1 El camino hacia el sur

James Bond hizo la señal con demasiado retraso, pisó el freno con más violencia de la que hubiera deseado un instructor de conducción de la Bentley y efectuó un viraje con su impresionante automóvil para abandonar la autopista E-5 y enfilar la última salida, al norte de Bruselas. Era una simple precaución. Si tenía que llegar a Estrasburgo antes de medianoche, hubiera sido más lógico seguir la carretera de circunvalación de Bruselas y dirigirse después al sur por la N-4 belga. Y, sin embargo, incluso en período de vacaciones, Bond sabía que era prudente permanecer alerta. El pequeño rodeo a través del país le permitiría establecer con rapidez si alguien le pisaba los talones y, al cabo de aproximadamente una hora, podría tomar la E-40.

En los últimos tiempos, se había cursado una circular a todos los agentes del Servicio Secreto, recomendándoles «vigilancia constante, incluso fuera de servicio y, particularmente, en período de vacaciones y allende las fronteras del país».

Tomó el transbordador de Ostende y se produjo un retraso de una hora. A media travesía, el buque se detuvo, lanzaron al mar una lancha salvavidas y ésta inició una operación de búsqueda, surcando las aguas en un amplio círculo. Al cabo de unos cuarenta minutos, la lancha regresó y apareció en el cielo un helicóptero mientras el buque reanudaba la travesía.

Poco después se difundió la noticia entre los pasajeros: dos hombres se habían arrojado por la borda y se daban, al parecer, por perdidos.

– Un par de jóvenes juguetones -dijo el camarero-. Pero se pasaron un poco de la raya. Probablemente han sido despedazados por las hélices.

Tras superar la aduana, Bond se adentró por una calle secundaria, abrió el compartimento secreto del tablero de instrumentos de su Bentley Mulsanne Turbo, comprobó que su ASP automática de 9 mm y los cargadores de repuesto estaban intactos y sacó la pequeña varilla de operaciones, encerrada en una suave funda de cuero. Cerró el compartimento, se aflojó el cinturón e introdujo la funda de tal manera que la varilla le colgara a la altura de la cadera derecha. Era una pieza eficaz, pero que se podía ocultar perfectamente: una barra de color negro de unos quince centímetros de longitud. Utilizada por un hombre experto, podía ser letal.

Al moverse en el asiento del conductor, Bond notó que el duro metal se le clavaba en la cadera. Aminoró la marcha del vehículo hasta cuarenta kilómetros, por hora sin perder de vista los espejos mientras doblaba esquinas y curvas, y la volvió a aminorar automáticamente al llegar al otro lado. Al cabo de media hora, tuvo la certeza de que no le seguían.

Aunque se atenía a las recomendaciones de la circular, le pareció que se mostraba más precavido que de costumbre. ¿Un sexto sentido del peligro o tal vez el comentario que le hizo «M» dos días antes?

– No hubiera podido elegir un peor momento para marcharse, cero cero siete -rezongó el jefe sin que Bond le hiciera mucho caso.

«M» era famoso por su actitud negativa con respecto a las vacaciones de sus subordinados.

– Estoy en mi derecho, señor. Convino usted en que ahora me podría tomar un mes libre. Si bien recuerda, tuve que aplazarlo a principios de año.

– Moneypenny también se irá a deambular por toda Europa. ¿No pensará…?

– ¿Acompañar a miss Moneypenny? No, señor.

– Pues, entonces, supongo que irá a Jamaica o a alguna de sus habituales guaridas Caribeñas -dijo «M», frunciendo el ceño.

– No, señor. Primero, Roma. Después, unos días en la Riviera dei Fiori antes de trasladarme a Austria… para recoger a May, mi ama de llaves. Espero que, para entonces, ya esté lo bastante repuesta como para regresar a Londres.

– Ya…, ya -«M» no se había ablandado lo más mínimo-. Bien, deje su itinerario al jefe de Estado Mayor. Nunca se sabe cuándo podemos necesitarle.

– Ya lo hice, señor.

