría un porcentaje del premio en caso de que ganara…, tal como ha ocurrido. El coronel me tiene mucha confianza. Le pareció una buena manera de ahorrar dinero.

Como si hubiera oído su nombre, la figura que yacía en la cama se agitó.

– ¿Quién es? ¿Qué…, quién?

La voz, tan firme y autoritaria la primera vez que Bond la oyó, estaba ahora tan devastada como el cuerpo.

– Soy yo, coronel Rahani -contestó Nannie respetuosamente.

– ¿La chica Norrich?

– Nannie, sí. Le traigo un regalo.

– Ayúdeme… a incorporarme -graznó Rahani.

– En este instante, no puedo. Pero tocaré el timbre.

Vuelto de espaldas e inclinado hacia adelante con las manos apoyadas en la pared, Bond le oyó moverse, pero comprendió que no tendría ninguna posibilidad de emprender una acción precipitada. Nannie era muy rápida y precisa. En este instante, con la presa acorralada, su dedo no vacilaría en apretar el gatillo.

– Ahora te puedes levantar muy despacio, James -dijo Nannie. Bond se apartó de la pared-. Date la vuelta poco a poco con los brazos extendidos y los pies separados, y después apóyate contra la pared.

Bond hizo lo que la chica le ordenaba y pudo ver de nuevo la habitación en el momento en que se abría la puerta y entraban dos hombres armados.

– Tranquilizaos -les dijo Nannie en voz baja-. Lo he traído.

Eran los habituales ejemplares de ESPECTRO, uno rubio y el otro calvo; ambos eran musculosos, miraban con recelo y sus movimientos eran rápidos y cautelosos.

– Vaya -dijo el rubio-. Buen trabajo, miss Norrich.

Hablaba inglés con ligero acento escandinavo. El calvo se limitó a asentir.

A continuación entró un hombre bajito, vestido con camisa y pantalones blancos, con la cara deformada por una extraña mueca de la comisura derecha de la boca que parecía permanentemente torcida hacia la oreja del mismo lado.

– Doctor McConnell -dijo Nannie, saludándole.

– Ah, es usted, miss Norrich. Ha traído al hombre de quien siempre habla el coronel, ¿verdad?

Su rostro le recordaba a Bond el de un muñeco de un extraño ventrílocuo que hablara con exagerado acento escocés. Poco después, entró en la habitación una alta y corpulenta enfermera de andares masculinos y cabello pajizo.

– Bueno, ¿cómo está mi paciente? -preguntó McConnell, acercándose a la cama.

– Creo que quiere ver el regalo que le he traído, doctor -dijo Nannie sin apartar los ojos de Bond.

Ahora que ya le tenía en su poder, no quería correr ningún riesgo.

El médico le hizo una seña a la enfermera y ésta se acercó a la blanca mesita de noche y tomó una aplanada caja de mandos del tamaño de un billetero conectada con un cable eléctrico que se perdía bajo la cama. Apretó un botón y la cabecera de la cama empezó a subir, dejando a Tamil Rahani en posición sentada. El mecanismo emitía un zumbido casi imperceptible.

– Aquí está. Dije que lo haría, coronel Rahani, y lo hice. Míster James Bond, a su servicio.

En la voz de Nannie se detectaba un leve matiz de triunfo.

– Ojo por ojo, míster Bond -dijo la cascada voz de Rahani-. Aparte el hecho de que ESPECTRO le quería muerto desde hace más años de lo que usted y yo quisiéramos recordar, yo tenía una cuenta personal que saldar con usted.

– Me alegro de verle en tan mal estado -dijo Bond con frío desprecio.

– ¡Ya! Pues, sí, Bond -graznó Rahani-. La última vez que nos vimos, usted me obligó a saltar para salvar el pellejo. El defectuoso aterrizaje me lesionó la columna y desencadenó la enfermedad incurable que me está llevando a la muerte. Puesto que usted provocó la caída de los anteriores dirigentes de ESPECTRO y diezmó la familia Blofeld, considero ahora un deber, e incluso un privilegio personal, borrarle de la faz de la tierra… De ahí el pequeño concurso -cada palabra le cansaba y suponía para él un esfuerzo sobrehumano-. Un concurso que era un juego en el que nosotros llevábamos todas las de ganar, ya que miss Norrich es una experta y habilísima operadora.

