Sukie contó la historia cuando el guardacostas ya estaba en el interior del arrecife y el rumor de las olas, el viento y los motores no era tan fuerte y no la obligaba a hablar a gritos.
– Al principio, no podía dar crédito a mis ojos… Después, cuando Nannie hizo la llamada telefónica, lo comprendí -dijo.
– Cuéntamelo poquito a poco -le pidió Bond, gritando aún más de la cuenta porque todavía le silbaban los oídos.
La víspera, cuando Sukie y Nannie se separaron de Bond, ésta pidió café al servicio de habitaciones.
– Nos lo subieron cuando yo estaba en el cuarto de baño retocándome el maquillaje y le dije a Nannie que me llenara la taza -dijo Sukie.
Había dejado la puerta abierta y, a través del espejo, vio cómo Nannie vertía en la taza el contenido de un frasco.
– No creía que pudiera ser nada malo y hasta incluso estuve a punto de preguntarle qué hacía. Menos mal que no lo hice. Pensé, por el contrario, que pretendía ayudarme y mantenerme lejos del peligro. Siempre confié en ella… Ha sido mi mejor amiga desde cuando iba a la escuela. Nunca sospeché que hubiera nada… Bueno… Era una amiga muy fiel, ¿sabes, James? Hasta este momento.
– Nunca te fíes de los amigos fieles -dijo Bond con una amarga sonrisa-. Siempre te harán llorar.
Sukie tiró el café y simuló dormirse.
– Permaneció mucho rato a mi lado, incluso me levantó los párpados. Después, utilizó el teléfono de la habitación. No sé con quién habló, pero comprendí claramente lo que se proponía. Dijo que se disponía a seguirte. Sospechaba que pensabas irte a la isla sin nosotras. «De todas maneras, ya le tengo. Dile al coronel que ya le tengo», dijo. Yo me quedé quieta un rato por si Nannie volvía…, lo que efectivamente hizo para llamar a alguien. Fue todo muy rápido. Dijo que habías tomado la lancha motora del hotel y que ella te iba a seguir. Pidió que te vigilaran, pero advirtió que eras su prisionero y no quería que te capturara nadie más. Repetía, una y otra vez, que te llevaría entero ante el coronel y que él podría partirte. ¿Tiene eso algún sentido?
– Vaya si lo tiene -Bond recordó la hoja de la guillotina cercenando los brazos de Nannie Norrich-. Terrible -añadió casi para sus adentros-. ¿Sabes? Le tenía simpatía, incluso le cobré cariño.
Sukie le miró sin decir nada mientras el guardacostas entraba en el pequeño fondeadero de la base naval.
– ¿Y quién pagará todo este lujo? Eso es lo que yo quiero saber -dijo May, visiblemente restablecida.
– El Gobierno -respondió Bond sonriendo-. Y, si no lo pagan ellos, lo haré yo.
– Vivir en este hotel tan caro es tirar el dinero. ¿Sabe usted lo que cuesta estar aquí, mister James?
– Lo sé muy bien, May, y no debes preocuparte. Pronto estaremos en casa y todo eso parecerá un sueño. Tú procura pasarlo bien y disfruta de la puesta de sol. Nunca has visto una puesta de sol en Cayo Oeste y te aseguro que es un auténtico milagro de Dios.
– Ya he visto las puestas de sol en las Tierras Altas de Escocia, hijo mío, y me bastan -luego, May pareció ablandarse-. Es muy amable de su parte, míster James, que otra vez se haya preocupado tanto por mi salud y se lo agradezco de veras. Pero ya echo de menos mi cocina y estoy deseando volver a cuidar de usted.
Habían transcurrido dos días de lo que el periódico local llamaba «el incidente de la isla del Tiburón», y aquella tarde, todos habían sido dados de alta en el hospital de la base naval. En aquel instante, May se encontraba sentada en compañía de Sukie y Bond en la terraza del bar Havana Docks, del Pier House Hotel. El sol se disponía a iniciar su acostumbrado espectáculo nocturno y no cabía en el lugar ni un alfiler. Sukie y Bond saboreaban de nuevo las enormes gambas con salsa picante y los daiquiris Calypso. May rechazó ambas cosas y prefirió tomarse un vaso de leche, expresando en voz alta su esperanza de que por lo menos fuera fresca.
