2 «El Enano Venenoso»

Bond sudaba la gota gorda mientras hacía sus ejercicios gimnásticos matinales: las veinte planchas con su exquisita tensión residual; luego, los levantamientos de pierna efectuados boca abajo y, por último, los veinte rápidos toques del dedo gordo del pie.

Antes de meterse en la ducha, llamó al servicio de habitaciones y pidió con todo detalle el desayuno que le apetecía: dos gruesas rebanadas de pan integral con la mejor mantequilla que hubiera y, a ser posible, confitura de la marca Tiptree Little Scarlet o mermelada de cítricos Cooper's Oxford. Hélas, Monsieur: no tenían Cooper's, pero sí, en cambio, Tiptree. No era probable que pudieran servirle café De Bry, por consiguiente, tras una detallada serie de preguntas, aceptó la mezcla especial del hotel. Mientras esperaba que le subieran la bandeja, tomó una ducha muy caliente, seguida de otra helada.

Bond era un hombre muy rutinario y normalmente no le gustaban los cambios, pero en los últimos tiempos se había pasado al jabón, champú y colonia de la marca Dunhill Blend 30 porque le gustaba su especial aroma masculino. Ahora, tras secarse vigorosamente con la toalla, se hizo una fricción de colonia y se puso su bata de seda de viaje de la marca Happi-coat para aguardar el desayuno, el cual llegó acompañado de todos los periódicos de la mañana.

El BMW, o lo que quedaba de él, aparecía diseminado por todas las primeras planas, y los titulares afirmaban que la explosión era desde un atroz acto de terrorismo urbano hasta el más reciente asesinato de una lucha entre bandas rivales que hacía varias semanas asolaba toda Francia. Los detalles eran pocos, exceptuando la información facilitada por la policía, según la cual la víctima era una sola persona, es decir, el conductor, y el vehículo estaba registrado a nombre de Conrad Tempel, un hombre de negocios alemán de Friburgo. Herr Tempel faltaba de su domicilio por lo que se suponía que se encontraba entre los fragmentos del vehículo.

Mientras leía la noticia, Bond se bebió dos tazones de café sin azúcar y decidió que aquel día, cuando se adentrara en territorio alemán, evitaría pasar por Friburgo. Tenía el proyecto de volver a cruzar la frontera en Basilea. Una vez en Suiza, bajaría al lago Maggiore, en el Cantón Tesino, y pernoctaría en una de las pequeñas localidades turísticas de la orilla suiza del lago. Tras lo cual, iniciaría el largo recorrido hacia Italia y el agotador trayecto por las autopistas que, finalmente, le conducirían a Roma. Allí, pasaría unos días con el residente del Servicio y su mujer, Steve y Tabitha Quinn.

La etapa de aquel día no seria tan cansada. No necesitaba ponerse en camino antes del mediodía y, por consiguiente, dispondría de tiempo para descansar y pasear un poco. Sin embargo, antes tenía que cumplir la misión más importante del día, la llamada telefónica a la Klinik Mozart para interesarse por el estado de May.

Marcó el 19, el código francés del extranjero, seguido del 61 que le conectaría con el sistema austríaco, y después el número del abonado. El doctor Kirchtum se puso al teléfono casi inmediatamente.

– Buenos días, míster Bond. Se encuentra usted en Bélgica, ¿verdad?

Bond le contestó cortésmente que se encontraba en Francia, que al día siguiente estaría en Suiza y, al otro, en Italia.

– Tal como suele decirse, está usted quemando mucha llanta.

Kirchtum era un hombre menudo, pero tenía una voz atronadora. En la clínica se le podía oír en una habitación mucho antes de que llegara. Las enfermeras le llamaban la Sirena de Niebla.

Bond preguntó por May.

– Sigue muy bien. Nos da órdenes a todos, lo cual es un buen síntoma de recuperación -Kirchtum soltó una sonora risotada-. Creo que el cocinero está a punto de romper la baraja, como dicen ustedes en inglés.

