7 «El Gancho»

Bond conducía el automóvil con precaución exagerada. Ante todo, el siniestro sujeto sentado a su lado parecía estar dominado por una locura latente capaz de estallar a la menor provocación. Bond había intuido la presencia del mal muchas veces a lo largo de su vida, pero nunca con tanta intensidad como en aquellos instantes. El grotesco Inspektor Osten apestaba a otra cosa y Bond tardó bastante en identificar el anticuado ron de laurel que debía utilizar con profusión para peinarse la tupida pelambrera. Había recorrido varios kilómetros de carretera cuando se rompió el silencio.

– Asesinato y secuestro -dijo Osten en voz baja, casi como si hablara consigo mismo.

– Deportes sangrientos -contestó Bond sin inmutarse.

El policía soltó una sonora risita.

– Deportes sangrientos, eso es muy bueno, míster Bond. Muy bueno.

– ¿Y va usted a acusarme de ellos?

– Puedo detenerle por asesinato -contestó Osten, riéndose-. A usted y a las dos damas. ¿Cómo es la expresión? Ah, sí, les tengo a mi merced.

– Creo que debería consultar con sus superiores antes de intentar semejante cosa. Sobre todo, con el Departamento de Seguridad y Espionaje, el DSI.

– Estos pelmazos metomentodo tienen muy poca jurisdicción sobre mi, míster Bond -dijo Osten, soltando una breve carcajada despectiva.

– ¿Es usted el único representante de la ley, Inspektor?

– En este caso -contestó Osten, lanzando un prolongado suspiro-, yo soy la ley y eso es lo que importa. Usted se interesaba por dos damas inglesas que han desaparecido de una clínica…

– Una es una señora escocesa, inspector.

– Da igual -dijo Osten, levantando su manita de muñeca en gesto de burla y rechazo-. Usted es la única clave, el eslabón de este pequeño misterio; el hombre que conocía a ambas víctimas. Nada tiene de extraño en este caso que le haga preguntas -hasta que le interrogue exhaustivamente- a propósito de estas desapariciones…

– Yo mismo ignoro los detalles. Una de las señoras es mi ama de llaves.

– ¿La más joven?

La pregunta se hizo en un tono especialmente desagradable y Bond contestó con cierta aspereza.

– No, Inspektor, la dama escocesa de más edad. Lleva conmigo muchos años, La más joven es una compañera. Creo que debería usted olvidarse de los interrogatorios hasta consultar con personas situadas ligeramente más arriba.

– Hay otras cuestiones: introducción de un arma de fuego en el país, un tiroteo en la carretera, cuyo resultado fueron tres muertes, y grave peligro para personas inocentes que circulaban por la autobahn…

Con todos los respetos, los tres hombres pretendían matarme a mí y a las dos damas que viajaban en mi automóvil.

Osten asintió, pero con reservas.

– Ya veremos. Eso ya lo veremos en Salzburgo.

El hombre a quien llamaban el Gancho se inclinó hacia adelante y extendió el largo brazo semejante a un reptil, moviendo hábilmente la minúscula mano. El inspector no sólo era un experto, pensó Bond, sino que, además, tenía muy desarrollada la intuición. En pocos segundos, sacó de sus respectivas fundas tanto la ASP como la varilla.

– Siempre me encuentro incómodo con un hombre armado de esta manera.

Las mejillas de manzana se hincharon como un globo mientras el Gancho esbozaba una radiante sonrisa.

– Si echa un vistazo a mi billetero, verá que tengo licencia internacional para llevar armas -dijo Bond, asiendo el volante con furor asesino.

– Ya veremos… -Osten exhaló otro suspiro-. Eso ya lo veremos en Salzburgo -añadió.

Ya era tarde cuando llegaron a la ciudad y Osten empezó a dirigir a Bond perentoriamente: aquí a la izquierda, después a la derecha y otra vez a la derecha. Bond vio fugazmente el río Salzach y los puentes que lo cruzaban. A su espalda, el castillo de Hohensalzburg, antigua fortaleza de los príncipes-arzobispos, se levantaban brillantemente iluminado sobre la gran masa de roca dolomítica, dominando la vieja ciudad y el río.

