Se apretó contra la pared del apartamento, la navaja apretada en su puño, el pulgar al lado del botón. No quería matar. No encontraba ningún placer en derramar sangre humana, sangre sobre todo femenina, pero no había inconveniente cuando era necesario. Inclinando su cabeza al lado, oyó el sonido que había estado esperando, el tilín suave de la apertura de puertas del ascensor.
Una vez que la mujer apretó el paso, estos fueron absorbidos por la espesa alfombra de color melón que cubría el pasillo del edificio cooperativo de lujo en Manhattan, así que comenzó a contar suavemente, con los músculos tensos, listo para saltar en acción.
Acarició el botón de la navaja con la almohadilla del pulgar, sin suficiente fuerza para abrirla, pero simplemente para tranquilizarse. La ciudad era una selva para él, y él era un depredador, un silencioso gato salvaje, que hacía lo que tenía que hacer.
Nadie recordaba el nombre con el que había nacido… el tiempo y la brutalidad lo habían borrado. Ahora el mundo lo conocía sólo como Lasher.
Lasher el Grande.
Siguió contando, habiendo calculado ya el tiempo que la llevaría alcanzar la vuelta en el pasillo donde estaba agazapado contra la pared de papel pintado con dibujos de cachemira. Y luego captó el olor débil de su perfume. Se equilibró para saltar.
¡Ella era… hermosa, famosa y pronto estaría muerta!
Él saltó hacía adelante con un rugido poderoso cuando la llamada de la sangre subió a su cabeza.
Ella gritó y se echó hacia atrás, dejando caer su bolso. Él accionó el botón de su navaja con una mano y, alzando la vista hacía ella, empujando sus gafas sobre el puente de la nariz.
– ¡Eres carne muerta, China Colt! -se mofó Lasher el Grande.
– ¡Y tú culo va a estar muerto, Theodore Day! -Holly Grace Beaudine se inclinó para aplastar el bolsillo de sus pantalones de camuflaje con la palma de su mano, luego se tocó el corazón por debajo de la chaqueta-. Te juro por Dios, Teddy, la próxima vez que me hagas esto voy darte una zurra.
Teddy, que tenía un I.Q. alrededor de ciento setenta, medido por un estudio infantil del equipo en su antigua escuela en un suburbio de moda de Los Angeles, no la creyó durante un instante. Pero solamente por estar a salvo, él le dio un abrazo, no era algo que le molestara, ya que quería a Holly Grace casi tanto como quería a su mamá.
– Tu actuación fue genial anoche, Holly Grace. Me encantó la manera cómo utilizaste esos numbchucks (Arma de ataque, dos palos conectados con una cadena,). ¿Me enseñarás? -cada martes por la noche le permitían quedarse tarde para ver "China Colt", aun cuando su mamá pensaba que era demasiado violento para un impresionable niño de nueve años como él-. Mira mi nueva arma, Holly Grace. Mamá la compró para mí en Chinatown la semana pasada.
Holly Grace la cogió en su mano, inspeccionándola, y le colocó un mechón de pelo castaño que colgaba de su pálida frente.
– Se parece más a una navaja de goma, compañero.
Teddy la miró malhumorado y reclamó su arma. Él empujó de nuevo sus gafas de montura plástica sobre su nariz, estropeado de nuevo lo que ella acababa de enderezar.
– Ven a ver mi habitación, con las paredes con el papel nuevo de nave espacial -sin mirar hacia atrás, salió hacía el pasillo, volando en sus zapatillas de lona, la cantimplora golpeando a un lado, una camiseta de Rambo remetida en sus pantalones de camuflaje, muy subidos hasta la cintura, la manera como le gustaba llevarlos.
Holly Grace lo cuidaba y sonrió. Dios, amaba a ese pequeño. La había ayudado a llenar aquel dolor horrible que sentía por Danny…un dolor que pensaba nunca superaría. Pero ahora mientras lo miraba desaparecer, otro dolor se instaló en ella. Estábamos en diciembre de 1986.
Dos meses antes, ella había cumplido treinta y ocho. ¿Cómo había permitido llegar casi a los treinta y ocho sin tener otro hijo?
Cuando se agachó para recoger el bolso que había dejado caer, se encontró recordando el horroroso Cuatro de julio cuando Teddy nació. El aire acondicionado no estado conectado en el hospital ni en la sala dónde pusieron a Francesca que ya tenía cinco mujeres gritando en dilatación.