– Cuídese, cero cero siete. Cuídese mucho. El continente europeo es un semillero de maleantes últimamente, y todas las precauciones son pocas.

La fría y cortante mirada de sus ojos indujo a Bond a preguntarse si le estarían ocultando algo.

Mientras Bond abandonaba el despacho de «M», el anciano tuvo el detalle de decir que esperaba que las noticias sobre May fueran buenas.

En aquellos momentos, May, la anciana ama de llaves escocesa de Bond, parecía ser la única preocupación en un horizonte por lo demás despejado. En el transcurso del invierno, había sufrido dos graves ataques de bronquitis y su estado se había deteriorado bastante. Llevaba con Bond más tiempo del que ambos hubieran deseado recordar. Es más, aparte el Servicio, ella era la única constante en la ajetreada vida de Bond.

Tras el segundo ataque bronquial, Bond insistió en que un médico de Harley Street contratado por el Servicio le hiciera un chequeo completo y, aunque May opuso resistencia, alegando que era «más fuerte que un roble» y que aún no estaba «dispuesta a irse al otro barrio», Bond la acompañó él mismo al consultorio. Hubo a continuación una angustiosa semana durante la cual May pasó de un especialista a otro y no paró de protestar. Sin embargo, los resultados de las pruebas fueron inequívocos. El pulmón izquierdo estaba gravemente dañado y había muchas posibilidades de que la dolencia se extendiera. A menos que el pulmón se extirpara enseguida y la paciente se sometiera por lo menos a tres semanas de obligado reposo y cuidados, no era probable que May pudiera celebrar su siguiente cumpleaños.

La operación corrió a cargo del mejor cirujano que el dinero de Bond pudo pagar y, una vez repuesta lo suficiente, May fue enviada a una clínica mundialmente famosa especializada en su dolencia, la Klinik Mozart, en las montañas del sur de Salzburgo. Bond telefoneaba a la clínica con regularidad y allí le informaban de los asombrosos progresos de May.

La víspera incluso habló con ella personalmente y ahora sonrió para sus adentros al recordar el tono de su voz y su menosprecio al hablar de la clínica. Debía estar reorganizando a todo el personal e invocando la cólera de sus antepasados de Glen Orchy sobre todo quisque, desde las criadas hasta los cocineros.

– No saben preparar un bocado como Dios manda, míster James, esa es la pura verdad; y las criadas no tienen idea de cómo se hace una cama. Yo no las contrataría por nada del mundo…, y usted paga todo este dinero para que yo esté aquí. Le digo, míster James, que es un despilfarro, un despilfarro crinimal.

May jamás había aprendido a pronunciar correctamente la palabra «criminal».

– Estoy seguro de que te cuidan muy bien, May.

Menuda era May, pensó para sus adentros. Si las cosas no se hacían a su modo, no le gustaban. La Klinik Mozart debía de ser un purgatorio para ella. May era demasiado independiente para ser una buena enferma.

Bond comprobó la gasolina y le pareció oportuno llenar el depósito antes de cubrir el largo trecho que le esperaba en la E-40. Tras cerciorarse de que no le seguían, se concentró en la búsqueda de un garaje. Ya eran más de las siete de la tarde y apenas había tráfico. Cruzó dos aldeas y vio las señales indicadoras de la proximidad de la autopista. Después, en un vacío tramo recto de carretera, descubrió los chillones rótulos de una pequeña estación de servicio.

Parecía desierta y no había nadie junto a las bombas, aunque la puerta del pequeño despacho estaba abierta. Una indicación en rojo advertía de que las bombas no eran de auto-servicio, por lo que acercó el Mulsanne a la bomba de la super y apagó el motor. Al descender del vehículo para estirar un poco las piernas, se percató del tumulto tras el pequeño edificio de ladrillo y cristal. Oyó unas voces enfurecidas y un rumor sordo, como de alguien que hubiera chocado con un automóvil. Bond cerró el vehículo, utilizando el dispositivo de cierre central, y se encaminó a grandes zancadas hacia la esquina del edificio.

