6 El NUB

Por encima del alargado hocico del Bentley, Bond vio que el Renault plateado regresaba hacia ellos, avanzando en dirección contraria por el carril de vehículos lentos, mientras otros dos automóviles y un camión derrapaban sobre la ancha autobahn para evitar la colisión. No tuvo tiempo de preguntarse los cómos y los por qués se le había pasado por alto el arma de Nannie.

– Los neumáticos -dijo Nannie fríamente-. Dispara contra los neumáticos.

– Dispara tú -replicó Bond con aspereza, enfurecido ante el hecho de que la chica le diera órdenes. Él tenía sus propios métodos para detener el automóvil que, en aquel instante, se les estaba echando prácticamente encima.

En la fracción de segundo que antecedió al disparo, un cúmulo de pensamientos cruzaron por la imaginación de Bond. El Renault llevaba inicialmente a bordo a dos hombres. Cuando apareció de nuevo, había tres: uno en la parte de atrás con el Winchester, el conductor y un hombre de refuerzo que utilizaba, al parecer, un revólver de alta potencia. Ahora, el de la parte de atrás había desaparecido y el que empuñaba el Winchester era el que se sentaba al lado del conductor, cuya ventanilla estaba abierta; en un fanático acto de locura, su compañero se inclinó hacia él para disparar el Winchester contra el Mulsanne Turbo, que se hallaba detenido como una ballena varada al borde de la carretera.

Bond había acoplado a la ASP una mira Guttersnipe, cuyos tres brillantes surcos alargados permitían disparar sin fallo, mostrando un triángulo amarillo sobre el blanco. Ahora no apuntaba a los neumáticos sino al depósito de gasolina. La ASP estaba cargada con proyectiles Glaser, unas balas prefragmentadas que contenían perdigones del número 12 suspendidos en teflón líquido. El impacto de uno solo de aquellos proyectiles era devastador. Podía penetrar en la piel, el hueso, el tejido o el metal antes de que la masa de balines de acero estallara en el interior por la mitad, arrancarle una pierna o un brazo y provocar, por supuesto, el incendio de un depósito de gasolina.

Bond empezó a apretar el gatillo. En cuanto apareció en la mira la parte posterior del Renault, apretó con fuerza y disparó dos balas. Oyó un doble estallido a su izquierda. Nannie disparaba como una loca contra los neumáticos. Después ocurrieron varias cosas en rápida sucesión. El neumático frontal del lado más próximo se desintegró en medio de un terrible incendio y trituración de la goma. Bond recordó haber pensado que Nannie había estado de suerte al conseguir alcanzar con dos insignificantes balas del 22 la zona próxima a la parte interior del neumático.

El automóvil empezó a inclinarse como si estuviera a punto de dar una vuelta de campana y estrellarse contra el Bentley, pero el conductor forcejeó con el volante y los frenos y el plateado vehículo consiguió mantener el equilibrio mientras se deslizaba a toda velocidad y en irremediable condena, hacia el duro saliente del borde de la carretera. Al tiempo que el neumático se desintegraba, dos proyectiles Glaser de la ASP atravesaron la estructura metálica y penetraron en el depósito de gasolina.

El Renault chirrió y siguió avanzando como en cámara lenta. Luego, al pasar a la altura del Bentley, una fina y alargada lengua de fuego parecida a la del gas natural empezó a brotar de su parte posterior. Incluso tuvieron tiempo de ver que la llama era de color azulado antes de que toda la parte posterior del vehículo se convirtiera en una rugiente e irregular bola carmesí.

El vehículo envuelto en llamas volcó antes de que se escuchara un fuerte silbido y estrépito, seguido de un chirriar de neumáticos y metal, precursor de una espectacular agonía de muerte. Por un instante, nadie se movió. Bond fue el primero en reaccionar. Dos o tres automóviles se acercaban al escenario de los hechos, pero él no podía en aquel momento tener ningún trato con la policía.

– ¿En qué situación estamos? -preguntó.

– Con muchas abolladuras y agujeros en la carrocería, pero las ruedas parecen intactas. Hay un arañazo enorme en esta parte. De popa a proa.

Nannie se encontraba al otro lado del vehículo. Se desenganchó la falda del liguero en el que había quedado prendida, dejando al descubierto un fragmento de blanco encaje. Bond le preguntó a Sukie si se encontraba bien.

– Trastornada, pero incólume, creo.

– Subid las dos en seguida -les ordenó Bond. Se arrastró hacia el asiento del volante y vio, por lo menos, un vehículo cuyos ocupantes lucían camisas a cuadros y sombreros contra el sol, acercándose cautelosamente a los humeantes restos. Giró casi con rabia la llave de encendido y el potente motor se puso inmediatamente en marcha. Soltó el freno principal con la mano izquierda, y volvió a colocar el Mulsanne en la autobahn.