Francesca estaba en una cama estrecha, su cara tan pálida como la muerte, su piel humedecida por el sudor, y aguantado silenciosamente las contracciones que atormentaban su pequeño cuerpo. Este sufrimiento silencioso fue lo que finalmente conmovió a Holly Grace… la tranquila dignidad de su resistencia. En ese momento Holly Grace decidió ayudar a Francesca. Ninguna mujer debería tener un bebé sola, sobre todo alguien tan determinado a no pedir ayuda.
Durante el resto de la tarde y de la noche, Holly Grace secó la frente de Francesca de sudor, con paños frescos. Sostuvo su mano y rechazó abandonársela cuando la llevaron a la sala de partos.
Finalmente, el Cuatro de Julio justo antes de medianoche, Theodore Day nació.
Las dos mujeres habían mirado fijamente su forma pequeña, arrugada y luego habían reído la una con la otra. En aquel momento, una obligación de amor y amistad se formó entre ellas y había durado durante casi diez años.
El respeto de Holly Grace por Francesca había crecido despacio a lo largo de aquellos años hasta que no podía pensar en una persona a la que admirara más. Para una mujer que había comenzado en la vida con tantos defectos en su caracter, Francesca había logrado todo lo que se había propuesto.
Se había labrado un camino desde la radio AM hasta la televisión local, gradualmente moviéndose desde mercados pequeños hasta los más grandes de Los Angeles, donde su programa de mañana en la televisión eventualmente había llamado la atención de la red por cable.
Ahora era la estrella de Nueva York… su programa "Francesca Today", un magazine de entrevistas los miércoles por la noche que encabezaba la Nielsens (Nielsens top10, lista de los programas más vistos por cable) los dos últimos años.
No había llevado a los espectadores mucho tiempo enamorarse del estilo de entrevistas excéntrico de Francesca, el que, por lo que Holly Grace podía entender estaba basado casi completamente sobre su completa carencia de interés a ser algo parecido a una periodista.
A pesar de su alarmante belleza y los remanentes de su acento británico, ella de algún modo lograba recordarles a ellos mismos. Barbara Walters, Phil Donahue, hasta Oprah Winfrey… siempre mantenían el control. Francesca, como muchos de los americanos que la veían, casi nunca lo hacía. Ella simplemente saltaba al ruedo e intentaba hacer la mejor faena, resultando unas entrevistas de televisión espontáneas que los americanos no habían visto en años.
La voz de Teddy sonó en el apartamento.
– ¡Deprisa, Holly Grace!
– Ya voy, ya voy.
Cuando Holly Grace iba esa tarde hacía el apartamento de cooperativa de Francesca, sus pensamientos fueron a la deriva atrás por los años cuandoTeddy tenía seis meses, cuando había volado a Dallas donde Francesca acababa de coger un trabajo en una de las emisoras de radio de la ciudad.
Aunque habían hablado por teléfono, ésta era la primera vez que las dos mujeres se veían desde el nacimiento de Teddy. Francesca saludó a Holly Grace en su apartamento nuevo con un grito de bienvenida acompañado por un beso ruidoso sobre la mejilla. Entonces con orgullo había colocado un bulto que se movía en las brazos de Holly Grace. Cuando Holly Grace había mirado abajo a la pequeña cara solemne del bebé, cualquier duda que pudiera haber tenido en el subconsciente sobre la procedencia de Teddy, se evaporó.
Ni con la imaginación más salvaje podía creer que su magnífico marido tenía algo que ver con el niño en sus brazos. Teddy era adorable, y Holly Grace al instante lo había amado con todo su corazón, pero era más o menos el bebé más feo que alguna vez hubiera visto.
Él no era para nada en absoluto como Danny.
Quienquiera que hubiera engendrado a esta pequeña criatura feucha, no podía haber sido Dallie Beaudine.
Cuando los años pasaron, la edad había mejorado algo la belleza de Teddy. Su cabeza estaba ya bien formada, pero era aún demasiado grande para su cuerpo. Tenía el pelo castaño, fino y lacio, las cejas y pestañas tan pálidas que eran casi invisibles, y los pómulos que parecían no crecer.
A veces cuando giraba la cabeza, de alguna manera, Holly Grace pensaba que vislumbraba como sería su cara cuando fuera un hombre… fuerte, con personalidad, bastante atractivo. Pero hasta que crecíera en esa cara, ni su propia madre alguna vez cometió el error de jactarse sobre la belleza de Teddy.
– ¡Venga, Holly Grace! -la cabeza de Teddy salía por la puerta de entrada artesonada blanca-. ¡No llegas nunca!
