Capitulo 11

Naomi Jaffe Tanaka golpeó la palma de la mano en la cima pesada de cristal de su escritorio.

– No! -exclamó en el teléfono, los ojos castaños intensamente disgustados-. Ella no es para nada lo que tenemos en mente para la campaña de la Chica Descarada. Si no podeís darme algo mejor, encontraré una agencia de modelos que si pueda.

La voz en el otro fin de la línea sonó sarcástica.

– ¿Te paso algunos números de teléfono, Naomi? Estoy segura que las personas de Wilhelmina harán un trabajo maravilloso para tí.

Las personas en Wilhelmina se negaban a mandar a Naomi a nadie más, pero no tenía la menor intención de compartir esa noticia con la mujer del teléfono. Se pasó los dedos embotados e impacientes por el pelo oscuro, que le había cortado suave y corto estilo garçon un famoso peluquero de Nueva York redefiniendo la palabra "elegancia."

– Sigue buscando.

Retiró un ejemplar reciente de Advertising Age hasta una orilla de su escritorio.

– E intenta conseguir a alguien con alguna personalidad en su cara.

Cuando colgó el receptor, las sirenas de los camiones de bomberos sonaban por la Tercera Avenida, hacía las oficinas de Blakemore, Stern and Rodenbaugh ocho pisos más abajo, pero Naomi no prestó atención. Había vivido con los ruidos de Nueva York toda su vida y no había oído conscientemente una sirena desde un duro invierno cuando los dos miembros gays del Ballet de Nueva York que vivían en el apartamento encima de su lit dejaron su olla de fondue cerca de unas cortinas de cretona de Scalamandre.

El marido de Naomi en aquel tiempo, un brillante bioquímico japonés llamado TonyTanaka, ilógicamente la había culpado por el incidente y se negó a hablar con ella el resto del fin de semana.

Se divorció poco después… no a causa de su reacción al fuego, sino porque vivir con un hombre que no compartía el más elemental de sus sentimientos había resultado demasiado doloroso para una rica chica judía de la zona de Upper East Side de Manhattan, quien en la inolvidable primavera de 1968 había ayudado junto a los demás estudiantes a tomar la oficina del decano de la Universidad de Columbia.

Naomi se tocó el collar de perlas negras que llevaba con una blusa de seda y un traje gris de franela, las ropas que habría desdeñado en aquella época ardiente con Huey, Rennie y Abbie cuando sus pasiones estaban más enfocadas a la anarquía que a la cuota de mercado.

En las últimas semanas, con las imágenes en todas las noticias acerca de su hermano Gerry y su última aventura anti-nuclear, se habían avivado los recuerdos de esos viejos tiempos parpadeando en su mente como fotografías viejas, y se encontró experimentando una vaga nostalgía por la chica que había sido, la hermana pequeña que había intentado tanto ganar el respeto de su hermano mayor que había aguantado sentadas, sexo en grupo, líderes mentirosos y un encarcelamiento de treinta dias.

Mientras su hermano de veinticuatro años estaba gritando la revolución por los pasillos de Berkeley, Naomi comenzaba de estudiante de primer año en Columbia a tres mil millas de distancia.

Ella había sido el orgullo de sus padres, bonita, alegre, popular, y una buena estudiante… su premio de consolación por haber engendrado "al otro, " al hijo cuyas payasadas los habían deshonrado y cuyo nombre nunca debía ser mencionado.

Al principio Naomi se había encerrado en sus estudios, quedándose lejos de los estudiantes radicales de Columbia. Pero entonces Gerry había llegado al campus y la había hipnotizado, exactamente igual que al resto del alumnado

Ella siempre había adorado a su hermano, pero nunca tanto como aquel dia de invierno cuando lo había visto de pie como un joven guerrero en pantalones vaqueros intentando cambiar el mundo con su discurso apasionado.

Había observado esas características judias fuertes, rodeada por una gran aureola de pelo negro rizado y no podía creer que los dos hubieran venido de la misma matriz. Gerry tenía labios llenos y una nariz grande, parecida a la suya antes de pasar por el cirujano plástico.