– Dios mío, éste es el verdadero lugar en el que el tiempo se ha detenido -dijo Sukie, inclinándose hacia adelante para besar suavemente a Bond en la mejilla-. Esta tarde, entré en una tienda de Front Street y conocí a una chica que vino aquí para pasar dos semanas. De eso hace nueve años.
– Supongo que ése es el efecto que ejerce en algunas personas.
Bond contempló el mar y pensó que por nada del mundo querría permanecer allí nueve años. Le hubiera hecho revivir demasiados recuerdos desagradables: Nannie, la hermosa muchacha convertida en una cruel y despiadada asesina; Tamil Rahani, a quien acababa de ver por última vez; ESPECTRO, la traidora organización dispuesta a estafar a terceros, privándoles del premio prometido a cambio de la cabeza de Bond.
– ¿En qué piensas? -preguntó Sukie.
– En que no me gustaría quedarme aquí para siempre, pero que no me importaría estar una o dos semanas…, quizá para conocerte mejor.
– Lo mismo pensaba yo. Por eso he dispuesto que trasladen tus cosas a mi suite, querido James -dijo Sukie, esbozando una radiante sonrisa de felicidad.
– ¿Cómo has dicho? -preguntó Bond, mirándola asombrado.
– Lo has oído muy bien, cariño. Tenemos que resarcirnos de muchas cosas.
Bond la miró largamente mientras el cielo se teñía de escarlata y el sol empezaba a ocultarse tras las islas. Después miró hacia la puerta del bar y vio a la fiel Moneypenny, acercándose a ellos y haciéndole señas.
Bond se excusó y se levantó de la mesa.
– Mensaje de «M» -dijo Moneypenny, lanzándole a Sukie una mirada asesina.
– Ya -dijo Bond, temiéndose lo peor.
– «Regresen cuanto antes. Buen trabajo. "M".» -recitó Moneypenny.
– ¿Tú quieres regresar a casa tan pronto? -le preguntó el agente.
Moneypenny asintió con cierta tristeza y dijo que comprendía por qué Bond no deseaba marcharse todavía.
– Podrías llevarte a May -le sugirió él.
– Hice la reserva en cuanto se recibió el mensaje. Nos vamos mañana.
Eficiente como siempre.
– ¿Todos?
– No, James. Comprendí que nunca podría darte debidamente las gracias por salvarme la vida. Quiero decir…
– Oh, Penny, no debes…
– No, James -dijo ella, interrumpiéndole-. He reservado billete para May y para mí. Y he enviado un mensaje.
– ¿Sí?
– «Regreso inmediato. Cero cero siete precisa de tratamiento médico de unas tres semanas de duración.»
– Tres semanas me irán muy bien.
– Así lo creo -dijo Moneypenny, dando media vuelta para regresar lentamente al hotel.
– ¿De veras has mandado trasladar todas mis cosas a tu suite, pillina? -preguntó Bond al volver junto a Sukie.
– Todo lo que compraste esta tarde…, incluida la maleta.
– ¿Cómo podemos? -preguntó Bond sonriendo-. Tú eres una principessa…, una princesa. No estaría bien visto.
– Bueno, podríamos titular el libro algo así como La princesa y el mendigo -contestó Sukie, esbozando una perversa sonrisa llena de sensualidad.
– Sólo que yo no soy un mendigo -dijo Bond, fingiendo ofenderse.
– Con los precios que cobran aquí, lo serás muy pronto -replicó Sukie, riéndose.
En aquel instante, el aire y el cielo se volvieron de un intenso color carmesí y el sol desapareció en el horizonte.
Desde Mallory Square, donde siempre se congregaba la gente para contemplar la puesta de sol, les llegaron los vítores y los aplausos.