– No llegaré nunca -gruñó, pero anduvo el resto del camino más rápidamente. Cuando entró en el pasillo, se quitó la chaqueta y se subió las mangas de su camisa blanca, en las piernas llevaba un par de botas italianas de cuero decoradas con flores de bronce. Su pelo rubio de marca registrada caía por delante de sus hombros, su color ahora destacado con pálidas rayas plateadas. Llevaba un rastro de rímel marrón de cibelina y un poco de colorete, pero poco más maquillaje.
Consideraba que las líneas finas que habían comenzado a formarse en las esquinas de sus ojos imprimian carácter. Además, era su día libre y no tenía paciencia.
La sala de estar del apartamento de Francesca tenía las paredes amarillo pálidas, molduras color melocotón, y una exquisita alfombra Heriz con tonos de azul. Con sus toques de jardín inglés de zaraza de algodón y seda damask, el cuarto era exactamente la clase de lugar con gusto elegante y extravagantemente caro que a las revistas como Casa y Jardín les gustaba fotografiar para sus brillantes páginas, pero Francesca rechazaba colocar a un niño en un escaparate y como por accidente, había saboteado un poco el trabajo de su decorador.
El paisaje de Hubert Robert sobre la chimenea italiana de mármol había cedido el paso a un dibujo con pinturas minuciosamente enmarcado de un dinosaurio rojo brillante (Theodore Day, alrededor de 1981). Un busto italiano del siglo XVII había sido movido varios pies del centro para hacer sitio al puf de vinilo naranja favorito de Teddy, y al lado del busto había una figura de Mickey Mouse llamando por teléfono que Teddy y Holly Grace habían comprado como un regalo para Francesca en su cumpleaños número treinta y uno.
Holly Grace entró, dejando caer su bolso sobre una copia del New York Times, y saludando a Consuelo, la mujer hispana que cuidaba de forma maravillosa de Teddy, pero dejaba todos los platos para que Francesca los lavara cuando volviera a casa. Cuando se alejaba de Consuelo, Holly Grace encontró a una chica acurrucada en el sofá absorta en una revista.
La muchacha tenía alrededor de dieciséis o diecisiete años, con el pelo mal teñido y una contusión descolorida sobre su mejilla. Holly Grace la miró y luego se dio la vuelta sobre Teddy con un susurro vehemente:
– Tu madre lo ha hecho otra vez, no es verdad?
– Mamá dijo que no dijera nada que la asustara.
– Esto es lo que me pasa por ir a California durante tres semanas -Holly Grace agarró a Teddy del brazo y tiró de él hacía su dormitorio fuera del alcance del oído de la chica.
En cuanto cerró la puerta, exclamó con frustración.
– ¡Maldita sea!, ¿es que no hablé con ella? No puedo creer que hiciera esto otra vez.
Teddy cogió una caja de zapatos que contenía su colección de sellos y tocó con suavidad la tapa.
– Su nombre es Debbie, y es bastante agradable. Pero el departamento de bienestar finalmente encontró una casa de acogida para ella, y se marcha en unos días.
– Teddy, probablemente esa muchacha es una drogadicta. Seguramente tiene marcas de agujas en el brazo -él comenzó a inflar sus mejillas, un hábito que tenía cuando no quería hablar sobre algo. Holly Grace gimió por la frustración-. Mírame, cariño, ¿por qué no me llamaste a L.A. enseguida? Sé que sólo tienes nueve años, pero ese coeficiente de genio que tiene conlleva algunas responsabilidades, y una de ellas debe ser intentar mantener a tu madre al menos parcialmente en contacto con la realidad. Sabes que ella no tiene un gramo de sentido común en estas cosas acogiendo en su casa a fugitivos, rescatando a chicas de dudosa vida. Se rige por su corazón en vez de por su cabeza.
– Me gusta Debbie -dijo tercamente Teddy.
– Te gustaba el carácter de Jennifer, también, y te robó cincuenta dólares de tu hucha de Pinocchio antes de irse.
– Me dejó una nota diciéndome que me lo devolvería, y ella fue la única que alguna vez cogió algo.
Holly Grace vio que luchaba una batalla perdida.
– Al menos deberías haberme llamado.
Teddy sacó la tapa de su caja con la colección de sellos y la puso sobre su cabeza, dando por terminada con decisión la conversación. Holly Grace suspiró. A veces Teddy era sensible, y a veces actuaba exactamente como Francesca.
