Capitulo 13

Naomi Jaffe Tanaka entró en su apartamento, con un maletín de Mark Cross en una mano y una bolsa de Zabar sujeta con la cadera opuesta. Dentro de la bolsa había un envase de higos dorados, un Gorgonzola dulce, y una barra crujiente de pan francés, todo lo que necesitaba para una cena perfecta de trabajo.

Dejó sobre el suelo el maletín y colocó la bolsa en la encimera de granito negra de su cocina, apoyándola contra la pared pintada en un color vino tinto. El apartamento era caro y elegante, exactamente el tipo del lugar donde la vicepresidenta de una agencia de publicidad importante debería vivir.

Naomi frunció el ceño cuando sacó el Gorgonzola y lo puso en un plato de porcelana rosa. Sólo un pequeño tropiezo le impediría llegar a la ansiada vicepresidencia…no encontrando a la Chica Descarada. Apenas esa mañana, Harry Rodenbaugh le había mandado un memorándum amenazándola con pasar la cuenta a otro hombre más agresivo de la agencia si ella era incapaz de encontrar a su Chica Descarada en las próximas semanas.

Se quitó sus zapatos de ante grises y les dió un puntapié mientras seguía sacando las cosas de la bolsa. ¿Cómo podía ser tan difícil encontrar a una persona? Durante los últimos días, su secretaria y ella habían hecho docenas de llamadas telefónicas, pero ni una de ellas les había dado ninguna pista de la chica.

Sabía que estaba allí, Naomi estaba segura, pero ¿dónde? Se frotó las sienes, pero la presión no hizo nada para aliviar el dolor de cabeza que la había estado molestando todo el día.

Después de dejar los higos en el refrigerador, recogió los zapatos y se dirigió con cansancio fuera de la cocina. Tomaría una ducha, se pondría su bata de baño más vieja, y se echaría un vaso de vino antes de empezar a mirar los papeles que había llevado a casa.

Con una mano, empezó a desabrocharse los botones de perla de su vestido, mientras con el codo del otro brazo, encendía el interruptor de la salita de estar.

– ¿Cómo estás, hermana?

Naomi gritó y giró hacia la voz de su hermano, el corazón saltándole en el pecho. -¡Dios mio!

Gerry Jaffe estaba repantigado en el sofá, sus vaqueros y camisa andrajosos azul desteñido estaba fuera de lugar contra la sedosa tapicería. El llevaba todavía el pelo negro a lo afro. Tenía una pequeña cicatriz en el pómulo izquierdo y paréntesis de cansancio alrededor de esos labios llenos que tuvieron una vez embelesadas de lujuria a todas sus antiguas amigas. La nariz era la misma… grande y curva como un águila. Y sus ojos pepitas negras profundas que quemaban todavía con el fuego del fanático.

– Cómo has entrado aquí? -demandó ella, con el corazón latiendo a mil por hora. Se sentía enojada y vulnerable. La última cosa que necesitaba en su vida en este momento era otro problema, y la reaparición de Gerry sólo podía significar problemas. Odiaba también el sentimiento de insuficiencia que siempre experimentaba cuándo Gerry estaba a su alrededor… una hermana pequeña que una vez más no cumplía sus estándares de hermana.

– ¿No das un beso a tu hermano mayor?

– No te quiero aquí.

Recibió una impresión breve de una enorme fatiga sobre él, pero desapareció casi inmediatamente. Gerry siempre había sido un buen actor.

– ¿Por qué no llamaste primero?"

Y entonces recordó que Gerry había sido fotografiado por los periódicos unas pocas semanas antes fuera de la base naval en Bangor, Maine, dirigiendo una manifestación en contra de estacionar el submarino nuclear Trident allí.

– Te han detenido otra vez, no es verdad?

– ¿Oye, qué es otro arresto en la Tierra de la Libertad, el Hogar del Valiente? -levantándose del sofá, extendió los brazos hacía ella y le lanzó su sonrisa de encantador de masas.

– Anda, cariño. ¿No me das un besito?

El se parecía tanto al hermano mayor que le compraba chocolatinas cuando ella tenía los ataques de asma que casi sonrió. Pero bajar sus defensas con él era un error. Con un gruñido monstruoso, él saltó sobre la mesa de centro de cristal y mármol y caminó hacía ella.

– ¡Gerry! -se retiró de él, pero él siguió andando. Mostrando los dientes, giró las manos en garras y continuó dando bandazos hacia ella en su mejor estilo Frankensteiniano-. El Fantasma de Cuatro-Ojos y Colmillos-Dentados se acerca.

– ¡Para de una vez! -su voz subió un tono hasta hacerse chillona. No podía tratar con el Fantasma Colmillos-Dentados ahora… no con la Chica Descarada y la vicepresidencia y su dolor de cabeza a cuestas. A pesar de los años que habían pasado, su hermano nunca cambiaba. Era el mismo viejo Gerry… sobrenormal, tan terrible como siempre. Pero ella ya no estaba encantada.

Siguió dando bandazos hacia ella, su cara retorcida de manera cómica, los ojos saltones, jugando a algo que sabía que la molestaba desde que ella podía recordar.

– El Fantasma Colmillos-Dentados se alimenta de la carne de jóvenes vírgenes.

El la miró de reojo.

– ¡Gerry!

– ¡Jóvenes y suculentas vírgenes!

– ¡Que pares!

– ¡Jóvenes y jugosas vírgenes!

A pesar de su irritación, ella se rió tontamente.

– ¡Gerry, ya basta! -se retiró hacia el pasillo, sin quitarle los ojos de encima mientras él avanzaba inexorablemente hacia ella. Con un chillido inhumano él hizo su embestida. Ella chilló cuando la alcanzó en sus brazos y empezó girarla en círculos. Ma! Quiso gritar ella. ¡Ma, Gerry está molestándome!

En una sensación repentina de nostalgia, quiso conseguir la protección de la mujer que ahora volvía su cara lejos siempre que se mencionaba el nombre de su hijo mayor.

