Capitulo 6

La limusina era un Chevrolet de 1971 sin aire acondicionado. Esto era especialmente molesto para Francesca porque el fuerte calor pegajoso parecía haber formado un capullo alrededor de ella. Aunque había viajado a Estados Unidos antes, se había limitado a Nueva York y las Hamptons, y seguía demasiado absorta en sus pensamientos para mostrar algún interés en el paisaje poco familiar por el que estaban pasando desde que salieron de Gulfport hacía una hora.

¿Cómo podía haber elegido tan mal su guardarropa? Echó un vistazo con repugnancia a sus pantalones de lana, blancos y pesados y al suéter verde de manga larga de cachemir que atascaba tan incómodamente su piel. ¡Era uno de octubre! ¿Quién se podría haber imaginado que haría tanto calor?

Después que casi veinticuatro horas de viaje, sus párpados se cerraban de la fatiga y su cuerpo estaba cubierto de mugre. Había volado desde Gatwick al JFK de Nueva York, después a Atlanta, y de allí a Gulfport donde la temperatura era de cuarenta grados a la sombra y en donde el único conductor que fue capaz de alquilar tenía un coche sin aire acondicionado.

Ahora todo en lo que podía pensar era llegar a su hotel, pedir una ginebra con tónica maravillosa, tomar una ducha larga y fria, y dormír las próximas veinticuatro horas. Tan pronto como localizara a la compañía cinematográfica y averiguara donde se alojaba, haría exactamente eso.

Tirando el suéter lejos de su pecho húmedo, trató de pensar en algo agradable hasta que llegara al hotel. Esta sería una aventura absolutamente increíble, se dijo. Aunque no tuviera experiencia como actriz, siempre le encantó hacer de mimo, y trabajaría muy duro en la película para que los críticos digan que es maravillosa y todos los mejores directores quieran contratarla.

Iría a fiestas maravillosas y tendría una carrera y verdaderas montañas de dinero. Esto era lo que se había estado perdiendo de la vida, ese evasivo "algo" que ella nunca fue capaz de definir. ¿Por qué no había pensado en ello antes?

Retiró el pelo de sus sienes con la punta de los dedos y se felicitó por haber podido reunir el dinero del pasaje sin problema. Había salido todo de perlas, realmente, una vez que se le había ocurrido la idea. Mucha gente de la alta sociedad llevaban sus vestidos a tiendas que vendían ropa de firma de segunda mano; no sabía por que no se le había ocurrido mucho antes.

El dinero de la venta había pagado un billete de primera clase de linea aérea y la totalidad de todas sus facturas. Las personas hacían los asuntos financieros tan innecesariamente complejos, ahora lo comprendía cuando había tenido que resolver unos asuntos sin importancia.

Detestaba tener que llevar ropa de la temporada pasada, de todas formas, pero pronto podría empezar comprando un guardarropa nuevo completo tan pronto como la compañía cinematográfica le reembolsara su billete.

El coche pasó por un camino bordeado de robles. Estiró el cuello cuando doblaron una curva y vio delante una casa restaurada de plantación, de ladrillo del tres plantas y estructura de madera con seis columnas estriadas elegantemente puestas a través de la varanda frontal.

Cuando se iban acercando, vió un surtido de camiones modernos y camionetas estacionadas de antes de la guerra. Los vehículos parecían tan fuera de lugar como los miembros de la productora que iban de acá para allá en pantalones cortos, sin camisetas y con pañuelos en la cabeza.

El conductor paró el coche y se volvió hacia ella. El tenía un pin del Bicentenario Americano, redondo y grande puesto en el cuello de su camisa marrón de trabajo. Leyó "1776-1976" arriba, con "AMERICA" y " TIERRA DE LA OPORTUNIDAD" en el centro y abajo. Francesca había visto los signos del Bicentenario Americano por todas partes desde que llegó al aeropuerto JFK.

Los quioskos de souvenirs estaban llenos de chapas de recuerdo como esa, y estatuas de la libertad de plástico baratas. Cuándo pasaron por Gulfport, vió bocas de incendio pintadas como milicianos revolucionarios de la guerra. A alguien que venía de un país tan viejo como Inglaterra, todo esto de celebrar unos míseros doscientos años le parecía excesivo.

– Cuarenta y ocho dólares -el conductor del taxi le hablaba un inglés tan raro que apenas si lo podía entender.