– Y usted manipuló a otros contendientes -dijo Bond, frunciendo el ceño-. Me refiero al secuestro. Confío en que…

– Ah, la deliciosa dama escocesa y la célebre miss Moneypenny. ¿En qué confía?

– Creo que ya ha hablado suficiente, coronel -dijo el doctor McConnell, acercándose un poco más a la cama.

– No…, no… -replicó Rahani casi en un susurro-. Quiero verle abandonar este mundo antes de que yo me vaya.

– Y así será, coronel -dijo el médico, inclinándose sobre la cama-. Pero primero tendrá que descansar un poco.

– Dice usted que confía… -añadió Rahani, tratando de seguir hablando con Bond.

– Confío en que ambas damas estén sanas y salvas y en que, por una vez, ESPECTRO actúe honradamente y se encargue de que sean devueltas a cambio de mi cabeza.

– Ambas se encuentran aquí. Sanas y salvas. Serán liberadas tan pronto como su cabeza sea separada del cuerpo.

Rahani pareció encogerse todavía más en cuanto hundió la cabeza en las almohadas. Por un instante, Bond recordó la última vez que viera a aquel hombre sobre el lago suizo, fuerte, duro y orgulloso, pero saltando de una avioneta para huir de la victoria de su enemigo.

El médico se volvió a mirar a los matones.

– ¿Está todo listo? ¿Para la…, mmm…, la ejecución?

Ni siquiera miró a Bond.

– Llevamos mucho tiempo preparados -contestó el rubio, sonriendo de oreja a oreja-. Todo está en orden.

– Me temo que al coronel ya no le queda mucho tiempo -dijo el médico, asintiendo-. Un día o dos tal vez. Ahora tengo que administrarle el medicamento y dormirá unas tres horas. ¿Lo podrían hacer entonces?

– Cuando usted quiera -contestó el calvo, mirando fríamente a Bond. Sus crueles ojos eran del color del granito.

El médico le hizo una seña a la enfermera y ésta empezó a preparar la inyección.

– Denle una hora al coronel para que no le moleste el traslado. Al cabo de este tiempo, podrán trasladar la cama a…, ¿cómo la llaman ustedes?, ¿la cámara de la ejecución?

– Es un nombre tan bueno como cualquier otro -dijo el rubio-. ¿Quiere que le acompañemos arriba? -preguntó, dirigiéndose a Nannie.

– Como le toquéis, sois hombres muertos. Conozco el camino. Me basta conque me deis las llaves.

– Tengo una petición que hacer -dijo Bond con voz firme e incluso autoritaria a pesar del miedo que sentía.

– ¿Sí? ¿De qué se trata? -preguntó Nannie con cierto recelo.

– Sé que eso no cambiará las cosas, pero me gustaría estar seguro en lo que respecta a May y Moneypenny.

Nannie miró a los dos hombres armados y el rubio asintió, diciendo:

– Se encuentran en las otras dos celdas. Al lado de la celda de la muerte. ¿Podrá arreglárselas usted sola? ¿Está segura?

– Yo le traje aquí, ¿no? Como se ponga pesado, le arranco las piernas. Después, el doctor ya le hará un remiendo con vistas a la cabezotomía.

Desde la cama en la que estaba administrando la inyección, McConnell soltó una gutural carcajada.

– Me gusta, miss Norrich… Cabezotomía me gusta mucho.

– Lo cual es mucho más de lo que yo puedo decir -terció Bond fríamente.

En su fuero interno, ya estaba haciendo cálculos. Las matemáticas de la huida

– Si quieres una cabeza, pídesela a Nannie, ¿eh? -dijo el médico, soltando otra risotada.

– Vamos -dijo Nannie, casi empujando a Bond con el cañón de la Uzi-. Manos arriba, dedos entrelazados, brazos estirados. Dirígete hacia la puerta. En marcha.

