13 Buenas noches, mister Boldman

– James, James, te equivocas de camino. Dejaste el Bentley en el aparcamiento de la izquierda. ¿No te acuerdas?

– No lo vayas pregonando por ahí, Sukie. No utilizaremos el Bentley.

A la vuelta, tras aparcar el Saab, Bond efectuó un desvío y utilizó el viejo truco de introducir las llaves del Bentley en el tubo de escape. No era tan seguro como a él le hubiera gustado, pero no tenía más remedio que conformarse. Ahora estaban cargando el equipaje en el Saab.

– No… -empezó a decir Nannie, respirando hondo.

– Tenemos un medio de transporte alternativo -contestó Bond en tono autoritario.

Su plan de desbordar el flanco de ESPECTRO dependía enteramente de la precaución y de la habilidad. Pensó incluso en dejar a Sukie y a Nannie en el hotel. Sin embargo, a menos que pudiera aislarlas, era mejor llevarlas consigo. De todos modos, ya le habían demostrado su intención de permanecer a su lado. Si ahora las dejara, tal vez hubiera problemas.

– Espero que vuestros visados norteamericanos estén al día -dijo Bond, tras haber cargado el equipaje y puesto en marcha el motor.

– ¿Norteamericanos? -repitió Sukie con voz estridente.

– ¿No tenéis los visados en regla?

Bond salió del aparcamiento y empezó a circular por las calles que les llevarían al aeropuerto.

– ¡Pues claro que lo están! -contestó Nannie, ofendida.

– No tengo nada que ponerme -dijo Sukie.

– Unos pantalones vaqueros y una blusa serán suficientes allí donde vamos.

Bond esbozó una sonrisa mientras enfilaba la carretera de Innsbruck. Los faros delanteros del automóvil iluminaron por un instante la señal indicadora del Flughafen.

Os tengo que decir otra cosa -añadió-. Antes de que abandonemos este automóvil, tendréis que guardar vuestra quincallería en una de mis maletas. Vamos a Zurich y luego tomaremos un vuelo directo a los Estados Unidos. Tengo un compartimento protegido en la maleta grande y nuestras armas deberán guardarse allí. En Zurich, tomaremos un vuelo comercial.

Nannie empezó a protestar y Bond la cortó en seco.

– Las dos habéis decidido permanecer a mi lado. Si os queréis marchar, decidlo ahora y dispondré que os acompañen nuevamente al hotel. Os lo pasaréis muy bien, yendo a todos estos conciertos de Mozart.

– Vendremos pase lo que pase -dijo Nannie con firmeza-. Las dos. ¿No es cierto, Sukie?

– Pues claro.

– Todo arreglado entonces -Bond vio que las indicaciones del Flughafen eran cada vez más numerosas-. Un aparato privado vendrá a recogernos. Tendré que pasar cierto tiempo con las personas que viajan a bordo del mismo. Me temo que vosotras no podréis estar presentes. Después nos iremos a Zurich.

En el aparcamiento del aeropuerto, Bond abrió la portezuela trasera del coche y sacó una maleta plegable Samsonite. La Rama Q la había modificado, colocando en el centro un resistente compartimento adicional de cierre por cremallera, impermeable a todos los controles habituales de los aeropuertos y muy útil para Bond cuando viajaba con líneas aéreas que no permitían llevar armas personales.

– Por favor, señoras, cualquier cosa que no puedan llevar -dijo extendiendo una mano mientras Sukie y Nannie se levantaban las faldas y sacaban de sus ligueros dos fundas idénticas de pistolas automáticas. Tras haber vuelto a colocar la maleta en el portaequipajes, Bond las invitó a subir otra vez al vehículo.

– No olvidéis que vais desarmadas. No obstante, por lo que a mí me consta, no hay peligro. Las personas que me persiguen, me habrán perdido la pista. Estaré con el director del aeropuerto.

Añadió que no tardaría mucho y se encaminó hacia los edificios del aeropuerto. El director ya había sido advertido y el aterrizaje del aparato de los ejecutivos le parecía de todo punto normal.