Examinó la moneda americana que había comprado con sus libras esterlinas cuando hizo escala en el JFK y le entregó la mayor parte de lo que tenía, junto con una propina generosa y una sonrisa. Entonces salió del coche, cogiendo su bolso cosmético con ella.

– ¿Francesca Day? -una mujer joven con el pelo muy rizado y pendientes balanceantes venía hacia ella a través del césped del patio.

– ¿Sí?

– Hola. Soy Sally Calaverro. Bienvenida al fin de ninguna parte. Me temo que necesitarás cambiarte de ropa enseguida.

El conductor puso la maleta de Vuitton a los pies de Francesca. Ella miró a Sally con su arrugada falda india de algodón y el top marrón ajustado que imprudentemente se había puesto sin sujetador.

– Eso es Señorita Calaverro imposible -contestó-. Tan pronto como vea al Sr. Byron, iré al hotel y después a la cama. El único sueño que he tenido en veinticuatro horas ha sido en el avión, y estoy tremendamente agotada.

La expresión de Sally no cambió.

– Bien, lo siento pero necesito que vengas conmigo un momento, te aseguro que seré lo más rápida posible. El señor Byron tiene unos horarios muy extrictos, y tenemos que tener tu vestido preparado para mañana por la mañana.

– Pero eso es absurdo. Mañana es sábado. Necesitaré unos pocos días para aclimatarme. Él apenas puede esperar que empiece a trabajar en el momento de llegar.

La cara agradable de Sally sonrió.

– Esto son las normas de las filmaciones, cielo. Llama a tu agente -miró las maletas de Vuitton y llamó a alguien detrás de Francesca-. ¿Oye, Davey, coge la maleta de la Señorita Day y llevala al gallinero de pollos, de acuerdo?

– ¡Gallinero de pollos! -exclamó Francesca, comenzando a sentirse genuinamente alarmada-. Yo no sé de que va todo esto, pero quiero ir a mi hotel inmediatamente.

– Sí, eso nos gustaría a todos nosotros -dirigió a Francesca una sonrisa bordeando lo insolente-. No te preocupes, no es realmente un gallinero de pollos. La casa donde todos permanecemos está junto a esta propiedad. Se utilizó como clínica de reposo y rehabilitación; las camas tienen todavía manivelas. Le llamamos el gallinero de pollos porque a eso es a lo que se parece. Si no tienes inconveniente en vivir con unas pocas cucarachas, no está mal.

Francesca se negó a picar. Esto era lo que sucedía, se dio cuenta, cuándo una discutía con subordinados.

– Quiero ver al Sr. Byron inmediatamente.

– Él está dentro de la casa en este momento, pero no quiere ser interrumpido.

Los ojos de Sally pasearon groseramente sobre ella, y Francesca podía sentir como valoraba la ropa desarreglada y la tela inadecuada de invierno.

– Probaré suerte -contestó sarcásticamente, mirando fijamente un momento más su vestuario, y con un golpe de pelo se marchó.

Calaverro la observó marcharse. Estudió el cuerpo diminuto y delgado, recordando su cara perfecta y la melena magnífica de pelo. ¿Cómo lograba echar al aire un pelo como ese con apenas un pequeño encogimiento de hombros? ¿Tomaban lecciones de como mover el pelo estas mujeres magníficas, o qué?

Sally intentó hacerlo con su propio pelo, seco y rizado con los restos de una mala permanente. Todos los hombres de la compañía se empezarían a comportar como niños de 12 años en cuanto la vieran, pensó Sally. Estaban acostumbrados a actrices pequeñas bonitas, pero ésta tenía algo más, con ese extravagante acento inglés y una manera de mirarte fijamente como si te recordara que tus padres habían cruzado el océano en el entrepuente.

Durante horas innumerables en demasiados bares para solteros, Sally había observado que algunos hombres se pirriaban con esa mierda superior y condescendiente.

– Mierda -murmuró, se sentía una giganta fofa y desaliñada firmemente atrincherada en el lado equivocado de los veinticinco años. Miss-Bella-y- Poderosa se estaba asfixiando debajo de dos suéters de cachemir de cien dólares, pero parecía tan fresca como la patata frita de un anuncio en una revista.