Gerry hundió los dientes en el hombro y la mordió apenas suficientemente fuerte para que ella gritara otra vez, pero no llegaba a doler demasiado. Entonces él se puso tenso.

– ¿Qué es esto? -gimió de incredulidad-. Este material es de segunda mano. Esta no es carne de una virgen.

La llevó al sofá y la soltó bruscamente.

– Mierda. Ahora tendré que conformarme con una pizza.

Ella lo adoró y lo odió, y quiso abrazarlo tanto que saltó lejos el sofá y le dio un buen puñetazo en el brazo.

– ¡Ay! Oye, nada de violencia, hermana.

– ¡Nada de violencia, mi culo! ¿Que demonios te pasa, irrumpiendo aquí de esa manera? Sigues siendo un irresponsable. ¿Cuándo crecerás?

El no dijo nada; se quedó mirándola. El frágil buen humor entre ellos desapareció. Sus ojos de Rasputin miraron su vestido costoso y los elegantes zapatos que habían caído al suelo. Sacando un cigarrillo, lo encendió, todavía mirándola.

El siempre había tenido la habilidad de hacerla sentirse inadecuada, personalmente responsable de los pecados del mundo, pero se negaba a retorcerse en la desaprobación que llegó gradualmente a su expresión cuando él inspeccionó los artículos materiales de su mundo.

– Lo siento, Gerry. Quiero que te vayas.

– El viejo finalmente debe estar orgulloso de tí -dijo él apagadamente-. Su pequeña Naomi se ha vuelto una fina cerda capitalista, como todos ellos.

– No empieces.

– Nunca me dijiste como reaccionó cuando te casate con ese japonés -sonrió cinicamente-. Sólo mi hermana Naomi podría casarse con un japonés llamadoTony. Dios, que pais.

– La madre de Tony es americana. Y él es uno de los bioquímicos punteros del país. Su trabajo se ha publicado en sitios importantes… -terminó, dándose cuenta de que estaba defendiendo a un hombre que hacía mucho al que no quería. Esto era exactamente el tipo de cosas que Gerry hacía de ella.

Lentamente se volvió a encarar con él, tomando algún tiempo para estudiar su expresión más de cerca. La fatiga que pensaba había vislumbrado pareció de nuevo haberse asentado sobre él, y ella tuvo que recordarse que era meramente otra pose.

– ¿Estás otra vez en apuros, no?

Gerry se encogió de hombros.

El parecía realmente cansado, pensó, y ella era todavía hija de su madre.

– Ven a la cocina. Te prepararé algo de comer -aún con Cosacos arrancando la puerta de la casa, las mujeres en su familia harían que todos se sentaran a una cena de cinco platos.

Mientras Gerry fumaba, le hizo un bocadillo de rosbif, agregando una raja extra de queso suizo, de la manera que a él le gustaba, y dándole un plato de higos que había comprado para ella misma. Puso la comida delante de él y se llenó un vaso con vino para ella, mirando de reojo como comía.

Podía decir que tenía hambre, así como podía decir que él no quería que viera exactamente cuán hambriento estaba, y ella se preguntó cuánto tiempo hacía que no había hecho una comida decente. Las mujeres se introducían en las trincheras sólo para tener el honor de alimentar a Gerry Jaffe. Se imaginaba que todavía lo hacían, pues su hermano continuaba teniendo un gran atractivo sexual. La enfurecía ver cuán casualmente él trataba a las mujeres que se enamoraban de él.

Le hizo otro bocadillo, que él acabó tan eficientemente como se había comido el primero. Sentándose en el taburete junto a él, sentía una ola ilógica de orgullo. Su hermano había sido el mejor de todos, con el sentido del humor del cómico Abbie Hoffman, la disciplina de Tom Hayden, y la lengua llameante de Stokely Carmichael.

Pero ahora Gerry era un dinosaurio, un radical de los sesenta trasplantado a una época diferente. El atacaba misiles nucleares con un martillo y hablaba para gente que tenían sus oidos ocupados por los auriculares de sus Walkman de Sony.

– ¿Cuánto pagas por este lugar? -preguntó Gerry cuando arrugó su servilleta y se levantó para andar hacia el refrigerador.

– No es de tu incumbencia -se negó absolutamente a escuchar su conferencia sobre el número de niños hambrientos que podría alimentarse con el dinero de su alquiler mensual.

El sacó un cartón de leche y tomó un vaso de la alacena.

– ¿Cómo está Ma? -su pregunta era casual, pero a ella no la engañada.

– Tiene un pequeño problema con la artritis, pero a parte de eso, está bien -Gerry aclaró el vaso y lo puso en el primer anaquel de su lavaplatos. El siempre había sido más ordenado que ella-. Papá está bien, también -dijo, de repente incapaz de tolerar la idea de hacerlo preguntar-. Sabes que se jubiló el verano pasado.

– Sí, lo sé. ¿Alguna vez te preguntan por mi?

Naomi no podía contenerse. Se levantó del taburete y colocó la mejilla contra el brazo de su hermano.

– Sé que ellos piensan en tí, Ger -dijo suavemente-. Todo esto… ha sido duro para ellos.

– Yo pensaba que estarían orgullosos -dijo amargamente.

– Sus amigos hablan -contestó ella, sabiendo que excusa más ruin era.

El se levantó, la abrazó y se alejo rapidamente, volviendo a la salita de estar. Ella lo encontró parado junto a la ventana, apoyándose en el marco con una mano y un cigarrillo en la otra.

– Me dices para qué has venido, Gerry. ¿Qué quieres?

Por un momento él miró fijamente fuera el contorno de Manhattan. Entonces se puso el cigarrillo en el rincón de la boca, apretó las palmas de las manos en actitud de orar y le dijo con una triste sonrisa.

– Apenas un pequeño refugio, hermana. Apenas un pequeño refugio.