Bond franqueó la puerta y se encontró en un pasillo curvo que tenía una mullida alfombra y paredes pintadas de azul celeste. Dedujo que el pasillo rodeaba todo el piso y probablemente debía ser idéntico a los de los pisos superiores. A pesar de ser externamente una pirámide, la enorme casa de la isla del Tiburón tenía, al parecer, un núcleo circular.

A lo largo del pasillo y a intervalos regulares había unas hornacinas de estilo normando, cada una de ellas con un objet d'art o un cuadro. Bond reconoció por lo menos dos Picabia, un Duchamp, un Dalí y un Jackson Pollock. Era lógico, pensó, que ESPECTRO invirtiera en pintores surrealistas.

Llegaron a unas puertas de ascensor de acero pulido, curvadas para adaptarse a la forma del pasillo. Nannie volvió a ordenarle a Bond que apoyara las manos en la pared mientras ella llamaba el ascensor. Este llegó sin hacer el menor ruido y las puertas se abrieron automáticamente. Todo se había construido de tal forma que reinara en la casa un silencio constante. Nannie hizo pasar al agente al interior del camarín circular. Se cerraron las puertas y, aunque Bond vio a Nannie pulsar el botón del segundo piso, no hubiera podido decir si subían o bajaban. Al cabo de unos segundos, se volvieron a abrir las puertas, esta vez a un pasillo muy distinto: completamente vacío, con paredes de ladrillo y un pavimento de baldosas que absorbía el sonido de las pisadas. El curvo pasillo estaba cerrado por ambos extremos.

– La zona de detención -le explicó Nannie-. ¿Quieres ver a las rehenes? Bueno, pues, muévete hacia la izquierda.

Se detuvieron ante una puerta que hubiera podido pertenecer a un decorado cinematográfico, construida en metal negro, con una cerradura de seguridad y una minúscula mirilla. Nannie le hizo una seña con la Uzi.

A juzgar por lo que podía verse, el interior parecía un dormitorio bastante cómodo, aunque un poco espartano. May dormía en la cama con rostro sereno y su pecho subía y bajaba con regularidad.

– Tengo entendido que les administran sedantes -dijo Nannie con cierto asomo de compasión-. Bastan uno o dos segundos para que se despierten del todo a la hora de las comidas.

A continuación, Nannie le acompañó a una estancia parecida en la que Bond vio a Moneypenny, durmiendo tranquilamente en una cama semejante a la de May.

Bond se apartó de la mirilla y asintió en silencio.

– Ahora te acompañaré al lugar de tu último descanso, James.

No había el menor matiz de compasión en la voz de Nannie. Desandaron el camino y esta vez se detuvieron no ante una puerta, sino ante un panel electrónico empotrado en la pared. Nannie volvió a ordenarle que apoyara las manos en la pared mientras ella pulsaba los botones numerados del código. Una parte de la pared se deslizó hacia atrás y Nannie le indicó que entrara.

A Bond se le revolvió el estómago al entrar en aquella espaciosa sala vacía, con una hilera de cómodos sillones parecidos a los asientos de un teatro, adosados a una pared. Había una mesa de operaciones y una camilla de hospital, pero la pieza central de la estancia, iluminada desde arriba por medio de unos potentes reflectores, era una guillotina auténtica.

Era más pequeña de lo que Bond esperaba, debido probablemente a que las películas sobre la Revolución francesa filmaban el instrumento desde un ángulo muy bajo mientras la hoja bajaba entre dos altos pilares acanalados. Aquel instrumento tenía apenas dos metros de altura y parecía una simple reproducción de todas las representaciones de Hollywood que él había visto.

No cabía la menor duda de que cumpliría muy bien su cometido. Todo estaba a punto, desde los potros para la cabeza y las manos en la parte inferior, y una ovalada caja de plástico para recogerlas una vez desmembradas, hasta la hoja sesgada, esperando en la parte de arriba, entre los pilares.

Una hortaliza -un repollo de gran tamaño, según le pareció a Bond- estaba introducida en el hueco correspondiente a la cabeza. Nannie se adelantó y tocó uno de los pilares. El descenso de la hoja fue tan rápido que Bond ni siquiera lo vio. El repollo quedó cortado limpiamente por la mitad y se escuchó un sordo rumor mientras la hoja se detenía. Fue un macabro e inquietante episodio.