– Se encuentran a unos ochenta kilómetros y ya están iniciando las maniobras de aproximación -le dijo a Bond-. Creo que van a necesitar ustedes una sala para celebrar una pequeña reunión mientras se revisa el aparato.

Bond asintió y pidió disculpas por las molestias de tener que abrir el aeropuerto a aquella hora de la noche.

– Menos mal que hace buen tiempo -dijo el director con una leve sonrisa-. De noche, no sería posible si estuviera muy nublado.

Salieron a la explanada de estacionamiento y Bond vio que habían iluminado el aeropuerto para facilitar el aterrizaje. Al cabo de unos minutos, distinguieron las luces intermitentes rojas y verdes, bajando por el invisible sendero de aproximación a la pista principal de aterrizaje. A los pocos segundos, el pequeño jet HS-125 Exec, carente de cualquier indicación, pero con un número británico de identificación, apareció silbando en el umbral, tocó limpiamente tierra y se acercó con una brusca desaceleración. El piloto debía de haber utilizado el aeropuerto de Salzburgo con anterioridad y conocía sus límites. El aparato se detuvo, obedeciendo las señales de alguien que parecía un bateador de béisbol con un par de bastones luminosos.

Se abrió la portezuela anterior y se desdobló la escalerilla. Bond no reconoció a las dos mujeres, pero se alegró de que, por lo menos, dos de los hombres que bajaron fueran personas con quien ya había colaborado antes. El más antiguo de ellos era un bronceado y atlético joven llamado Crispin Thrush, que tenía una experiencia en el Servicio casi tan variada como la suya.

Crispin le estrechó la mano a Bond y le presentó a los restantes componentes del equipo, mientras el director les acompañaba a una pequeña y desierta sala de reuniones. Sobre la mesa circular, había café, botellas de agua mineral y unos cuadernos de notas.

– Servios -dijo Bond, mirando a sus colaboradores-. Yo me voy a lavar las manos y vuelvo.

Le hizo a Crispin una seña con la cabeza y éste le siguió y le acompañó al aparcamiento del aeropuerto donde ambos empezaron a hablar en voz baja.

– ¿Te han informado? -le preguntó Bond.

– Sólo lo esencial. Dijeron que tú ya me ampliarías los datos.

– Bien. Tú y otro de los chicos tomaréis el Saab de alquiler -aquél que está allí con las dos chicas dentro- y os iréis directamente a la Klinik Mozart. ¿Conocéis el camino?

– Sí -asintió Thrush, eso ya nos lo indicaron. Y me dijeron algo casi increíble…

– ¿Te refieres a Steve?

Thrush asintió de nuevo.

– Bien, pues, es cierto. Le encontraréis allí, durmiendo como un tronco gracias al narcótico que le ha administrado el director de la clínica, el Doktor Kirchtum, que es una auténtica bendición de Dios. Quinn y un par de sinvergüenzas le han retenido allí.

A continuación añadió que deberían llevar a cabo una labor de limpieza y preparar a Quinn para la llamada telefónica del hombre del KGB que vigilaba la carretera, aguardando el paso del Bentley.

– Cuando transmita el informe radiofónico, escúchale y obsérvale con cuidado, Crispin. Es un bellaco y no hace falta que te diga lo peligroso que puede ser. Conoce bien todos los trucos y sólo he conseguido su colaboración amenazando a su esposa.

– Tengo entendido que han secuestrado a Tabby. Está escondida en uno de nuestros pisos francos de Roma. Me imagino que la pobre chica estará un poco desconcertada.

– Seguramente no se lo cree. Dice que no tenía la menor idea de que Steve hubiera desertado. Sea lo que fuere, si todo el equipo tiene que viajar en el Saab, será mejor que dejes a las dos chicas que habéis traído y al otro muchacho en el Goldener Hirsh. Si no nos entretenemos en la sala de reuniones, el equipo del Bentley se podrá poner en marcha. El vehículo será observado; por consiguiente, cerciórate de que haya tiempo de resolver todos los asuntos en la clínica cuando despierte Quinn, antes de que el Bentley se ponga en camino. El vigilante dará por descontado que me dirijo a París con mis acompañantes. Eso los confundirá un rato.

