– Que yo sepa, al otro lado del arrecife hay tres islas que son de propiedad privada y tienen algunos edificios -dijo Sukie, recorriendo con un dedo la zona que rodeaba Cayo Oeste.
Eran las primeras horas de la tarde y los tres sostenían en sus manos unas cañas en la esperanza de pescar algo. Ya habían pescado cuatro peces bastante aceptables, pero nada que mereciera la pena…, ni tiburones ni peces espada.
– Esta -añadió Sukie, indicando una isla situada justo al otro lado del arrecife- pertenece al propietario del hotel donde nos alojamos. Hay otra más al norte y esta otra -con el dedo señaló una extensión de tierra- se encuentra justo en el mismo borde de la depresión del golfo de México. La plataforma continental se hunde de repente de doscientos setenta metros a más de seiscientos. Hay muchos bancos de peces en la zona de la depresión. Ha habido, asimismo, muchísimos buscadores de tesoros… En cualquier caso -añadió tocando la isla con el dedo en el mapa-, me pareció que vuestro barco se dirigía allí.
Bond se acercó un poco más para leer el nombre.
– La isla del Tiburón -dijo-. Qué bonito.
– A alguien se lo debe parecer. Anoche, hice averiguaciones en el hotel. Hace un par de años, un hombre que se hacía llamar Rainey, Tarquin Rainey, compró la isla. El chico del hotel pertenece a una antigua familia de Cayo Oeste y está al corriente de todos los chismorreos. Dice que este tal Rainey es muy misterioso. Llega en un reactor privado y se traslada a la isla del Tiburón en helicóptero o en una lancha particular. Además, es un tipo muy dinámico. La gente que construye edificios en las islas suele invertir mucho tiempo en ello porque es difícil transportar los materiales hasta allí. Rainey construyó su casa en un verano y, durante el segundo verano, cambió el paisaje de la isla. Tiene árboles tropicales, jardines y yo qué sé más. Los habitantes de Cayo Oeste están muy impresionados, y eso que les cuesta mucho impresionarse porque dicen que son una república. La República de la Caracola.
– ¿Nadie le ha visto? -preguntó Bond, sabiendo que el apodo de Tarquin Rainey no podía ser una simple coincidencia. Aquel hombre tenía que ser Tamil Rahani, lo cual significaba que la isla del Tiburón era propiedad de ESPECTRO.
– Creo que algunos le han podido ver…, de lejos. Pero nadie se atreve a acercarse. Al parecer, algunas personas han intentado aproximarse a la isla del Tiburón en barco y unos hombres muy fornidos a bordo de rápidas lanchas motoras les han rogado con amabilidad no exenta de firmeza, que se alejaran de la zona.
– ¡Hum!
Bond reflexionó un instante en silencio y, luego, le preguntó a Sukie si podía pilotar de noche la embarcación hasta llegar a un par de kilómetros de distancia de la isla.
– Si las cartas de navegar son exactas, sí. Tendría que ir muy despacio, pero es posible. ¿Cuándo pensabas ir?
– Esta noche, tal vez. Si es aquí donde pensaban llevarme, considero de buena crianza visitar a míster Rainey a la primera oportunidad.
Miró a Sukie y después a Nannie y vio que la idea no las entusiasmaba demasiado.
– Creo que ahora deberíamos regresar a Garrison Bight -añadió Bond-. A ver si podéis alquilar la embarcación para un par de días más. Yo procuraré agenciarme unos cuantos accesorios que me van a hacer falta. Zarparemos rumbo a la isla del Tiburón sobre las dos de la madrugada. No os colocaré en ninguna situación de peligro, os lo prometo. Vosotras me esperaréis a poca distancia de la orilla y, si no regreso a una hora determinada, os largáis y volvéis mañana por la noche.
– A mí me parece bien -dijo Sukie, levantándose.
Nannie se limitó a asentir en silencio. Se mostraba muy taciturna desde que habían regresado a cubierta. De vez en cuando, miraba lánguidamente a Bond.
– Muy bien -dijo éste al final-. Vamos a recoger los sedales. Zarparemos a las dos. Entretanto, hay muchas cosas que hacer.
Cuando regresaron, la policía local se encontraba en Garrison Bight haciendo averiguaciones sobre el barco alquilado por Steve Quinn. Otra embarcación había visto una columna de humo, y un helicóptero naval había descubierto los restos. Ellos declararían haberlos visto una hora después de producirse la explosión e incluso haber hecho señales a los posibles supervivientes, a pesar de lo lejos que estaban.
Nannie desembarcó y habló con la policía mientras Sukie se quedaba en cubierta y Bond permanecía en el camarote. Al cabo de una hora, Nannie regresó y dijo que había conquistado a los policías y alquilado el barco para otra semana.
– Espero que no lo necesitemos tanto tiempo -dijo Bond, haciendo una mueca.
– Tal como decimos las nodrizas, es mejor tener que desear… -dijo Nannie, sacando la lengua-. Señorito James -añadió al instante.
– Ya basta con esta broma -dijo Bond, irritado-. Bueno, pues, ¿dónde nos alojamos?