– Dentro de una o dos horas… -dijo Nannie alegremente. Luego permitió que Bond examinara la escena durante un minuto. Y le indicó la puerta de una celda situada al fondo de la cámara, similar a las del pasillo. Se encontraba directamente alineada con la guillotina-. La verdad es que lo han hecho todo muy bien -añadió Nannie casi con admiración-. Lo primero que verás cuando te saquen, será Madame la Guillotine -soltó una risita-. Y también lo último. Te sentirás orgulloso, James. Tengo entendido que Fin te hará los honores, y le han ordenado que vista de etiqueta. Será un acontecimiento muy distinguido.

– ¿Cuántas personas han recibido invitaciones?

– Bueno, supongo que en la isla no habrá más de treinta y cinco personas. Los encargados de las comunicaciones y los guardias estarán trabajando. Diez o tal vez trece si me cuentas a mí y, si el coronel quiere que las rehenes estén presentes, cosa bastante improbable.

Se detuvo en seco al darse cuenta de que estaba facilitando demasiada información y recuperó rápidamente la compostura. No importaba demasiado que el prisionero lo supiera. En cuestión de dos horas, la hoja bajaría como un rayo y separaría la cabeza de Bond de su cuerpo en una fracción de segundo.

– A la celda -dijo en voz baja-. Ya es suficiente… Supongo que debería preguntarte si tienes una última petición -añadió mientras él cruzaba la puerta.

Bond se volvió a mirarla sonriendo.

– Pues, claro. Nannie, pero no estás en condiciones de satisfacerla.

– Me temo que no, mi querido James. Eso ya te lo di…, y fue muy agradable, por cierto. Incluso puede que te guste saber que Sukie se puso furiosa. Está absolutamente loca por ti. Hubiera debido traerla. Te hubiera complacido de mil amores.

– Te iba a preguntar por Sukie.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Por qué no la liquidaste? Eres una profesional y conoces los procedimientos. Yo nunca hubiera dejado a alguien como Sukie por ahí, aunque estuviera bajo los efectos de un narcótico. Hubiera procurado silenciarla para siempre.

– Puede que lo haya hecho. La dosis era casi letal -dijo Nannie, bajando la voz con cierta tristeza-. Pero tienes mucha razón, James. Hubiera tenido que asegurarme. En nuestra profesión no puede haber lugar para los sentimientos. No sé…, supongo que no me atreví. Hemos estado muy unidas y siempre he procurado ocultarle esta faceta más oscura de mi personalidad. Cuando haces estas cosas, necesitas a alguien que te aprecie, ¿o acaso tú no lo crees así? ¿Sabes? Cuando estaba en la escuela con Sukie (antes de conocer a los hombres), yo le tenía un cariño enorme. Ha sido muy buena conmigo. Pero tienes razón. Cuando terminemos contigo, tendré que regresar y liquidarla también a ella.

– ¿Cómo te las arreglaste para organizar el encuentro entre Sukie y yo?

– Eso, en realidad, fue un accidente -dijo Nannie, soltando una carcajada-. Yo iba un poco a tientas. Sabía dónde estabas porque había instalado un dispositivo en tu Bentley. Mandé que lo colocaran en el barco. Sukie insistió en hacer aquella parte del viaje sola y tú la salvaste. Yo iba a preparar algo, según donde estuvieras, porque sabía que te dirigías a Roma igual que ella. Es muy gracioso, pero los dos vinisteis a parar directamente a mis manos. Bueno, ¿alguna otra cosa?

– ¿Puedo hacer una última petición?

– Sí.

– Tengo gustos muy sencillos, Nannie -dijo Bond, encogiéndose de hombros-. Tomaré un plato de huevos revueltos y una botella de champán Taittinger… del setenta y tres a ser posible.

– En mi experiencia, todo es posible con ESPECTRO. Veré qué puedo hacer.

