3 Sukie

– ¡James Bond!

La alegría parecía sincera, aunque, con las mujeres bonitas, uno nunca podía estar seguro de ello.

– En carne y hueso -contestó Bond, acercándose a ella.

Ahora vio de verdad sus ojos por primera vez: grandes, de color castaño con manchas violeta, almendrados y realzados por unas largas pestañas naturalmente curvadas. Eran unos ojos, pensó, capaces de levantar o hundir a un hombre. Los suyos se posaron fugazmente en la firme curva de su busto bajo la bien cortada chaqueta de cuero. La chica extendió el labio inferior hacia afuera para soplarse el cabello de la frente, tal como hiciera la víspera.

– No esperaba volver a verle -su ancha boca esbozó una cordial sonrisa-. Me alegro muchísimo. Ayer no tuve ocasión de darle debidamente las gracias. Míster Bond -añadió con una fingida reverencia ceremoniosa-, puede que incluso le deba la vida. Muchísimas gracias. Se lo digo en serio.

Bond se situó a un lado del mostrador de recepción para poder mirarla y vigilar al mismo tiempo la entrada principal del hotel. Presentía un peligro; tal vez el peligro de encontrarse al lado de Sukie Tempesta.

Fuera seguía el tumulto. Había llegado la policía y se escuchaba el silbido de las sirenas desde la calle principal y la iglesia de arriba. Bond sabía que ahora tendría que andarse constantemente con mucho cuidado. Sukie preguntó qué ocurría y, cuando él se lo contó, se encogió de hombros.

– Allí donde yo vivo es algo habitual. En Roma, los asesinatos están a la orden del día; aquí, en Suiza, en cambio, parecen en cierto modo insólitos.

– Son habituales en todas partes -Bond esbozó su más seductora sonrisa-. Pero, ¿qué hace usted aquí, señorita Tempesta? ¿O acaso debo llamarla señora o tal vez signora?

– En realidad, más bien principessa… -contestó la mujer, arrugando graciosamente la nariz y arqueando las cejas-, si queremos guardar las formas.

– Principessa Tempesta -dijo Bond, mirándola inquisitivamente al tiempo que se inclinaba haciendo una profunda reverencia.

– Sukie -le corrigió ella sonriendo mientras en sus inocentes ojos aparecía un leve asomo de burla-. Debe llamarme Sukie, señor Bond. Por favor.

– James.

– James.

En aquel instante, apareció el padrone para completar los datos del registro. En cuanto éste vio el título en los documentos, se deshizo en sonrisas y reverencias.

– Aún no me ha dicho qué hace usted aquí -añadió Bond entre las efusiones del hotelero.

– ¿Podría hacerlo durante la cena? Por lo menos, le debo eso.

La mano de la chica se posó en el antebrazo de Bond y éste experimentó el lógico intercambio de electricidad. Unos timbres de alarma se dispararon en su cerebro. No corras riesgos, se dijo, no los corras con nadie, y tanto menos con una persona que te resulte atractiva.

– Una cena sería muy agradable -contestó, antes de preguntarse una vez más qué estaría haciendo aquella hora la chica en el lago Maggiore.

– Mi pequeño automóvil se ha averiado. Según los mecánicos del garaje de aquí le ocurre algo muy grave, lo cual significa probablemente que lo único que van a hacer será cambiarle las bujías. Pero me dicen que tardarán varios días.

– ¿Y a dónde se dirige?

– A Roma, naturalmente -contestó Sukie, volviendo a soplarse el cabello para apartárselo de la frente.

– Qué feliz coincidencia -dijo Bond, inclinándose de nuevo cortésmente-. Si pudiera ayudarla en algo…

– Estoy segura de que sí -Sukie vaciló un instante-. ¿Le parece que nos reunamos aquí dentro de media hora para cenar?

– La estaré esperando, principessa.

A Bond le pareció que la muchacha arrugaba la nariz y le sacaba un poco la lengua como una colegiala perversa mientras seguía al padrone hasta su habitación.

En la intimidad de su propia habitación, Bond volvió a llamar a Londres para facilitar información sobre Cordova. Tenía puesto el desmodulador y, en el último momento, pidió que le facilitaran los posibles datos que hubiera sobre la principessa Sukie Tempesta tanto en el ordenador de la Interpol como en el de la central. Después le preguntó al oficial de guardia si disponían de alguna información sobre el propietario del BMW, Herr Tempel de Friburgo. Todavía nada, le dijeron, pero parte del material se había enviado a aquella tarde.

– No se preocupe, que, si es importante, en seguida se enterará. Que pase unas felices vacaciones -le dijo el agente.