– Acepte su renuncia -dijo Bond, sonriendo para sus adentros.

Estaba seguro de que Herr Doktor cometía deliberados errores en lenguaje coloquial. Preguntó si había alguna posibilidad de hablar con la paciente, y le dijeron que en aquellos instantes la estaban sometiendo a un tratamiento y no podría ponerse al teléfono hasta más tarde. Bond dijo que intentaría llamar de nuevo durante su viaje por Suiza, dio las gracias a Herr Doktor y estaba a punto de colgar cuando Kirchtum le detuvo.

– Hay alguien aquí que desearía hablar un momento con usted, míster Bond. No se retire. Ahora se la paso.

Para su gran sorpresa, Bond oyó la voz del brazo derecho de «M», miss Moneypenny, hablándole con aquel tono cariñoso que siempre reservaba para él.

– ¡James! Qué alegría hablar contigo.

– Pero, bueno, Moneypenny, ¿qué demonios estás haciendo tú en la Klinik Mozart?

– Estoy de vacaciones como tú, y paso unos días en Salzburgo. Me pareció oportuno venir a visitar a May. Está estupendamente bien, James.

Moneypenny parecía contenta y emocionada.

– Te agradezco que hayas pensado en ella. Pero cuídate mucho en Salzburgo… Todos estos aficionados a la música que visitan la casa de Mozart y van a los conciertos…

– Hoy en día, lo único que buscan son los exteriores utilizados en Sonrisas y lágrimas -contestó ella, riéndose.

– Aun así, ten cuidado, Penny. Me han dicho que estos turistas sólo quieren una cosa de una chica como tú.

– Pues, ojalá fueras tú un turista, James.

Miss Moneypenny todavía reservaba un lugar especial para Bond en su corazón. Tras conversar un poco con ella, éste le agradeció de nuevo su amable visita a May.

El equipaje ya estaba listo y el sol penetraba a raudales por las ventanas abiertas. Bond daría una vuelta por los alrededores del hotel, comprobaría el estado del automóvil, se tomaría otro café y se echaría a la carretera. Mientras bajaba al vestíbulo, se percató de lo mucho que necesitaba unas vacaciones. El año había sido muy duro y, por primera vez, Bond se preguntó si habría tomado una decisión adecuada. Quizá hubiera sido mejor un corto viaje a su querido Royale-les-Eaux.

Un rostro conocido se deslizó por la periferia de su ángulo visual en el momento de cruzar el vestíbulo. Bond dudó un instante, se volvió y contempló con expresión distraída la luna del hotel en la que se podía ver la imagen reflejada de un hombre sentado cerca del mostrador de recepción. El hombre hojeaba con aire ausente el ejemplar de la víspera del Herald Tribune sin dar la menor muestra de haber visto a Bond. Era un tipo de baja estatura, pulcra y elegantemente vestido y con el aire de seguridad propio de los individuos bajitos. Bond siempre desconfiaba de las personas bajitas; conocía su tendencia a compensar el defecto por medio de una implacable agresividad, como si sintieran el imperioso impulso de demostrar su valía.

Tras identificar al personaje, dio media vuelta. El rostro le era bien conocido, con sus afiladas facciones de hurón y los mismos ojos brillantes y móviles de este animal. ¿Qué demonios, se preguntó, estaría haciendo Paul Cordova -o la Rata , tal como le conocían en el mundo del hampa- en Estrasburgo? Bond tenía conocimiento de los rumores según los cuales el KGB soviético, haciéndose pasar por un organismo del Gobierno de los Estados Unidos, le había utilizado para cierto trabajo sucio en Nueva York.

Paul Cordova, la Rata , era un ejecutor -término educado para designar a un asesino- de una de las principales «familias» de Nueva York, y su fotografía e historial figuraban en los archivos de los principales departamentos de policía y espionaje de todo el mundo. Parte del trabajo de Bond consistía en reconocer rostros como aquél, aunque Cordova se movía más bien en los ambientes del crimen y no en los círculos de espionaje. Sin embargo, Bond no le llamaba la Rata. Para él, aquel hombre era el Enano Venenoso. ¿Sería su presencia en Estrasburgo otra coincidencia?, se preguntó.