Media hora más tarde, Teddy y ella se movían poco a poco por las calles atestadas de tráfico hacia Greenwich Village. Cuando Holly Grace se paró en un semáforo, pensó en el Ranger de Nueva York con el que había quedado para cenar esa noche. Estaba segura que sería fabuloso en la cama, pero el hecho que no podría aprovecharlo la deprimía. El SIDA era realmente temible.
Justamente cuando las mujeres estaban finalmente tan sexualmente liberadas como los hombres, esta horrible enfermedad tuvo que venir y parar toda la diversión. Ella solía disfrutar de sus encuentros de una sola noche. Deleitaba a su amante con todos sus mejores trucos y luego lo echaba antes de que él tuviera una posibilidad para esperar que ella hiciera el desayuno para él. Alguien dijo que el sexo con un forastero degradaba, tuvo que ser alguien a quien le gustaba hacer el desayuno.
Con resolución, apartó la imagen obstinada de un hombre de cabellos morenos cuyo desayuno le habría gustado cocinar. Ese asunto había sido una locura pasajera por su parte… un caso desastroso de sus alocadas hormonas que le cegaban el juicio.
Holly Grace continuó cuando la luz del semáforo cambió y un idiota en un Dodge Daytona la adelantó, pasando a milímetros del guardabarros de su nuevo Mercedes. Le parecía que el SIDA había afectado a todos en algún sentido. Incluso su ex marido había sido sexualmente monógamo durante el año pasado. Frunció el ceño, todavía trastornada con él. Ciertamente no tenía nada contra la monogamia estos días, pero lamentablemente Dallie practicaban esto con alguien llamada Bambi.
– ¿Holly Grace? -dijo Teddy, mirándola desde las profundidades suaves del asiento de pasajeros-. ¿Crees que un profesor tiene razón en suspender a un niño simplemente porque quizá ese niño no hace un trabajo de ciencia tonto para su clase dotada como se supone que lo hará?
– Esto no suena exactamente como una pregunta teórica -contestó Holly Grace secamente.
– ¿Qué significa eso?
– Eso significa que deberías haber hecho tu trabajo de ciencia.
– Es que era tonto -Teddy frunció el ceño-. ¿Por qué alguien querría ir por ahí matando bichos y pegándolos a una tabla con alfileres? ¿No piensas que eso es tonto?
Holly Grace comenzaba a seguir el hilo. A pesar de la inclinación de Teddy por simulacros de combate y llenaba cada hoja de papel de dibujo con armas y cuchillos, la mayor parte de ellos goteando sangre, el niño era en el fondo un pacifista. Lo había visto una vez llevar una araña diecisiete pisos abajo en el ascensor para liberarla en la calle.
– ¿Has hablado con tu mamá de esto?
– Sí. Llamó a mi profesora para preguntarle si yo podía dibujar los bichos en vez de matarlos, pero cuando la señorita Pearson dijo que no, empezaron a discutir y la señorita Pearson colgó. Mamá no hace como la señorita Pearson. Piensa que ella pone demasiada presión sobre los niños. Finalmente mamá dijo que ella mataría los bichos por mí.
Holly Grace puso los ojos en blanco ante la idea de que Francesca matara algo. Si alguien tenía que matar a los bichos, tenía una noción bastante clara de quien terminaría haciendo el trabajo.
– ¿Eso parece solucionar tu problema, entonces, verdad?
Teddy la miró, una imagen de dignidad ofendida.
– ¿Qué tipo de idiota crees que soy? ¿Qué diferencia habrá si los bichos los mato yo o lo hace ella? Habrían muerto por mi culpa de todas formas.
Holly Grace le miró y rió. Amaba a este niño… realmente lo amaba.
Naomi Jaffe Tanaka Perlman tenía una casa pequeña y antigua en una pintoresca zona de Greenwich Village que conservaba uno de pocos faroles bishop's que había en Nueva York.
Unas vides de wisterias de invierno desnudas se adherían a los postigos verdes y al ladrillo blanco pintado de la casa, la que Naomi había comprado con algunas ganancias de la agencia de publicidad que había abierto hacía cuatro años. Vivía allí con su segundo marido, Benjamín R. Perlman, un profesor de ciencias políticas en la Universidad de Columbia.