Todo acerca de él era excepcional, mientras lo de ella era meramente ordinario. Levantando sus fuertes brazos sobre la cabeza, había lanzado los puños al aire y la cabeza erguida, los dientes como estrellas blancas contra la piel aceitunada. Nunca había visto nada más maravilloso en su vida que a su hermano mayor exhortando a las masas a la rebelión ese día en Columbia.

Antes de que terminara el año, ya era militante del grupo de estudiantes de Columbia, un acto que finalmente había ganado la aprobación de hermano pero había tenido como resultado una enajenación dolorosa de sus padres.

Poco a poco se fue desilusionando, cuando cayó víctima del desenfrenado chovinismo masculino del Movimiento, de su desorganización, y de su paranoia. Cortó toda relación con los lideres, cosa que Gerry nunca la había perdonado. Se habían visto una sóla vez en los dos últimos años, y todo el rato lo pasaron discutiendo.

Ahora esperaba que no hiciera algo irremediable y que en la agencia no averiguaran que era su hermano. De algún modo no podía imaginarse que una firma tan conservadora como BS &R designara a la hermana de un famoso radical como su primera vicepresidente femenino.

Dejó atras sus viejos pensamientos y se centró en el presente… el material de encima de su mesa. Como siempre, sentía la satisfacción por el trabajo bien hecho. Su ojo experto aprobó el diseño de la botella de Descarada, una lágrima de vidrio esmerilado coronada con un tapón azul.

¡El frasco de perfume iría dentro de una elegante caja azul con las letras fucsia del slogan que ella había creado… "DESCARADA! Sólo para personas libres de convencionalismos." El signo de admiración después del nombre del producto había sido idea suya, algo de lo que se sentía especialmente complacida. Todavía, a pesar del éxito del envase y el slogan, el espíritu de la campaña se perdería porque Naomi no había sido capaz de realizar una tarea sencilla: no había sido capaz de encontrar a la Chica Descarada.

Su intercomunicador sonó, y su secretaria le recordó que tenía una reunión con Harry R. Rodenbaugh, vicepresidente primero y uno de los miembros directivos de BS &R. El Sr. Rodenbaugh le había pedido explicitamente que llevara consigo todos los detalles del nuevo proyecto, Chica Descarada.

Naomi gimió para si misma. Desde su puesto de directora creativa de BS &R, llevaba años manejando proyectos de perfumes y cosméticos y nunca había tenido ningún problema. ¿Por qué Harry Rodenbaugh había hecho de Chica Descarada su proyecto favorito?

Harry, que quería un último éxito antes de jubilarse, insistía desesperadamente en una cara fresca para anunciar el nuevo producto, no una modelo espectacular, sino alguien con quien las lectoras de las revistas de moda se pudieran identificar.

– Quiero personalidad, Naomi, no caras de modelos que no dicen nada -le había dicho cuando la llamó sobre su alfombra persa la semana anterior-. Quiero a una Belleza Americana nada convencional, una rosa con espinas si es necesario. Esta campaña es acerca de la mujer americana libre de convencionalismos, y si no puedes encontrar nada mejor que esas caras de niña que me has estado presentando las pasadas tres semanas, entonces no tendré más remedio que congelar tus aspiraciones a la vicepresidencia de BS &R.

El viejo bastardo astuto.

Naomi recogió sus papeles de la misma manera que lo hacia todo, movimientos rápidos y concentrados.

Mañana empezaría a contactar con todas las agencias teatrales y miraría una actriz en vez de una modelo. Mejores chovinistas masculinos que Harry R. Rodenbaugh habían tratado de hundirla y no lo habían conseguido.

Cuando Naomi pasó junto al escritorio de su secretaria, ésta se levantaba para recoger un paquete exprés que acababa de llegar, y en el proceso tiró una revista al suelo.

– Ya lo cojo yo -dijo la secretaria, agáchandose.