El tráfico era todavía muy escaso, lo cual le permitió a Bond comprobar el funcionamiento del vehículo. No se había perdido combustible, aceite ni presión hidráulica; los cambios de marcha estaban intactos. Los frenos no parecían haber sufrido el menor daño. El control de la velocidad de viaje funcionaba con entera normalidad y los daños de la carrocería no parecían haber afectado ni a la suspensión ni al manejo.

A los cinco minutos, se cercioró de que el vehículo estaba relativamente intacto aunque los disparos del Winchester habrían penetrado probablemente en la carrocería. El Bentley sería ahora un blanco seguro para la policía austríaca, la cual no era demasiado entusiasta de los tiroteos entre automóviles en sus relativamente seguras autopistas; sobre todo, si los participantes acababan carbonizados. Tenía que encontrar un teléfono rápidamente y alertar a los de Londres para que éstos pidieran a la policía austríaca que les dejara en paz. Bond estaba preocupado, además, por la suerte de los hombres de Quinn. ¿Y si éstos, atraídos por los millones suizos, se hubieran convertido en traidores? Otra imagen le turbaba: Nannie Norrich con su suculento muslo al descubierto y su experto manejo de la pistola del calibre 22.

– Me parece que será mejor que me entregues el arsenal de armas, Nannie -dijo en voz baja sin apenas volverse a mirarla.

– Oh, no, James. No, James. No, James, no -canturreó la muchacha alegremente.

– No me gustan las mujeres armadas, sobre todo, en las actuales circunstancias y en este automóvil. ¿Cómo demonios se me pudo pasar por alto?

– Porque, aunque está claro que eres un profesional, también eres un caballero como la copa de un pino, James. No buscaste en la parte interior de mis muslos cuando me cacheaste en Cannobio.

Bond recordó los coqueteos y la descarada sonrisa de la chica.

– Y ahora supongo que estoy pagando mi error. ¿Me estás encañonando la nuca con tu pistola?

– En realidad, la tengo apuntando contra mi rodilla izquierda desde su sitio correspondiente. Que, por cierto, no es el más cómodo para tener un arma -Nannie hizo una pausa-. Bueno, por lo menos no esta clase de arma.

Una señal indicaba la proximidad de un área de descanso, al aire libre. Bond aminoró la marcha, se apartó de la carretera y bajó hacia un claro del bosque a través de un camino abierto entre los abetos. Unas mesas y unos rústicos bancos se levantaban en el centro. No había nadie a la vista. A un lado, se podía ver una pulcra cabina telefónica en perfecto estado de funcionamiento.

Bond aparcó el automóvil cerca de los árboles, listo para una rápida huida en caso necesario. Apagó el motor, se desabrochó el cinturón de seguridad y se volvió a mirar a Nannie Norrich, extendiendo la mano derecha con la palma hacia arriba.

– La pistola, Nannie. Tengo que efectuar un par de importantes llamadas y no quiero correr ningún riesgo. Dame la pistola.

Nannie le dirigió una cariñosa sonrisa.

– Me la tendrás que arrebatar a la fuerza, James, y puede que no te sea tan fácil como supones. Mira, he utilizado el arma para ayudarte. Sukie me ha dado las órdenes y voy a colaborar. Puedes estar seguro de que, si me hubiera dado otro tipo de instrucciones, te hubieras enterado en seguida.

– ¿Que Sukie te dio órdenes? -preguntó Bond, perplejo.

– Es mi jefa, por lo menos de momento. Recibo órdenes suyas y…

Sukie Tempesta apoyó una mano en un brazo de Bond.

– Creo que debo explicártelo, James. Nannie es una amiga mía del colegio. Y es también presidente del NUB.

– ¿Y qué demonios es el NUB?

Bond estaba ahora francamente enojado.

– Norrich Universal Bodyguards – Guardaespaldas Universales Norrich.

– ¿Cómo?

– Guardianas -dijo Nannie jovialmente.

– ¿Guardianas? -preguntó Bond en tono incrédulo.

– Guardianas, como esas personas que cuidan de otras por dinero. Guardianas. Protectoras. Guardaespaldas. James -añadió Nannie-, el NUB es una organización exclusivamente femenina, con personal altamente especializado en todo tipo de armas, karate y otras artes marciales, conducción de automóviles, pilotaje de aviones… Cualquier cosa que puedas imaginarte, nosotras la hacemos. Somos francamente buenas y tenemos una clientela muy distinguida.

– ¿Y la principesca Sukie Tempesta forma parte de esta clientela?

– Naturalmente. Siempre procuro hacer yo misma este trabajo.