Por lo que Holly Grace podía ver, los dos tenían un matrimonio hecho en el cielo izquierdista. Daban dinero para organizaciones humanitarias, daban cokteles con gente contraría a la CIA, y trabajaba en una cocina una vez a la semana para relajarse. De todos modos Holly Grace tenía que admitir que Naomi nunca había parecido más contenta. Naomi le había dicho que, por primera vez en su vida, sentía como si todas las partes de ella encajaran de una vez
Naomi los condujo a su acogedora sala de estar, andando como un pato más de lo que Holly Grace consideró necesario, ya que estaba sólo embarazada de cinco meses. Holly Grace odiaba la constante envidía que crecía en ella siempre que veía a Naomi andar como un pato, pero no podía hacer nada por evitarlo, aun cuando Naomi era una buena amiga desde los lejanos tiempos de la Chica Descarada.
Pero siempre que miraba a Naomi, no podía dejar de pensar que si ella no tenía un bebé pronto, perdería su posibilidad para siempre.
– … entonces ella va a suspenderme en ciencias -decía Teddy en la cocina, donde él y Naomi habían ido por refrescos.
– Pero eso es injusto -contestó Naomi. La licuadora zumbó durante unos momentos y luego se paró-… pienso que deberías protestar. Eso tiene que ser una violación de tus derechos civiles. Voy a preguntarle a Ben.
– Eso sería genial -dijo Teddy-. Creo que mi mamá me metió en más problemas al hablar con la profesora.
Momentos más tarde, salieron de la cocina, Teddy con una botella de soda de fruta natural en su mano y Naomi ofreciéndole un daiquiri de fresa a Holly Grace.
– ¿Te has enterado sobre este extraño proyecto de asesinato de insectos en la escuela de Teddy? -preguntó-. Si yo fuera Francesca, los demandaría. Realmente.
Holly Grace tomó un sorbo de su daiquiri.
– Creo que Francesca tiene cosas más importantes en mente ahora mismo.
Naomi sonrió y echó un vistazo hacia Teddy, que desaparecía en el dormitorio para conseguir el juego de ajedrez de Ben.
– ¿Crees que ella lo hará?
– Es difícil de decir. Cuando ves a Francesca tirada en el suelo con sus vaqueros y reírse tontamente con Teddy como una idiota, parece bastante imposible. Pero cuando alguien la trastorna, y pone esa mirada altanera en su cara, te imaginas que algunos de sus antepasados debieron tener sangre azul, y luego llegas a la conclusión que es una posibilidad verdadera.
Naomi se sentó delante de la mesa de centro, doblando sus piernas pareciendo a Buda embarazado.
– Estoy en contra de las monarquias por principios, pero tengo que admitir que la futura Princesa Francesca Serritella Day Brancuzi tiene un toque fabuloso.
Teddy volvió con el juego de ajedrez y comenzó a prepararlo sobre la mesa de centro.
– Concéntrate esta vez, Naomi. Eres casi tan fácil de ganar como mamá.
De repente todos saltaron cuando tres golpes agudos sonaron en la puerta de la calle.
– Ah, vaya -dijo Naomi, echando un vistazo aprensivamente hacia Holly Grace-. Sólo conozco a una persona que llama así.
– ¡No dejes que entre estando yo aquí! -Holly Grace echó a andar, salpicando de daiquiri de fresa la sudadera de su chándal blanco.
– ¡Gerry! -gritó Teddy, corriendo hacía la puerta.
– No abras -le pidió Holly Grace, yendo hacía él-. ¡No, Teddy!
Pero era demasiado tarde. No había demasiados hombres que hubieran pasado por la vida de Teddy Day para que dejara pasar una posibilidad de estar con uno de ellos. Antes de que Holly Grace pudiera pararlo, él había abierto la puerta.
– ¡Eh!, Teddy! -dijo Gerry Jaffe, ofreciendo las palmas de sus manos-. ¿Cómo está mi hombrecito?
Teddy le pegó con la mano diez.
– ¡Eh!, Gerry! No te he visto en un par de semanas. ¿Dónde has estado?
– En el tribunal, querido, defendiendo a algunas personas que hicieron un pequeño daño a la central nuclear Shoreham.
– ¿Ganaste?
– Se podría decir que lo hice.
Gerry nunca lamentó la decisión que había alcanzado en México diez años atrás de regresar a los Estados Unidos, presentarse a los polis de Nueva York para demostrar que estaba limpio en lo que se le imputaba, y después que su nombre se limpió, pasar a facultad de derecho.