Pero Naomi ya la había recogido, su ojo crítico miraba la serie de fotografías que había en la página que se había abierto. Sintió un cosquilleo en la nuca… una reacción instintiva que le dijo más claramente que cualquier luz brillante que estaba con algo grande. ¡Su Chica Descarada!

El perfil, de rostro entero, fotografía de tres cuartos… Había encontrado a su Belleza Americana tirada en el suelo de la oficina de su secretaria.

Entonces escudriñó el título, la chica no era una modelo profesional, pero eso no era necesariamente malo.

Dió la vuelta a la revista y miró la portada.

– Esta revista es de hace seis meses.

– Limpiaba mis cajones, y…

– No pasa nada -volvió a buscar las páginas de las fotografias y dió unos golpecitos con el índice-. Quiero que intentes localizarla mientras estoy en la reunión. No quiero que hables con ella, sólo que la localices.

Pero cuándo Naomi volvió de su reunión con Harry Rodenbaugh fue sólo para descubrir que su secretaria no había sido capaz de localizarla.

– Parece como si se la hubiera tragado la tierra, Sra.Tanaka. Nadie sabe donde está.

– Nosotros la encontraremos -dijo Naomi.

Los engranajes de su mente ya hacían clic cuando barajaba mentalmente su lista de contactos. Echó un vistazo a su Rolex y calculó la diferencia horaria. Volvió a coger la revista y se dirigió a su oficina. Mientras llamaba por teléfono, miró hacía la hermosa mujer que aparecía en las fotografias.

– Te encontraré. Te encontraré, y cuando lo haya hecho, tu vida nunca será la misma.


* * *

El gato tuerto siguió a Francesca de vuelta al motel. Tenía la piel de un gris lánguido con calvas alrededor de sus hombros huesudos de alguna pelea de hacía tiempo. Tenía un lado de la cara aplastado, y un ojo deforme, sin iris, sólo blanco. Para añadir a su repugnante apariencia, había perdido la punta de una oreja. Deseaba que el animal hubiera escogido a otra persona para seguirla por la carretera, y apresuró el paso cuando pasaba por el parking. La fealdad inexorable del gato la perturbaba. Tenía un sentimiento ilógico de no estar alrededor de nada tan feo, tal vez se le pegara algo de esa fealdad, o que alguien la juzgara mal al verla con esa compañía.

– ¡Lárgate!

El animal le lanzó una mirada débilmente malévola, pero no alteró su camino. Ella suspiró. ¿Con la suerte que había tenido recientemente, qué esperaba?

Había pasado durmiendo su primera tarde y toda la noche en Lake Charles, sólo se había enterado débilmente de la vuelta de Dallie a la habitación para darse una ducha, y otra vez por la mañana para darse otra ducha. Cuando se despertó del todo, hacía varias horas que se había ido.

Estaba casi desmayada de hambre, se dió un largo baño, haciéndo libre uso de todos los artículos de tocador de Dallie. Entonces mirando fijamente los cinco dólares que Dallie le había dejado para comida, los cogió y se dispuso a tomar una de las decisiones más difíciles de su vida.

En la mano llevaba una pequeña bolsa de papel conteniendo dos bragas baratas de nylon, un tubito de rímel económico, la botella más pequeña de quitaesmalte que pudo encontrar, y un paquete de limas de uñas. Con los pocos centavos que le quedaron, había comprado el único alimento que se pudo proporcionar, una chocolatina Milky Way.

Podía sentir el agradable peso de todo lo que llevaba en la bolsa. Le hubiera gustado comer de verdad, pollo, arroz silvestre, un montón de ensalada de pasta verde con aliño de queso azul, una porción de bizcocho de trufa, pero necesitaba bragas, rímel y arreglarse esas uñas vergonzosas. Según iba andando por la carretera hasta el motel, pensaba en todo el dinero que había despilfarrado con el paso de los años.