Algunas mujeres, se decía Sally, habían sido puestas en la Tierra para que las demás mujeres las odiaran, y Francesca Day ciertamente era una de ellas.


* * *

Dallie podía sentir como el Terror de los Lunes descendía sobre él, aunque fuera sábado y hubiera hecho un espectacular 64 el dia anterior en dieciocho hoyos jugados con aficionados en un campo de Tuscaloosa.

El terror de los Lunes era el nombre que le daba a sus negros bajones de humor que le daban con más frecuencia de lo que le gustaría tener, incándole el diente y sacándole todo el jugo, en general el Terror de los Lunes le provocaba un infierno mayor que sus hierro largos.

Se inclinó sobre su café Howard Johnson y miró fijamente por fuera de la ventana interior del restaurante hacía el parking. El sol todavía no había salido del todo de manera que algunos camioneros aún dormían en sus cabinas y el restaurante estaba casi vacio. Trató de buscar una razón para su humor malísimo. No había sido una temporada mala, se recordó. Había ganado unos cuantos torneos y él y el comisionado de la PGA, Deane Beman, no habían charlado más de dos o tres veces sobre el tema favorito de esta comisión…la conducta impropia de un golfista profesional.

– ¿Qué va a ser? -dijo la camarera que se acercó a su mesa, un pañuelo naranja y azul metido en su bolsillo. Era una de esas mujeres limpias y obesas con el pelo arreglado y maquillada, la clase de mujer que se cuidaba y dejaba ver una cara agradable debajo de toda esa grasa.

– Filete frito de la casa -dijo, entregandole el menú-. Y dos huevos con el filete, y otra jarra de café.

– ¿Lo quieres en una taza o te lo inyecto directamente en las venas?

El rió entre dientes.

– Tú tráeme lo que he pedido, cielo, y ya veré como metérmelo -maldición, le gustaban las camareras. Eran las mejores mujeres del mundo. Eran de la calle, listas y descaradas, y cada una de ellas tenía una historia.

Esta camarera en particular le miró un largo momento antes de marcharse, estudiando su cara bonita, se figuraba. Sucedía todo el tiempo, y él generalmente no tenía inconveniente a menos que detrás de esa mirada hambrienta quisieran algo más, algo que el no podía darles.

El Terror de los Lunes regresaba con tremenda fuerza. Apenas esta mañana, justo después de arrastrarse fuera de la cama, estaba debajo de la ducha intentando despejarse y obligando a sus ojos inyectados en sangre permanecer abiertos cuando el Oso había venido directo hacia él y le había cuchicheado en el oído.

Es casi víspera de Halloween, Beaudine. ¿Dónde vas a esconderte este año?

Dallie había encendido el grifo del agua fría para librarse de él, pero el Oso seguía allí.

¿Que demonios te hace pensar que un inútil despreciable como tú puede compartir el planeta conmigo?

Dallie se sacudió esos pensamientos cuando llegó la comida junto con Skeet, que se deslizó en el asiento. Dallie empujó el plato del desayuno a través de la mesa y apartó la mirada mientras Skeet cogía su tenedor y lo hundía en el filete sangriento.

– ¿Cómo te encuentras hoy, Dallie?

– No puedo quejarme.

– Bebiste bastante anoche.

Dallie gruñó.

– He corrido unos pocos kilómetros esta mañana. He hecho flexiones. Lo he sudado ya.

Skeet lo miró, el cuchillo y el tenedor puestos en equilibrio en sus manos.

– Uh-uhh.

– ¿Que demonios se supone que significa eso?

– No significa nada, Dallie, sólo que creo que el Terror de los Lunes te ha alcanzado otra vez.

El tomó un sorbo de su taza de café.

– Es natural sentirse deprimido hacia el final de temporada… demasiados moteles, demasiado tiempo en la carretera.

– Especialmente cuando te has chupado los kilometros entre todos los Grandes.

– Un torneo es un torneo.

– Mierda de caballo -Skeet volvió al filete. Unos pocos minutos de silencio pasaron entre ellos.

Dallie finalmente habló.

– ¿Crees que Nicklaus tiene alguna vez el Terror de los Lunes?

Skeet movió su tenedor.

– ¡Ahora, no empieces con tus pensamientos acerca de Nicklaus otra vez! Cada vez que empiezas a pensar en él, tu juego se va directamente al infierno.

Dallie empujó su taza de café y cogió la cuenta.

