Bien mirado, pensó Bond, Sukie Tempesta estaba demostrando ser una dama insólitamente fría. Dejó la Happi-coat sobre la cama para introducirla en la maleta más tarde y, al ver su cuerpo desnudo reflejado en el alargado espejo, se sintió complacido no por vanidad sino por la evidente buena forma de los tensos músculos de sus muslos y pantorrillas y la curva de sus bíceps.
Se había duchado y afeitado antes de la llegada de Quinn y ahora se vistió mientras elaboraba un plan viable de trabajo con respecto a Sukie. Se puso unos pantalones deportivos, sus mocasines preferidos y una camisa de algodón Sea Island. Para ocultar la ASP, se enfundó en una chaqueta de tejido Alcántara modelo Oscar Jacobson de color gris. Luego, dejó la maleta y dos carteras de documentos junto a la puerta, examinó el arma y bajó a recepción para pagar su propia cuenta y la de Sukie. Tras lo cual, subió a la habitación de la muchacha.
El equipaje de la marca Gucci de Sukie ya estaba pulcramente alineado junto a la puerta que ella abrió en cuanto le oyó llamar con los nudillos. Llevaba puestos de nuevo los vaqueros Calvin Klein, esta vez con una blusa de seda negra que a Bond le pareció de Christian Dior.
Este la empujó suavemente hacia el interior de la estancia y ella no protestó, pero le dijo que ya estaba lista para salir.
– ¿Qué ocurre, James? -preguntó Sukie al ver la severa expresión de su rostro-. Algo muy serio, ¿verdad?
– Lo siento, Sukie. Sí. Muy serio para mi y potencialmente peligroso para ti.
– No lo comprendo.
– Tengo que hacer ciertas cosas que quizá no te gusten. Me han amenazado…
– ¿Amenazado? ¿Cómo?, pero -preguntó la mujer retrocediendo.
– No puedo entrar en detalles ahora, pero sé con toda certeza -y otras personas lo saben también- que tú podrías estar implicada.
– ¿Yo? ¿Implicada en qué, James? ¿En la amenaza que pesa contra ti?
– Es un asunto muy grave, Sukie. Mi vida corre peligro y nos conocimos en unas circunstancias un poco dudosas…
– ¿Sí?, ah, ¿y qué tenía de dudoso todo aquello, exceptuando a aquel par de atracadores?
– Llegué justo en el momento oportuno y te libré de ciertas molestias. Después va y se te avería el coche casualmente cerca de donde yo estoy. Me ofrezco a acompañarte a Roma. Parece una cosa preparada en la que yo soy el blanco.
– Pero yo no…
– No sabes cuánto lo siento, pero…
– ¿No puedes llevarme a Roma? -preguntó Sukie-. Lo comprendo, James. No te preocupes, ya encontraré algún medio. Aunque reconozco que será un pequeño problema…
– Pero si tú vas a venir conmigo, incluso puede que a Roma, aunque un poco más tarde. No me queda otra alternativa. Tengo que llevarte, aunque sea como rehén. Necesito un pequeño seguro. Tú serás mi póliza.
Bond se detuvo para comprobar el efecto de sus palabras y vio con asombro que Sukie esbozaba una sonrisa:
– Bueno, jamás había sido un rehén. Será une nueva experiencia -le dijo. Al ver que Bond la apuntaba con su pistola, añadió:
– ¡Vamos, James! No me vengas con melodramas. No hace falta. De todos modos, estoy de vacaciones. En realidad, no me importa ser tu rehén en caso necesario -se detuvo y le miró fascinada-. Puede incluso que sea emocionante, y a mí las emociones de veras que me encantan.
– Las personas que me persiguen son tan emocionantes como tarántulas, tan peligrosas como escorpiones y tan mortíferas como serpientes de cascabel… Confío en que lo que va a ocurrir no sea demasiado desagradable para ti, Sukie, pero no tengo otra alternativa. Te aseguro que eso no es un juego. Tendrás que hacer todo cuanto yo diga, y hacerlo muy despacio. Lamento tener que pedirte que te des la vuelta con las manos en la cabeza.
Bond buscaba algún arma improvisada y otra más hábilmente escondida. Sukie llevaba un pequeño broche con un camafeo en el cuello de la blusa. La obligó a quitárselo y a arrojarlo delicadamente sobre la cama donde estaba su bolso de bandolera. Después le dijo que se quitara los zapatos.