Luego, Bond le indicó a Crispin dónde estaba el Bentley, con las llaves en el tubo de escape, y el camino que debería seguir el equipo en su viaje a París. Una vez transmitidos los mensajes, Crispin y su hombre deberían trasladar a Steve Quinn a Viena por la vía más rápida.

Aquí tienes los billetes. Con los mejores saludos del residente -dijo Crispin, metiéndose una mano en un bolsillo de la chaqueta y sacando un grueso sobre alargado.

Bond se lo guardó sin abrirlo en su bolsillo, mientras ambos regresaban despacio a la sala de reuniones. Permanecieron allí menos de quince minutos, tomando café e improvisando una reunión de negocios sobre exportación de chocolate.

Por fin, Bond se levantó.

– Bien, señoras y señores, nos veremos fuera.

Ya había dispuesto que Sukie y Nannie ni siquiera pudieran ver al equipo que acababa de llegar. Echó mano de sus dotes persuasivas para conseguir que un hombre sacara su equipaje del Saab y después acompañó rápidamente a las chicas al edificio del aeropuerto donde las aguardaba el director. Se reunió con ellas unos minutos más tarde, tras haberle entregado a Crispin las llaves del Saab, y deseó suerte al nuevo equipo.

– «M» te va a freír en aceite como esto falle -le dijo Crispin sonriendo.

Bond arqueó una ceja mientras un pequeño mechón de cabello le caía sobre la sien derecha.

– Si es que queda algo de mí para freír. Mientras hablaba, Bond tuvo la extraña premonición de que le acechaba un inminente desastre.

– Tratamiento de personaje importante -dijo Sukie muy contenta al ver el aparato-. Como en los viejos tiempos con Pasquale.

Nannie entró en el juego sin ninguna dificultad. Al cabo de unos minutos, ya se encontraban a bordo con los cinturones abrochados. El avión se deslizó por la pista de despegue y se elevó hacia el negro agujero de la noche. La azafata les sirvió bebidas y bocadillos y luego con mucha discreción les dejó solos.

– Bueno, por enésima vez, ¿adónde vamos, James?

– Y, lo que es más importante, ¿por qué? -terció Nannie, tomando un sorbo de agua mineral.

– El dónde es Florida. Primero, Miami y después, el sur. El porqué ya es más difícil de contestar.

– Ponnos a prueba -dijo Nannie sonriéndole y mirándole por encima de sus gafas de abuelita.

– Bueno, resulta que teníamos una manzana podrida en el cesto. Alguien en quien confiaba. Me tendió una trampa y ahora le devuelvo la pelota organizando una pequeña operación de distracción para que su gente crea que nos dirigimos a París. Sin embargo, como podéis ver, viajamos a lo grande con destino a Zurich. Desde allí nos trasladaremos, por cortesía de la Pan American Airlines, a Miami. En primera clase, claro, pero sugiero que nos separemos en cuanto lleguemos a Zurich. Aquí tienen sus pasajes, señoras.

Abrió el sobre que le había entregado Crispin y les dio los alargados cuadernillos blancos y azules que contenían las reservas para el vuelo Zurich-Miami efectuadas a nombre de la principessa Sukie Tempesta y de miss Nannette Norrich. El se quedó con los billetes de la Providence and Boston Airlines que les trasladarían de Miami a Cayo Oeste. Por una inexplicable razón, le pareció mejor no revelarles el destino final hasta el último minuto. Echó un vistazo a su billete para cerciorarse de que estuviera a nombre de míster J. Boldman, el alias que utilizaba en su pasaporte B, en el cual figuraba como director de empresa. Todo parecía en orden.

Acordaron desembarcar por separado en Zurich, viajar independientemente en el vuelo de la Pan American y reunirse de nuevo en el mostrador de la compañía Delta Airlines en el principal edificio del Aeropuerto Internacional de Miami.