– Pues, tu gente no lo hizo demasiado bien la otra tarde en Bélgica -dijo Bond en tono despectivo-. En la gasolinera. Tendría que exigirte una comisión.

– Fue muy lamentable… -contestó Nannie, lanzando un suspiro.

– Yo tuve en parte la culpa -terció Sukie-. Nannie quería recogerme en Bruselas cuando su delegada se tuvo que marchar. Yo le dije que llegaría a casa sin ninguna dificultad. Pero me equivoqué.

– Pues claro que te equivocaste. Mira, James, tú tienes problemas. Sukie también los tiene. Sobre todo, porque es una multimillonaria que se empeña en vivir en Roma la mayor parte del año. Es un blanco muy fácil. Ve a hacer las llamadas telefónicas y confía en mí. Confía en nosotras. Confía en el NUB.

Al final, Bond se encogió de hombros, descendió del vehículo y dejó a las dos mujeres encerradas en su interior. Se sacó el CC-500 de la bota y se encaminó hacia la cabina telefónica. Tuvo que efectuar unas conexiones un poco más complicadas para acoplar el desmodulador al teléfono público. Luego marcó el número de la centralita y llamó al residente de Viena.

La conversación fue muy corta y, a su término, el residente accedió a solventar los problemas con la policía austríaca. Sugirió incluso la posibilidad de que una patrulla se reuniera con Bond en el claro del bosque, incluyendo en ella, a ser posible, al oficial encargado del secuestro de May y Moneypenny.

– Quédate ahí -dijo el residente-. Estarán contigo dentro de aproximadamente una hora.

Bond colgó, volvió a llamar a la centralita y, a los pocos segundos, ya estaba hablando con el oficial de guardia del Cuartel General londinense de Regent's Park.

– Los hombres de Roma han muerto -le dijo el oficial-. Fueron encontrados en una zanja con un disparo en la nuca. No te retires. «M» quiere hablar contigo.

Al cabo de unos instantes, Bond oyó la enfurruñada voz del jefe.

– Mal asunto, James.

«M» sólo le llamaba James en circunstancias muy especiales.

– Muy malo, señor. Moneypenny y mi ama de llaves han desaparecido.

– Sí, y quienquiera que las tenga en su poder pretende cerrar un trato muy duro.

– ¿Cómo dice, señor?

– ¿Nadie te lo ha dicho?

– No he visto a nadie con quien poder hablar.

Hubo una prolongada pausa.

– Las mujeres serán devueltas sanas y salvas dentro de cuarenta y ocho horas a cambio de tu persona.

– Ya -dijo Bond-, suponía que iba a ser algo por el estilo. ¿La policía austríaca lo sabe?

– Creo que están al corriente de ciertos detalles.

– En tal caso, ya me los comunicarán cuando lleguen. Tengo entendido que ya están en camino. Por favor, dígale a Roma que lamento mucho lo de sus dos muchachos.

– Cuídate, cero cero siete. En el Servicio no cedemos a las exigencias de los terroristas. Tú lo sabes y debes atenerte a ello. No se te ocurra hacer actos de heroísmo. Ni desperdiciar tu vida. No deberás, repito, no deberás someterte a estas condiciones.

– Puede que no haya otro camino, señor.

– Siempre hay otro camino. Búscalo y procura hacerlo en seguida.

«M» cortó la comunicación.

Bond retiró el CC-500 y volvió lentamente al automóvil. Sabía que su vida podía ser el precio de las de May y Moneypenny. Si no había más remedio, tendría que morir. Sabía también que llegaría hasta el final, por amargo que éste fuera, y que correría cualquier riesgo capaz de resolver su angustioso dilema.

Los dos vehículos de la policía tardaron exactamente una hora y treinta y seis minutos en llegar. Mientras aguardaban, Nannie le explicó a Bond los pormenores de la fundación de Norrich Universal Bodyguards. En sólo cinco años, la organización había conseguido establecer filiales en Londres, París, Roma, Los Angeles y Nueva York, pese a que ella jamás había hecho la menor propaganda del servicio.

– Si lo hiciera, la gente acabaría pensar que somos unas prostitutas. Todo fue desde un principio una labor puramente oral. Y te aseguro que ha sido muy divertido.

Bond se preguntó cómo era posible que ni él ni el Servicio jamás hubieran tenido noticia de la existencia de aquella organización. El NUB era, al parecer, un secreto muy bien guardado dentro de los estrechos círculos de los multimillonarios.

– Apenas se nos nota -añadió Nannie-. Los hombres acompañados de una guardiana dan la impresión de ir con su pareja; y, cuando protejo a una mujer, siempre procurarnos ir con hombres de confianza -se echó a reír-. La pobre Sukie tuvo que soportar dos dramáticas relaciones amorosas sólo el año pasado.