* * *

Dallie ganó el torneo de Lake Charles.

– Por supuesto que has ganado esta porquería -se quejaba Skeet cuando estaban ya de vuelta en la habitación del motel el domingo por la noche, con un bonito trofeo plateado y un cheque de diez mil dólares-. Este torneo es tan importante como ascender una colina de frijoles, así que, por supuesto, has jugado tu mejor golf de los últimos meses. ¿Por qué no puedes hacer este tipo de cosas en Firestone o en cualquier otro torneo que sea televisado, eh, puedes decirme por qué?

Francesca se quitó sus sandalias y se sentó en el borde de la cama. Sentía el cansancio en todos sus huesos. Había caminado los dieciocho hoyos del campo de golf para animar a Dallie así como para desalentar a cualquier secretaria petroquímica que quizás lo estuviera siguiendo también. Todo cambiaría para Dallie ahora que ella lo amaba, había decidido.

El empezaría a jugar para ella, de la manera que lo había hecho hoy, ganando torneos, ganando muchísimo dinero para mantenerlos. Hacía menos de un dia que eran amantes, así que ella sabía que fantasear con algo permanente era prematuro, pero no podía dejar de pensar en ello.

Dallie se sacó la camisa de golf de la cinturilla de sus pantalones grises anchos.

– Estoy cansado, Skeet, y me duelen las muñecas. ¿Te importa si dejamos esto para luego?

– Eso es lo que dices siempre. Pero no digas que lo dejamos para después, porque ese después nunca llegará. Tú pasas…

– ¡Para ya! -Francesca se levantó de un salto de la cama y se encaró con Skeet-. ¿Te marchas sólo, oyes? ¿No puedes ver lo cansado que está? Te comportas como si hubiera perdido el maldito torneo en vez de ganarlo. Ha estado magnífico.

– Bravo, dulzura -Skeet arrastró las palabras-. Pero este chico no ha jugado ni un cuarto de lo que podría, y él lo sabe mejor que nadie. ¿Por qué no te preocupas de cuidar tu maquillaje, Señorita Fran-chess-ka, y dejas que yo cuide de Dallie?

Abrió la puerta y dió un portazo cuando salió.

Francesca miró a Dallie.

– ¿Por qué no lo despides? Es imposible, Dallie. Te hace la vida más dificil.

El suspiró y se sacó la camisa por la cabeza.

– Déjalo, Francie.

– Ese hombre es tu empleado, y sin embargo actúa como si tú trabajaras para él. Necesitas poner fin a esto -miró como cojía una bolsa de papel de estraza y sacaba un paquete de seis latas de cerveza.

Bebía demasiado, ella se daba cuenta, aunque nunca pareciera mostrar los efectos de ello. Había visto también que tomaba unas píldoras que dudaba fueran vitaminas. Tan pronto como tuviera más tiempo, le persuadiría para dejar ambos vicios.

El tiró de la anilla de una lata y dió un trago.

– Meterte entre medias de Skeet y yo no es buena idea, Francie.

– No quiero meterme entre medias. Sólo quiero hacer las cosas más fáciles para tí.

– ¿Sí? Bien, olvídalo -terminó la cerveza de otro trago-. Tomaré una ducha.

No quería que se enojara con ella, así que curvó la boca en una sonrisa irresistiblemente atractiva.

– ¿Necesitas ayuda para enjabonarte la espalda?

– Estoy cansado -dijo con tono irritado-. Puedo yo sólo.

Se encaminó al cuarto de baño, siendo consciente de la mirada herida de sus ojos verdes.

Quitándose la ropa, abrió al máximo el grifo de agua caliente. El agua caía sobre el hombro dolorido. Cerró los ojos, y agachó la cabeza ante el chorro de agua, pensando en la mirada enferma de amor que había visto en la cara de Francesca. Debería haberse imaginado que empezaría a creerse que estaba enamorada de él. Un paquete innecesario.

Ella era exactamente el tipo de mujer que no podía ver más que su cara bonita. Maldita sea, debería haber dejado las cosas como estaban entre ellos, pero llevaban compartiendo la misma habitación una semana y su accesibilidad lo habían estado volviendo loco. ¿Que podía esperarse de él mismo? Además, después del estúpido cuento del jabalí africano aquella noche, sentía algo hacía ella.

Aún así, debería haber mantenido su bragueta cerrada. Ahora se adheriría a él como una cuerda de mala suerte, esperando corazones y flores y todo tipo de tonterías, ninguna de las cuales él tenía intención de dar.

No había manera, no cuando él tenía que volver a Wynette para Halloween, y no cuando podía pensar en una docena de mujeres que prefería antes que a ella. Además, aunque no tenía intención de decírselo, ella era una de las mujeres más hermosas que había visto nunca. Aunque sabía que era un error, sospechaba que volvería a llevarla a la cama antes que pasara mucho tiempo.

¿Eres un auténtico bastardo, no es verdad, Beaudine?

El Oso asomó en una esquina del cerebro de Dallie llevando un brillante aro de luz en la cabeza. El maldito Oso.

Eres un perdedor, amigo, le cuchicheó el Oso con esa voz plana y arrastrada del medioeste. Un perdedor a gran escala. Tu padre lo sabía y yo lo sé. Y la víspera de Halloween está a la vuelta de la esquina, por sí lo has olvidado…

Dallie golpeó el grifo de agua fría con el puño y ahogó momentaneamente al Oso.

Pero las cosas con Francesca no iban a ser fáciles, y al día siguiente su relación no mejoró cuando, apenas al otro lado de la frontera de Louisiana-Texas, Dallie empezó a quejarse acerca del ruido extraño que notaba en el motor del coche.

– Qué piensas que es? -le preguntó a Skeet-. Hace apenas unas semanas le hicieron una revisión del motor. Además, parece venir desde atrás. ¿No lo oyes?

Skeet estaba absorto leyendo un artículo acerca de Ann-Margret en el último número de la revista People y sacudió la cabeza.