De uno en uno, había mirado a los líderes de la dirección del cambio del Movimiento… Eldridge Cleaver, carnicero y dedicado a Jesús, Jerry Rubin que lamía el culo al capitalismo, Bobby Seale que vendía casa por casa salsa barbacoa. Abbie Hoffman estaba todavía alrededor, pero estaba comprometido con causas ambientales, lo que dejaba a Gerry Jaffe, el último de los radicales de los sesenta, para llamar la atención del mundo lejos de las máquinas de acero inoxidable para hacer pizzas de diseño y apoyar la posibilidad de un invierno nuclear.
Con todo el corazón, Gerry creía que el futuro descansaba en sus hombros, y era la más pesada responsabilidad, pero le llamaban payaso.
Después de dar a Naomi un beso en los labios, se inclinó para hablar hacia abajo directamente al vientre.
– Escucha esto, niño, te habla el Tío Gerry. El mundo es un asco. Permanece ahí dentro todo lo que puedas.
Teddy pensó que esto era histéricamente gracioso y se tiró al suelo, chillando de risa. Esta acción le trajo la atención de todos los adultos, así que se rió más fuerte, hasta que dejó de ser gracioso y pasó a ser meramente molesto.
Naomi quería permitir a los niños que se expresaran por sí mismos, así que no lo reprendió, y Holly Grace, que no creía en cosas semejantes, estaba demasiado distraída por la vista de los impresionantes hombros de Gerry que casi reventaban las costuras de su cazadora de cuero tipo aviador para llamar a Teddy la atención.
En 1980, no mucho después de Gerry había pasado el examen del New York Bar (Asociación de Abogados), había renunciado a su pelo Afro, pero todavía lo llevaba algo largo, con sus rizos oscuros ahora ligeramente matizado con gris, le caía por su cuello. Bajo su cazadora de cuero, llevaba su ropa habitual de trabajo, pantalón holgado caqui y un suéter de algodón.
Ningúna chapa de "¿Nucleares? No, gracias", en el cuello de la chaqueta. Sus labios eran tan llenos y sensuales como nunca, su nariz grande, y los ojos de fanático todavía negros y ardientes.
Aquel par de ojos que se habían posado en Holly Grace Beaudine hacía un año cuando ella y Gerry se habían encontrado sólos en un rincón de una de las fiestas de Naomi.
Holly Grace todavía no se explicaba que había hecho que se enamorara de él. Seguramente no había sido por su política. Ella francamente creía en la importancia de una fuerte defensa militar para los Estados Unidos, una posición que lo ponía salvaje. Discursiones furiosas de política, que generalmente terminaban en las relaciones sexuales más increíbles que había experimentado en años.
Gerry, que tenía pocas inhibiciones en público, tenía incluso menos en el dormitorio.
Pero su atracción por él era más que sexual. En primer lugar, era tan físicamente activo como ella. Durante los tres meses de su aventura habían tomado lecciones de paracaidismo juntos, habían hecho montañismo, y hasta habían intentado volar en ala delta.
Estando con él la vida era una aventura interminable. Le gustaba su entusiasmo. Le gustaba su pasión y su lealtad, el entusiasmo con el que comía, su risa sin inhibiciones, su sentimentalismo imperturbable. Había una vez entrado a la habitación y se lo había encontrado llorando viendo un anuncio de Kodak, y cuando había bromeado sobre ello, no había puesto ni una excusa.
Hasta le gustaba su chovinismo masculino. A diferencia de Dallie que, a pesar de ser un chico de campo, era el hombre más liberado que alguna vez había conocido, Gerry se adhería a las ideas sobre las relaciones de macho-hembra más propias de los años cincuenta. Y Gerry siempre la miraba tan perplejo cuando ella se enfrentaba a él por eso, parecía tan alicaído que él, el radical de los radicales, no podía parecer comprender uno de los principios más básicos de una gran revolución social.
– ¡Hola!, Holly Grace -dijo, andando hacia ella.
Ella se inclinó para poner su pegajoso daiquiri de fresa sobre la mesa de centro e intentó mirarlo como si no lograra recordar su nombre.
– Ah, hola, Gerry.
Su estratagema no funcionó. Se acercó más, su cuerpo compacto avanzando con una determinación que le envíaba temblores de aprehensión.
– No se te ocurra tocarme, tú, terrorista rojo -advirtió, poniendo la mano como si en ella tuviera un crucifijo que pudiera detenerlo.
Él dio un paso por delante de la mesa de centro.
– Lo digo en serio, Gerry.
– ¿De que tienes miedo, nena?
– ¡No tengo miedo! -se mofó, aumentando la distancia-. ¿Yo? ¿Con miedo de tí? En tus sueños, rojo izquierista.