Zapatos de cien dólares, vestidos de mil dólares, dinero volando cuando entregaba sus tarjetas de crédito con las puntas de los dedos como un ilusionista. Por el precio de lo que le costaba una bufanda sencilla de seda, ahora podría haber comido como una reina.

Pero ahora no tenía ese dinero, y tenía algo de comer, humilde, pero algo de comer. Al lado del motel, había un árbol que daba sombra, y al lado una vieja y oxidada silla de jardín. Se sentaría en esa silla, gozaría del calor de la tarde, y se comería la chocolatina bocado por bocado, saboreándola para hacerla durar. Pero primero tenía que deshacerse del gato.

– Márchate! -silbó, dando un fuerte pisotón en el asfalto al lado del gato. Él inclinó su cabeza pero se mantuvo firme-. Lárgate, eres un mal bicho, y búscate otra persona para molestar.

Como el animal no se movía, expulsó el aliento con repugnancía y se encaminó hacia la silla. El gato la siguió. Lo ignoró, negándose a permitir que ese feo animal arruinara su placer con el primer alimento que comía desde el sábado por la tarde.

Lanzó lejos sus sandalias cuando se sentó, se refrescó las plantas de los pies en el césped mientras buscaba en la bolsa la chocolatina. Era tan preciosa como un lingote de oro en sus manos.

Con cuidado al desenvolverla, pegó el dedo para recoger unas pocas astillas errantes de chocolate que se habían caido de la envoltura en su vaqueros.

Ambrosía.

Deslizó la esquinita de la barra en la boca, hundió los dientes en el chocolate y en el turrón. Mientras masticaba, supo que nunca había probado nada tan maravilloso en su vida. Tuvo que forzarse a tomar otro mordisco pequeño en vez de metérsela entera en la boca.

El gato emitió un sonido profundo y áspero, y Francesca adivinó que era una pervertida forma de maullar.

Estaba parado al lado del tronco del árbol, mirándola por su ojo bueno.

– Vete olvidando, bestia. Lo necesito yo más que tú -dió otro mordisco-. No me gustan los animales, así que deja de mirarme tan fijamente. No le tengo cariño a nada que tenga patas y no sepa limpiar.

El animal no se movió. Ella advirtió sus costillas marcadas, el deslustre de su piel. ¿Era su imaginación o presentía una cierta resignación triste en esa cara fea y tuerto? Dió otro mordisco pequeño.

Era el chocolate más bueno que había probado nunca. ¡Si no supiera lo terribles que eran las punzadas de hambre!

– ¡Maldita sea tu estampa! -sacó lo último que quedaba de la barra, lo rompió en trocitos, y los puso encima del envoltorio. Cuando lo puso todo en el suelo, miró al gato de forma fulminante-. Espero que estés satisfecho, gato miserable.

El gato fue andado hacía la silla, bajó la cabeza hacía el chocolate, y se lo comió todo como si la hiciera un favor.

Dallie volvió del campo después de las siete esa noche. Para entonces ella se había reparado las uñas, contado los ladrillos en las paredes del cuarto, y se leyó el Génesis. Cuándo él entró por la puerta, estaba tan desesperada por tener compañía humana que se levantó de un salto de la silla, refrénandose en el último momento para no echarse en sus brazos.

– He visto ahí fuera el gato más feo de toda América -dijo él, tirando las llaves encima de la mesa.

– Maldición, odio los gatos. Son los únicos animales que no puedo soportar -como en ese momento, Francesca tampoco era demasiado cariñosa de la misma especie, no ofreció ningún argumento-.Toma.Te he traído algo de cena.

Ella dejó salir un pequeño grito cuando cogió la bolsa y la abrió.

– ¡Una hamburguesa! Ah, Dios.. ¡Patatas, maravillosas patatas fritas! Te adoro.

Sacó las patatas fritas y se metió inmediatamente dos en la boca.

– Santo Dios, Francie, no tienes que actuar como si estuvieras muerta de hambre. Te dejé dinero para almorzar.