Bond se quedó con el camafeo; parecía inofensivo, pero sabía que los técnicos podían hacer cosas tremendas con los broches. Llevó a cabo todo el examen con una sola mano mientras con la otra sostenía con firmeza la ASP. Los zapatos y el cinturón eran inofensivos. Bond se disculpó por su indigno comportamiento, pero la ropa y la propia persona de Sukie eran las primeras prioridades. En caso de que la chica no llevara nada sospechoso encima, ya registraría el equipaje más tarde, cuidando de que éste no pudiera ser manipulado hasta que se detuvieran en algún sitio. Vació el bolso sobre la cama. Los habituales artículos femeninos se desparramaron sobre el blanco cobertor acolchado, entre ellos: un talonario de cheques, un diario, diversas tarjetas de crédito, pañuelos de celulosa, un peine, un frasquito de píldoras, varias facturas de la tarjeta Visa, un frasco de perfume Anais Anais de Cacharel, una barra de labios y un estuche de maquillaje dorado.
Bond se quedó con el peine, unos cuantos libritos de cerillas, un equipo de coser del hotel Plaza Athénée, el frasco de perfume, la barra de labios y el estuche de maquillaje. El peine, los libritos de cerillas y el equipo de coser eran armas inmediatamente adaptables para hacer un trabajo a quemarropa. El frasco de perfume, la barra de labios y el estuche de maquillaje se tenían que examinar con más detenimiento. Bond sabía que los frascos de perfume podían contener líquidos letales, que las barras de labios podían ocultar hojas más afiladas que una cuchilla de afeitar, cargas de proyección de distintas clases e incluso jeringas hipodérmicas, y que los estuches de maquillaje en polvo podían ser radios en miniatura o cosas peores.
Sukie estaba más turbada que enfurecida por el hecho de tener que desnudarse. Su piel tenía un suave color café con leche como el que solo se puede conseguir con mucha paciencia, lociones idóneas, un régimen de sol adecuado y un cuerpo desnudo.
Bond examinó los pantalones vaqueros y la blusa, cerciorándose de que no hubiera nada oculto en los forros o las costuras. Finalizado el examen, volvió a disculparse y le dijo a Sukie que se vistiera y luego llamara a recepción. Debería utilizar las palabras textuales que él le indicara, y decir que el equipaje ya estaba listo en su habitación y en la del señor Bond y que deberían trasladarlo directamente al automóvil del segundo.
Sukie hizo lo que él le ordenaba. Tras colgar el teléfono, dijo, sacudiendo la cabeza:
– Haré exactamente lo que me digas, James. Estás visiblemente desesperado y no cabe duda de que eres un profesional. No soy tonta. Tú me gustas. Haré cualquier cosa que sea razonable, pero yo también tengo un problema.
Le tembló ligeramente la voz como si aquella experiencia la hubiera desquiciado.
Bond asintió con la cabeza para darle a entender que podía revelarle su problema.
– Tengo una antigua amiga del colegio en Cannobio, justo en la orilla del lago…
– Sí, conozco Cannobio, un centro italiano de vacaciones de segunda categoría. Bastante pintoresco, turísticamente hablando. No está muy lejos.
– Le dije que la recogeríamos al pasar. Tenía que reunirme Con ella anoche. Nos espera junto a la encantadora iglesia de la orilla del lago, la Madonna della Pietá. Estará allí a partir del mediodía.
– ¿No podríamos darle alguna excusa? ¿Telefonearía?
Sukie sacudió la cabeza.
– Anoche, cuando llegué con el automóvil averiado, telefoneé al hotel donde ella se iba a hospedar. Aún no había llegado. La llamé otra vez después de cenar y estaba esperando allí. Tenían todas las habitaciones ocupadas y ella iba a buscarse otro hotel. Puesto que tú me habías dicho que, a lo mejor, saldríamos un poco tarde, me pareció más oportuno decirle que nos esperara junto a la iglesia de la Madonna della Pietá a partir de las doce del mediodía. No se me ocurrió decirle que me llamara para confirmarlo…
Apareció el padrone para recoger el equipaje.