Detrás del despacho había una zona de garaje. Un Alfa Romeo Sprint de color blanco se hallaba estacionado frente a la puerta abierta. Dos hombres acorralaban a una mujer contra la cubierta del motor. La portezuela del lado del conductor se hallaba abierta y un bolso de mano yacía en el suelo con todo el contenido desparramado a su alrededor.

– Vamos -dijo uno de los hombres en tosco francés-, ¿dónde está? ¡Tiene que haber un poco! Suéltalo.

Al igual que su compañero, el matón vestía unos descoloridos vaqueros, camisa y zapatillas de gimnasia. Ambos eran de baja estatura, anchas espaldas y musculosos brazos bronceados, unos pájaros de cuenta en suma. La víctima protestó y el hombre que había hablado levantó la mano para abofetear el rostro de la mujer.

– ¡Quietos!

La voz de Bond restalló como un látigo mientras éste se adelantaba.

Los hombres le miraron perplejos. Después, uno de ellos esbozó una sonrisa.

– La vendo por dos reales -dijo suavemente, asiendo a la mujer por el hombro y empujándola lejos del automóvil.

El que se encontraba más cerca sostenía una llave de tuerca en la mano y debía pensar que Bond era una presa fácil. Su ensortijado cabello estaba muy sucio y descuidado y su ceñudo rostro mostraba las huellas propias de un experto luchador callejero. Pegó un brinco con el cuerpo medio agachado, sosteniendo la llave a ras del suelo. Se movía como un mono de gran tamaño, pensó Bond mientras acercaba la mano a la varilla de su cadera derecha.

La varilla, fabricada por la misma empresa creadora de la pistola ASP de 9 mm, es un bastoncito metálico de unos quince centímetros de longitud, con un revestimiento de goma antideslizante, y tenía un aspecto totalmente inofensivo. Bond la extrajo de la funda y la sacudió con fuerza, moviendo la muñeca con energía. Del mango revestido de goma surgió como por ensalmo una varilla telescópica de acero de veinticinco centímetros de longitud, la cual quedó automáticamente acoplada al mismo.

La súbita aparición del arma pilló al joven por sorpresa. Este levantó el brazo derecho sin soltar la llave y dudó un instante. Bond dio un salto lateral a la izquierda y blandió rápidamente la varilla.

Se oyó un siniestro crujido seguido de un alarido de dolor al producirse el contacto entre la varilla y el antebrazo del atacante. El chico soltó la llave y dobló la cintura, sosteniéndose el brazo roto mientras profería violentas maldiciones en francés.

Bond efectuó un nuevo movimiento y esta vez golpeó levemente la nuca del individuo, el cual cayó de hinojos y se inclinó hacia adelante. Bond se lanzó de inmediato contra el segundo matón. Pero el hombre no estaba para peleas. Dio media vuelta y echó a correr, aunque no con la suficiente rapidez ya que la punta de la varilla le alcanzó el hombro izquierdo, fracturándole, sin duda, algún hueso.

El sujeto lanzó un grito más fuerte que el de su compañero y luego levantó las manos en actitud de súplica; pero Bond no tenía la menor intención de ser amable con un par de miserables que habían atacado a una mujer prácticamente indefensa. Se abalanzó sobre el hombre y hundió la varilla en su ingle, arrancándole un nuevo grito de dolor interrumpido por un hábil golpe en la parte lateral del cuello que le dejó sin sentido aunque no le produjo ulteriores daños.

Bond apartó a un lado la llave de tuerca por medio de un puntapié y se volvió para atender a la joven, la cual ya estaba recogiendo sus cosas junto al automóvil.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó, tomando nota de su apariencia italiana: larga melena de cabello rojizo, cuerpo elástico, rostro ovalado y grandes ojos castaños.

– Sí. Gracias, sí.

No se le notaba el menor asomo de acento. Al acercarse, Bond observó sus mocasines de la marca Gucci, sus largas piernas enfundadas en unos ajustados vaqueros Calvin Klein y su blusa de seda de Hermes.