– Quizá sea el tubo de escape -Dallie miró sobre el hombro a Francesca-. ¿Oyes algo cerca de ahí, Francie? ¿Algún tipo de ruido extraño?

– Yo no oigo nada -Francesca contestó rápidamente.

En ese momento un sonido de uñas arañando llenó el interior del Riviera. Skeet levantó rápidamente la cabeza.

– ¿Qué ha sido eso?

Dallie juró.

– Ya sé que es. Maldita sea, Francie. ¿Has metido contigo al horrible gato tuerto, no es verdad?

– Por favor Dallie, no te molestes -imploró-. No tenía intención de traerlo. Pero me siguió al coche y no pude hacerlo salir.

– ¡Por supuesto que te siguió! -le gritó Dallie desde el espejo retrovisor-. ¿Has estado dándole de comer, no? A pesar que te dije que no, has estado alimentando al condenado y feo gato.

Ella trató de hacerlo entender.

– Es qué… Es qué se le notan tanto las costillas y es difícil para mí comer cuando sé que él tiene hambre.

Skeet rió entre dientes en el asiento del pasajero y Dallie se volvió hacía él.

– ¿Qué te hace tanta gracia, tienes inconveniente en decírmelo?

– Nada de nada -contestó Skeet, sonriendo-. Nada de nada.

Dallie paró el coche a un lado en el arcén de la carretera interestatal y abrió su puerta. Se retorció a la derecha y miró detrás del asiento dónde el gató estaba agazapado en el suelo al lado de la nevera Styrofoam.

– Sácalo de aquí ahora mismo, Francie.

– Le atropellarán -protestó ella, no es que ese gato, que no la había dado aún ningún signo de cariño, hubiera ganado su protección-. No podemos dejarlo tirado en la carretera. Lo matarán.

– El mundo será un lugar mejor -replicó Dallie. Ella le fulminó con la mirada. El se inclinó sobre el asiento y dió un golpetazo al gato. El animal arqueó su espalda, silbó, y hundió los dientes en el tobillo de Francesca.

Ella dejó salir un grito de dolor y gritó a Dallie.

– ¡Ves lo que has hecho! -poniendo el pie en su regazo, inspeccionó el tobillo herido y gritó hacía abajo, esta vez al gato.

– ¡Tú, estúpida e ingrata fiera sangrienta! Espero que te tiren delante de un sangriento galgo Greyhound. (La mayor línea de autobuses de Norteamérica, con un gran galgo dibujado, N de T)

El sembrante ceñudo de Dallie se convirtió en una abierta sonrisa. Después de pensar un momento, cerró la puerta del Riviera y echó un vistazo a Skeet.

– Creo que tal vez deberíamos permitir que Francie mantenga su gato a fin de cuentas. Sería una lástima romper una pareja tan conjuntada.


* * *

Para las personas a las que le gustaran los pueblos pequeños, Wynette, Texas, era un buen lugar para vivir. San Antonio, con sus luces de gran ciudad, estaba sólo a dos horas hacía el sudeste, mientras la persona que estaba detrás del volante no prestaba la menor atención a las señales de límite de velocidad que los burócratas de Washington habían puesto en las narices de los ciudadanos de Texas.


Las calles de Wynette estaban sombreadas con árboles de zumaque, y el parque tenía una fuente de mármol con cuatro chorros para beber. La gente era robusta. Eran rancheros y granjeros, tan honestos como tenían fama los texanos, cerciorándose que el consejo municipal estuviera controlado por demócratas algo conservadores y bautistas para mantenerse alejados de las otras etnias. A pesar de todo, una vez que las personas se establecían en Wynette, tendían a quedarse.

Antes de que la Señorita Sybil Chandler se hubiese puesto con ella, la casa de Cherry Street había sido simplemente otra pesadilla victoriana. A través de su primer año allí, había pintado huevos de pascua sobre las persianas grises y el resto de rosa y lavanda con helechos y ganchos repletos de otras plantas alrededor del porche delantero.

No satisfecha todavía, había fruncido sus delgados labios de profesora de escuela y había pintado gran cantidad de liebres color naranja pálida alrededor de los marcos de las ventanas delanteras.

Cuándo terminó, había reconocido su trabajo en pequeñas firmas ordenadas alrededor de la ranura del correo en la puerta. Este efecto la había complacido tanto había agregado un historial condensado en el panel de la puerta bajo la ranura del correo:

Trabajo realizado por la Señorita Sybil Chandler.

Maestra de escuela jubilada.

Presidenta de Los Amigos de la Biblioteca Pública de Wynette.

Amante apasionada de W. B. Yeats,

E. Hemingway, y otros.

Rebelde

Y entonces, pensando que esto sonaba casi a un epitafio, había cubierto con grandes liebres lo que había escrito, quedando satisfecha con dejar la primera linea.

Todavía, seguía recordando esas palabras, e incluso ahora aún la llenaban de gran placer. "Rebelde" del latín rebellis.

Que bien sonaba, y que maravillosa si realmente la escribieran en su lápida. Su nombre, las fechas de su nacimiento y su fallecimiento (dentro de mucho tiempo, esperaba), y esa única palabra "Rebelde".

Cuando pensaba en los grandes rebeldes literarios del pasado, sabía que esa palabra impresionante dudosamente se la podía aplicar a ella. A fin de cuentas, ella había empezado su rebelión sólo doce años antes, cuando, a los cincuenta y cuatro años, había dejado el trabajo docente que había realizado durante treinta y dos años en una prestigiosa escuela de chicas de Boston, empacando sus posesiones, y marchándose a Texas.

A pesar que sus compañeros y amigos habían intentado convencerla, haciéndola ver incluso, que estaba perdiendo gran parte de su pensión, la Señorita Sybil no había escuchado a nadie, pues bastantes años había vivido ya con la previsibilidad ahogadora de su vida.