Se dirigían hacia la parte moderna de la ciudad y Bond creía que su acompañante le guiaba hacia la jefatura superior de policía. En su lugar, se vio obligado a circular a través de un laberinto de calles, pasando por delante de dos bloques de apartamentos, antes de bajar a un aparcamiento subterráneo. Los otros dos vehículos, que habían perdido de vista en las afueras de la ciudad, aguardaban perfectamente aparcados, con un espacio intermedio para el Bentley. Sukie se hallaba sentada en uno de ellos y Nannie en el otro.

Una repentina inquietud puso a Bond en estado de alerta. El residente le había asegurado que la policía le iba a conducir sano y salvo a Salzburgo. En su lugar, se encontraba ante un policía muy desagradable y probablemente corrupto, y un plan, al parecer previamente organizado, según el cual deberían conducirle a un aparcamiento privado. Estaba seguro de que el aparcamiento pertenecía a un bloque de apartamentos.

– Baje el cristal de mi ventanilla -dijo Osten en voz baja.

Uno de los policías se había acercado al lado del Bentley en el que se sentaba Osten y un segundo permanecía de pie frente al vehículo. Este llevaba una pistola ametralladora, cuyo peligroso cañón apuntaba directamente a Bond.

A través de la ventanilla abierta, Osten pronunció unas lacónicas órdenes en alemán. Hablaba tan bajito y su acento vienés era tan cerrado que Bond sólo captó algunas palabras: «Las mujeres primero», después, un susurro: «Habitaciones separadas…, bajo constante vigilancia…, hasta que todo se aclare…». El Gancho terminó con una pregunta que Bond no pudo entender. La respuesta, en cambio, la entendió con toda claridad.

– Tiene usted que telefonearle cuanto antes.

Heinrich Osten asintió, moviendo repetidamente la cabezota como uno de esos muñecos que se cuelgan en la ventanilla trasera de un automóvil. A continuación le dijo al hombre uniformado que siguiera adelante. El de la pistola ametralladora no se movió.

– Nos quedaremos sentados aquí unos minutos -añadió, volviéndose a mirar a Bond mientras una beatífica sonrisa le hinchaba las coloradas mejillas.

– Puesto que sólo tiene presuntas acusaciones contra mí, creo que se me debería permitir ponerme en contacto con mi embajada en Viena -dijo Bond, pronunciando las palabras como si de órdenes militares se tratara.

– Todo a su debido tiempo. Hay que cumplir ciertas formalidades.

Osten estaba muy tranquilo y mantenía las manos cruzadas como si dominara por completo la situación.

– ¿Formalidades? ¿Qué formalidades? -gritó Bond-. Las personas tienen sus derechos. Y yo, en particular, estoy cumpliendo una misión oficial. Exijo que…

– No puede usted exigir nada, míster Bond -dijo Osten, haciendo una leve seña al policía que portaba la pistola ametralladora-. Estoy seguro de que lo comprenderá. Es usted un extranjero en un país extranjero. Por el simple hecho de ser yo un representante de la ley y de tenerle a usted encañonado con una pistola Uzi, carece usted de cualquier derecho.

Bond vio cómo sacaban a Sukie y Nannie de los otros vehículos y las mantenían bien separadas la una de la otra. Ambas parecían asustadas. Sukie ni siquiera se volvió a mirar el Bentley; en cambio, Nannie miró hacia atrás. El mensaje de sus ojos estaba muy claro. Todavía iba armada y esperaba el momento oportuno. Era una dama tremendamente dura, pensó Bond: dura y atractiva a un tiempo.

Las mujeres desaparecieron de su ángulo visual y, al cabo de un instante, Osten le clavó la ASP en las costillas.

– Deje las llaves en el automóvil míster Bond. Le tienen que sacar de aquí antes de que amanezca. Salga sin más y muestre constantemente las manos. El oficial que empuñaba la Uzi está un poquito nervioso.

Bond hizo lo que se le ordenaba. El aparcamiento subterráneo, casi desierto, resultaba frío y espectral y olía a gasolina, a neumáticos y a aceite.

El hombre que portaba la pistola ametralladora le indicó por señas que avanzara por entre los automóviles hacia un pequeño pasadizo de salida y lo que parecía ser un muro de ladrillo. Osten efectuó un leve movimiento y Bond vio en su mano izquierda un aplanado mando a distancia. Silenciosamente, parte del muro de ladrillo del tamaño de una puerta se movió hacia adentro y luego se deslizó hacia un lado, dejando al descubierto las puertas de acero de un ascensor. En algún lugar del aparcamiento se oyó el rugido y puesta en marcha de un vehículo.