Bond le dio las gracias, le dijo que bajaría en seguida e inmediatamente se centró en otro problema. Cualquier cosa que hiciera, la distancia que tendría que cubrir sena muy larga. Tenía el propósito de llegar a la Klinik Mozart donde habría bastante protección policial a causa de la desaparición de May y Moneypenny. No tenía la menor intención de ir a Italia y, por lo que podía recordar, el centro de Cannobio sería un lugar muy apropiado para tender una emboscada. La carretera que bordeaba el lago y la explanada de la Madonna della Pietá estaba siempre abarrotada de gente porque Cannobio era un próspero centro industrial y un paraíso veraniego. La plaza de la iglesia era un territorio perfecto para que un solo hombre o un equipo de dos hombres motorizados llevaran a cabo un asesinato. ¿Le estaba Sukie, intencionadamente o no, dirigiendo hacia aquella cita fatal?
– ¿Cómo se llama esta amiga tuya? -preguntó Bond con dureza.
– Norrich -contestó Sukie-. Nannette Norrich. Todo el mundo la llama Nannie. Norrich Petrochemicals es su papá.
Bond asintió. Lo había adivinado.
– La recogeremos, pero tendrá que adaptarse a mis planes -dijo Bond.
Tomó a Sukie firmemente por un codo para darle a entender que él era el amo.
Sabía que el viaje a Cannobio le llevaría una hora, media de ida y media de vuelta, antes de trasladarse a la frontera con Austria. En caso de que decidiera correr el riesgo, tendría dos rehenes en lugar de uno y podría colocar a las chicas en el automóvil de tal forma que sus atacantes no pudieran dar fácilmente en el blanco. Por otra parte, le consolaba pensar que sólo podrían ganar el premio, cortándole la cabeza. Quienquiera que le atacara tendría que hacerlo en un tramo solitario de carretera o durante una parada nocturna. Cercenar una cabeza humana no era difícil. Ni siquiera hacía falta ser muy fuerte. Una sierra flexible semejante a un garrote provisto de cuchilla lo podría hacer en un santiamén. Lo importante para llevar a cabo el trabajo sería cierto aislamiento. Nadie tendría la menor oportunidad frente a la fachada principal de la iglesia de Cannobio, a orillas del lago Maggiore.
Fuera, el padrone permanecía de pie junto al verde Mulsanne Turbo, aguardando pacientemente con el equipaje. Por el rabillo del ojo, Bond vio al hombre de Steve Quinn, que se encontraba en lo alto de las rocas, acercarse con disimulo al Renault. Ni siquiera miró a Bond, sino que se limitó a caminar con la cabeza gacha, como si buscara algo en el suelo. Era alto y tenía el rostro de una estatua griega curtida por el tiempo y la intemperie.
Bond consiguió situarse entre Sukie y el automóvil, y estiró el brazo por detrás de la mujer para abrir el portaequipajes. Una vez cargadas todas las maletas, estrecharon ceremoniosamente la mano al padrone y Bond acompañó a Sukie a su asiento, al lado del conductor.
– Quiero que te ajustes el cinturón y que mantengas las manos bien a la vista sobre el tablero de instrumentos -le dijo sonriendo.
Al final de la hilera de automóviles, el motor del Renault se puso en marcha. Bond se sentó al volante del Bentley.
– Por favor, Sukie, no cometas ninguna tontería. Te prometo que puedo actuar con mayor rapidez que tú. No me obligues a hacer algo que pueda lamentar.
– Soy el rehén -dijo la joven modosamente-. Sé mi papel. No te preocupes.
Hicieron marcha atrás, subieron por la rampa y, siete minutos más tarde, cruzaron la frontera italiana sin ningún contratiempo.
– No sé si te has dado cuenta, pero hay un automóvil que nos sigue -dijo Sukie sin poder evitar cierto temblor en la voz.
– Ya lo sé -contestó Bond esbozando una torva sonrisa-. Nos están cuidando, pero no me gusta esta clase de protección. Ya nos libraremos de ellos más adelante.
Le había explicado a Sukie que tendrían que tratar a Nannie con mucho cuidado. Tan sólo le dirían que podía irse a Roma por su cuenta. Los planes habían cambiado y ellos tenían que dirigirse a Salzburgo a toda prisa.
– Deja que sea ella quien tome la decisión. Discúlpate, pero procura librarte de Nannie. ¿Me has comprendido?
Sukie asintió en silencio.
Había un gran bullicio en las inmediaciones de la iglesia de la Madonna della Pietá cuando llegaron. De pie junto a una pequeña maleta, había una joven muy alta y elegante con el cabello color negro recogido hacia atrás en un severo moño. Llevaba un vestido de algodón estampado que la brisa pegó a su cuerpo un instante, revelando el perfil de sus largos y esbeltos muslos, su redondo vientre y sus bien proporcionadas caderas. Sonrió al ver a Sukie y la llamó alegremente desde su ventanilla.