– ¿Me das un par de uppers (pastillas), de acuerdo?

– Vamos, Dallie, pensaba que ya habías dejado ese tema.

– ¿Quieres que esté despierto hoy en el campo, o no?

– Quiero que permanezcas despierto en el campo, pero no como lo estás haciendo ultimamente.

– ¡Deja de sermonearme y dáme las jodidas pastillas!

Skeet sacudió la cabeza e hizo lo que le pedía, sacando del bolsillo las pastillas y poniéndolas encima de la mesa. Dallie las cogió con rabia. Mientras se las tragaba, no pensaba en la irónica contradicción que había entre el cuidado con el que trataba su cuerpo de atleta y el abuso al que lo sometía por las tardes, bebiendo y con la farmacia ambulante que hacía llevar a Skeet.

En este momento, no le importaba realmente. Dallie miró fijamente hacia abajo al dinero que había tirado sobre la mesa. Cuándo nacías un Beaudine, estabas predestinado a no llegar a viejo.


* * *

– ¡Este vestido es horroroso!

Francesca estudió su reflejo en el largo espejo colocado al final del remolque que servía como provisional camerino. Sus ojos se habían agrandado para la pantalla con sombra ámbar y un conjunto grueso de pestañas, y el pelo con raya en el centro, caía liso sobre sus hombros, y algunos rizos le caían hasta las orejas.

El peinado de época era bastante bonito y favorecedor, así que no había tenido ninguna discursión con el peluquero, pero el vestido era otra historia. A su ojo entendido de moda, el tafetán rosa soso con sus bandas blancas erizadas de encaje que rodeaban la falda se parecía a un petisú excesivamente dulce de fresa.

Le habían apretado el corpiño tanto que apenas podía respirar, y el corsé levantaba tanto sus pechos que en cualquier momento los pezones saldrían por fuera. El vestido la hacía parecer empalagosa y vulgar, en nada comparado a los hermosos vestidos que Marisa Berenson llevaba en Barry Lyndon.

– No me sienta bien en absoluto, y no me lo voy a poner -dijo firmemente-. Tendrás que hacer algo al respecto.

Sally Calaverra cortó un trozo de hilo rosa con más fuerza de lo necesario.

– Este es el vestido que se diseñó para esta toma.

Francesca se reprendió por no prestar más atención al vestido ayer cuándo Sally se lo probaba. Pero estaba tan distraída por su agotamiento y el hecho de que ese Lloyd Byron había demostrado ser tan desrazonablemente terco cuando se había quejado acerca de los horribles cuartos que servían de habitaciones que había visto justo antes de probarse el vestido.

Ahora faltaba menos de una hora para comenzar a filmar la primera de sus tres escenas. Por lo menos los hombres de la compañía habían sido útiles, encontrando un espacio más cómodo para ella con un baño privado, trayéndole una bandeja de comida junto con esa ginebra con tónica maravillosa con la que había soñado.

Aunque el "gallinero de pollos," con sus ventanas pequeñas y muebles amarillos de chapa, era una abominación, había dormido como una muerta y sentía realmente un pequeño gusanillo de felicidad por su aventura cuando despertó esa mañana… por lo menos hasta que vió su vestido por segunda vez.

Después de girarse para ver la espalda del vestido, decidió apelar al sentido de Sally del juego limpio.

– Seguramente tienes algo más. No llevo absolutamente nunca nada rosa.

– Este es el vestido que Lord Byron aprobó, y no hay nada que pueda hacer al respecto -Sally abrochó el último de los corchetes que tenía la espalda, juntando la tela con más fuerza de la necesaria.

Francesca contuvo el aliento ante la incómoda constricción.

– ¿Por qué continuas llamándole así, Lord Byron? Suena ridículo.

– Si tienes que hacerme esa pregunta, no debes conocerlo muy bien.

Francesca se negó a permitir que la encargada del guardarropa o el vestido apagaran su entusiasmo. A fin de cuentas, la pobre Sally tenía que trabajar en ese espantoso remolque todo el día.

Eso volvería a cualquiera amargada. Francesca se recordó que había conseguido un papel en una prestigiosa película. Además, su belleza servía para doblegar a cualquier feo vestido, incluso este. Además, tenía que hacer algo para conseguir un hotel. No tenía intención de pasar otra noche en un lugar que no tenía personal de servicio.