– En Cayo Oeste sólo hay un sitio donde hacerlo -contestó Sukie-. El hotel Pier House. Desde allí, se puede admirar la famosa puesta de sol.
– Tengo muchas cosas que hacer antes de que se ponga el sol -dijo Bond con aspereza-. Cuanto antes lleguemos a este…, ¿cómo se llama?, Pier House, mejor.
Mientras el Volkswagen de alquiler se ponía en marcha, Bond se sintió de repente muy desnudo: no tenía ningún arma que llevarse a la mano. Iba sentado al lado de Nannie; Sukie se había acomodado en el asiento de atrás y, de vez en cuando, hacía algún comentario.
Aquel lugar se le antojaba a Bond una mezcla de localidad turística barata y centro de vacaciones de lujo, con zonas de gran belleza para gente rica. Hacía mucho calor, las palmeras se movían impulsadas por una suave brisa y había gran cantidad de casas de madera muy bien cuidadas, con patios y jardines llenos de vistosas plantas tropicales. Sin embargo, las casas bien cuidadas alternaban con vertederos de basuras. Las aceras estaban muy bien conservadas en una calle y, en otra, aparecían rotas y agrietadas, o eran prácticamente inexistentes.
En un cruce, tuvieron que aguardar ante el paso de un tren de singular aspecto, formado por una especie de locomotora de ferrocarril acoplada a un jeep con motor diesel que tiraba de una serie de jardineras llenas de gente bajo unos toldos a rayas.
– El tren de la Caracola -les explicó Sukie-. Así es como les enseñan Cayo Oeste a los turistas.
Bond oyó al conductor, vestido con un mono azul y tocado con una gorra, recitar una letanía sobre los lugares dignos de interés y su historia mientras el tren recorría la isla.
Al fin, enfilaron una larga calle de edificios construidos en madera y hormigón en la que sólo parecía haber joyerías, tiendas que vendían recuerdos turísticos y objetos de arte, mezcladas con restaurantes de lujo.
– Duval -anunció Sukie-. Baja directamente hasta el mar…, hasta nuestro hotel, en realidad. De noche, es maravilloso. Allí están los célebres almacenes Fast Buck Freddie's. Y allí está Antonia's, un extraordinario restaurante italiano. El Sloppy Joe's Bar era el local predilecto de Hemingway cuando vivía aquí.
Aunque Bond no hubiera leído Tener y no tener, ahora le hubiera sido imposible ignorar que Hemingway había vivido en Cayo Oeste. Había camisetas y dibujos que reproducían su rostro por doquier y el Sloppy Joe's Bar lo proclamaba a los cuatro vientos no sólo desde el rótulo, sino también por medio de una frase pintada en grandes caracteres en la pared.
Al llegar al final de la calle Duval, Bond vio lo que buscaba a dos pasos del hotel.
– Ya te hemos registrado y tienes el equipaje en tu suite -le dijo Nannie mientras aparcaba el vehículo. Cruzaron la zona principal de recepción decorada con mobiliario de bambú y un patio cerrado con una fuente rodeada de flores alrededor de una estatua de gran tamaño de una mujer desnuda. En el techo, unos grandes ventiladores daban silenciosamente vueltas y difundían una corriente de aire fresco.
Bond siguió a las chicas a lo largo de un pasillo y salió con ellas a un jardín de tortuosos senderos bordeados de flores y que tenía una piscina cubierta a la izquierda. Más allá, se podían ver bares y restaurantes construidos en madera y bambú junto a una pequeña playa. El embarcadero que daba nombre al hotel se proyectaba sobre el agua mediante unos grandes pilotes de madera.
El edificio se había construido, al parecer, en forma de U, y los jardines y la piscina se hallaban en el centro. Volvieron a entrar en el hotel junto al extremo más alejado de la piscina y tomaron el ascensor hasta el piso en el que se encontraban sus dos suites.
– Nosotras compartimos una -dijo Sukie, introduciendo su llave en una de las cerraduras-. Pero tú estás aquí al lado, James, por si necesitaras algo.
Por primera vez desde que se conocían, Bond creyó detectar una invitación en la voz de Sukie. En los ojos de Nannie vio un inequívoco destello de cólera. ¿y si ambas estuvieran compitiendo por él?
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Nannie con cierta aspereza.
– ¿Desde dónde se puede admirar mejor esta increíble puesta de sol? -preguntó Bond.
– Desde el muelle situado frente al bar Havana Docks, o eso me han dicho por lo menos -contestó Sukie sonriendo.
– ¿A qué hora?
– Hacia las seis.
– ¿Está el bar en el hotel?
– Allí mismo -dijo Sukie, señalando más o menos la dirección por la que habían venido-. Sobre los restaurantes, mirando hacia el mar.
– Pues me reuniré allí con vosotras a las seis.
Bond esbozó una sonrisa, introdujo la llave en la cerradura y entró en una suite no muy lujosa, pero sí agradable y funcional.