Bajó al aparcamiento, examinó exhaustivamente el Bentley y le dijo al vigilante que lo recogería al cabo de media hora. No quería que ningún empleado del hotel tocara el vehículo. Al llegar, incluso ciertos rostros se enfurruñaron porque no quiso dejar las llaves en el mostrador. En el aparcamiento no pudo evitar ver el siniestro Porsche 911 Turbo Serie 3 de color negro. La matrícula trasera estaba salpicada de barro, pero el escudo del Cantón Tesino resultaba claramente visible. Quienquiera que le hubiera adelantado en la autopista poco antes de la destrucción del BMW se hallaba ahora en el hotel. Sus antenas le dijeron que había llegado el momento de largarse de Estrasburgo. La pequeña nube amenazadora había aumentado ligeramente de tamaño.

Cordova no estaba en el vestíbulo del hotel cuando Bond regresó. Al llegar a su habitación, Bond volvió a llamar a Transworld Exports de Londres, utilizando de nuevo el desmodulador. Aunque estuviera de vacaciones, tenía la obligación de informar sobre los movimientos de cualquier persona como el Enano Venenoso, sobre todo, si ésta se encontraba lejos de su propio medio.

Veinte minutos más tarde, Bond se sentó al volante del Bentley, camino de la frontera alemana. La cruzó sin que se produjera ningún incidente, evitó pasar por Friburgo y, por la tarde, cruzó la frontera con Suiza por Basilea. Tras varias horas de viaje por carretera, tomó el tren, cargó el vehículo en el vagón de automóviles para cruzar el paso del San Gotardo y, a primeras horas de la noche, el Bentley se adentró por las calles de Locarno y enfiló la carretera del borde del lago. Después pasó por Ascona, al paraíso de los artistas tanto profesionales como aficionados, y por la pequeña y bonita localidad de Brissago.

A pesar del sol y los impresionantes paisajes de las pulcras aldeas suizas y las altas montañas, Bond no pudo dejar de experimentar un presentimiento de peligro inminente mientras se dirigía al sur. Al principio, atribuyó su estado de ánimo a los extraños acontecimientos que se habían producido en la víspera y a la desconcertante experiencia de ver a un matón de la Mafia de Nueva York en Estrasburgo. Al acercarse al lago Maggiore, si todo ello no estaría motivado por su orgullo herido. Le molestaba claramente que Sukie Tempesta, tan tranquila y segura de sí misma, no hubiera sucumbido a sus dotes de seductor. Hubiera podido demostrarle, por lo menos, un poco de gratitud. Y, sin embargo, apenas le dirigió una sonrisa.

Cuando vio los rojizos tejados de las aldeas situadas en el borde del lago, Bond empezó a reírse. De repente, se libró de la tristeza y reconoció su propia mezquindad. Introdujo un disco compacto en el estéreo y, al cabo de unos momentos, la combinación del paisaje y el gran Art Tatum interpretando The Shout disipó las sombras y le puso de buen humor. Aunque la zona del país que más le gustaba eran los alrededores de Ginebra, aquel rincón de Suiza lindante con Italia le tenía robado el corazón. En sus años mozos, había tomado el sol en las playas del lago Maggiore y saboreado las mejores comidas de su vida en Locarno, y una vez, en una cálida noche de luna en que las luces de las engalanadas embarcaciones de pesca hacían brillar las aguas de Brissago, hizo inolvidablemente el amor con una condesa italiana.

Precisamente ahora se dirigía a aquel hotel, el Mirto du Lac. Era un sencillo establecimiento familiar situado bajo la iglesia con su arcada de cipreses y a dos pasos del embarcadero del que salían cada hora los barcos que cruzaban el lago. El padrone le recibió como a un viejo amigo y Bond se retiró muy pronto a su habitación cuyo balcón daba al patio interior y al embarcadero flotante.