– ¡Oh, qué maravilla! Un Bentley. Adoro los Bentley.
– Nannie, te presento a James. Tenemos un problema.
Sukie explicó la situación, siguiendo exactamente las instrucciones de Bond. Este estudió el sereno rostro de Nannie: sus finos rasgos y sus ojos grises protegidos por gafas tipo abuelita. Llevaba las cejas depiladas de una manera anticuada, lo cual confería a sus hermosas facciones una expresión casi permanente de dulce expectación.
– Bueno, soy fácil de conformar -contestó Nannie, dando a entender que no se creía ni una sola palabra de lo que Sukie le había dicho-. Al fin y al cabo, estoy de vacaciones… Roma o Salzburgo, da lo mismo. Adoro a Mozart.
Bond se sentía vulnerable en el interior del automóvil detenido y no quería que la conversación se prolongara demasiado.
– ¿Vas a venir con nosotros, Nannie? -preguntó en tono apremiante.
– Pues, claro. No me lo perdería por nada del mundo.
Al ver que Nannie abría la portezuela, Bond la detuvo.
– El equipaje, en el portamaletas -ordenó con excesiva dureza. Después añadió, voz baja, dirigiéndose a Sukie: -Las manos a la vista, igual que antes. Eso es demasiado importante como para tomarlo a broma.
Sukie asintió y volvió a apoyar las manos en el tablero de instrumentos, mientras Bond descendía para ayudar a Nannie a colocar la maleta en el Portaequipajes.
– El bolso también, por favor -le dijo Bond a la chica, esbozando una sonrisa casi encantadora.
– Lo necesito en la carretera. ¿Por qué…?
– Por favor, Nannie, sé buena chica. Los problemas de que te ha hablado Sukie son muy graves. No puede haber equipaje en el automóvil. Cuando llegue el momento, examinaré tu bolso y te lo devolveré. ¿De acuerdo?
Nannie ladeó la cabeza con un gesto inquisitivo, pero hizo lo que le ordenaban. Bond observó que el Renault se hallaba detenido frente a ellos con el motor en marcha. Muy bien, por lo visto pensaban que seguiría viaje por Italia.
– Nannie, acabamos de conocernos y no me gustaría que te lo tomaras a mal, pero tengo que ser un poco maleducado -dijo Bond en un susurro. Había muchas personas a su alrededor, pero lo que iba a hacer era inevitable- No forcejees ni grites. Tengo que tocarte, pero te prometo que no me tomaré ninguna libertad.
Pasó hábilmente las manos por el cuerpo de la joven, utilizando las yemas de los dedos para que la situación no fuera para ella tan embarazosa.
– No te conozco, pero mi vida está en peligro -le dijo mientras la cacheaba-, por consiguiente, en este automóvil, tú también corres un riesgo. Siendo una desconocida, podrías ser peligrosa para mí. ¿Lo comprendes?
Para su sorpresa, la chica le miró sonriendo.
– En realidad, ha sido muy agradable. No lo entiendo, pero me ha gustado. Deberíamos hacerlo otra vez. En privado.
Una vez acomodados en el interior del automóvil, Bond le pidió a Nannie que se ajustara el cinturón porque iba a conducir con mucha rapidez. Volvió a poner el motor en marcha y esperó a que hubiera el suficiente espacio en el tráfico. Luego hizo marcha atrás, dio una vuelta al volante, pisó el acelerador y el freno y el vehículo derrapó describiendo un semicírculo. Tras lo cual, salió disparado y se introdujo por entre un asmático Volkswagen y un camión cargado de hortalizas en medio de la indignación de los respectivos conductores.
Pudo ver a través del retrovisor que había pillado al Renault por sorpresa. Aumentó la velocidad en cuanto el Bentley dejó atrás la zona limitada y empezó a tomar las vueltas y curvas del lago a una velocidad de vértigo.
Al llegar a la frontera, dijo a los guardias que temía que le siguieran unos malhechores y exhibió el pasaporte diplomático que siempre llevaba consigo para casos de emergencia. Los carabinieri quedaron muy impresionados, le llamaron Eccellenza, se inclinaron ceremoniosamente ante las damas y prometieron interrogar de un modo exhaustivo a los ocupantes del Renault.
– ¿Siempre conduces así? -le preguntó Nannie desde el asiento de atrás-. Seguro que sí. Debes de ser un aficionado a los coches rápidos, los caballos y las mujeres. Un hombre de acción.