– Menos mal que pasó usted por aquí. ¿Cree que deberíamos llamar a la policía? -preguntó la mujer, sacudiendo ligeramente la cabeza mientras echaba el labio inferior hacia afuera y soplaba para apartarse el cabello de los ojos-. Yo sólo quería gasolina.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Bond, echando un vistazo al Alfa Romeo.

– Digamos que los sorprendí con las manos en la masa y se lo tomaron algo mal. El empleado está inconsciente en el despacho.

Los atracadores, haciéndose pasar por empleados, se disculparon al verla acercarse y le dijeron que las bombas de la parte delantera no funcionaban y que si, por favor, quería llevar el automóvil a la bomba de la parte de atrás.

– Caí en la trampa y me sacaron del vehículo a la fuerza.

Bond le preguntó cómo sabía lo que le había ocurrido al empleado.

– Uno de ellos le preguntó al otro qué tal estaba y éste contestó que no recuperaría el conocimiento hasta al cabo de una hora -no había la menor tensión en su voz y Bond observó que no le temblaban las manos mientras se alisaba la desgreñada mata de cabello-. Si quiere marcharse, ya telefonearé yo misma a la policía. No es necesario que se quede, ¿sabe?

– Ni usted tampoco -contestó Bond sonriendo-. Esos dos también van a estar un buen rato dormidos. Por cierto, me llamo Bond. James Bond.

– Sukie -dijo ella, tendiéndole una mano. La palma estaba seca y el apretón era firme-. Sukie Tempesta.

Al final, ambos decidieron aguardar la llegada de la policía, cosa que a Bond le costó una hora y media de retraso. El empleado de la gasolinera estaba herido y necesitaba urgente asistencia médica. Sukie hizo lo que pudo por él mientras Bond trataba de averiguar más detalles acerca de ella ya que todo el asunto empezaba a intrigarle. Tenía la impresión de que la chica no le había dicho toda la verdad. Por muy hábiles que fueran sus preguntas, Sukie conseguía salirse por la tangente con respuestas que no le decían nada.

La simple observación no le permitía conseguir ningún dato. La chica tenía un considerable aplomo y hubiera podido ser cualquier cosa, desde una abogada hasta una dama de la alta sociedad. A juzgar por su aspecto y por las joyas que llevaba, debía gozar de una desahogada situación económica. Cualesquiera que fueran sus antecedentes, Bond llegó a la conclusión de que Sukie era una joven sumamente atractiva que hablaba en voz baja, se movía con gestos pausados y mantenía una actitud reservada, fruto tal vez de la desconfianza.

Lo que sí descubrió rápidamente era que hablaba por lo menos tres idiomas, lo cual era indicio de inteligencia y de excelente educación. En cuanto al resto, ni siquiera podía descubrir su nacionalidad, pese a que la matrícula del Sprint era italiana como su apellido.

Antes de que llegara la policía en medio de un atronador concierto de sirenas, Bond regresó a su automóvil y guardó la varilla, arma ilegal en cualquier país. Los agentes le sometieron a un interrogatorio y después le pidieron que firmara una declaración. Sólo entonces le permitieron llenar el depósito de la gasolina y marcharse con la condición de que hiciera saber su paradero durante las semanas sucesivas y facilitara su dirección y número telefónico de Londres.

Aún estaban interrogando a Sukie Tempesta cuando él se marchó, presa de una extraña inquietud. Recordó la mirada de los ojos de «M» y empezó a preguntarse qué habría ocurrido en realidad en el transbordador.

Pasada la medianoche, ya se encontraba en la E-25 entre Metz y Estrasburgo. Volvió a llenar el depósito de gasolina y se tomó un café aceptable en la frontera francesa. Ahora la carretera estaba casi desierta. Vio los faros del automóvil que le precedía a unos cuatro kilómetros largos de distancia antes de adelantarlo. Puso el control de la velocidad a 110 kilómetros por hora tras cruzar la frontera y adelantó al enorme BMW blanco que parecía circular a 50 por hora.