El ascensor llegó emitiendo un breve suspiro y a Bond le indicaron por señas que entrara. Mientras el camarín subía en silencio, los tres hombres permanecieron en el interior sin hablar. Se abrieron las puertas y esta vez Bond fue empujado a un pasadizo con las paredes cubiertas de modernos grabados. Segundos más tarde, los tres hombres entraron en un lujoso apartamento. Las alfombras eran turcas y el moderno mobiliario era de madera, cristal y costosos tejidos. De las paredes colgaban cuadros y dibujos de Piper, Sutherland, Bonnard, Gross y Hockney. Desde la enorme estancia, una puerta vidriera daba a una espaciosa terraza. A la izquierda, una arcada permitía ver la zona del comedor y la cocina. Unos arcos más bajos se abrían a dos largos pasillos que tenían relucientes puertas blancas a ambos lados. Delante de cada una de ellas parecía montar guardia un agente de policía. Osten ordenó que se corrieran las cortinas del balcón a través del cual se podía ver el castillo de Hohensalzburg brillantemente iluminado. Unas suaves cortinas de terciopelo azul pálido se deslizaron silenciosamente a lo largo de los rieles.

– Qué casa tan bonita para un inspector de policía -dijo Bond.

– Ah, querido amigo. Ojalá fuera mía. Me la han prestado sólo para esta noche.

Bond asintió como dando a entender que ya lo imaginaba aunque sólo fuera por el estilo y la elegancia.

– Bueno, señor -dijo rápidamente, volviéndose a mirar al inspector-. Comprendo perfectamente lo que me ha dicho, pero debe saber que nuestra embajada y el departamento que represento ya han cursado instrucciones sobre mi seguridad y han recibido garantías de las autoridades locales. Dice usted que no tengo derecho a exigir nada, pero en eso comete un grave error. En realidad, tengo derecho a exigirlo todo.

Der Haken le miró con ojos vidriosos y después soltó una sonora risotada.

– Si estuviera usted vivo, sí, señor Bond. Si aún estuviera con vida, sí, tendría derecho, y yo, si también viviera, estaría obligado a colaborar. Por desgracia, ambos estamos muertos.

Bond empezó a comprender las intenciones de Osten y frunció el ceño.

– En realidad, el problema es de su incumbencia -añadió el policía-. Porque usted está muerto. Yo simplemente… ¿cómo es la frase? ¿Aguardando al acecho?

– Es un poco anticuada, pero es correcta.

Osten sonrió y miró a su alrededor.

– Viviré en esta clase de mundo dentro de muy poco. Buen sitio para un espectro, ¿eh?

– Encantador. ¿Y yo en qué clase de lugar habitaré?

Del rostro del policía desapareció todo vestigio de humanidad. Los músculos se endurecieron como rocas y la vidriosa mirada se quebró y desintegró. Hasta las mejillas de manzana parecieron perder color.

– La tumba, míster Bond. Habitará usted la fría tumba. No estará en ningún lugar. Nada. Será como si jamás hubiera existido -Osten levantó una de sus manitas para consultar el reloj de pulsera; luego se dirigió al hombre que empuñaba la Uzi, y le ordenó ásperamente que encendiera el televisor-. El último telediario empezará de un momento a otro. Mi muerte ya debería haberse comunicado. La suya se anunciará como probable…, pero será más que probable antes del amanecer. Por favor, siéntese y preste atención. Estará de acuerdo en que mi improvisación ha sido brillante porque he tenido muy poco tiempo para organizar las cosas.

Bond se hundió en un sillón. Tenía la mitad de su mente centrada en las posibilidades que corría de enfrentarse con éxito a Osten y sus cómplices, y la otra mitad trataba de averiguar qué planes había elaborado el policía y por qué razón.

En la gran pantalla en color aparecieron unos anuncios. Unas atractivas muchachas austríacas sobre un fondo de montañas proclamaban ante el mundo las excelencias de una crema antisolar. Llegó un joven sin sombrero desde el aire, bajó de su avioneta deportiva y dijo que panorama era wunderschön, pero que aún lo sería más si se utilizaba una determinada marca de cámara para fotografiarlo.