Los tacones franceses de sus zapatos crujieron en el grava cuando cruzó el patio y se dirigió a la casa de la plantación, el cancán de su falda oscilando de lado a lado. Esta vez no cometería el error que había tenido de intentar hablar con subordinados. Esta vez iba directamente al productor con su lista de quejas.

Ayer Lloyd Byron la había dicho que quería a los actores y los trabajadores de la compañía juntos para crear espíritu de equipo, pero ella sospechaba que el asunto era cuestón de ahorrar dinero. En cuanto a ella, el hecho de aparecer en una prestigiosa película no incluía tener que vivir como un salvaje.

Después de varias indagaciones, finalmente localizó a Lew Steiner, el productor de Delta Blood. Estaba parado en el pasillo de la mansión de Wentworth, apenas fuera del salón donde la escena se preparaba para rodar.

Su apariencia sórdida la sacudió. Gordito y sin afeitar, con un cordón de oro colgando dentro del cuello abierto de su camisa hawaiana, tenía el aspecto de un vendedor de relojes robados del Soho. Ella dio un paso sobre los cables eléctricos que serpenteaban a través de la alfombra del pasillo y entró. Cuando él miró por encima de su tablilla con sujetapapeles, ella emprendió su letanía de quejas mientras lograba mantener una sonrisa en su voz.

– … Así que ya ve, Sr. Steiner, yo en absoluto puedo pasar otra noche en ese espantoso lugar; estoy segura que lo entiende. Necesito una habitación de hotel antes del anochecer. Es tan difícil dormir cuando una está preocupada por que no te coman las cucarachas.

El dedicó unos pocos momentos en mirar ávidamente los senos elevados, entonces cogió una silla de tijera apoyada en la pared y se sentó en ella, esparciendo las piernas tan anchas que la tela caqui parecía reventar sobre sus muslos.

– Lord Byron me dijo que eras verdaderamente guapa, pero yo no lo creí -hizo un desagradable ruido con un lado de la boca-. Sólo los protagonistas tienen habitaciones de hotel,cariño, y eso es porque está en sus contratos. El resto, los "campesinos" tienen lo que hay.

– ¿Campesinos es como lo llamais, no? -ella se incendió, olvidando cualquier esfuerzo conciliador. ¿Eran todas las personas del mundillo cinematográfico tan sórdidas? Sintió un destello de irritación hacía Miranda Gwynwyck. ¿Sabría Miranda cuán desagradables eran las condiciones que se encontraría aquí?

– Tú no quieres el trabajo -dijo Lew Steiner con un encogimiento de hombros-. Puedo conseguir para esta tarde una docena de Tias-buenas-tontas para ocupar tu puesto. Su Señoría fue quién te contrató… no yo.

¡Tías buenas tontas! Francesca podía sentir una neblina roja acumulándose detrás de sus párpados, pero justo cuando abría la boca para estallar, recibió un pequeño toque en el hombro.

– ¡Francesca! -exclamó Lloyd Byron, girándola hacia él y besándole la mejilla, distrayendola de su cólera-. ¡Estás absolutamente fantástica! ¿No es maravillosa, Lew? ¡Esos ojos verdes de gato! ¡Esa boca increíble! Te dije que era perfecta para Lucinda, vale cada centavo que te ha costado traerla aquí.

Francesca empezó a recordar que era ella quien había pagado esos centavos y que quería cada uno de ellos enseguida, pero antes tenía que decir algo, Lloyd Byron siguió.

– El vestido es brillante. Inocentemente pueril, más tremendamente sensual. Adoro el pelo. ¡Esta es Francesca Day, chicos!

Francesca saludó a la gente, y entonces Byron la llevó aparte, sacando un pañuelo amarillo pálido del bolsillo de su camisa hecha a la medida que llevaba con pantalones cortos y suavemente lo apretó contra su frente.

– Estaremos filmando tus escenas hoy y mañana, y mis cámaras estarán en éxtasis absoluto. No tienes que hablar, así que no hay razón para estar nerviosa.