Sukie abrió la boca con las mejillas encendidas de rabia, pero, justo en aquel momento, llegó la policía. Dos automóviles con las bocinas mudas penetraron en el claro del bosque en medio de una nube de polvo. Había cuatro oficiales uniformados en un vehículo y tres en el otro, más un cuarto vestido de paisano. Este descendió de la parte trasera del segundo automóvil y desdobló su largirucha figura. Iba impecablemente vestido, pero su cuerpo era tan desproporcionado que sólo un experto sastre hubiera podido conferirle una apariencia medianamente presentable. Sus largos brazos terminaban en unas minúsculas manitas que parecían colgar, como las de un simio, casi hasta las rodillas. Su rostro, coronado por una mata de lustroso cabello, era demasiado grande en comparación con los estrechos hombros. Tenía las mejillas tan mofletudas y sonrosadas como las de un rubicundo granjero, y unas enormes orejas que semejaban las asas de una jarra.

– Oh, Dios mío -susurró Nannie-. Muéstrales las manos. Que te vean las manos.

Bond ya lo había hecho instintivamente.

¡Der Haken! -musitó Nannie.

– ¿El gancho? -tradujo Bond sin apenas mover los labios.

– Su verdadero nombre es Inspektor Heinrich Osten. Ha superado con mucho la edad de la jubilación y pasa por inspector, pero es el más despiadado y corrupto hijo de perra de toda Austria -Nannie seguía hablando en susurros, como si el hombre que ahora se acercaba a ellos pudiera oír sus palabras-. Dicen que nadie se ha atrevido jamás a pedir su jubilación porque sabe demasiadas cosas acerca de todo el mundo… a ambos lados de la ley.

– ¿Te conoce? -preguntó Bond.

– Nunca le había visto en persona. Pero le tenemos en nuestros archivos. Dicen que, de joven, fue un ardiente nacionalsocialista. Le llaman Der Haken porque su instrumento preferido de tortura era un gancho de carnicero. Si tenemos que tratar con este tipo, habrá que irse con cuidado. Por lo que más quieras, James, no te fíes de él.

El Inspektor Osten ya había llegado a la altura del Bentley y ahora permanecía de pie con dos hombres uniformados junto al costado del automóvil en el que se encontraba Bond. Se agachó como si doblara el cuerpo por la cintura -recordándole a Bond una bomba de aceite- y agitó los deditos desde la parte exterior de la ventanilla del conductor como si tratara de atraer la atención de un bebé. Bond abrió la ventanilla.

– ¿Herr Bond?

La voz era delgada y estridente.

– Sí. Bond. James Bond.

– Bien. Le vamos a dar protección hasta Salzburgo. Descienda, por favor, del automóvil un momento.

Bond abrió la portezuela, descendió y clavó los ojos en las lustrosas mejillas de manzana. Después, estrechó la mano escandalosamente pequeña que el sujeto le tendía. Fue como tocar la fría piel de una serpiente.

– Estoy encargado del caso, Herr Bond. Del caso de las damas desaparecidas… Bonito título para un relato de misterio, ¿ja?

Silencio. Bond no quería tomarse a broma la apurada situación en que se encontraban May y Moneypenny.

– Bueno, pues -dijo el inspector, poniéndose otra vez muy serio-. Me alegro de conocerle. Me llamo Osten. Heinrich Osten -su boca se abrió en una mueca que dejó al descubierto unos dientes ennegrecidos-. Algunas personas prefieren llamarme con mi otro nombre: Der Haken. No sé por qué, pero me cuadra. Probablemente porque suelo enganchar a los criminales -volvió a reírse-. Incluso podría haberle enganchado a usted, Herr Bond. Ambos tenemos muchas cosas de que hablar. Muchísimas. Me parece que viajaré en su automóvil para que podamos hablar. Las damas pueden ir en los demás vehículos.

– ¡No! -gritó Nannie secamente.

– Pues claro que sí.

Osten extendió una mano hacia la portezuela trasera y la abrió. Un hombre uniformado ya estaba medio ayudando y medio levantando a Sukie a la fuerza de su asiento. Esta y Nannie fueron sacadas del automóvil y empujadas, entre protestas, hacia los demás vehículos. Bond confió en que Nannie tuviera el suficiente sentido común como para no mostrar su pistola del calibre 22. Después se percató de cómo iba a actuar. Armaría un enorme alboroto y, de este modo, conseguiría la libertad legal.

Osten volvió a esbozar su siniestra sonrisa.

– Creo que hablaremos mejor sin la cháchara de las mujeres. En cualquier caso, Herr Bond, no querrá usted que me oigan acusarle de complicidad en un secuestro y posible asesinato, ¿verdad?

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