Muy gracioso, pensó Bond mientras guardaba el desmodulador, un CC-500 que puede utilizarse en cualquier teléfono del mundo y permite que sólo la parte receptora legítima oiga al comunicante en clair. Cada CC-500 tiene que ser programado individualmente para que los oyentes furtivos sólo puedan oír ruidos indescifrables, aunque utilicen un sistema compatible. En aquellos instantes, era costumbre que todos los oficiales del Servicio que se encontraran en el extranjero, tanto si cumplían alguna misión como si estaban de vacaciones, llevaran consigo un CC-500 cuyos códigos de acceso se modificaban diariamente, para evitar intromisiones.

Faltaban diez minutos para su cita con Sukie, aunque Bond dudaba de que la chica fuera puntual. Se lavó rápidamente, se friccionó la cara y el cabello con colonia, y se puso una chaqueta de algodón azul sobre la camisa. Bajó rápidamente y se dirigió al aparcamiento. Reinaba todavía una gran actividad policial en el cementerio de la iglesia y un equipo de la brigada de homicidios había colocado unos focos en el lugar en el que se había descubierto el cadáver de Cordova.

En el interior del vehículo, Bond esperó a que se apagara la luz intermitente del aparcamiento antes de pulsar el botón del compartimento secreto del tablero de instrumentos. Examinó la ASP de 9 mm, volvió a colocarla en su funda y se la puso en su sitio correspondiente bajo la chaqueta. Después se ajustó la funda de la varilla al cinturón. Lo que ocurría a su alrededor era indudablemente peligroso. Ya se habían perdido por lo menos dos vidas -probablemente más-, y no tenía la menor intención de convertirse en el siguiente fiambre.

Para su sorpresa, Sukie ya le aguardaba junto a la barra cuando él regresó al hotel.

– Como una mujer bien educada, no he pedido nada mientras esperaba.

– Me gustan las mujeres bien educadas -Bond se acomodó en el taburete de al lado y se volvió ligeramente para poder ver con toda claridad a cualquier persona que entrara por la gran puerta de cristal-. ¿Qué vas a beber?

– Oh, no, esta noche invito yo. En honor suyo, por haberme salvado la vida, James.

Una de sus manos volvió a rozarle un brazo y Bond percibió la misma electricidad. Y capituló.

– Sé que estamos en el Tesino, donde piensan que la grappa es un buen licor. Aun así, yo prefiero las bebidas ridículas. Un Campari con soda, por favor.

Sukie pidió lo mismo y el padrone se apresuró a organizar el menú. Sería una cosa muy alla famiglia y muy semplice, les explicó. Les vendría bien para variar, dijo Bond. Sukie le rogó que eligiera los platos. Bond comentó que sería un poco exigente y cambiaría un poco el orden, empezando con el melone con kirsch, que pidió les sirvieran sin el licor. No le gustaban los platos aderezados con alcohol.

– Para empezar, exceptuando la pasta, no hay más que un plato que merezca la pena en esta zona. Estará usted de acuerdo, supongo.

– ¿La coscia di agnello? -preguntó Sukie, asintiendo con una sonrisa.

En el norte, aquel plato de carne sazonado con especias se llamaba «Lamm-Gigot». Allí, entre los tesineses, el sabor era menos delicado, pero la adición de mucho ajo lo convertía en una delicia. Sukie rechazó, al igual que Bond, cualquier verdura, pero aceptó la lechuga que éste pidió también, junto con una botella de Frecciarossa Bianco, el mejor vino blanco que, al parecer, tenían en la comarca. Bond echó un vistazo a los espumosos y los juzgó imbebibles, aunque «probablemente adecuados para un aliño», lo que a Sukie le hizo mucha gracia. Su risa era lo menos atractivo de ella, un poco áspera y quizá no del todo sincera.

Una vez sentados, Bond se apresuró a ofrecerle su ayuda para el viaje.

– Salgo hacia Roma mañana por la mañana. Tendría mucho gusto en llevarla. Eso siempre y cuando el príncipe no se ofenda por el hecho de que un plebeyo la acompañe a casa.

– No está en condiciones de ofenderse -contestó ella, haciendo un mohín-. El príncipe Pasquale Tempesta murió el año pasado.

– Lo lamento, yo…

– No lo lamente -dijo Sukie haciendo un gesto de rechazo con la mano derecha-. Tenía ochenta y tres años. Estuvimos casados dos años. Fue simplemente útil -añadió sin sonreír ni tratar de hacerse la graciosa.

– ¿Un matrimonio de conveniencia?

– No, simplemente útil. Me gustan las cosas buenas. El tenía dinero; era viejo; necesitaba a alguien que le cuidara por la noche. En la Biblia, ¿no tomó el rey David a una muchacha -Abisag- para que lo atendiera?