En el avión de Boston a San Antonio, se había cambiado de ropa en el baño, quitándose el traje de lana severo de su delgado cuerpo y soltándose el pelo. Poniéndose sus primeros pantalones vaqueros y un dashiki de cachemira, había vuelto a su asiento y pasado el resto del vuelo admirando sus botas altas de cuero de becerro rojas y leyendo a Betty Friedan.

Sybil había escogido Wynette cerrando los ojos y señalando en un mapa deTexas con el índice. La dirección de la escuela la había contratado sin mirar siquiera su curriculum, quedando después encantados que una maestra tan cualificada se hiciera cargo de su escuela.

Aún así, cuando apareció para su cita inicial vestida con un vestido floreado, pendientes de cinco centímetros de largo, y con sus botas rojas, el supervisor había considerado despedirla tan rápidamente como la había contratado. En vez de eso, ella le tranquilizó, fulminándolo con la mirada y asegurándole que no permitiría vagos en su aula. Una semana más tarde empezó a dar clases, y tres semanas después tuvo su primer encontronazo con el consejo cuando le quitaron The Catcher in the Rye de su colección de ficción.

J. D. Salinger reapareció en los estantes de la biblioteca, la clase de inglés subió más de cien puntos sobre la clase del año anterior, y la señorita Sybil Chandler perdió su virginidad con B.J. Randall, el dueño de GE, la ferreteria del pueblo y pensaba de ella que era la mujer más maravillosa del mundo.

Todo fue bien para la Señorita Sybil hasta que B.J. murió y fue obligada a jubilarse de la enseñanza a los sesenta y cinco años. Se encontró vagando lánguidamente alrededor de su pequeño apartamento con demasiado tiempo, poco dinero, y ningún interés en nada.

Una noche bastante tarde salió a pasear por el centro del pueblo. Así fue dónde Dallie Beaudine la encontró sentada en la cuneta entre Main y Elwood en medio de una tormenta vestida sólo con su camisón.

Ahora miró el reloj cuando colgó el teléfono tras la conversación de larga distancia semanal con Holly Grace y tomó una regadera de latón en la sala de recibo de la casa victoriana de huevos de Pascua de Dallie para regar las plantas. Sólo unas pocas horas más y sus chicos estarían en casa. Dando un paso hacía uno de los dos perros mestizos de Dallie, dejó en el suelo la regadera y cogió su bordado de cañamazo de un asiento junto a la soleada ventana donde permitió a su mente volver a aquel invierno de 1965.


Acababa de terminar de preguntar a un estudiante de segundo año en la clase de recuperación de inglés sobre Julio Cesar cuando la puerta del aula se abrió y un joven larguirucho que nunca había visto antes pasó dentro. Pensó inmediatamente que era demasiado guapo para su propio bien, con su caminar jactancioso y su expresión insolente.

Tiró la hoja de la mátricula sobre su escritorio y, sin esperar una invitación, avanzó hacía el final de la habitación y se sentó de cualquier forma en un asiento vacío, estirando sus largas piernas en el pasillo. Los chicos lo miraron cautelosamente; las chicas se rieron tontamente y estiraron los cuellos para obtener una mejor visión. El sonrió a varias de ellas, evaluando abiertamente los senos. Luego se reclinó en su silla y se durmió.

Sybil esperó la hora propicia hasta que sonó la campana y entonces lo llamó a su escritorio. El se paró delante de ella, un pulgar metido en el bolsillo delantero de sus vaqueros, su expresión resueltamente aburrida. Ella examinó la tarjeta para ver su nombre, verificó su edad, casi dieciséis, y le informó de sus reglas en el aula:

– No tolero el retraso, la goma que mascar, y a los vagos. Quiero que me escribas una pequeña redacción preséntandote y lo dejas en mi escritorio mañana por la mañana.

El la estudió por un momento y entonces retiró el pulgar del bolsillo de sus vaqueros.

– Que la jodan, señora.

Esta declaración naturalmente llamó su atención, pero antes que pudiera responder, él había salido pavoneándose del cuarto. Cuando miró fijamente la puerta vacía, una gran inundación de entusiasmo subió dentro de ella. Había visto una llama de inteligencia brillando en esos tristes ojos azules.

¡Asombroso! Se dio cuenta inmediatamente que algo más que la insolencia devoraba a este joven. ¡El era otro rebelde, como ella misma!

A las siete y media de esa tarde, llamó a la puerta de un dúplex con un informe detallado, y se presentó ante el hombre que estaba en la tarjeta de inscripción como el tutor del chico, un personaje de aspecto siniestro que no podía tener más de treinta años. Ella le explicó su problema y el hombre sacudió la cabeza con desánimo.

– Dallie comienza a salir mal -le dijo-. Los primeros meses que pasamos juntos, él era bueno, pero el chico necesita una casa y una familia. Por eso le dije que nos estableceríamos aquí en Wynette una temporada. Pensé que metiéndolo en la escuela de forma regular quizá lo calmara, pero le suspendieron el primer dia por golpear al profesor de gimnasia.

La Señorita Sybil respiró hondo.

– Un hombre aborrecible. Dallas hizo una elección excelente.

Ella oyó un ruido suave detrás de ella y apresuradamente se enmendó.

– No es que apruebe la violencia, por supuesto, aunque puedo imaginarme que a veces es satisfactoria -luego, cambió de dirección y dijo al niño larguirucho y demasiado guapo que estaba repantigado en la puerta que había venido a supervisar su tarea de deberes.

– Y qué si yo le digo que no lo hago?

– Debo imaginarme que su guardián se opondría -miró a Skeet-. ¿Dígame Sr.Cooper, cúal es su posición con respecto a la violencia física?

– No me molesta demasiado -contestó.

– ¿Cree usted que quizás sea capaz de obligar físicamente a Dallas si él no hace como le pido?