– No estoy para nada nerviosa -declaró. Buen Dios, ¡ella había salido con el Príncipe de Gales!. ¿Cómo podría pensar alguien que algo como esto la pondría nerviosa?-. Lloyd, este vestido…

– ¿No es bonito? -él la llevó hacia el salón, dirigiéndola entre dos cámaras y un bosque de luces a la frente del decorado, que se había proporcionado con sillas Hepplewhite, un sofá de tapizado de damasco, y flores frescas en viejos jarrones de plata-. Tienes que ponerte delante de esas ventanas en la primera escena. Yo te grabaré de fondo, así que todo lo que tienes que hacer es adelantarte cuando te lo diga y dejar que coja esa cara maravillosa tuya lentamente con el zoom.

La referencia a su cara maravillosa alivió parte del resentimiento que sentía sobre su tratamiento, y lo miró más amablemente.

– Piensa en la fuerza de la vida. Has visto las películas de Fellini con personajes silenciosos. Aunque Lucinda no habla una palabra, su presencia debe llegar fuera de la pantalla y agarrar a los espectadores por la garganta. Ella es un símbolo inalcanzable. ¡La vitalidad, el resplandor, la magia!.

Él frunció los labios.

– Dios, espero que esto no sea tan esotérico para que los cretinos de la audiencia lo malinterpreten.

La siguiente hora Francesca la pasó ojeando algunas revistas y ensayando sus poses mientras se hacían los arreglos finales para la grabación. Fue introducida junto al protagonista, Fletcher Hall, un tipo oscuro, bastante siniestro, vestido con chaqué, que era el protagonista principal.

Aunque estaba al corriente de los chismes de las estrellas de cine, nunca había oído de él, y una vez más se encontró asaltada por aprensiones. ¿Por qué no conocía a ninguna de estas personas? Quizá cometió un grave error al no averiguar más acerca de la producción antes de dar el salto tan ciegamente. Quizás debería haber pedido ver un contrato… Pero había mirado su contrato ayer, recordó, y todo parecía en orden.

Sus aprensiones se desvanecieron gradualmente cuando hizo fácilmente la primera toma, parándose delante de la ventana y siguiendo las instrucciones de Lloyd.

– ¡Hermosa! -él no escatimaba piropos-. ¡Maravillosa! Tienes un don natural, Francesca. Los cumplidos la apaciguaron, y a pesar de la constricción cada vez más incómoda del vestido, fue capaz de relajarse entre las cámaras y coquetear con parte de los miembros del equipo masculinos que estaban tan atentos a ella como la noche anterior.

Lloyd siguió filmando a través de la habitación, haciendo una reverencia profunda a Fletcher Hall, y reaccionando a su diálogo mirando nostálgicamente en su cara. Para la hora de comer, cuando le quitaron el vestido una hora, descubrió que se divertía realmente.

Después de la interrupción, Lloyd la posicionó en varios puntos en el salón donde rodó los primeros planos de cada ángulo concebible.

– ¡Que hermosa eres, querida! -seguía-. Dios, esa cara en forma de corazón y esos ojos maravillosos son totalmente perfectos. ¡Mueve el pelo! ¡Hermosa! ¡Hermosa!

Cuándo anunció una interrupción, Francesca se estiró, más bien como un gato que acaba de tener su espalda bien rasguñada.

Por la tarde su sentimiento de bienestar había sucumbido al calor asfixiante del tiempo y de los focos de la iluminación. Los ventiladores dispersados alrededor del decorado hacían poco para refrescar el ambiente, especialmente porque los alejaban cuando las cámaras estaban filmando.

El corsé apretado y las múltiples capas de enaguas debajo de su vestido atrapaban el calor junto a su piel hasta que ella pensó que se desmayaría.

– Yo absolutamente no puedo hacer más hoy -finalmente declaró, mientras el hombre de maquillaje secaba ligeramente las perlas diminutas de sudor que se había comenzado a formar cerca del límite de su pelo de la manera más repugnante-. Simplemente, moriré del calor, Lloyd.

– Sólo una escena más, querida. Sólo un más. Mira el ángulo de la luz por la ventana. Tu piel resplandecerá positivamente. Por favor, Francesca, has sido una princesa. ¡Mi princesa exquisita y perfecta!

¿Dicho así, cómo podía negarse?

Lloyd la llevó hacia una marca que se había colocado en el piso no lejos de la chimenea. El principio de la película, ella había reunido, se había cifrado en la llegada de una colegiala inglesa a una plantación de Misisipí donde debía llegar a ser la novia de su solitario dueño, un hombre que Francesca pensaba que se parecia al Sr. Rochester de Jane Eyre, aunque el hombre llamado Fletcher Hall parecía un poco demasiado grasiento para ser un héroe romántico.