Sacó unas mudas de su maleta y desapareció en el cuarto de baño para darse una ducha.

Cuando volvió con su uniforme de costumbre de vaqueros y camiseta, ella había apaciguado su hambre pero no su deseo de compañía. Sin embargo, vio con alarma que se preparaba para salir otra vez.

– ¿Vuelves a marcharte?

El se sentó en el borde de la cama y se puso las botas. -Skeet y yo tenemos una cita con un tipo llamado Pearl.

– ¿Ahora, de noche?

El se rió entre dientes.

– El Sr. Pearl tiene un horario muy flexible.

Ella tenía la sensación que se había perdido algo, pero no podía imaginarse qué. Empujando a un lado los envoltorios de la comida, se puso de pie.

– ¿Podría ir contigo, Dallie? Puedo sentarme en el coche mientras tienes tu cita.

– No lo creo, Francie. Esta clase de reunión puede llevarme a veces hasta la madrugada.

– No me importa. Realmente no me importa -se odiaba por presionarlo, pero pensaba que se volvería loca si pasaba más tiempo sola en ese cuarto.

– Lo siento, Pantalones de Lujo -metió la cartera en el bolsillo trasero de sus vaqueros.

– ¡No me llames así! ¡ Lo odio! -él levantó una ceja en su dirección, y ella cambió de tema rápidamente-. Me dices algo del torneo de golf. ¿Cómo lo has hecho?

– Hoy era apenas una ronda de calentamiento. El Pro-Am del miercóles, pero el verdadero torneo no empieza hasta el jueves. ¿Has hecho algún progreso para agarrar a Nicky?

Ella negó con la cabeza, no estaba ansiosa de tocar ese tema en particular.

– ¿Cuánto podrías ganar si vencieras este torneo?

Él cogió su gorra y se la puso en la cabeza, con una bandera americana en la frente.

– Acerca de unos diez mil. Esto no es mucho para un torneo, pero el club es de un amigo mío, así que juego todos los años.

Una cantidad que ella habría considerado ínfima un año antes le parecía de repente una fortuna.

– Pero eso es maravilloso. ¡Diez mil dólares! Simplemente tienes que ganar, Dallie.

El la miró con curiosidad.

– ¿Y eso por qué?

– Porqué, así puedes tener el dinero, por supuesto.

El se encogió de hombros.

– Teniendo el Riviera en condiciones, no me preocupa demasiado el dinero, Francie.

– Eso es ridículo. Todos tienen interés en el dinero.

– Yo no -salió por la puerta y casi al momento reapareció-. ¿Que hace esa envoltura fuera, Francie? ¿No has estado alimentando a ese gato feo, verdad?

– No seas ridículo. Detesto los gatos.

– Esa es la primera cosa sensata que te he oído decir desde que te encontré -le hizo un gesto mínimo con la cabeza, y cerró la puerta. Ella pateó la silla de escritorio con el dedo de su sandalia y empezó una vez más contar los ladrillos.

– ¡Perl es una cerveza! -gritó ella cinco noches más tarde cuándo Dallie volvió por la tarde de jugar la ronda semifinal del torneo. Le puso el brillante anuncio de la revista en su cara-. Todas estas noches cuando me dejabas en este agujero perdido de la mano de Dios con nada más que la televisión para hacerme compañía, te marchabas a un sórdido bar a beber cerveza.

Skeet los miraba desde el rincón.

– Te levantas demasiado temprano para compartir habitación con la Señorita Fran-ches-ka. No deberías dejar tus viejas revistas por ahí tiradas, Dallie.

Dallie se encogió de hombros y frotó un músculo dolorido en su brazo izquierdo.

– ¿Quién hubiera imaginado que sabía leer?

Skeet rió entre dientes y dejó el cuarto. Se sintió herida por el comentario de Dallie. Los incómodos recuerdos de las observaciones poco amables que ella hacía a sus conocidos, observaciones que habían parecido ingeniosas en esa época, pero que ahora le parecian meramente crueles.