Tras lo cual, Nannie se fue y cerró la puerta de la celda produciendo un sordo rumor. La celda era una pequeña estancia en la que sólo había una cama de metal con una manta. Bond aguardó un instante antes de acercarse a la puerta. La mirilla estaba cerrada, pero tendría que actuar con mucha rapidez y precaución. El silencio del lugar era una desventaja: podía haber alguien al otro lado de la puerta sin que él lo supiera.

Poco a poco, Bond se descosió la cinturilla de los pantalones. Ultimamente raras veces dejaba las cosas al azar. Nannie le había quitado el cinturón en el que ocultaba la caja de herramientas de la Rama Q. El equipo de repuesto que había sacado de la cartera en el hotel Pier House era el que ahora necesitaba. Los pantalones negros también habían sido confeccionados por la Rama Q y contenían unos compartimentos ocultos cosidos a la cinturilla y casi de imposible localización. Tardó algo más de un minuto en sacar el equipo de sus seguros escondrijos. Por lo menos, sabía que tenía una buena posibilidad de descerrajar la puerta y salir a la cámara de la ejecución. Después, ¿quién sabía?

Calculó que tardarían una media hora en llevarle la comida. Durante aquel tiempo, debería averiguar si podía abrir la puerta de la celda. Por segunda vez en pocos días, Bond empezó a trabajar con las ganzúas.

Inesperadamente, comprobó que la cerradura era muy sencilla, una vulgar mortaja que se podía manipular sin dificultad con dos de las ganzúas. En menos de cinco minutos, la abrió y la volvió a cerrar. Después la abrió por segunda vez, empujó la puerta y salió a la cámara de la ejecución. La imagen de la guillotina en el centro de la estancia producía una tremenda impresión. Inmediatamente, Bond inició una labor de reconocimiento y observó que sólo podría encontrar la puerta de entrada gracias a que recordaba más o menos su localización. La puerta funcionaba electrónicamente y encajaba tan bien en la pared que parecía formar parte de ella. En caso de que colocara correctamente los explosivos, tal vez lo consiguiera; sin embargo, la posibilidad de encontrar la posición exacta para volar la cerradura electrónica sería más cuestión de suerte que de habilidad.

Regresó a la celda, cerró la puerta a sus espaldas y ocultó la caja de herramientas bajo la manta. Comprendió que las posibilidades de volar la puerta de la cámara de las ejecuciones eran muy remotas.

Se devanó los sesos en busca de una solución. Incluso consideró la posibilidad de destruir la guillotina. Pero sabía que hubiera sido un inútil acto de locura y un desperdicio de buenos explosivos. Seguirían teniéndole en su poder y había muchas maneras de cortarle la cabeza a un hombre.

Le sirvió la comida la propia Nannie, acompañada del calvo que empuñaba la Uzi.

– Dije que nada era imposible para ESPECTRO -comentó Nannie sin sonreír, mientras señalaba la botella de Taittinger.

Bond asintió en silencio y ellos se retiraron sin más. Mientras cerraban la puerta, a Bond le pareció que aún le quedaba un rayo de esperanza. Oyó que el calvo le decía a Nannie en voz baja:

– El viejo está durmiendo. Ahora le vamos a subir.

Tenían que trasladar a Rahani con tiempo para que pudieran despertar de la medicación en la sala de la ejecución. Mientras la enfermera no estuviera con él, Bond tendría una posibilidad. Empezó a pensarlo mientras se tomaba los huevos revueltos y bebía champán. Se alegró de haber pedido la cosecha del setenta y tres. Era un año excelente.

Le pareció oír ruido al otro lado de la puerta y acercó el oído al duro metal, tratando de captar el más leve rumor. Comprendió casi por intuición que alguien se acercaba a la puerta.

Se tendió rápidamente en la cama y oyó que abrían y volvían a cerrar la mirilla. Contó cinco minutos y sacó la caja de herramientas, dejando ocultos de momento los explosivos y los detonadores. Por segunda vez descerrajó la puerta y, al abrirla, vio que la cámara estaba casi a oscuras; sólo estaba encendida una lamparilla de noche a cuya luz pudo distinguir la cama electrónica de Tamil Rahani.