Por pura costumbre, sus ojos se fijaron en el número de la matrícula que se le quedó grabado en la mente junto con la placa internacional D, que identificaba el vehículo como alemán.

Aproximadamente un minuto más tarde, Bond se puso en estado de alerta. EL BMW aceleró y se desplazó hacia el carril central sin despegarse de él. La distancia variaba entre quinientos y menos de cien metros. Tocó los frenos, pasó de nuevo al control de velocidad y aceleró. Ciento treinta. ¡Ciento cuarenta! El BMW le seguía como si tal cosa.

Después, cuando faltaban unos quince kilómetros para llegar a las afueras de Estrasburgo, Bond observó otros faros delanteros directamente a su espalda en el carril de velocidad, que se acercaban a toda marcha.

Se desplazó al carril de en medio, clavando alternativamente los ojos en la carretera y en el espejo retrovisor. El BMW se había quedado un poco rezagado y, al cabo de unos segundos, la luz de los faros del otro vehículo se intensificó y el Bentley experimentó una leve sacudida mientras un pequeño automóvil negro pasaba por su lado como una exhalación. Rondaría los 160 kilómetros por hora y, a la luz de sus propios faros, Bond apenas pudo ver la matrícula salpicada de barro. Le pareció que debía de ser suiza porque estaba casi seguro de haber vislumbrado fugazmente un escudo del Cantón Tesino a la derecha de la matrícula trasera. Ni siquiera le dio tiempo a identificar la marca del vehículo.

El BMW se mantuvo en su sitio unos instantes y luego aminoró la marcha y perdió terreno. Después, Bond vio la explosión en el espejo retrovisor: una brutal bola carmesí estalló a su espalda en el carril de en medio. El Bentley se estremeció a causa de la onda expansiva y, a través del espejo, Bond pudo ver cómo los fragmentos de metal danzaban por la autopista envueltos en llamas.

Bond pisó con fuerza el acelerador. Nada le obligaría a parar y meterse en un lío a aquella hora de la noche, sobre todo, en un tramo desierto de carretera. De repente, se dio cuenta de que estaba insólitamente inquieto por la inexplicada violencia que le había acompañado a lo largo de todo el día.

A la una y once minutos de la madrugada, el Bentley llegó a la Place Saint-Pierre -le-Jeune de Estrasburgo y se detuvo frente a la entrada del hotel Sofitel. El personal del turno de noche estuvo muy amable. Oui, Monsieur Bond… Non, Monsieur Bond. Pues claro que tenían su reserva. Descargaron el automóvil, se llevaron el equipaje y él mismo condujo el Bentley al aparcamiento privado del hotel.

La suite era casi demasiado grande para una estancia de una sola noche, y había una cesta de frutas con una tarjeta de saludo del director. Bond no sabía si alegrarse o ponerse en guardia. Llevaba por lo menos tres años sin alojarse en el Sofitel.

Abrió el minibar y se mezcló un martini. Vio con satisfacción que en el bar había ginebra Gordons y un vodka aceptable, aunque tuvo que conformarse con un simple vermut Lillet en lugar del Kina que a él le gustaba. Bond se llevó la bebida a la cama y eligió una de sus dos carteras: la que contenía el sofisticado equipo de desmodulación. Lo acopló al teléfono y marcó el número de Transworld Exports (la tapadera del cuartel general del Servicio) en Londres.

El oficial de servicio escuchó pacientemente mientras Bond relataba con cierto detalle los dos incidentes. La línea se cerró en el acto y Bond, cansado del largo viaje por carretera, se tomó una ducha, pidió a recepción que le despertaran a las ocho de la mañana y se desperezó desnudo bajo la ropa de la cama.

Sólo entonces empezó a enfrentarse con el hecho de que estaba algo más que un poco preocupado. Recordó de nuevo la extraña mirada de los ojos de «M»; después, pensó en el transbordador de Ostende y en los dos hombres que habían saltado por la borda, en la chica -Sukie- en apuros de la estación de servicio y en la tremenda explosión que se había producido en la carretera.

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