– Piensas que soy terriblemente, tonta, no? -susurró-. Disfrutas haciéndome bromas que no entiendo y dolorosas referencias a mi pasado. No tienes ni siquiera la cortesía de ridiculizarme a mis espaldas; te burlas de mí en mi propia cara.

Dallie desabrochó su camisa.

– Santo Dios, Francie, no hagas un drama de todo esto.

Ella se desplomó en el borde de la cama. El no la había mirado… ni una vez desde que había entrado en el cuarto, ni siquiera cuando hablaba con ella. Ella llegaría a ser invisible para él… asexual e invisible. Su temor de que le pidiera que se acostara con él a cambio de compartir el cuarto ahora le parecía ridículo.

Ella no le atraía nada. Actuaba como si ella no estuviera. Cuando se quitó la camisa, ella miró fijamente su pecho, levemente cubierto de vello y bien musculado. La nube de la depresión que la había estado siguiendo por días se ponía más negra.

El se quitó su camisa y la tiró en la cama.

– Escucha, Francie, no te gustaría la clase de lugares que Skeet y yo frecuentamos. No hay manteles, y todos los alimentos son fritos.

Ella pensó en el Blue Choctaw y supo que no la estaba mintiendo. Entonces miró a la pantalla encendida de la televisión dónde empezaba algo llamado "El sueño de Jeannie" por segunda vez ese día.

– No me importa, Dallie. Me encantan la comida frita, y los manteles de hilo están pasados de moda de todos modos. Incluso el año pasado mi madre hizo una fiesta para Nureyev y utilizó manteles individuales.

– Apuesto a que no tenían un mapa de Louisiana pintado en ellos.

– No creo que Porthault haga mapas.

Él suspiró y se rascó el pecho. ¿Por qué no la miraría él?

– Era un chiste, Dallie. Puedo contar chistes, también.

– No te enfades, Francie, pero tus chistes no son demasiado graciosos.

– Lo son para mí. Lo serían para mis amigos.

– ¿Sí? Bien, eso es otra cosa. Tenemos gustos diferentes en amigos, y sé que no te gustarían mis compañeros de copas. Algunos de ellos son golfistas, otros son locales, la mayoría de ellos no dice a menudo cosas como 'esta ropa es de'. No son personas que te gustarían.

– Seré totalmente honesta -dijo, mirando hacia la pantalla de la televisión -cualquiera que no duerma con una botella me gusta.

Dallie sonrió y desapareció en el cuarto de baño para tomar su ducha. Diez minutos más tarde, la puerta se abrió de repente y entró en el dormitorio con una toalla anudada alrededor de las caderas y la cara roja bajo su bronceado.

– Por qué está el cepillo de dientes mojado? -rugió, sacudiendo la prueba del delito delante de su cara.

Su deseo se había realizado. Él la miraba ahora, fijamente, con todo su interés… y no le gustaba esa mirada. Ella le miró fijamente y se metió el labio inferior entre los dientes en una expresión que esperaba no pareciera demasiado culpable.

– Lo siento mucho, pero lo tuve que coger prestado.

– ¡Lo cogiste prestado! Esa es la cosa más repugnante que he oído jamás.

– Sí, bueno es que parece que yo he perdido el mio, y yo…

– ¡Lo cogiste prestado! -Ella se echó hacía atrás cuando vio como empezaba a gritar-. ¡ No estamos hablando de pedir una taza de azúcar, hermana! ¡Hablamos acerca de un maldito cepillo de dientes, el objeto más personal que una persona puede tener!

– Lo he estado desinfectando.

– Lo has estado desinfectando -repitió siniestramente-. Eso implica que no ha sido una única vez. Eso implica que tenemos una historia de uso prolongado.

– No realmente. Si acaso, unos pocos días.

Le tiró el cepillo de dientes, golpeándola en el brazo.