– Creo que sí. Mi educación fue más bien calvinista, pero me parece recordar que solíamos reírnos con disimulo cuando se comentaba esta historia.

– Bueno, pues, eso fui yo, la Abisag de Pasquale Tempesta, y a él le encantaba. Ahora a mi me encanta lo que me dejó.

– Para ser italiana, habla usted un inglés excelente.

– Faltaría más. Soy inglesa. Sukie es diminutivo de Susan.

Volvió a sonreír y después soltó una carcajada, esta vez un poco más melosa.

– En tal caso, habla un italiano excelente.

– Y francés y alemán. Ya se lo dije ayer, cuando intentaba, con sutiles preguntas, averiguar algo acerca de mí. -Sukie se inclinó hacia adelante y cubrió con la suya la mano de Bond apoyada sobre la mesa al lado del vaso-. No se preocupe, James. No soy una bruja. Pero capto en seguida las preguntas indiscretas. Me viene de las monjas y de vivir con la familia de Pasquale.

– ¿Las monjas?

– Soy una buena chica educada en un convento, James. ¿Sabe cómo son las chicas educadas en los conventos?

– Más bien sí.

– Me lavaron el cerebro -dijo Sukie, haciendo pucheros-. Mi padre era un agente de cambio y bolsa. Todo muy vulgar: condados de las cercanías de Londres; una falsa casa Tudor; dos automóviles; un escándalo. Papá fue sorprendido con unos cheques un poco raros y se pasó cinco años en régimen de prisión abierta. Derrumbamiento de una sólida familia. Y yo acabé en el convento. Después querían que estudiara en Oxford. Me harté de todo y contesté a un anuncio del Times en el que se pedía una niñera, con un montón de ventajas, para una familia italiana de noble origen: la del hijo de Pasquale, en realidad. Es un título antiguo, como los de toda la nobleza italiana superviviente, pero con una diferencia. Ellos siguen conservando las propiedades y el dinero.

Los Tempesta aceptaron a la niñera inglesa como si fuera un miembro más de la familia y el anciano príncipe se convirtió en un segundo padre para ella. Sukie se encariñó con él y, cuando el príncipe le propuso el matrimonio -calificado por él mismo de comodo en contraposición a comodità-, Sukie consideró prudente no rechazarle. Sin embargo, tuvo la astucia de evitar que el matrimonio privara a los dos hijos de Pasquale de la herencia que por derecho les correspondía.

– En cierto modo, les privó, pero ambos son ricos y afortunados y no se opusieron. Ya conoce usted a las familias italianas, James. La felicidad de papá, los derechos de papá, el respeto hacia papá…

Bond preguntó de qué forma se habían hecho ricos los dos hijos y Sukie vaciló un instante antes de contestar.

– Ah, pues, con sus negocios. Son propietarios de empresas y cosas por el estilo… Sí, James, aceptaré su oferta de acompañarme a Roma. Gracias.

Estaban a medio comerse el cordero cuando el padrone se acercó presuroso, pidió disculpas a Sukie y se inclinó para susurrarle a Bond que le llamaban urgentemente por teléfono. Indicó por señas el bar donde el teléfono aparecía descolgado.

– Bond -dijo éste en voz baja, acercándose el teléfono al oído.

– James, ¿estás en algún lugar privado?

Bond reconoció inmediatamente la voz,

Era la de Bill Tanner, el jefe de Estado Mayor de «M».

– No, estoy cenando.

– Es urgente. Muy urgente. ¿Podrías…?

– Desde luego -Bond colgó el aparato y regresó a la mesa para disculparse ante Sukie-. No tardaré mucho -dijo, explicándole que May se encontraba enferma en una clínica-. Quieren que les llame yo.

Ya en su habitación, acopló el CC-500 al teléfono y llamó a Londres. Bill Tanner se puso inmediatamente al aparato.

– No digas nada, James, limítate a escuchar. Las instrucciones son de «M». ¿Lo aceptas?

– Pues, claro.

No le quedaba más remedio, puesto que Bill Tanner hablaba en nombre del jefe del Servicio Secreto.

– Deberás quedarte donde estás y andarte con mucho cuidado -dijo Tanner muy nervioso.

– Mañana tenía que irme a Roma y…

– Escúchame, James. Roma vendrá a ti. Tú, repito, tú, corres un gravísimo peligro. Un verdadero peligro. No podemos enviarte a nadie tan de prisa, por consiguiente, tendrás que protegerte tú mismo. Pero quédate donde estás. ¿Comprendido?

– Comprendido.