Desgraciadamente para la colegiala, pero afortunadamente para Francesca, Lucinda debía morir de muerte violenta el mismo día. Francesca podía imaginar una escena espléndida de su muerte, que pensaba dar una cantidad apropiada de pasión refrenada. Ella tenía que descubrir exactamente qué tenían que hacer Lucinda y el dueño de plantación en el cuerpo principal de la historia, que se suponía en el tiempo presente y parecía implicar a otras muchas actrices de la pelicula, pero como ella ya no participaría en esa parte, ya no le importaba.

Lloyd enjugó su frente con un pañuelo fresco y dio órdenas a Fletcher Hall.

– Quiero que subas detrás de Francesca, le pongas las manos en los hombros, y le subas el pelo de manera que puedas besarle el cuello. Francesca, recuerda que has estado recluida toda tu vida. Su toque te estremece, pero también te gusta. ¿Comprendes?

Ella sentía un reguero resbaladizo de sudor bajando entre sus pechos.

– Claro que lo entiendo -contestó malhumoradamente.

Un hombre de maquillaje se acercó y secó su sudor del cuello. Ella le hizo enseñarle un espejo para poder verificar su trabajo.

– Recuerda, Fletcher -dijo Lloyd-. No quiero que le beses realmente el cuello… insinúa apenas el beso. Bueno, entonces; empezamos de nuevo.

Francesca se puso en su lugar, sólo para sufrir otra demora interminable mientras seguían haciéndose más ajustes.

Entonces alguien advirtió una mancha de humedad en la espalda del chaqué de Fletcher donde éstaba sudando profusamente, y Sally tuvo que traer una chaqueta suplente del remolque de vestuario.

Francesca dio un golpe con el pie.

– ¿Cuánto tiempo más esperas mantenerme quieta aquí? ¡ No lo aguantaré! ¡ Te doy exactamente cinco minutos más, Lloyd, o si no me voy!

El le dedicó una sonrisa deslumbrante.

– Ahora, Francesca, nosotros tenemos que ser profesionales. Todo estas personas están cansadas, también.

– Todas estas personas no llevan encima diez kilos de ropa. ¡Querría ver cuán profesionales serían si se estuvieran asfixiando hasta morir!

– Apenas unos minutos más -dijo, y entonces agarró las manos en puños y los puso dramáticamente sobre su pecho-. Utiliza la tensión que sientes, Francesca. Utiliza la tensión en tu escena. Pasa tu tensión a Lucinda… una chica joven enviada a una tierra nueva a casarse con un hombre extranjero. Todos se calman. Calma, calma, calma. Permite que Francesca sienta su tensión.

El hombre de las luces, que había estado mirando el escote pronunciado de Francesca la mayor parte del dia, se inclinó hacia el cámara.

– Me encantaría sentir su tensión.

– Para el carro, hermano.

Finalmente el chaqué nuevo llegó y la escena empezó.

– ¡No te muevas! -Lloyd gritó cuando las luces volvían a encenderse-. Todo lo que necesitamos es un primer plano de Fletcher besando a Francesca en el cuello y acabamos por hoy. Será una toma de unos segundos. ¿Todos preparados?

Francesca gimió, pero se puso en su sitio. Estaba padeciendo esto demasiado… unos pocos minutos más no importarían. Fletcher puso las manos en sus hombros y retiró el pelo. Ella odió que la tocara. El era definitivamente ordinario, no era su tipo de hombre.

– Curva el cuello un poco más, Francesca -instruyó Lloyd-. ¿Maquillaje, dónde estás?

– Aquí mismo, Lloyd.

– Venga, entonces.

El hombre de maquillaje parecía indeciso.

– ¿Qué necesitas?

– ¿Qué necesito? -Lloyd levantó las manos en un gesto dramático de frustración.

– Ah, si de acuerdo -el hombre de maquillaje hizo una mueca de disculpa, entonces llamó a Sally, que estaba apenas detrás de la cámara-. ¿Oye, Calaverro, me alcánzas el maletín, y me traes los colmillos de Fletcher?

¿Los colmillos de Fletcher?

Francesca sintió un vuelco en el estómago.

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