Antes de deshacer el equipaje, llamó a la Klinik Mozart. Herr Direktor no podía ponerse al aparato, y uno de los médicos más jóvenes le dijo amablemente que no podía hablar con May porque la paciente estaba descansando. Había recibido una visita y se sentía un poco fatigada. Por alguna extraña razón, las palabras sonaban falsas. El vacilante tono de voz del médico puso en estado de alerta a Bond, el cual preguntó si May se encontraba bien. El médico le aseguró que estaba perfectamente, sólo que un poco cansada.

– Esta visita -añadió Bond-, creo que es una tal miss Moneypenny.

– Correcto -dijo el médico con mucha amabilidad.

– No sabrá usted dónde se aloja en Salzburgo, ¿verdad?

El médico no lo sabía.

– Tengo entendido que mañana vendrá a ver otra vez a la paciente -contestó.

Bond le dio las gracias y dijo que volverla a llamar. Cuando terminó de ducharse y cambiarse de ropa, ya empezaba a oscurecer. Al otro lado del lago, el sol abandonó poco a poco el monte Tamaro y empezaron a encenderse las luces de la orilla. Los insectos se concentraron alrededor de los globos de cristal de las lámparas y una o dos parejas se sentaron junto a las mesas del exterior.

Mientras Bond abandonaba su habitación para bajar al bar instalado en un rincón del restaurante, un Porsche 911 Serie 3 de color negro se adentró silenciosamente en el patio frontal y se detuvo con el morro de cara al lago. Su ocupante descendió, cerró la portezuela y se encaminó a pasitos hacia la iglesia, desandando el camino por el que había venido.

Al cabo de unos diez minutos, los clientes sentados alrededor de las mesas y junto a la barra del bar del hotel oyeron unos repetidos gritos desgarradores. Los murmullos de las conversaciones cesaron de golpe en cuanto los clientes se percataron de que los gritos no formaban parte de ningún juego. Varias personas que se hallaban junto a la barra se encaminaron hacia la puerta. Unos hombres que ocupaban las mesas exteriores ya se habían levantado y otros miraban a su alrededor en un intento de averiguar de dónde procedían los gritos. Bond figuraba entre los que salieron corriendo al exterior. Lo primero que vio fue el Porsche. Después, una mujer pálida como la cera y con el cabello volando al viento, bajó corriendo por los peldaños del cementerio de la iglesia con la boca abierta en un grito continuo. Se cubrió el rostro con las manos, se mesó los cabellos y se comprimió la cabeza.

Assassinio! Assassinio! -gritó, señalando hacia el cementerio.

Cinco o seis hombres se adelantaron a Bond, subieron por los peldaños y se congregaron alrededor de un pequeño bulto tendido en el centro del camino adoquinado mientras contemplaban en sobrecogido silencio el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos.

Bond se aproximó despacio al perímetro del grupo. Paul Cordova, la Rata , yacía boca arriba con las rodillas dobladas, un brazo extendido hacia adelante y la cabeza en ángulo, casi cercenada de un solo tajo en la garganta. La sangre había formado un charco sobre los adoquines.

Bond se abrió paso por entre la gente y regresó a la orilla del lago. Nunca había creído en las coincidencias. Sabía que el ahogamiento de los jóvenes, el incidente de la gasolinera, la explosión en la autopista y la presencia de Cordova, allí y en Francia, guardaban relación entre sí, y que él era el común denominador. Sus vacaciones ya estaban destrozadas. Tendría que telefonear a Londres, presentarse y aguardar órdenes.

Otra sorpresa le esperaba al entrar en el hotel. De pie junto al mostrador de recepción, tan elegante como siempre, enfundada en un modelo de cuero azul, probablemente de Merenlender, se encontraba Sukie Tempesta.

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