Bond no hizo ningún comentario. Un hombre violento, pensó, concentrándose en la carretera mientras Sukie y Nannie hablaban de su época escolar, de fiestas y de hombres.
Hubo ciertas dificultades durante el viaje, sobre todo cuando las pasajeras quisieron utilizar los lavabos de señoras. Dos veces en el transcurso de la tarde se detuvieron en áreas de servicio y Bond estacionó el vehículo de tal forma que pudiera ver con toda claridad los teléfonos públicos y las puertas de los lavabos de señoras. Las dejó ir una cada vez, haciendo amablemente veladas amenazas sobre lo que le ocurriría a la que se quedara en el automóvil en caso de que la otra hiciera alguna tontería. Por su parte, no le quedó más remedio que mantener bajo control su propia vejiga. Poco antes de iniciar el largo recorrido montañoso en dirección a Austria, se detuvieron en un café situado al borde de la carretera y comieron un poco. Allí fue donde Bond decidió correr el riesgo de dejar solas a sus dos acompañantes.
Cuando regresó, ambas ofrecían un aspecto inocente e incluso parecieron sorprenderse de que se tomara un par de tabletas de Bencedrina con el café.
– Estábamos comentando… -empezó a decir Nannie.
– ¿Sí?
– Estábamos comentando cómo nos las vamos a arreglar esta noche cuando nos detengamos en algún sitio para dormir. Porque es bien evidente que tú no querrás perdernos de vista…
– Dormiréis en el automóvil. Yo conduciré. No nos detendremos en ningún hotel. Vamos a hacer todo el recorrido de una tirada…
– Muy espartano -musitó Sukie.
– …y, cuanto antes lleguemos a Salzburgo, tanto antes os podré soltar. Después, la policía local se encargará de todo el asunto.
– Mira, James -dijo Nannie, hablando muy tranquila, pero en tono casi admonitorio-, apenas nos conocemos, pero tienes que comprender que, para nosotras, eso es como una especie de aventura emocionante…, de ésas que sólo se leen en los libros. Está claro que tú estás del lado de los ángeles, a no ser que la intuición te haya fallado estrepitosamente. ¿No podrías confiar en nosotras sólo un poquito? A lo mejor, te podríamos ser más útiles si supiéramos algo mas…
– Será mejor que regresemos al automóvil -dijo Bond por toda respuesta-. Ya le expliqué a Sukie que eso es casi tan emocionante como ser atacados por un enjambre de abejas asesinas.
Sabía que Sukie y Nannie pasaban por una fase de transición y que, o bien estaban empezando a identificarse con su secuestrador, o bien pretendían crear un clima de confianza para que éste bajara la guardia. Si quería aumentar sus posibilidades de supervivencia, tenía que mantener una actitud distante, lo cual no era nada fácil con unas chicas tan atractivas y deseables como aquéllas.
Nannie exhaló un suspiro de exasperación y Sukie empezó a decir algo, pero Bond se lo impidió con un gesto de la mano.
– Al automóvil -le ordenó.
Se lo pasaron bien durante el largo recorrido por el serpeante paso de Maloja y St. Moritz hasta cruzar la frontera con Austria por Vinadi. Poco antes de las siete y media, tras haber rodeado Innsbruck, ya se encontraban rodando por la autobahn A-12, rumbo al noroeste. Al cabo de una hora, girarían al este y tomarían la A-8 que les conduciría a Salzburgo. Bond conducía con implacable concentración, maldiciendo su suerte. El día era tan hermoso y el paisaje tan impresionante que, en otra situación, aquellas vacaciones hubieran podido ser auténticamente memorables. Clavó los ojos en la carretera, escudriñando el tráfico, y después dio un rápido vistazo a la velocidad, al consumo de combustible y a la temperatura del motor.
– ¿Te acuerdas del Renault plateado, James? -preguntó Nannie en tono casi burlón desde el asiento de atrás-. Pues, bueno, creo que nos viene siguiendo.
– Angeles guardianes -musitó Bond-. Que el diablo se los lleve.
– La matrícula es la misma -terció Sukie-. Les recuerdo de Brissago, pero me parece que los ocupantes son otros.
Bond miró a través del retrovisor. Un Renault 25 plateado se encontraba a unos ochocientos metros por detrás de ellos. No podía distinguir a los pasajeros. Procuró no ponerse nervioso; al fin y al cabo, eran los hombres de Steve Quinn. Se desplazó al carril exterior y miró a través del espejo.