– Utilizad los servicios de un mozo para llegar allí -les aconsejó Bond-. El sitio es muy grande y os podéis perder fácilmente. Y mucho cuidado con los mendigos legales: Hare Krishna, monjas de pacotilla o lo que sea porque son…

– Una auténtica plaga -dijo Nannie, completando la frase-. Ya lo sabemos, James, hemos estado en Miami otras veces.

– Perdón. Bueno, pues, todo arreglado. Si alguna de vosotras se arrepintiera…

– Eso también lo hemos superado. Vamos a seguir -dijo Nannie con firmeza.

– Hasta el amargo final, James -añadió Sukie, inclinándose hacia adelante para cubrirle la mano con la suya.

Bond asintió en silencio. En Zurich, las vio tomando un tentempié en uno de los espléndidos cafés que proliferan en aquel pulcro y agradable aeropuerto. Por su parte, él se tomó un calé y una medialuna antes de embarcar en el aparato de la Pan American.

En el 747, Sukie y Nannie se acomodaron en la parte delantera y Bond ocupó un asiento de ventanilla un poco más atrás, en la banda de estribor. Ninguna de ellas se volvió a mirarle. A Bond le sorprendió con cuanta rapidez Sukie había aprendido la técnica; la actuación de Nannie la daba por descontada porque la muchacha ya le había demostrado con creces lo que era capaz de hacer.

La comida fue aceptable, el vuelo, más bien aburrido y la película violenta y muy cortada. Hacía calor y había mucha gente cuando tomaron tierra en el Aeropuerto Internacional de Miami poco después de las ocho de la tarde. Sukie y Nannie ya se encontraban junto al mostrador de la compañía Delta cuando Bond llegó allí.

– Bueno, pues -les dijo a modo de saludo-. Ahora pasaremos por la Puerta E para tomar el vuelo de la Providence and Boston Airlines.

Les entregó los pasajes del vuelo final.

– ¿Cayo Oeste? -preguntó Nannie.

– Lo llaman el Ultimo Refugio -dijo Sukie, riéndose-. Estupendo. Nunca había estado allí.

– Pues ahora se te ofrece la oportunidad. Quiero llegar…

La señal de un anuncio le obligó a interrumpir la frase. Abrió la boca para seguir hablando, en la creencia de que iba a ser una llamada de rutina para algún vuelo, cuando la voz mencionó el apellido Boldman.

– Se ruega a míster James Boldman, pasajero recién desembarcado de Zurich, que acuda al mostrador de información situado frente al mostrador de la British Airways. Mister Boldman, por favor.

– Iba a decir que quería llegar de incógnito -dijo Bond, encogiéndose de hombros-. Pues menudo incógnito. Debe de haber alguna novedad de mi gente. Esperadme aquí.

Se abrió paso por entre las distintas colas de pasajeros y maletas que aguardaban para embarcar. En el mostrador de recepción, una rubia de dientes deslumbradoramente blancos y labios rojo sangre le miró parpadeando.

– ¿En qué puedo servirle?

– Hay un mensaje para James Boldman -contestó él, observando que la rubia miraba por encima de su hombro izquierdo y hacía una leve seña con la cabeza.

La voz sonó suave e inequívoca en su oído.

– Buenas tardes, míster Boldman. Me alegro de verle.

Steve Quinn se pegó a su cuerpo cuando él se volvió a mirarle. Bond sintió el cañón de la pistola hundiéndose en las costillas mientras en su rostro se dibujaba una expresión de asombro.

– Cuánto me alegro de que volvamos a vernos, míster… ¿cómo se llama ahora? ¿Boldman?

El doctor Kirchtum se encontraba a su derecha y esbozaba una cordial sonrisa de bienvenida.

– Pero, ¿qué…? -empezó a preguntar Bond.

– Dirígete tranquilamente hacia las puertas de salida de allí -le ordenó Quinn, sonriendo con toda naturalidad-. Olvídate de tus compañeras de viaje y del vuelo de la Providence and Boston Airlines. Iremos a Cayo Oeste por otra ruta.

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