El logotipo del noticiario llenó la pantalla e inmediatamente apareció el severo rostro de una morena presentadora. La principal noticia era un tiroteo en la autobahn A-12. El automóvil de unos turistas había sido tiroteado y se había estrellado envuelto en llamas. Las imágenes mostraban el Renault plateado, rodeado de policías y ambulancias. Volvió a aparecer la presentadora con la cara muy seria. El horrendo incidente se había complicado con la muerte de cinco oficiales de policía que se dirigían a toda prisa desde Salzburgo al escenario del tiroteo. Uno de los vehículos de la policía había perdido el control y había chocado de costado con el otro. Ambos automóviles habían patinado hacia una zona arbolada y se habían incendiado.

Otras imágenes mostraban los restos de los dos vehículos. Después apareció, en blanco y negro, la fotografía oficial del inspector Heinrich Osten y la presentadora anunció que Austria había perdido a uno de sus más eficientes y distinguidos servidores públicos. El inspector viajaba en el segundo automóvil y había muerto a causa de las múltiples quemaduras sufridas.

Bond vio luego su propia fotografía y el número de la matrícula de su Bentley Mulsanne Turbo. La noticia decía que era un diplomático británico en viaje privado, probablemente en compañía de dos jóvenes no identificadas. Le buscaban para ser interrogado en relación con el tiroteo de la carretera. Un comunicado de la embajada decía que Bond había telefoneado pidiendo ayuda, pero se temía que hubiera sucumbido a los efectos de la tensión. «Estaba muy fatigado últimamente», declaró un circunspecto portavoz de la embajada a un reportero de la televisión. O sea que el Servicio y el Foreign Office habían decidido repudiarle. Bueno, era lo de siempre. El automóvil, el diplomático y las jóvenes habían desaparecido y se temía por sus vidas. La policía reanudaría los trabajos de búsqueda al amanecer, pero era muy posible que el vehículo hubiera tomado una carretera de montaña. Se temía lo peor.

Der Haken se hechó a reír.

– ¿Ve usted cuán sencillo es todo, míster Bond? Mañana, cuando localicen su automóvil destrozado en el fondo de un barranco, la búsqueda habrá terminado. Y dentro encontrarán tres cuerpos mutilados.

Bond comprendió de inmediato todas las repercusiones del plan del inspector.

– Al mío le faltará la cabeza, ¿verdad? -preguntó serenamente.

– Naturalmente -contestó Der Haken, mirándole con expresión amenazadora-. Veo que empieza a comprender la situación.

– Lo único que comprendo es que ha liquidado usted a cinco compañeros suyos…

– ¡No! ¡No! -exclamó Osten, levantando una manita-. No eran compañeros míos, mister Bond. Eran vagabundos, maleantes… Escoria. Sí, hemos eliminado un poco de basura…

– ¿Con otros dos vehículos de la policía?

– Con los dos que teníamos al principio. Los que hay en el garaje son falsos. Desde hace mucho tiempo tengo un par de Volkswagen con dos calcomanías y placas de la policía de quita y pon por silos necesito. El momento llegó de repente.

– ¿Ayer?

– Cuando descubrí por qué habían secuestrado a sus amigas… y la recompensa. Sí, fue ayer. Tengo medios y maneras de establecer contacto con la gente. En cuanto averigüé la exigencia del rescate, hice indagaciones y me encontré con…

– La Caza de Cabezas.

– Exactamente. Está usted muy bien informado. Las personas que ofrecían la recompensa me dieron a entender que estaba usted en ayunas… Se dice así, ¿verdad?, en ayunas.

– Para haber empezado tan tarde, Inspektor, está usted muy bien organizado -dijo Bond.

Ach! ¡Organizado! -las lustrosas mejillas se ruborizaron de orgullo-. Me he pasado casi toda la vida preparándome para actuar sin previo aviso…, con medios, maneras, papeles, amigos y transportes.

El hombre estaba muy seguro de sí mismo y no había para menos, ya que tenía a Bond cautivo en un edificio que dominaba Salzburgo, su propio territorio. Incluso se mostraba locuaz.