Al decir que Roma iría a él, Bill Tanner se refería a Steve Quinn, el residente del Servicio en Roma. El mismo Steve Quinn con quien Bond tenía previsto pasar un par de días. Ahora, preguntó por qué razón Roma iría a él.

– Para ponerte en antecedentes. Facilitarte información. Intentar sacarte de la situación -Tanner respiró hondo al otro lado de la línea-. Insisto en que corres un grave peligro, amigo mío. El jefe ya sospechó la existencia de problemas antes de que te fueras, pero la información concreta no la obtuvimos hasta hace una hora. «M» ha tomado un avión con destino a Ginebra, y Quinn se dirige allí para recibir órdenes. Después, acudirá directamente a ti. Se reunirá contigo antes del almuerzo. Entretanto, no te fíes de nadie. Y, por lo que más quieras, ten cuidado.

– Ahora estoy con la muchacha Tempesta. Prometí llevarla a Roma. ¿Qué sabéis de ella? -preguntó Bond con inquietud.

– No tenemos todos los datos, pero sus conexiones parecen limpias. Desde luego, no está relacionada con la «Honrada Sociedad». Aun así, no te fíes demasiado. No dejes que se sitúe a tu espalda.

– En realidad, precisamente estaba pensando lo contrario -contestó Bond, esbozando una amarga sonrisa teñida de crueldad.

Tanner le dijo que intentara retenerla en el hotel.

– Dale largas sobre lo de Roma, pero procura que no recele. En realidad, tú no sabes quiénes son tus amigos y quiénes tus enemigos. Roma te dará mañana toda la fuerza que necesitas.

– Me temo que no podremos salir hasta última hora de la mañana -le dijo Bond a Sukie al regresar a la mesa-. Es un hombre de negocios amigo mío que ha ido a visitar a mi ama de llaves. Pasará por aquí mañana por la mañana y la verdad es que necesito hablar con él.

Sukie contestó que no importaba.

– De todos modos, esperaba que mañana hubiera una demora.

¿Había en su voz una invitación?

Luego, ambos siguieron conversando animadamente y, al terminar, se tomaron un café y un fine en el pulcro comedor de manteles a cuadros blancos y rojos y reluciente cubertería en el que dos imperturbables camareras del norte de Italia atendían a los clientes como si distribuyeran órdenes judiciales en lugar de comida.

Sukie sugirió la posibilidad de que ambos se sentaran a una de las mesas exteriores del Mirto, pero Bond rechazó la idea pretextando que estarían incómodos.

– Los mosquitos y demás bichejos tienden a congregarse alrededor de las luces. Se le pondría esta piel tan preciosa que tiene completamente hinchada. Estamos mejor aquí dentro.

Sukie le preguntó a qué se dedicaba y él consiguió convencerla con sus vaguedades habituales. Más tarde, hablaron de las ciudades y villas que a ambos les gustaban, así como de comidas y bebidas.

– Tal vez pueda invitarla a cenar en Roma -dijo Bond-. No es por despreciar lo de aquí, pero creo que podremos conseguir algo más interesante en el Papa Giovanni o la Augustea.

– Me encantará. Es muy estimulante hablar con alguien que conoce tan bien Europa. Me temo que la familia de Pasquale es muy romana. No suelen ir mucho más allá de la Via Appia.

La velada fue muy agradable, aunque Bond tuvo que hacer un esfuerzo por mostrarse relajado tras las inquietantes noticias que había recibido de Londres. Ahora, todavía le quedaba una noche de espera.

Subieron juntos y Bond se ofreció a acompañar a Sukie a su habitación. Cuando llegaron a la puerta, Bond no tuvo la menor duda con respecto a lo que iba a ocurrir. La mujer se dejó abrazar sin oponer resistencia, pero, cuando Bond la besó, no reaccionó y mantuvo los labios cerrados y el cuerpo en tensión. Vaya por Dios, una puritana, pensó Bond. Sin embargo, lo volvió a intentar, aunque sólo fuera para no perderla de vista. Esta vez, Sukie se apartó y le cubrió delicadamente los labios con sus dedos.

– Lo siento, James, pero no -dijo, esbozando una sonrisa casi espectral-. Recuerde que soy una buena chica educada en un convento -añadió-. Pero ésa no es la única razón. Si sus intenciones son serias, tenga paciencia. Ahora, buenas noches y gracias por la deliciosa velada.

– Soy yo quien debe darle las gracias a usted, principessa -contestó Bond en tono ceremonioso.

La miró mientras ella cerraba la puerta y luego regresó lentamente a su habitación, se tomó un par de tabletas de Dexedrina y se dispuso a pasar toda la noche en vela.

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