– No se que decirle. Le supero en peso, pero él me sobrepasa en altura. Y si está demasiado dolido, no será capaz de jugar con los chicos en el club de golf este fin de semana. A todo esto, diria que no…

Ella no perdió la esperanza.

– Bueno, entonces, Dallas, te pido que hagas tu tarea voluntariamente. Por tu alma inmortal.

El negó con la cabeza y se metió un palillo de dientes en la boca.

Estaba realmente desilusionada, pero escondió sus sentimientos rebuscando en la bolsa de tela que había llevado con ella y sacando un libro de pastas blandas.

– Muy bien, entonces. Observé tus miradas a las señoritas hoy en clase y llegué a la conclusión que alguién tan interesado en la actividad sexual como tú deberías leer acerca de ello de uno de los escitores más geniales del mundo. Esperaré un informe inteligente de tí en dos días.

Diciendo eso, le dejó El amante de lady Chatterley en la mano y salió de la casa.

Durante casi un mes, implacablemente obstinada acudió al pequeño apartamento, llevando libros prohibidos a su estudiante rebelde y atormentando a Skeet para poner riendas más apretadas al chico.

– No lo entiendes -finalmente se quejó con frustración-. A pesar del hecho que nadie lo quiere recuperar, es un fugitivo y yo no soy su tutor legal. Soy un ex-convicto que él recogió en un servicio de una gasolinera, y en realidad él es quién me cuida a mí y no al revés.

– No obstante -dijo ella -tú eres un adulto y él es todavía un menor.

Gradualmente la inteligencia de Dallie triunfó sobre su hosquedad, aunque luego insistiera en que ella le había cansado con todos sus sucios libros. Ella le apoyaba en la escuela, le preparó para los exámenes de acceso a la universidad, y le daba clases privadas siempre que él no jugaba el golf.

Gracias a sus esfuerzos, él se graduó con honores a la edad de dieciocho años y fue aceptado en cuatro universidades diferentes.

Después que él se marchó para Texas A &M, lo hechó espantósamente de menos, aunque él y Skeet hicieron de Wynette su base de operaciones y venía a verla en las vacaciones cuando no jugaba al golf. Gradualmente, sin embargo, sus responsabilidades lo llevaron más lejos y para más tiempo.

Una vez no se vieron uno al otro en casi un año. En su estado aturdido, apenas lo había reconocido la noche que él la encontró sentada en la tormenta en la cuneta entre Main y Elwood llevando su camisón.

Francesca se había imaginado que Dallie viviría en un apartamento moderno construido junto a un campo de golf en vez de una vieja casa victoriana con un torreón central y pintada en tonos pastel. Miró las ventanas de la casa con incredulidad cuando el Riviera giró y se encaminó por un camino de entrada estrecho de grava.

– ¿Esos esos conejos?

– Doscientos cincuenta y seis de ellos -dijo Skeet-. Cincuenta y siete si usted cuenta otro en la puerta principal. Mira, Dallie, ese arco iris en el garaje es nuevo.

– Ella se romperá su cuello de tonta subiendo un día de éstos por esas escaleras -se quejó Dallie. Entonces se giró hacía Francesca-. Ten cuidado con tus modales. Te lo advierto, Francie. Nada de tus cosas extravagantes.

El hablaba con ella como si ella fuera una niña en vez de su amante, pero antes de poder tomar represalias, la puerta trasera se abrió de repente y apareció una increible vieja.

¡Con su cola de caballo gris volando al viento y un par de gafas de leer oscilando arriba y abajo en la cadena de oro que le colgaba al cuello sobre su atuendo, un chandal amarillo narciso, se abalanzó sobre ellos, gritando:

– Dallas! ¡Ah, yo, yo! ¡Skeet! ¡Gracias a Dios!

Dallie salió del coche y envolvió su cuerpo pequeño, delgado en un abrazo de oso. Entonces Skeet salió de la otra puerta y de nuevo fue acompañado por otro coro de yo-yo.

Francesca surgió del asiento de atrás y miró con curiosidad. Dallie había dicho que su madre estaba muerta, así que, ¿quién era esta? ¿Una abuela? Por lo que ella sabia, él no tenía parientes salvo una mujer llamada Holly Grace. ¿Era esta Holly Grace? De algún modo Francesca lo dudaba.

Tenía la sensación que Holly Grace era la hermana de Dallie. Además, no podía imaginarse a esta señora mayor vestida tan excéntrica fugándose a un motel con un comerciante de Chevys de Tulsa. El gato salió del asiento de atrás, echó una mirada alrededor con desdén con su único ojo bueno, y desapareció tranquilamente.

– Y quién es esta, Dallas? -preguntó la mujer, mirando a Francesca-. Por favor preséntame a tu amiga.

– Esta es Francie… Francesca -enmendó Dallie-. El viejo F. Scott la habría adorado, Señorita Sybil, si ella te causa un sólo problema, házmelo saber.

Francesca le lanzó una mirada airada, pero él la ignoró y continuó su presentación.

– Señorita Sybil Chandler… Francesca Day.

Los pequeños ojos castaños la miraron, y Francesca sintió de repente como si estuviera examinando su alma.

– ¿Cómo está usted? -contestó, intentando mantenerse erguida-. Es un placer conocerla.

La señorita Sybil emitió un sonido ante su acento, y extendió la mano para un campechano saludo.

– ¡Francesca, eres inglesa! Qué sorpresa más agradable. No prestes atención a Dallas. El puede encantar a un muerto, por supuesto, pero es un completo sinvergüenza. ¿Has leído a Fitzgerald?

Francesca había visto la película El Gran Gatsby, pero sospechaba que no contaría.

– Lo lamento, no -dijo-. No leo mucho.

La señorita Sybil hizo un clic de rechazo.

– ¿Bien, pronto arreglaremos eso, verdad? Pasad las maletas dentro, chicos. ¿Dallas, comes chicle?

– Sí, Señora.

– Por favor quitatelo junto con tu gorra antes de estar dentro.