– Siempre supe que la oportunidad de hacerme rico de verdad me vendría a través de algo muy gordo como, por ejemplo, un chantaje o un secuestro. Los criminales de poca monta jamás me hubieran podido proporcionar la cantidad de dinero que necesito para ser independiente. Si pudiera sellar un pacto privado en un caso de secuestro o chantaje, tendría asegurados mis últimos años. Pero ni en mis sueños más descabellados hubiera podido imaginar el dinero que me puede venir a través suyo, míster Bond -sonrió como un chiquillo travieso-. En el tiempo que llevo aquí, siempre procuré que mi equipo de colaboradores tuviera unos incentivos adecuados. Tienen muchos y muy buenos motivos para ayudarme. No se trata, en realidad, de hombres uniformados, claro. Son mi brigada de investigadores. Pero darían la vida por mí…

– O por el dinero -dijo Bond fríamente-. Puede incluso que le liquiden para Cobrar ellos la recompensa.

– Hay que madrugar mucho para atrapar a un pájaro viejo como yo, míster Bond -dijo Der Haken, soltando una risita-. Supongo que podrían intentar matarme, pero dudo que lo hagan. En cambio, no me cabe la menor duda de que me ayudarán a librarme de usted -Osten se levantó-. Le ruego me disculpe, tengo un par de importantes llamadas que hacer.

– ¡Inspektor! -dijo Bond, levantando una mano-. ¡Un favor! ¿Las dos jóvenes están aquí?

– Naturalmente.

– Ellas no tienen nada que ver conmigo. Nos conocimos por puro azar. No están implicadas en este asunto y le ruego que las deje en libertad.

– Imposible -contestó Der Haken en voz baja sin mirar tan siquiera a Bond mientras se encaminaba hacia uno de los pasillos.

El hombre que empuñaba la Uzi miró sonriendo a Bond por encima del cañón del arma y dijo en muy mal inglés:

– ¿Verdad que Der Haken es muy listo? Siempre nos promete que algún día se nos presentará la ocasión de hacernos ricos. Ahora dice que pronto podremos nadar en el lujo y la abundancia y tendernos a tomar el sol.

Seguro que Osten se las ingeniaría para que sus cuatro cómplices acabaran en el fondo de un barranco antes de largarse con la recompensa…, eso si llegaba a cobrarla. Bond preguntó en alemán cómo se las habían arreglado para elaborar un plan con tanta rapidez.

El equipo de Der Haken trabajaba en el asunto del secuestro de la Klinik Mozart. Hubo muchas llamadas telefónicas. De repente, el inspector desapareció durante aproximadamente una hora. Al volver, no cabía en sí de gozo. Reunió a todo el equipo en aquel apartamento y explicó la situación a sus colaboradores. Lo único que tenían que hacer era apresar a un hombre llamado Bond. El accidente sería muy fácil de organizar. Una vez le tuvieran en su poder, el secuestro terminaría, pero habría una gratificación. Los propietarios del apartamento se encargarían de que las mujeres fueran devueltas sanas y salvas a la clínica, y pagarían una enorme suma a cambio de la cabeza de Bond.

– El Inspektor llamaba constantemente al Cuartel General -añadió el hombre-. Quería averiguar dónde estaba usted. En cuanto lo supo, nos fuimos allí con nuestros automóviles. Ya estábamos en camino cuando la radio nos dijo que se encontraba usted detenido al borde de la A-8. Había habido un tiroteo y un automóvil había quedado destrozado. El inspector piensa con mucha rapidez. Recogimos a cinco vagabundos de la peor zona de la ciudad y los llevamos al lugar donde teníamos los otros automóviles. El resto fue muy fácil. Teníamos unos uniformes en los vehículos; los vagabundos estaban borrachos y conseguimos que perdieran muy pronto el conocimiento. Luego, fuimos por usted.

El hombre no sabía muy bien cuáles iban a ser las siguientes fases del juego, pero estaba seguro de que su jefe conseguiría el dinero. En aquel instante, Der Haken volvió a entrar en la estancia.

– Todo está arreglado -dijo sonriendo-. Me temo que tendré que encerrarle en una habitación como a sus amigas, míster Bond. Pero sólo durante uno o dos horas. Tengo una visita. Cuando el visitante se vaya, iremos a dar una vuelta por las montañas. La Caza de Cabezas está a punto de terminar.

Bond asintió, pensando para sus adentros que la Caza de Cabezas no estaba en modo alguno a punto de terminar. Siempre había maneras. Ahora tenía que encontrar rápidamente una de librarse de las garras de Der Haken. Sosteniendo en una mano la ASP, el grotesco inspector le indicó por señas a Bond que se dirigiera al pasillo de la derecha. Bond dio un paso en dirección al arco y después se detuvo.