Cruzó rápidamente la cámara. Rahani seguía durmiendo. Bond tocó el mando electrónico de la cama, descubrió que el hilo salía de debajo del colchón y lo siguió hasta debajo de la cama. Exhaló un suspiro de alivio y regresó a la celda para recoger la caja de herramientas, los explosivos y la linterna de precisión.

Se deslizó rápidamente bajo la cama, boca arriba, y buscó la cajita del sensor eléctrico que permitía subir y bajar la cabecera de la cama de Rahani. El hilo llegaba hasta una caja de distribución fijada más o menos en el centro de la parte inferior de la cama. De ella partía un cable eléctrico conectado a un enchufe de la pared. De la caja de distribución salían varios hilos hasta los distintos sensores que levantaban la cama en distintos ángulos. A Bond le interesaban de un modo especial los hilos que conectaban la caja de distribución con el sensor de la cabecera. Estirando cautelosamente el brazo, cerró el interior de la pared y empezó a trabajar con los hilos del sensor de la cabecera.

Primero los cortó y les quitó aproximadamente un centímetro de su revestimiento de plástico. A continuación reunió todos los explosivos de plástico que llevaba consigo, los colocó en contacto con el canto del sensor e insertó finalmente el detonador electrónico con los dos hilos colgando.

Ahora ya sólo tenía que trenzar los hilos igual que antes, pero añadiendo un tercer hilo a cada par: los hilos del detonador. En la caja de herramientas había un pequeño rollo de cinta aislante de anchura no superior a la de una cerilla plana. Tardó un poco, pero consiguió aislar las distintas series de hilos para que ninguno pudiera rozar con otro en caso de que alguien moviera la cama.

Por fin, recogió el contenido de la caja de herramientas, volvió a abrir el interruptor, regresó a la celda, cerró la puerta con las ganzúas y escondió, una vez más, la caja de herramientas.

La cantidad relativamente exigua de explosivos estallaría en cuanto alguien pulsara el botón para levantar la cabecera. Cuando el plan diera resultado -si es que lo daba, cosa de la que no estaba muy seguro-, tendría que actuar con la rapidez de un rayo. Ahora sólo podía esperar.

Transcurrió una eternidad antes de que oyera de repente el rumor de la llave en la cerradura de la puerta. El guardián rubio llamado Fin apareció vestido de etiqueta y con guantes blancos. A su espalda y a la derecha, el calvo, también de frac, llevaba una pesada bandeja de plata. Querían hacer las cosas por todo lo alto, pensó Bond. Su cabeza sería presentada al moribundo Tamil Rahani sobre una bandeja de plata, como en los viejos mitos y leyendas.

Detrás del calvo se encontraba Nannie Norrich. Bajo la intensa iluminación, Bond la vio por primera vez tal como era de verdad. Llevaba un largo vestido oscuro, el cabello suelto y el rostro tan maquillado que más parecía una prostituta que la encantadora mujer que él creía haber conocido. Su sonrisa sólo era el reflejo de su perversidad.

– Madame la Guillotine te espera, James Bond -le dijo.

Bond echó los hombros hacia atrás y salió a la cámara, echando un rápido vistazo a su alrededor. Las puertas correderas estaban abiertas y en este instante vio algo que antes le había pasado por alto: una pequeña contraventana en la pared, abierta en aquellos momentos, permitía ver un panel idéntico al del pasillo.

Otros dos corpulentos individuos se habían incorporado al grupo y permanecían de pie junto a la puerta con rostro impasible; uno de ellos iba armado con una pistola y el otro, con la Uzi. Otros dos sujetos, también armados, se encontraban de pie junto al lecho de Rahani, al igual que el doctor McConnell y su enfermera.

– Te está esperando -dijo Nannie.

Bond avanzó otro paso y pensó: «No ha dado resultado». En aquel momento se oyó la débil voz de Rahani desde la cama:

– Ver… -gimoteó-, lo quiero ver. Levántenme. ¡Levántenme! -repitió más fuerte.

Los ojos de Bond recorrieron una vez más el grupo. La mano de la enfermera se acercó al mando.

Bond vio, como en un primer plano, los dedos de la mujer pulsando el botón que iba a levantar la cabecera de la cama. Después, de repente, estalló el infierno.

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