Francesca se rió tontamente cuando la vieja mujer desaparecía por la puerta trasera.

Dallie tiró su goma en un arbusto de hortensia.

– Espera y verás -le dijo a Francesca de forma siniestra.

Skeet rió entre dientes.

– No le vendría mal a Francie tomar unas pocas lecciones para variar.

Dallie sonrió.

– Casi puedo ver a la señorita Sybil frotándose las manos preparada para cogerte -miró a Francesca-. ¿Sabes lo que estabas haciendo cuando admitiste que no habías leído a Fitzgerald?

Francesca comenzaba a sentirse como si hubiera confesado una serie de asesinatos masivos.

– No es un crimen, Dallie.

– Se acerca bastante -él rió entre dientes maliciosamente-. Chico, entremos de una vez.

La casa de Cherry street tenía los techos altos, molduras pesadas de nogal, y cuartos inundados de luz. El suelo de madera vieja estaba lleno de cicatrices en varios lugares, unas cuantas grietas estropeaban las paredes de yeso, y la decoración interior carecía de un sentido modesto de coordinación, pero la casa lograba todavía proyectar un encanto casual.

El empapelado rayado coexistía al lado del floral, y la mezcla impar de mobiliario era animada por la costura que descansaba sobre un cojín y alfombras afganas en hilos multicolores. Las plantas puestas en cazuelas de cerámica hechas a mano llenaba los rincones oscuros, cuadros de punto de cruz decoraban las paredes, y los trofeos de golf aparecían por todas partes… como topes de puerta, como apoyalibros, doblando un montón de periódicos, o simplemente percibiendo la luz en una repisa de ventana soleada.

Tres días después de su llegada a Wynette, Francesca salía a hurtadillas del dormitorio que la señorita Sybil había asignado para ella y avanzó a rastras a través del pasillo.

Debajo de una camiseta de Dallie que le llegaba al centro de los muslos, llevaba unas sedosas bragas negras de bikini que milagrosamente habían aparecido en el montón pequeño de ropa que la Señorita Sybil le había prestado para suplementar su triste guardarropa. Se las había puesto hacía escasamente media hora cuando había oído que Dallie subía la escalera y entraba en su dormitorio.

Desde que llegaron, apenas lo había visto. El se marchaba temprano conduciendo, luego iba al campo de golf y después Dios sabe donde, dejándola con la única compañia de la Señorita Sybil. Francesca no había estado en la casa por un día después de encontrar un volumen de Tender is the Night en sus manos junto con una tierna amonestación para abstenerse de seguir haciendo pucheros cuándo las cosas no salieran a su gusto. La trastornaba el abandono de Dallie.

El actuaba como si nada hubiera sucedido entre ellos, como si no hubieran pasado una noche haciendo el amor. Al principio había tratado de ignorarlo, pero ahora había decidido que tenía que empezar a luchar por lo que quería, y lo que quería era hacer más el amor.

Dió un leve toque con la punta de la uña en la puerta atemorizada que la señorita Sybil pudiera despertarse y oírla. Se estremeció cuando pensó lo que la vieja y desagradable mujer diría si supiera que Francesca había vagado a través del pasillo hasta el dormitorio de Dallie para practicar sexo ilícito. Probablemente la perseguiría por la casa chillando "¡Ramera!" a todo pulmón. Cuándo Francesca no oyó respuesta del otro lado de la puerta, llamó un poco más fuerte.

Sin advertencia, la voz de Dallie retumbó al otro lado, sonando como un cañón en la quietud de la noche.

– Si eres tú, Francie, entra de una vez y deja de hacer ese maldito ruido.

Ella entró dentro del dormitorio, siseando como una llanta que pierde aire.

– ¡Shh!Te va a oír, Dallie. Sabrá que estoy en tu cuarto.

Estaba de pie completamente vestido, golpeando pelotas de golf con su putter a través de la alfombra hacia una botella de cerveza vacía.

– La excéntrica señorita Sybil -dijo él, repitiendo la línea de su put-.Pero no creas que es una puritana. Creo que se desilusionó bastante cuando le dije que nosotros no compartiriamos habitación.

Francesca se había desilusionado, también, pero ella no haría un asunto de ello ahora, cuando su orgullo estaba picado.

– Apenas te he visto desde que llegamos aquí. Pensé que tal vez seguías enfadado conmigo por lo de Bestia.

– ¿Bestia?

– Aquel gato sangriento-arrastró en su voz un rastro de modestia-. Ayer me mordió otra vez.

Dallie sonrió, calmado.

– En realidad, Francie, pienso que deberíamos mantener nuestras manos quietas una temporadita.

Algo dentro de ella dio un pequeño vuelco.

– ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?

Hubo un pequeño ruido de cristal cuando su put encontró su marca.

– Quiero decir que no creo que puedas manejar otro problema en tu vida ahora mismo, y deberías saber que soy poco fiable en lo que a mujeres preocupadas se refiere.

Utilizó la cabeza del putter para alcanzar otra pelota y ponerla en su sitio.

– No es que esté orgulloso de ello, ya me entiendes, pero así son las cosas. Si has concebido sueños con un bonito bungalow cubierto por rosas, y toallas de baño bordadas con un Tu y un Yo, puedes ir deshaciéndote de ellos…

Algo de la suficiente y orgullosa vieja Francesca todavía quedaba en ella y logró brotar de su garganta una risa condescendiente.

– ¿Bungalows cubiertos por rosas? ¿Realmente, Dallie, en qué demonios estás pensando? ¿Yo me casaré con Nicky, recuerdas? Esta es mi última aventura antes de ponerme los grilletes permanentemente.

Excepto que ya no podía casarse con Nicky. Había hecho otra llamada anoche, esperando que él hubiera vuelto ya y pudiera pedirle un pequeño préstamo para no tener que seguir dependiendo del dinero de Dallie.