– ¡Cógelo! ¡Toma la jodida cosa! ¡He ignorado el hecho que te pones mis ropas, que usas mi navaja, que no pones el tapón a mi desodorante! He ignorado el lío que haces alrededor de este lugar, pero maldita sea, no ignoraré esto.

Ella se dio cuenta entonces que estaba sinceramente enojado con ella, y con eso, sin querer, ella había dado un paso sobre alguna línea invisible.

Por una razón que no podía comprender, este asunto acerca del cepillo de dientes era lo suficientemente importante para que él hubiera decidió hacer un drama de ello. Sentía una ola de puro pánico correr dentro de ella. Lo había molestado demasiado, y ahora le pegaría la patada.

En los próximos segundos, él levantaría la mano, señalando con el dedo hacia la puerta, y le ordenaría salir de su vida para siempre.

Ella le siguió a través del cuarto.

– Dallie, lo siento. De veras -él la miró duramente.

Ella levantó las manos y las apretó levemente sobre su pecho, extendiendo los dedos, de uñas cortas y deslustradas levemente amarillentas de años siendo escondidas por laca de uñas. Inclinando la cabeza hacía arriba, le miró directamente a sus ojos.

– No estás enfadado conmigo -cambió su peso más cerca para que sus piernas se tocaran, y entonces puso la cabeza en el pecho, descansando la mejilla contra la piel desnuda.

Ningún hombre se la podría resistir. No realmente. No cuando ella se lo proponía. Simplemente no se lo habría propuesto, eso era todo. ¿No la había traído Chloe al mundo para encantar a los hombres?

– Qué estás haciendo? -preguntó él.

No contestó; estaba inclinaba sobre él, suave y sumisa como un gatito adormilado. Olía a limpio, a jabón, e inhaló el olor. El no le pegaría la patada. Ella no lo permitiría. Si él la echaba, no tendría nada ni a nadie.

Desaparecería. En este momento Dallie Beaudine era todo lo que tenía en el mundo, y haría lo que fuese para mantenerlo. Sus manos fueron subiendo por el pecho. Se puso de puntillas y le rodeó el cuello con sus brazos, deslizando los labios por la línea de la mandíbula y apretando los senos contra su pecho. Podía sentirlo como crecía duramente bajo la toalla, y ella sentía renovarse su propio poder.

– Exactamente dónde piensas llegar con todo esto? -preguntó él-. ¿Un revolcón vestidos sobre las sábanas?

– ¿Es inevitable, no crees? -forzó a su voz que sonara casual-. No es que tú hayas sido un perfecto caballero y todo eso, pero compartimos habitación.

– Tengo que decirte, Francie, que no pienso que sea buena idea.

– ¿Por qué no? -movió las pestañas de la mejor manera posible llevando sólo rimmel barato, y moviendo y buscando con sus caderas, la coqueta perfecta, una mujer creada sólo para el placer de los hombres.

– ¿Es bastante obvio, no crees? -deslizó la mano hacía arriba y le acarició suavemente la piel-. -No nos gustamos el uno al otro. ¿Quieres tener sexo con un hombre que no te quiere, Francie? ¿Quién no te respetará por la mañana? Porque esa es la manera que esto acabará si sigues moviéndote contra mí de esta forma.

– No te creo -su vieja confianza volvió con una agradable frescura-. Pienso que me quieres más de lo que quieres admitir. Creo que por eso has estado haciendo un trabajo tan bueno evitándome esta semana pasada, por eso no me miras.

– Esto no tiene nada que ver con querer -dijo Dallie, con la otra mano acariciándole la cadera, con un susurro ronco-. Tiene que ver con la proximidad física.

La cabeza bajó, y pudo sentir que estaba a punto de besarla. Se escurrió de entre sus brazos y sonrió seductormente.

– Dáme apenas unos minutos -dando un paso lejos de él, se dirigió hacia el cuarto de baño.

Tan pronto como se encerró dentro, se recostó contra la puerta y respiró varias veces profundamente, tratando de suprimir su nerviosismo en lo que se disponía a hacer. Esto era.