– Dos preguntas. O últimas peticiones, si lo prefiere…

– Las mujeres tendrán que desaparecer -dijo Osten fríamente-. No puede haber ningún testigo.

– Yo, en su lugar, haría lo mismo. Lo comprendo. No, le hago esas preguntas sólo para tranquilizar mi conciencia. Primera, ¿quiénes eran los hombres del Renault? Está claro que tomaban parte en esta descabellada caza de mi cabeza. Me gustaría saberlo.

– Según tengo entendido, Union Corse.

Der Haken tenía prisa y estaba muy nervioso, como si temiera que su visitante llegara de un momento a otro.

– ¿Y qué ocurrió con mi ama de llaves y miss Moneypenny?

– ¿Qué ocurrió? Pues que fueron secuestradas.

– Sí, pero, ¿cómo?

Der Haken soltó un gruñido de exasperación.

– No tengo tiempo para entrar en detalles ahora. Fueron secuestradas. No necesita saber más.

Tras lo cual, empujó ligeramente a Bond en dirección al pasillo. Al llegar a la tercera puerta de la derecha, Der Haken se detuvo, la abrió y casi arrojó a Bond al interior de la estancia. Este oyó girar la llave en la cerradura.

Bond se encontraba en un alegre dormitorio en el que había una moderna cama de cuatro pilares, grabados de autor, un sillón, un tocador y un armario empotrado. La única ventana cubierta por unos pesados cortinajes de color crema.

Actuó rápidamente, examinando primero la ventana que daba a una zona más estrecha del balcón lateral del edificio que debía ser una prolongación de la terraza principal. El cristal era grueso e irrompible, y las cerraduras, de alta seguridad y se necesitaría mucho rato para desmontarías. Un asalto a la puerta estaba excluido. Metería mucho ruido para forzarla y las herramientas que llevaba consigo eran muy pequeñas. Con un poco de suerte, tal vez pudiera abrir la ventana, pero, después, ¿qué? Se hallaba por lo menos a seis pisos de altura. Estaba desarmado y no llevaba consigo ningún equipo de escalada.

Examinó el armario y el tocador; todos los cajones estaban vacíos. En aquel instante, oyó sonar un lejano timbre en la zona principal del apartamento. Acababa de llegar el visitante; probablemente, el emisario de Tamil Rahani; sin duda, alguien que ocupaba un puesto de responsabilidad en ESPECTRO. Disponía de muy poco tiempo. Tendría que optar por la ventana.

Osten le había dejado puesto el cinturón, cosa extraña en un policía. Oculto casi de manera invisible entre las gruesas capas de cuero, había un alargado estuche parecido a un cuchillo del ejército suizo. El estuche era de acero y contenía toda una serie de herramientas en miniatura: destornilladores, ganzúas e incluso una minúscula batería y unos empalmadores que podían utilizarse en combinación con tres pequeñas cargas explosivas del tamaño y grosor de una uña, ocultas en el estuche.

El equipo de herramientas había sido diseñado por la experta colaboradora del comandante Boothroyd en la Rama Q, Anne Reilly, universalmente conocida en el Cuartel General de Regent's Park con el apodo de Quti. Bond bendijo en silencio su habilidad y se dispuso a desmontar las cerraduras de seguridad fuertemente atornilladas al marco de la ventana. Había dos, aparte la del tirador, y Bond tardó unos diez minutos en retirar la primera. A aquel paso, tardaría otros veinte minutos -posiblemente más- y no creía disponer de tanto tiempo.

Siguió trabajando febrilmente y se le llenaron los dedos de ampollas y rasguños. Sabía que la alternativa de intentar volar la cerradura de la puerta sería un vano ejercicio. Le abatirían casi antes de que pudiera salir al pasillo.

De vez en cuando se detenía para poder oír algún posible ruido procedente del principal salón del apartamento. Todo estaba en silencio y, al final, consiguió quitar la segunda cerradura. Le quedaba tan sólo la del tirador, pero, justo cuando empezaba a poner manos a la obra, una hoguera de luz inundó la estancia. Alguien había encendido las lámparas del balcón y una de ellas se encontraba precisamente encima de la ventana de aquel dormitorio.