Captó la tensión de las dos chicas, semejante a la de una presa que percibe la presencia del cazador. En el interior del vehículo, el miedo casi se podía cortar con un cuchillo.
La carretera era una recta cinta desierta con pastizales a ambos lados y, a lo lejos, elevaciones rocosas, pinares y bosques de abetos. Los ojos de Bond se desplazaron de nuevo al espejo exterior y captaron la concentración del conductor del Renault.
Habían dejado a su espalda el rojo disco del sol. Quizás el automóvil plateado utilizaba la táctica del viejo piloto de combate: evitar el sol. Mientras el Bentley se desviaba imperceptiblemente, el fuego carmesí del sol ocupó todo el espejo exterior. Bond pisó inmediatamente el acelerador y sintió la proximidad de la muerte.
El Bentley respondió y se disparó hacia adelante sin el menor esfuerzo, como sólo puede hacerlo un vehículo de sus características. Sin embargo, Bond efectuó la maniobra con una fracción de segundo de retraso. El Renault se encontraba casi a su altura y aceleraba la marcha.
Oyó el grito de una de las chicas y percibió una ráfaga de aire al abrirse una ventanilla trasera. Extrajo la ASP, la dejó sobre las rodillas y extendió una mano hacia los mandos eléctricos de las lunas. Oyó que Sukie les gritaba que se agacharan mientras Nannie Norrich bajaba la luna de su ventanilla accionando el mando individual.
– ¡Al suelo!
Oyó su propia voz mientras la luna de su ventanilla descendía obedeciendo a la presión de su pulgar sobre el mando y una segunda ráfaga de aire penetraba en el interior del vehículo.
– ¡Van a disparar! -gritó Nannie desde el asiento de atrás.
Durante una décima de segundo, asomó por la ventanilla trasera del Renault el típico cañón recortado de un Winchester.
Después hubo dos descargas, una de ellas seca y por detrás de su hombro izquierdo, que llenó todo el automóvil de una grisácea bruma con el inconfundible olor de la cordita. La otra fue más Fuerte, pero más lejana, casi ahogada por el rugido del motor, y el rumor del viento que penetraba en el automóvil y el silbido de sus oídos.
El Mulsanne Turbo se desplazó bruscamente a la derecha como si la puntera metálica de una bota gigantesca le hubiera golpeado con fuerza por detrás; al mismo tiempo, Bond oyó un fragor como de piedras que de súbito les cayeran encima. Después percibió otro golpe en la parte trasera.
Vio el vehículo plateado a la izquierda, casi a su altura, una neblina de humo se escapaba por la parte posterior, donde alguien permanecía agachado junto a la ventanilla, y alguien apuntaba con un Winchester contra el Bentley.
– ¡Agáchate, Sukie! -gritó Bond como si se dirigiera a un perro mientras levantaba la mano derecha para disparar a través de la ventanilla abierta. Efectuó dos descargas contra el conductor.
Notaron una sacudida y un chirrido mientras los costados de ambos vehículos se rozaban y luego volvían a separarse sobre el trasfondo de un fuerte crujido en la parte posterior del vehículo.
Debían de circular a gran velocidad y Bond sabía que casi había perdido el control del Bentley, el cual acababa de derrapar hacia el otro lado de la carretera. Tocó los frenos y notó que disminuía la velocidad mientras las ruedas delanteras rozaban la hierba. El automóvil se deslizó y experimentó una brusca sacudida antes de detenerse.
– ¡Salid! -gritó Bond-. ¡Salid en seguida! ¡Utilizad el vehículo para cubriros!
Cuando llegó a la relativa seguridad del costado del vehículo, vio que Sukie le había seguido y estaba tendida en el suelo como si quisiera hundirse en la tierra. Nannie, por su parte, se había agachado detrás del portaequipajes con la falda de algodón levantada, y mostraba la parte superior de una media y parte de un liguero de color blanco. La falda se había enganchado en una suave funda de cuero ajustada a la parte interior de su muslo y la chica sostenía con ambas manos una pequeña pistola del calibre 22 con la cual apuntaba hacia más allá del portaequipajes.
– Los polis se van a poner furiosos -gritó Nannie-. Vienen en dirección contraria.
– Pero, ¿qué demonios…?
– Toma la pistola y dispara -gritó Nannie, soltando una carcajada-. Vamos, James, Nannie sabe lo que dice.