– Dios, Holly Grace, menuda boca tienes -se paró delante de ella y sin darse la vuelta dijo a su hermana-. Naomi, ¿Teddy y tú podeís encontrar algo que hacer en la cocina unos minutos?
– Ni pienses en marcharte, Naomi -pidió Holly Grace.
– Lo siento, Holly Grace, pero la tensión no es buena para una mujer embarazada. Ven, Teddy. Vamos a hacer palomitas de maíz.
Holly Grace respiró hondo. Esta vez no permitiría a Gerry conseguir lo mejor de ella, costara lo que costara. Su aventura había durado tres meses, y él los había aprovechado hasta el último segundo.
Mientras ella había estado enamorándose, él simplemente había estado usando su celebridad como un modo de conseguir su nombre en los periódicos para hacer públicas sus actividades anti-nucleares. Holly Grace no podía creer lo imbécil que había sido. Los viejos radicales nunca cambiaban.
Acababan sus licenciaturas de derecho para aprender y actualizar nuevos trucos.
Gerry tendió la mano para tocarla, pero el contacto físico con él tendía a nublar su pensamiento, así que retiró su brazo antes de que pudiera entrar en contacto.
– Mantén tus manos lejos de mí, embustero.
Ella había sobrevivido estos meses sin él muy agradablemente, y no iba a tener una recaída ahora. Era demasiado mayor para morir dos veces en un año de un corazón roto.
– ¿No crees que esta separación ha durado ya mucho tiempo? -dijo él-. Te hecho de menos.
Lo miró con chulería.
– ¿Que te pasa? ¿Ya no consigues salir en televisión, ahora que no salimos juntos?
Le encantaba acariciar esos rizos oscuros. Recordaba la textura de esos rizos… suaves y sedosos. Se los envolvía alrededor de sus dedos, los tocaba con sus labios.
– No comiences con eso, Holly Grace.
– ¿No te dejan hacer discursos en las noticias nocturnas, ahora que hemos roto? -dijo ella cruelmente-. ¿Tenías todo el asunto muy bien estudiado, no? Mientras te calentaba la cama como una estúpida, tú enviabas comunicados de prensa.
– Realmente comienzas a la hartarme. Te quiero, Holly Grace. Te quiero más que a nada que haya querido en mi vida. Teníamos algo bueno.
Lo estaba haciendo. Le rompería el corazón otra vez.
– La única cosa buena que tuvimos fue nuestra vida sexual.
– ¡Teníamos mucho más que sexo!
– ¿Como qué? No me gustan tus amigos, y seguro como que hay infierno que no me gusta tu política. Además, sabes que odio a los judíos.
Gerry gimió y se sentó sobre el canapé.
– Ah, Dios, ya estamos otra vez.
– Soy una anti-semita convencida. Realmente lo soy, Gerry. Soy de Texas. Odio a los judíos, odio a los negros, y pienso que todos los gays deberían estar en la carcel. ¿Entonces, qué clase de futuro tendría con un rojo izquierdista como tú?
– No odias a los judíos -dijo Gerry razonablemente, como si le hablaba a un niño-. Y hace tres años firmaste una petición de derechos de los homosexuales que fue publicada en cada periódico de Nueva York, y el año pasado tuviste un asunto sumamente público con cierto amplio receptor de los Pitsburgh Steelers.
– Era mulato -contestó Holly Grace-. Y votaba siempre Republicano.
Despacio él se levantó del canapé, su expresión preocupada y alerta.
– Mira, nena, no puedo dejar mi política, ni siquiera por tí. Sé que no apruebas nuestro enfoque…
– Todos vosotros sois unos malditos santurrones -silbó-. Tratas a todos los que no están de acuerdo con tus métodos como a belicistas. Pues bien, tengo noticias para ti, camarada. Ninguna persona sana quiere vivir con armas nucleares, pero no todos creen que es adecuado desprendernos de nuestros misiles mientras los Soviets se sientan encima de una caja de juguete llena con los suyos.
– No sabes nada de los Soviets…
– No te escucho -cogió su bolso y llamó a Teddy. Dallie tenía razón todas las veces que le decía que el dinero no podía comprar la felicidad. Ella tenía treinta y siete años y quería anidar. Quería tener un bebé mientras todavía pudiera, y quería un marido que la amara por ella misma, no sólo por la publicidad que llevaba consigo.
– Holly Grace, por favor…
– Que te jodan.