Las dos carteras de documentos se encontraban en el centro de la estancia, así como la maleta plegable Samsonite. Bond tardó menos de diez minutos en deshacer el equipaje. Se sintió mejor cuando tuvo la ASP oculta bajo la chaqueta y la varilla en el cinto.
Estudió cuidadosamente las habitaciones, comprobó la seguridad de los pestillos de las ventanas y a continuación abrió con sigilo la puerta. El pasillo estaba desierto. Cerró en silencio, se dirigió rápidamente al ascensor y bajó al jardín, utilizando, para ir al aparcamiento, una entrada que había visto al pasar. Fuera hacía calor y humedad.
Al otro lado del aparcamiento había un achaparrado edificio llamado Pier House Market, que tenía accesos tanto desde el hotel como desde Front Street. Bond lo atravesó, deteniéndose brevemente para echar un vistazo a la fruta y la carne, y, al salir a Front Street, giró a la derecha y cruzó la calzada llena de baches hasta llegar a la esquina de la calle Duval. Pasó ante la tienda que deseaba visitar y se compró unos vaqueros descoloridos, una camiseta sin frases de mal gusto y un par de mocasines. Eligió también una corta chaqueta de lino muy cara. En su profesión, una chaqueta o un blusón eran siempre necesarios para ocultar la quincallería.
Salió de la tienda y regresó al lugar que había visto desde el automóvil. En la acera, junto a la entrada, tenía un maniquí enfundado en una escafandra. El rótulo decía: «El Emporio del Saqueador de Arrecifes». Un barbudo dependiente trató de venderle una excursión de tres horas y media en un barco que se dedicaba al submarinismo, llamado, como era de esperar, Saqueador de Arrecifes II, pero Bond dijo que no le interesaba.
– El capitán Jack conoce los mejores lugares para practicar el submarinismo que hay en el arrecife -insistió el dependiente sin entusiasmo.
– Quiero un traje impermeable, una máscara de inmersión, una navaja, unas aletas y una linterna subacuática. Y necesitaré también una bolsa de bandolera para llevarlo -dijo Bond con firmeza.
El dependiente le miró, calculó la talla bajo el ligero traje y vio la dura mirada de los gélidos ojos azules del agente.
– Sí, señor. Ahora mismo -dijo, acompañándole a la parte de atrás-. Le va a costar un riñón, pero se nota que es usted un entendido.
– Exacto -contestó Bond en un leve susurro.
– Exacto -repitió el dependiente, vestido como un viejo lobo de mar, con camiseta a rayas y pantalones vaqueros.
Llevaba en el lóbulo de la oreja un arete que más parecía de pirata que de hombre preocupado por las tendencias de la moda. Volvió a mirar a Bond de soslayo y empezó a reunir el equipo que éste le había pedido. Bond tardó más de un cuarto de hora en seleccionarlo. Después, añadió a sus compras una bolsa impermeable con cremallera y pagó con su tarjeta Platinum Amex, a nombre de James Boldman.
– Creo que tendré que hacer una comprobación, míster Boldman.
– No hay por qué y usted lo sabe -dijo Bond, mirándole con ojos glaciales-. Pero, si va usted a hacer una llamada telefónica, quiero estar a su lado. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, de acuerdo… -repitió el pirata, acompañando a Bond a un despachito que había en la trastienda-. Si, señor.
Tomó el teléfono y marcó el número de la Amex. La tarjeta fue aprobada en cuestión de segundos. Fueron necesarios diez minutos para meter todas las cosas en la bolsa. Al salir, Bond acercó la boca a la oreja de la que pendía el arete.
– Óigame bien -dijo-. Soy un forastero en esta ciudad, pero ahora usted ya conoce mi nombre.
– Claro -dijo el pirata, mirándole desconcertado.
– Si alguien más supiera que he estado aquí aparte de usted, la Amex y yo, volveré, le cortaré este anillo de la oreja y haré lo mismo con su nariz y otro órgano más vital -bajó la mano cerrada en puño hasta el nivel de la bragadura del pirata-. ¿Me ha comprendido usted? Hablo en serio.
– Ya he olvidado su nombre, míster… hum…, míster…
– Dejémoslo así -dijo Bond, dirigiéndose hacia la puerta.
Luego, regresó al hotel, abriéndose paso por entre la gente que abarrotaba la calle y, una vez en la suite, sacó el CC-500 de la cartera, lo aplicó al teléfono y efectuó una rápida llamada a Londres. No esperó la respuesta, sino que se limitó a darles su localización exacta, y a decirles que volvería a ponerse en contacto con ellos en cuanto terminara la operación.
– Se hunde esta noche -dijo-. Si no me pongo en contacto dentro de cuarenta y ocho horas, busquen la isla del Tiburón, en las inmediaciones de Cayo Oeste. Repito, se hunde esta noche.
La frase resultaba muy apropiada, pensó, mientras se ponía la ropa que acababa de comprar. Con la ASP y la varilla colocadas en sus lugares correspondientes, ya no se sentía desnudo. Al mirarse al espejo, le pareció que estaría muy a tono con el ambiente turístico.
– Se hunde esta noche -dijo para sus adentros.
Tras lo cual, se fue al bar Havana Docks.