Su llamada despertó a la criada, que dijo que el Sr. Gwynwyck estaba lejos en su luna de miel. Francesca se había quedado de pie con el receptor en la mano durante un momento antes de colgar el teléfono.

Dallie miró al techo.

– ¿Me estás diciendo la verdad? ¿No hay Tú y no hay Yo? ¿Ningunos planes a largo plazo?

– Por supuesto que digo la verdad.

– ¿Estás segura? Veo algo gracioso en tu cara cuando me miras.

Ella se sentó en una silla y miró alrededor del cuarto como si las paredes de color caramelo y las estanterías para libros del suelo al techo fueran mucho más interesantes que el hombre delante de ella.

– Fascinación, querido -dijo ella despreocupadamente, poniendo una pierna desnuda sobre el brazo de la silla y arqueando el pie-. Además, a fin de cuentas, no eres de mi clase.

– ¿No es nada más que fascinación?

– Que gracioso, Dallie. No pretendo insultarte, pero no soy la clase de mujer que se enamoraría de un empobrecido jugador de golf tejano -Sí, soy, así, admitió silenciosamente para ella. Soy exactamente esa clase de mujer.

– Verdad, tienes razón en eso. Para serte sincero, no puedo imaginarme verte enamorada de nadie empobrecido.

Ella decidió que el tiempo había venido a salvar otro resto pequeño de su orgullo, así que se levantó y se estiró, revelando la orilla inferior de las bragas negras de seda.

– Bien, querido, pienso que me iré, parece que tienes cosas mejores en que ocupar tu tiempo.

El la miró largo rato como si decidiera acerca de algo. Entonces él hizo gestos hacia el lado opuesto de la habitación con su putter.

– Realmente, pienso que tal vez quieras ayudarme. ¿Puedes colocarte allí?

– ¿Por qué?

– Siempre tienes que preguntarlo todo. Yo soy el hombre. Tú eres la mujer. Haz lo que te digo.

Ella le hizo muecas, mientras se colocaba dónde le había pedido, tomándose su tiempo para moverse.

– Ahora quítate esa camiseta.

– ¡Dallie!

– Vamos, esto es serio, y no tengo toda la noche.

No parecía que fuera muy serio, así que se quitó obedientemente la camiseta, tomandose su tiempo y sintiendo una prisa tibia por su cuerpo cuando se desnudaba para él.

El miró sus senos desnudos y las bragas de bikini de seda negras. Entonces dio un silbido de admiración.

– Ahora, esto es fantástico, cariño. Esto es materia verdaderamente inspiradora. Esto va a funcionar mejor de lo que pensaba.

– Qué vas a resolver? -preguntó cautelosamente.

– Algo que todos los jugadores profesionales de golf practicamos. Acuéstate como yo te diga sobre la alfombra. Cuándo estés lista, te quitas esas bragas, me dices una parte específica de tu cuerpo, y yo empezaré a practicar con mi put. Es el mejor ejercicio del mundo para mejorar la concentración de un golfista.

Francesca sonrió y plantó una mano en la cadera desnuda.

– Y acabo de imaginar cuánta diversión deberán tener las pelotas cuando lo hagas.

– Maldición, las mujeres inglesas si que son listas.

– Demasiado listas para permitirte que nos golpeen con eso.

– Tenía miedo que dijeras eso -él apoyó su putter contra una silla y comenzó a andar hacia ella-. Entonces debemos encontrar algo en que ocupar nuestro tiempo.

– ¿Como qué?

El extendió la mano y la lanzo a sus brazos.

– No sé. Lo estoy pensando.

Más tarde, cuando estaba en sus brazos soñolienta tras hacer el amor, consideró cuán extraño era que una mujer que había rechazado al Príncipe de Gales se hubiera enamorado de Dallie Beaudine. Inclinó la cabeza para tocar con los labios su pecho desnudo y le dió un beso suave.

Justo antes de ir a la deriva del sueño, se dijo que haría que se preocupara por ella. Llegaría a ser exactamente la mujer que él quería que fuera, y entonces él la amaría tanto como ella lo amaba.

El sueño no vino tan fácilmente a Dallie… ni esa noche ni durante las semanas anteriores. Podía sentir la víspera de Halloween abatirse sobre él, y trataba de distraerse jugando un torneo de golf en la cabeza o pensando en Francesca.

Para una mujer que se pintaba como una de las mujeres más sofisticadas del mundo y que corría alrededor de Europa comiendo caracoles, la señorita Pantalones de Lujo habría vivido un infierno, en su opinión, si hubiera dormido unas pocas jornadas sobre una manta bajo las gradas del estadio en Wynette High.

Ella no parecía haber pasado suficientes horas entre las sabanas de una cama para relajarse realmente con él, y él podría ver su preocupación por si no hacía lo correcto o si se movía de una manera que lo complacería. Era dificil para él disfrutar con toda esa forma de resuelta dedicación.

Él estaba convencido que ella estaba medio enamorada de él, aunque no le llevaría más de veinticuatro horas estar en Londres para olvidarse hasta de su nombre. De todas formas, tenía que admitir que cuando finalmente la subiera a ese avión, una parte de él iba a hecharla de menos, a pesar del hecho que ella era una cosita batalladora que no pasaba desapercibida.

No podía pasar un sólo dia sin mirarse al espejo y fuera dónde fuera dejaba las cosas tiradas, como si esperara que algún sirviente viniera después a limpiarlo. Aún así, él tenía que admitir que parecía estar haciendo un esfuerzo. Hacía recados en el pueblo para la Señorita Sybil, cuidaba del condenado gato tuerto y trataba de llevarse bien con Skeet contándole historias acerca de todas las estrellas de cine que conocía.

Incluso había empezado a leer a J. D. Salinger. Y lo más importante, finalmente parecía estar creyendo que el mundo no se había creado sólo para su beneficio.

De una cosa si estaba completamente seguro. Mandaría de vuelta al viejo Nicky una mujer muchísimo mejor que la que Nicky le mandó.

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