Todo estaba en silencio. Las paredes del apartamento debían de tener aislamiento acústico y las ventanas cerraban tan bien que apenas podían filtrarse los rumores del exterior. Al cabo de unos segundos, sus ojos se acostumbraron a la nueva luz y pudo seguir trabajando en la cerradura principal. Tardó cinco minutos en quitar un tornillo. Se detuvo, se apoyó contra la pared y decidió desmontar el mecanismo de la cerradura que inmovilizaba el pestillo y el tirador. Probó tres tipos de ganzúa antes de dar con la adecuada. El pestillo se deslizó hacia atrás con un fuerte chasquido. Un vistazo a su Rolex le dijo que toda la operación le había llevado más de cuarenta y cinco minutos. No podía quedarle mucho tiempo y aún no había elaborado ningún plan definido.

Bond levantó con cuidado el tirador y abrió la ventana hacia adentro. Esta no chirrió lo más mínimo, pero una fría ráfaga de aire le azotó el rostro y le obligó a respirar hondo varias veces para que se le despejara la cabeza. Permaneció de pie, aguzando el oído para captar cualquier rumor procedente de la terraza principal situada a la vuelta de la esquina y a su derecha.

Sólo silencio.

Bond estaba perplejo. A Der Haken se le debía de estar acabando el tiempo. Estaba clarísimo que uno de sus competidores aguardaba al acecho el momento de atacar, tras haber eliminado cuidadosamente los obstáculos que impedían su avance. Der Haken había aparecido inesperadamente en escena. Era el comodín, el forastero que había resuelto de repente los problemas de ESPECTRO. Tenía que actuar con rapidez para hacerse con la recompensa.

Cuidadosamente, sin hacer el menor ruido, Bond salió por la ventana y se pegó a la pared. No se oía nada. Asomó cautelosamente la cabeza por la esquina del edificio y vio la espaciosa terraza desde la que se admiraba una espléndida vista de la ciudad de Salzburgo. Estaba decorada con lámparas, enormes macetas llenas de flores y muebles de jardín pintados de blanco. Bond contempló la escena boquiabierto de asombro. Las lámparas brillaban con luz cegadora y el panorama de la ciudad nueva y vieja era como un resplandeciente telón de fondo. Los muebles se hallaban cuidadosamente colocados…, al igual que los cadáveres.

Los cuatro cómplices de Der Haken yacían formando una hilera entre las blancas sillas de hierro forjado, cada uno de ellos con la tapa de los sesos volada. Las paredes y los muebles estaban salpicados de sangre y ésta se había extendido por las baldosas del balcón de cemento.

Por encima de las enormes puertas vidrieras que conducían al salón principal, había unas macetas de rojos geranios, sostenidas por unos ganchos empotrados en la pared. Uno de ellos había sido retirado y sustituido por una cuerda con un pequeño lazo reforzado. Alguien había introducido un largo y afilado gancho de carnicero a través del lazo y de su enorme punta colgaba el propio Der Haken.

Bond llevaba mucho tiempo sin contemplar un espectáculo tan espeluznante como aquél. El policía estaba atado de pies y manos, y tenía la punta del gancho clavada en la garganta. Esta punta era lo suficientemente larga como para haber podido penetrar por el velo del paladar y volver a salir a través del ojo izquierdo. Alguien se había empeñado en que el corpulento y desgarbado sujeto sufriera lentamente y sin remisión. Si las viejas historias sobre los nazis eran ciertas, quienquiera que hubiera hecho el trabajo pretendía que la muerte del inspector Heinrich Osten fuera un ejemplo de justicia poética.

Bond tragó saliva y se acercó a la puerta vidriera. En aquel momento, se oyó un grotesco rumor, mezclado con el crujido de la cuerda que estaba en contacto con el gancho. Al otro lado de la calle, un grupo de músicos habían empezado a ensayar una composición. De Mozart, naturalmente; a Bond le pareció que era la mecancólica obertura del Concierto de piano número 20, aunque sus conocimientos de Mozart eran limitados. Calle abajo, un trompetista de jazz, probablemente ambulante, empezó a tocar por su cuenta. El concierto de Mozart mezclado con el Big House Blues de los años treinta formaba un contrapunto de lo más raro. Bond se preguntó si sería una simple casualidad.

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