– ¡Maldita sea! -él la agarró entonces, la envolvió en sus brazos, y presionó su boca con la suya en un gesto que no era tanto un beso como una manera de distraer su deseo de zarandearla hasta hacerla rechinar los dientes.
Eran de la misma altura, y Holly Grace practicaba pesas, así que Gerry tuvo que usar una fuerza considerable para sujetar sus brazos a los lados. Ella finalmente dejó de luchar para que pudiera besarla de la manera que él sabía… la manera que a ella le gustaba.
Finalmente sus labios se separaron para que él pudiera deslizar su lengua dentro.
– Venga, nena -susurró él-. Ámame de nuevo.
Ella lo hizo, solamente un momento, hasta que comprendió lo que hacía. Cuando Gerry la sintió ponerse rígida, inmediatamente deslizó la boca a su cuello donde le chupó largamente, haciéndole un chupetón.
– Me lo has vuelto a hacer otra vez -gritó retorciéndose, se alejó de él mientras se tocaba el cuello.
Él había puesto su marca sobre ella deliberadamente y no pidió perdón.
– Siempre que veas esa marca, quiero que recuerdes que estás tirando por la borda la mejor cosa que alguna vez le ha pasado a cualquiera de nosotros.
Holly Grace le lanzó una mirada furiosa y se volvió hacía Teddy, que acababa de entrar con Naomi.
– Ponte el abrigo y dí a Naomi ¡adiós!
– Pero Holly Grace…-protestó Teddy.
– ¡Ahora! -le abrochó a Teddy el abrigo, cogió el suyo, y salieron por la puerta sin despedirse.
Cuando desaparecieron, Gerry evitó el reproche en los ojos de su hermana fingiendo estudiar una figura metálica sobre la chimenea. Incluso aunque él tuviera cuarenta y dos años, no estaba acostumbrado a ser el maduro en una relación.
Él estaba acostumbrado a las mujeres maternales, que estaban de acuerdo con sus opiniones, que limpiaban su apartamento. Él no estaba acostumbrado a una belleza espinosa de Texas quien se reiría en su cara si le pedía que le lavara una pequeña cantidad de ropa.
La amaba tanto que sentía como si una parte de él se hubiera marchado de la casa con ella. ¿Que iba a hacer? No podía negar que había aprovechado la publicidad de su relación.
Era instintiva… la manera como hacía las cosas. Durante los pasados años, los medios de comunicación no habían hecho caso a sus mejores esfuerzos para llamar la atención hacia su causa, y no estaba en su naturaleza volver la espalda a la publicidad gratis.
Ella parecía no entender que esto no tenía nada que ver con su amor hacía ella… él solamente agarraba sus ocasiones como siempre hacía.
Su hermana se puso delante de él, y él otra vez se inclinó para dirigirse a su barriga.
– Te habla tu Tío Gerry. Si hay dentro hay un niño, protege tus pelotas porque aquí fuera hay cerca de un millón de mujeres esperando para rompértelas.
– No bromees sobre ello, Gerry -dijo Naomi, sentándose en una de las butacas.
Hizo una mueca.
– ¿Por qué no? Tienes que admitir que lo que me pasa con Holly Grace es malditamente gracioso.
– Siempre estaís discutiendo -dijo ella.
– Es imposible discutir con alguien que no tiene sentido -replicó él beligerantemente-. Ella sabe que la amo, y que no es, maldita sea, porque sea famosa.
– Ella quiere un bebé, Gerry.
Él se puso rígido.
– Ella solamente piensa que quiere un bebé.
– Eres un completo idiota. Siempre que estaís juntos, discutís sin cesar sobre vuestras diferencias politicas y sobre quién utiliza a quién. Solamente una vez, me gustaría oír que uno de los dos admite que el motivo por el que no podeís estar juntos es porque ella desesperadamente quiere tener un bebé y tú todavía no has crecido bastante para ser padre.
Él la fulminó con la mirada.
– Esto no tiene que ver con crecer o no. Rechazo traer un niño a un mundo que tiene una nube en forma de hongo colgando sobre el.
Ella le miró tristemente, una mano descansando sobre su estómago redondeado.
– ¿Estás de broma, Gerry? Tienes miedo de ser padre. Tienes miedo de no entender a tu hijo como papá no te entendía… Dios lo tenga en su gloria.
Gerry no dijo nada, se iría al infierno antes de dejar que Naomi le viera con lágrimas en los ojos, así que le dió la espalda y se marchó directamente a la puerta.