Era su oportunidad de atar a Dallie a ella, para cerciorarse que no la echaría, para estar segura que le proporcionaría comida y techo. Pero era más que eso. Hacer el amor con Dallie le permitiría sentirse como ella misma otra vez, incluso si no estaba verdaderamente segura.

Deseó tener uno de sus camisones de Natori con ella. Y champán, y un dormitorio hermoso con un balcón que diera al mar. Se miró en el espejo y se acercó un poco más. Estaba horrible.

El pelo era demasiado tierra virgen, su cara palida, también. Necesitaba ropa, necesitaba cosméticos. Tocando ligeramente la pasta dentífrica en el dedo, lo movió dentro de su boca para refrescar el aliento. ¿Cómo podría permitir ella que Dallie la víera con esas espantosas bragas de mercadillo? Con dedos temblorosos, tiró del botón de sus vaqueros y se los bajó hasta los tobillos.

Dejó salir un gemido suave cuando vio las marcas rojas en la piel cerca del ombligo donde la pretina había pellizcado su cuerpo apretadamente. No quería que Dallie la viera con marcas. Frotando con dedos, trató de hacerlas desaparecer, pero eso sólo le puso la piel más roja. Apagaría las luces, decidió.

Rápidamente, se quitó la camiseta y el sostén y se envolvió en una toalla. Seguía respirando de forma entrecortada.

Cuando se quitó las bragas de nylon, vio una zona en su entrepierna con un molesto vello que se le había pasado cuando se depiló las piernas. Sosteniendo la pierna arriba en el asiento del water, deslizó la hoja de la navaja de Dallie sobre ese lugar. Así, eso estaba mejor.Trató de pensar que más podía hacer para mejorarse.

Reparó su lápiz de labios y lo secó con un cuadrado de papel de baño para no mancharlo cuando se besasen. Reforzó su confianza recordándose lo magnífica besadora que era.

Algo dentro de ella se fue deshinchado como un globo viejo, saliendo su sentimiento de inseguridad. ¿Y si él no la quería? ¿Y si ella no era buena, como no había sido buena para Evan Varian ni para el escultor en Marrakech?

Y si… Sus ojos verdes se miraron en el espejo cuando un espantoso pensamiento se le ocurrió. ¿Y si ella olía mal? Cogió el atomizador de Femme del armarito encima del lavabo, abrió las piernas, y se perfumó.

– ¿Qué diablos estás haciendo?

Girando alrededor, ella vio a Dallie en la puerta, una mano en la cadera cubierta por la toalla. ¿Cuánto tiempo llevaba plantado ahí? ¿Qué había visto? Se irguió con aire de culpabilidad.

– Nada. Yo…yo no hago nada.

El miró la botella de Femme que seguía teniendo en la mano.

– ¿Es que no hay nada en tí verdadero?

– Yo…yo no sé que quieres decir.

El entró un paso más en el cuarto de baño.

– ¿Estás probando nuevos usos para el perfume, Francie? ¿Era eso lo que hacías? -descansando la palma de una mano contra la pared, se inclinó hacia ella-. Llevas vaqueros de diseñador, zapatos de diseñador, maletas de diseñador. Y la Señorita Pantalones de Lujo, lleva ahora un coño de diseñador.

– ¡Dallie!

– Eres el colmo del consumismo, cariño…el sueño de un publicista. ¿Pondrás pequeñas iniciales doradas del diseñador en él?

– Eso no es gracioso -dejó la botella de perfume de nuevo en el armario, y apretó fuertemente la toalla con su mano. Sentía la piel caliente por el desconcierto.

El sacudió la cabeza con un hastío que ella encontró insultante. -Anda, Francie, vístete. Dije que no lo haría, pero maldita sea.Te llevo conmigo esta noche.

– A que se debe este cambio tan magnánimo?

El giró y salió al dormitorio, hablando por encima del hombro.

– La verdad de ello es, querida es que si no te dejo que veas una porción del mundo, temo que puedas hacerte verdadero daño.

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